jueves, 19 de febrero de 2015

Annie



Annie, el musical original de Broadway (libro de Thomas Meehan basado en la historieta de Harold Gray, música de Charles Strouse y letras de Martin Charnin) puede que no sea una obra de arte como lo es el musical original de Broadway Into the woods (En el bosque, libro de James Lapine, letra y música de Stephen Sondheim), pero es efectivo, eficaz y entrañable. Es el sueño hecho realidad de todo productor, tiene todos los elementos para que el público lo disfrute y vuelva por más: niñas huérfanas maltratadas por una villana más carismática que mala, un perro lanudo, grandote y adorable, un multimillonario en apariencia duro pero en realidad más blando que un almohadón de plumas que proveerá más de un final feliz porque si el dinero no hace a la felicidad, ayuda mucho, y claro, canciones pegadizas que uno más que tararearlas a la salida, a la semana desea la fórmula de cómo sacárselas de la memoria. A lo que voy es que Annie es un número puesto, un billete premiado con la lotería, la apuesta imperdible porque los dados están cargados. Y sin embargo, el cine se empeña en arruinar la receta una y otra vez.


La versión de 1982 dirigida por el gran John Huston fue acusada, con razón, de que contenía demasiados claroscuros, no el menor de ellos, la angustiante persecución final, que en original no es más que una excusa para un desenlace feliz a todo orquesta y los subrayados de que la pieza es un canto a la derecha más recalcitrante y retrógrada, con sus millonarios buenos y nobles que prosperaron por aprovechar las oportunidades que les brindó la generosa yanquilandia, abonando el mito falso de que comenzaron de cero y que solo con voluntad y empuje llegaron alto. Huston tenía una carrera detrás sosteniendo lo opuesto, porque le dieran a dirigir Annie no iba a claudicar y dejar su ideario de lado.


Si Huston ensombreció a Annie, en 1999 la productora Disney en un telefilm navideño del ahora celebrado Rob Marshall (Chicago, Nine, En el bosque) la abrillantó, la endulzó, la adornó tanto que la corta versión quedó ahogada en almíbar. (A propósito dejo de lado Annie, una aventura real, 1995,  de Ian Toynton, secuela de Annie, algo así como Annie en Londres, una especie de musical que solo utilizaba la archiconocida “Tomorrow”, sin palabras)


En 2011 Will Smith anunció que haría una versión de Annie protagonizada por su hija Willow, es decir, Annie y el millonario padre putativo serían negros, transcurriría en la actualidad y el rapero Jay-Z que ya versionara “Hard knock life” la produciría musicalmente. El tiempo pasó y algunos cambios se impusieron. Se le pasó a Willow la edad de encarnar a Annie y se decidió que Quvenzhané Wallis (La niña del sur salvaje) ocupara su lugar. Will Smith también  se alejaría y Jamie Foxx lo reemplazaría. Y de la producción musical se ocuparían Greg Kurstin y Sia, la película mezclaría canciones de la vieja obra con otras nuevas. Y entonces la filmación comenzó.


Mejor no hubiera empezado. Annie, 2014 es uno de los musicales más malos de la historia del cine. Es hasta peor que Grease II, lo que ya es decir algo. Es tan pero tan malo que no sé por dónde empezar. Hagamos al revés comencemos por lo menos malo.


Con mucha simpatía y con la mejor de las predisposiciones podríamos decir que Quvenzhané Wallis es una chica muy simpática y con una calidad estelar lo suficientemente potente como para no quedar sepultada por el alud de estupideces y torpezas que le lanzan continuamente. Lo que no significa que esté bien, sino apenas soportable. Al pobre de Jamie Foxx no le alcanzan ni su innegable talento ni su proverbial simpatía para ponerse a salvo del desastre, por encabezar el cartel es la víctima principal. Es de esperar que al menos le hayan pagado bien. Rose Byrne tiene un juego de comedia que hace hincapié en las neurosis, no la salva, pero al menos no la hunde desde el minuto cero. El ascendente Bobby Cannevale da un paso en falso y retrocede unos cuarenta casilleros en su promisoria carrera. Sin discusión lleva a cabo uno de los peores momentos. Figurará en las antologías de lo que no debe hacerse en un musical. Si el trabajo de Richard Gere en Chicago sugería la premisa de que el musical no es para todos, aunque se sea una estrella, se cante discretamente y se engarcen un par de pasos; aquí el trabajo de Bobby Cannevale lleva la premisa a un apotegma, a una verdad universal indiscutible. Pero la que peor sale de esta desventura es Cameron Díaz, es comprensible que se abalanzara por ser la Srta. Hannigan, no solo porque en cine ya había sido hecha por Carol Burnett y Kathy Bates, chicas muy de talento a la vista,  y en teatro por unas cuantas damas muy merecidamente ilustres del arte de actuar, sino porque es un papel con fascinantes aristas histriónicas y con una de las canciones más graciosas de los musicales: “Little girls”. En esta versión “Little girls” como Sandy, el perro, tarda en llegar y cuando llega, como en el caso de Sandy, se transforma en otra esperanza perdida en este valle de decepciones.


Lo peor de lo peor es la adaptación y el guión, que no solo no hallaron el equivalente contemporáneo de estos personajes y sus circunstancias de los años 30 del siglo pasado, sino que en el camino mataron todo verosímil, elegancia, humor y simpatía, hasta el perro es feíto. De la partitura original sobrevivieron las canciones más recordadas  en versiones “modernas” y se le agregaron otras tan malas, insustanciales y pedorras que uno no puede más que preguntarse ¿por qué?, ¿por qué?


Dirigió, más bien orquestó este desastre, Will Gluck que en 2010 firmó Easy A bautizada por estas tierras con el Tita-Merelliano título de Se dice de mí para lucimiento de la luminosa Emma Stone y sus ojos de animé, y en 2011 Amigos con beneficios con Justin Timberlake y Mila Kunis, que los que la vieron (no me cuento entre ellos todavía) recuerdan con simpatía. A esta Annie, en lo posible, en un futuro más o menos cercano, debería “olvidarla” en su currículum.


En resumen, solo para degustadores sibaritas de irrecuperables bodrios históricos. Los demás obviarla, ignorarla, soslayarla. Mucho. “Porque seguro que hay sol… mañana”.

Selma



Resolveré mi opinión sumariamente.


Sinopsis (según gacetilla)
“Retrata la histórica lucha que emprendió el Dr. Martin Luther King Jr. para lograr el derecho a voto de los afroamericanos. Una peligrosa y temible campaña que culminó con la épica marcha desde Selma hasta Montgomery, Alabama, conmovió a la opinión pública de los Estados Unidos y persuadió al presidente Johnson de promulgar la Ley del Derecho al Voto en 1965. El año 2015 marca el 50mo. aniversario de este momento fundamental en el Movimiento por los Derechos Civiles.”


Evaluación crítica
Buenas intenciones: 10
Corrección política: 10
Resolución cinematográfica: 2


Fundamentación de aplazo
Las escenas “políticas” son largas y torpes sin sentido de la concisión y menos de la síntesis.
Las escenas “intimas” son solemnes, estatuarias y sentimentaloides.
Las escenas “violentas” carecen de fuerza o contundencia.
Las actuaciones, salvo las de los experimentados Tim Roth y Tom Wilkinson, son estándares, pedestres,  tirando a flojitas.


Conclusión
Una lección de historia bastante insulsa y aburrida. Que quede claro que la descalificación no afecta al tema. Los hechos retratados son repudiables, la memoria es necesaria, pero la forma de contarlos no está a la altura de las intenciones.
Dirigió Ava DuVernay, por nuestro propio bien, mejor suerte la próxima vez.
(Por increíble que parezca está nominada al Óscar como Mejor Película. Ejemplo supremo de que a veces la corrección política se confunde con “calidad”)

jueves, 12 de febrero de 2015

Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia



El cine de Alejandro González Iñárritu siempre me tuvo sin cuidado. Mientras todos sacaban las liras para construir desmelenados panegíricos por sus Amores perros (2000), permanecí incólume porque para mí el “verosímil” de las historias, más allá de los fuegos artificiales narrativos,  no cerraban ni ahí. Después llegaron los 21 gramos (2003) artefacto largo y tedioso que desataba un módico interés por la trampa de una escena que se perfilaba, pero nunca terminaba de mostrarse del todo para poder ser descifrada. Y después vino Babel (2006) y algunos críticos, que antes tiraban cohetes, comenzaron a darse cuenta de que quizá habían sido víctimas de un entusiasmo prematuro. En lo personal debo confesar que me pareció un bodrio bodrioso de toda bodriez, cuanto más “ambicioso” se ponía, más largo y aburrido me parecía. Todavía procuro recuperarme de sus 143 (¡ciento cuarenta y tres!) minutos. Se separó entonces del hasta ese instante su fidelísimo guionista, Guillermo Arriaga, y todos especularon sobre quién se quedaría con el “estilo” de las películas que habían hecho juntos, sobre si eran más de “director” o de “guionista”. Por lo antes dicho, estas especulaciones no solo no me quitaron el sueño, sino que no creo ni haberlas registrado. Arriaga fue el primero en salir al ruedo sin su exsocio. En el 2005, cuando todavía duraba el dúo,  había firmado el impecable guión de Los tres entierros de Melquíades Estrada para que lo dirigiera también impecablemente Tommy Lee Jones. Ya solito y solo, adaptó su propia novela El búfalo de la noche (2007) para un film que dirigió Jorge Hernández Aldana y que la crítica cascoteó con gusto. En el 2008 Arriaga debutó como director y guionista, of course,  con Camino a la redención (The burning plain) para gloria de la siempre gloriosa Charlize Theron. Los críticos, quemados por las experiencias anteriores, fueron diplomáticamente cautos. González Iñárritu tardó un poco más en asomar la cabeza. Lo hizo recién en 2010 con Biutiful, basado en un guión cofirmado con los argentinos Nicolás Giacobone y Armado Bo (responsables guionistas de la bellísima El último Elvis, que dirigió en 2012 el segundo o sea Armando Bo, nieto del Armando de la diosa Isabel). Volviendo a Biutiful ni me molesté en verlo, duraba 148 minutos y todavía no me reponía del aburrimiento que me había dejado Babel y sus ¡143! minutos. Los críticos tampoco apoyaron mucho, ya le habían perdido el respeto (bah, la reverencia inicial) y se despacharon con saña. ¡Pobre Iñárritu, que culpa tenía él de que lo hubieran endiosado atribuyéndole la invención de la rueda y de la pólvora (que como todos sabemos ya fueron descubiertas, antes…)!


Birdman (o La inesperada virtud de la ignorancia) es, en el fondo, la historia de dos regresos a los primeros planos: el del personaje de Michael Keaton en la película y el de Iñárritu en la vida real. Admito que esta vez su película me gustó… mucho. Quizá porque es lo más parecido a una comedia que puede plantear Iñárritu (nada apoca mejor la solemnidad, la pedantería, la pomposidad que el humor) y porque se adentra en las bambalinas de una producción teatral, lo que siempre me apasiona (hice poco cine pero mucho teatro y llevo en los huesos los desvelos y fatigas de un estreno).


Riggan Thompson (Michael Keaton) es un actor famoso por haber interpretado en años más jóvenes al superhéroe Birdman. Quiere aquilatar su nombre y se  predispone a debutar en Broadway con una adaptación suya de un cuento de Raymond Carver, De qué hablamos cuando hablamos de amor, que también protagoniza y dirige. Ha puesto todo su dinero y el de su amigo Jake (Zach Galifianakis) en la empresa, de modo que la apuesta es a ganar o morir. Estamos en las funciones de preestrenos (ensayos generales con público, que paga una entrada reducida, porque verá un espectáculo que aun no está listo) y hay unos cuantos problemas a resolver, no el menor de ellos, un actor coprotagonista que todavía no halla el tono ni la intención de su personaje. Para colmo, las relaciones personales tampoco andan de maravillas, y hay que lidiar con la nueva pareja, la expareja y una hija en recuperaciones varias.


Se sabe porque se comentó hasta el hartazgo, el film está resuelto en una sucesión de planos secuencias o sea las escenas se rodaron en una sola toma de cámara, sin cortes, sin plano, contraplano y esas cosas. Esta vez el artificio es pertinente, no la jactancia de un director, y comunica con inmediatez el vértigo, la solapada desesperación, la sensación de caminar por un campo minado que despierta todo estreno inminente. Y la banda de sonido, se comentó mucho también, es prácticamente casi todo el tiempo un solo de batería.


Como no tengo mala memoria, todavía, no me sorprende que Michael Keaton actúe bien, siempre fue un buen actor, desde un principio, y si lleva años, muchos, sin hallar un papel que explote sus virtudes no es impedimento para que cuando lo encuentre, como en este caso, lo honre. Como en toda película de planos secuencias, el elenco debe estar alerta, concentrado, solidario, más que nunca, un error no es, en este caso, solo repetir la toma del yerro cometido, sino volver a empezar todo de nuevo, otra vez, con la participación de todos los que intervienen en la toma. (O sea, meter la pata es cagarles el trabajo a todos los que venían antes que vos y que ya lo hicieron bien). Cuando finalmente se logra, hay una fluidez y cohesión distintas a las habituales. En el excelente reparto, están tres de mis actrices favoritas, de modo que yo estaba de fiesta: Naomi Watts, Emma Stone y Andrea Riseborough. Entre los caballeros, aparte de los ya nombrados, se destaca un audaz Edward Norton que camina por la cornisa de la sobreactuación sin caer en el abismo.


En resumen, vengo a contramano con don Alejandro González Iñárritu, cuando los críticos locales le tiraban flores, yo fruncía el seño y proclamaba disconformidad, ahora ellos, por las dudas se arrepientan después, como ya lo hicieron antes, lo tratan con dureza y le rechazan hasta el saludo, mientras yo disfruto de su obra e invito a que otros lo hagan. En algún momento quizá nuestros caminos confluyan. O no. 


Ida (reestreno)

A propósito de su nominación para el Óscar como Mejor Película Extranjera (sí, compite contra nuestros Relatos salvajes) vuelve a exhibirse Ida. Invitamos a releer la crónica publicada cuando se estrenó: http://cronicas-de-cine.blogspot.com.ar/2014/06/ida.html Gracias. (Está en el Cinema Paradiso y va a las 16:40 y 21:20)


jueves, 5 de febrero de 2015

En el bosque



Stephen Sondheim, el compositor y letrista de Broadway, es un genio. No  porque lo diga yo sino por la diamantina contundencia de su producción. Se dice que se requiere una dosis de conocimiento o sofisticación para apreciarlo, puede que eso fuera cierto cuando comenzó, hoy sus innovaciones ya están incorporadas a las resoluciones de la música popular, porque como con todo genio, los compositores que admiraron su trabajo y surgieron después lo hicieron asequible al gran público. Tanto es así que Disney, que no produce nada que no llegue a generar adhesiones millonarias en almas y billetes, se anima a llevar al cine este musical suyo. Se dice también que es un gusto adquirido, que es necesario escucharlo más de una vez para comenzar a degustarlo, dicho así suena trabajoso, pero Patricio Rey y los redonditos de ricota también lo son y eso no impidió que se transformaran en un culto multitudinario. A lo que voy es que no será Palito Ortega, pero tampoco es Schoenberg. No tendrá la fácil y verificable melodía típica del sonido Broadway, pero tampoco se sale de sus obras sin tararear alguna canción. Él es otra cosa. Sus devotos siempre debemos sacarnos de encima primero estas consideraciones, porque más de una vez nos hemos chocado al mencionarlo con un “Ah, Sondheim”, con el que se quiere descalificarlo por raro o demandante.


En 1987, o sea siglos antes de que a algunos productores se les ocurriera la serie, en mi modesta opinión un tanto pedorra, Once upon a time, el dramaturgo James Lapine y nuestro Sondheim estrenaron en Broadway Into the woods. La obra mezclaba algunos personajes de cuentos infantiles clásicos como Caperucita Roja, la Cenicienta, Jack (el de las habichuelas mágicas), Rapunzel, con otros de su propia cosecha tales como el Panadero, su Mujer, la Bruja y el Narrador, quien podría ser también el padre fugitivo del Panadero. La obra fue un éxito arrollador inmediato y conoció una larga temporada inicial, celebrados montajes en grandes capitales teatrales y diversos reestrenos.


Como en toda obra de Sondheim, la música está al servicio de la teatralidad de la trama, que tiene una notable profundidad temática, aunque el seguimiento de la misma sea algo sencillo y muy disfrutable. Como con los imperecederos clásicos setentistas, Tiburón o Cabaret  las ideas surgen de una trama asequible y atrapante, no están impresas en ella, de allí su éxito instantáneo. Y como en los cuentos cuyos personajes toma, las vueltas del argumento por momentos son  oscuras y ostentan hechos de sangre, y el tono es, también por momentos,  reflexivo, asertivo, aleccionador. Y parte de la noción, inserta en la tradición cultural anglosajona, de que el bosque es un lugar misterioso, en el que no se sale nunca de la manera en que se entró, es un lugar de aprendizaje en el que pueden pasar cosas que se salen de lo normal, tales como el sexo irrestricto o el crimen. Todo con mucho humor, gracia inspirada e ingenio envidiable.


Las canciones claves nos dan la pista de cuáles son los ejes de la obra. Children will listen (Los chicos escuchan) testimonia que los deseos, sueños o anhelos de los padres forman o deforman los de los hijos. No one is alone (Nadie está solo) ratifica que toda acción o elección tienen su consecuencia y que muchas veces nuestro egocentrismo nos impide ver que nuestras acciones o elecciones exceden nuestro encierro y tienen repercusiones sociales. Las canciones de Jack y de Caperucita, después de hechos decisivos sobre los que no conviene adelantar mucho, ratifican que crecer es inevitable, y que por más traumático que sea es mejor que vegetar. Agony (Agonía) el vals de los príncipes da cuenta de la necesidad de tener a veces anhelos incumplidos para poder ser con plenitud o poder seguir adelante. La bruja dice por ahí que amar a veces es meter la pata y que no hay disculpas pero tampoco salidas.


La obra es rica de toda riqueza, elijan cualquier personaje, sigan su derrotero y se toparán con unas cuantas revelaciones sobre las conductas humanas, las concepciones sociales o sexuales heredadas y lo divertidamente equivocadas que pueden estar.


Rob Marshall, después de Chicago, es como el señor de los musicales para el cine yanqui. Como se inició también como coreógrafo, yo digo con maldad que se cree Bob Fosse, y por las dudas no se entienda la maldad, agrego: Pobre. Esta vez procuraré ser justo con él. Como fanático de Sondheim que soy, no coincidiré plenamente con nadie que acometa este material. Al único director que no le objetaría decisión alguna hubiera sido Ingmar Bergman, que entendía mucho de bosques, mitos y reveses humanos. Un sueño, claro, porque Bergman que llegó a conocer y admirar la pieza, ni se le cruzó por la cabeza la posibilidad de dirigirla.


Uno de los méritos de Marshall, y no es poca cosa, consiste en reunir elencos maravillosos. Este no es la excepción: Emily Blunt, James Corden, Meryl Streep, Anna Kendrick, Chris Pine, Johnny Depp, Simon Russell Beale, Frances de la Tour, Christine Baranski, Tracey Ullman; los casi debutantes Daniel Huttlestone (Jack) y Lila Crawford (Caperucita); y los jóvenes aunque experimentados Billy Magnussen (el Príncipe de Rapunzel) y Mackenzie Mauzy (Rapunzel) que acceden a medirse con Meryl Streep y gente así.


Mi corazoncito late más por algunos (Blunt, Corden, Kendrick) que por otros, pero la dueña de la velada es , otra vez, Meryl Streep. Meryl vive en el  prodigio, cuando uno cree que ya tocó techo y que comenzará a desandar sus logros, repitiéndolos, revitalizándolos, lo que no estaría mal, porque tiene joyas como para varias coronas, alcanza nuevas alturas y uno se queda pasmado, con la boca abierta y con el alma otra vez de fiesta. De allí que aunque parezca un abuso, una prepotencia, merezca todas y cada una de las nominaciones que ganó por este trabajo. Lo que hace es perfecto y podrían darse clases de cómo actuar en un musical, desmenuzando este casi milagro que ejecuta aquí. Hace que cada inflexión, respiración cuenten. Las intenciones, los subtextos, los matices son infinitos. Sabe que Sondheim es genial y se abalanza con espíritu sibarita para saborear y hacernos partícipes del banquete. 






Puede que no todas las decisiones de Rob Marshall sean las acertadas, pero Stephen Sondheim y Meryl Streep hacen ineludible un paseo En el bosque.