viernes, 28 de marzo de 2014

Lo mejor de nuestras vidas



Por esas cosas de la vida mi relación con Cédric Kaplisch comenzó en 1996 y terminó en 1999. Nos conocimos por Un aire de familia (Un air de famille, 96), deliciosa comedia sobre una familia que celebraba un cumpleaños en un restaurante, se basaba en una obra de teatro de Agnès Jaoui y Jean-Pierre Bacri, matrimonio real y artístico que colaboró con Alain Resnais (Smokin/No smoking, 1993, ¿Conoces la canción?/ On connaît la chanson, 1997), y que por cuenta propia concibió la excelente Como una imagen/Comme une image, 2004, la no tan buena Háblame de la lluvia/Parlez-moi de la pluie, 2008 y la todavía inédita por estos pagos Au bout du conte, 2013. Volviendo a Kaplisch, con su Aire de familia me impresionó como un director sensible, con sentido del humor, muy atendible en realidad, aunque la verdad sea dicha el encanto de su Aire mucho le debía al guión de Jaoui y Bacri. En 1999 Kaplisch hizo una interesante comedia de ciencia-ficción, que yo iba a ver sí o sí, porque estaba Jean-Paul Belmondo y creo que no necesito ahondar más, ya saben de mi veneración por él. La película se llamó Tal vez/Peut-être y Belmondo era en el futuro el hijo viejo todavía no concebido en el presente de Romain Duris, quien se había consagrado con El extranjero loco/Gadjo Dilo, 1997 de Tony Gatlif y que alcanzaría renombre internacional con El latido de mi corazón/De battre mon coeur s'est arrêté, 2005 de Jacques Audiard. Y a pesar del auspicioso inicio de nuestro diálogo, eso fue todo, no volvería a ver filmes de Kaplisch.


No estuve en el bautismo de Piso compartido/L'auberge espagnole, 2002. Tampoco estuve en el nacimiento de la del medio, Las muñecas rusas/Les poupées russes, 2005. Y francamente no tengo muchas ganas de asistir a la fiesta de graduación de Lo mejor de nuestras vidas/Casse-tête chinois 2013, cierre de una trilogía iniciada por el mentado Piso compartido. Según el resumen encontrado en Wikipedia, esto es lo que pasa en Piso compartido: "Xavier (Romain Duris) sueña con ser escritor. Sin embargo, su destino vislumbra el ministerio de Economía gracias a un amigo de su padre, que le aconseja ir a vivir un año en España para obtener una especialización que le abrirá las puertas de su contratación. Decide, entonces, pasar un año de estudios en Barcelona gracias al programa Erasmus. Lejos de su novia, Martine (Audrey Tautou), vive en un apartamento con otros estudiantes extranjeros (la belga Isabelle, el alemán Tobias, la inglesa Wendy, el danés Lars, el italiano Alessandro y la española Soledad). Se encuentra con la añoranza, un choque cultural, dificultades de idioma (las clases son en catalán y no en castellano), etc"


Mientras que esto es lo que pasa en Las muñecas rusas, siempre según Wikipedia, claro: "Xavier (Romain Duris) y sus ex-compañeros Erasmus ahora son treintañeros. Xavier ha conseguido su sueño de ser escritor, sin embargo no está satisfecho con el tipo de literatura con la que se gana la vida (guiones para telenovelas, memorias de famosos, etc.). Aunque lo que más le atormenta es su vida sentimental: desea una estabilidad que no consigue. El reencuentro, por motivos de trabajo, con Wendy (Kelly Reilly) le dará esa oportunidad que no quiere dejar escapar. Pero no lo tiene fácil pues le acosan constantemente sus tentaciones con una famosa y bella joven (Celia (Lucy Gordon)), a la cual le está escribiendo sus memorias."


Y según parece esto pasa en Lo mejor de nuestras vidas: “Wendy (Kelly Reilly) se muda a Nueva York por lo que Xavier (Romain Duris), su ex-marido, debe seguirla para poder seguir viendo a sus dos hijos pequeños."


Por lo expuesto vemos que se trata de comedias o comedias dramáticas, costumbristas, corales, con personajes jóvenes, simpáticos y vitales. ¿Y por qué no vi Piso compartido o Las muñecas rusas? Porque no se dio, el 2003 fue un año de mucho cambio y ajetreo en mi vida, de ordenar fracasos e reinventar inicios, y en el 2005, si bien la vida marchaba más apacible, opté por otras películas que dialogaran mejor con lo que me pasaba, sinceramente no estaba para devaneos sentimentales franceses, con todo lo que eso implica, tanto de color local como de concepción de vida; el típico gusto francés, no de cigarrillos sino de cómo se mira la existencia puede a veces caer pesado por esa levedad que se pretende profunda. Sea por lo que sea, no se dio.


De la que sí huí a conciencia es de la que no pertenece a la trilogía de Xavier/Romain Duris y que gozó de un éxito apreciable, su París de 2008. Los dramas de personajes moribundos (en este caso Pierre (siempre el bueno de Duris) un bailarín de corazón débil) me exigen un colmo de paciencia, que no estaba en ese momento dispuesto a reunir, por más que transcurriera en la míticamente bella París y anduviera por ahí la amadísima Juliette Binoche.


Con frecuencia insisto en que no hago críticas de cine sino crónicas. ¿Y cuál vendría a ser en mi opinión la diferencia? En que más que asentarme en juicios de valor, cuento mi relación con las películas que veo. Eso me permite hablar, como ahora, hasta de una película que no vi, pero que igual refiero porque quizá sea valiosa. Y porque quizá ustedes sí dialogaron con Cédric Kaplisch y puedan convencerme de que adentre más en su cine.

Un abrazo, Gustavo Monteros

jueves, 27 de marzo de 2014

Un regalito



Éste es el bis del que hablaba que va en los títulos finales de El gran hotel Budapest. El tema no es suyo pero el arreglo es del maestro Alexandre Desplat, ¡Dios lo bendiga por el "organito" que acompaña al coro cerca del final! Es lo más...

viernes, 21 de marzo de 2014

El gran hotel Budapest



Wes Anderson (Bottle rocket o Buscando el crimen, Rushmore o Tres son multitud, Los excéntricos Tenembaums, Vida Acuática o The Life Aquatic with Steve Zissou, Viaje a Darjeeling, El fantástico Sr. Zorro, Moonrise Kingdom o Un reino bajo la luna) vuelve a las Andersoniadas para deleite de todos sus seguidores, entre los que me cuento con orgullo. Esta vez hasta sus detractores (¿qué creador no los tiene?) atenuaron su virulencia y se permitieron disfrutar un poco. Y eso que estamos ante un Anderson en estado puro, tan puro que las características que lo definen parecen exacerbadas. Sus travellings corren, no veloces, velocísimos; sus encuadres preciosistas son, si cabe, más perfectos que nunca; su exquisita dirección de arte alcanza cumbres insospechadas; su visión se encierra, como acostumbra, en una deliciosa artificiosidad y sus personajes siguen inmersos en una realidad tan poética como disparatada. ¿Qué ha cambiado para que hasta los que ayer lo criticaban caigan rendidos (apenas y a regañadientes) ante su innegable talento? Para empezar, como él mismo admite, hay “argumento” en el sentido más tradicional del término, para continuar regresa al epicentro claro de mentor/discípulo que tan bien le funcionara en Rushmore; que en su juego de comedia hay aquí más optimismo que melancolía,  y para terminar no olvidar mencionar el más evidente de todos los motivos posibles: habría que ser enemigo del cine para no dejarse seducir por un mundo tan arrebatador y riguroso.


El inenarrable argumento (por lo adorablemente intrincado y porque esas cosas no se cuentan para no arruinar sorpresas) se basa en escritos de Stefan Zweig y parte del recuerdo del esplendor del Gran Hotel Budapest situado en un país imaginario del oriente europeo en los años treinta antes de que llegara la devastación de la segunda guerra mundial. En este monumental hotel, su conserje, Monsieur Gustave (Ralph Fiennes) forma, educa, moldea al nuevo botones, Cero (Tony Revolori). Una acusación falsa los llevará a vivir aventuras regocijantes (para el público, peligrosas para ellos). La historia arranca con un clarísimo juego de cajas chinas o de muñecas rusas en que cada narrador se funde en el siguiente, todos celebrarán la personalidad de Gustave, un dandy que se las trae, un don nadie con pose de aristócrata que sostiene la ilusión de una forma de vivir que, tal como se aclara por ahí, ni siquiera existía cuando él reinaba en el hotel.


Cuando se recrean los treinta la pantalla se achica al tamaño de las películas de aquella época y se homenajea la punzante ligereza de los films de Ernst Lubitsch (confesión de Anderson). (Y quien esto escribe, por haber sido en algún momento de su vida estudioso del estilo de Noël Coward, no pudo dejar de notar similitudes en la construcción de réplicas con el comediógrafo inglés, en el fondo todo queda en familia: Lubitsch llevó al cine un par de obras de Coward).


El elenco es apabullante: F. Murray Abraham, Mathieu Amalric, Bob Balaban, Adrien Brody, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Harvey Keitel, Jude Law, Bill Murray, Edward Norton, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman, Léa Seydoux, Tilda Swinton, Tom Wilkinson y Owen Wilson. En pequeñas (o no tanto) refulgentes apariciones, todos suman a la magnificencia del espectáculo, ah,  y la hermosa música de Alexander Desplat es otro personaje más. (Consejo vean hasta el último de los títulos finales y disfruten de Kamarinskaya, canción tradicional rusa, primero arreglada por Vitaly Gnutov y después por Alexandre Desplat, no se levanten hasta que el cosaquito deje de bailar, que hay un bis).


En resumen, El gran hotel de Budapest es un gran festín de gran creatividad del gran Wes Anderson; en tiempos de maestros escasos y secos al tercer o cuarto proyecto, no se trata de desperdiciar oportunidades únicas: si se la pierden, después no digan que no avisamos.
 
Un abrazo, Gustavo Monteros

jueves, 20 de marzo de 2014

El pasado



El pasado obtuvo siete premios y 20 nominaciones en distintos festivales y organizaciones dadoras de distinciones. Ahora bien, si esta película en vez de estar escrita y dirigida por Asghar Farhadi (autor y director de la genial Una separación) hubiera sido escrita y dirigida por “Max Pedo” sin duda sería vista por lo que es: un melodrama torpe, soso y con más vueltas tontas que ningún autor de telenovelas, incluso borracho, drogado o acuciado de deudas, se permitiría.


Antes de que me apedreen por sacrílego o hereje, permítanme reafirmar que Una separación es una de las cumbres no solo del cine sino de la dramaturgia, el entramado de conflictos es de una gran magnificencia, tanta que se resignifican constantemente. Sin embargo haber cometido una genialidad no implica que todo lo que el autor haga a continuación vaya a catapultarse a la gloria. Tomemos, por ejemplo, a Ingmar Bergman, genio certificado si los hay, no todas sus películas guardan similar excelencia, no, que el hombre tiene su cuota de piezas menores, menorísimas, y (horror de los horrores) hasta unos cuantos bodrios. Eso sí, era astuto, si algo le había salido sublime, cambiaba de registro o se volcaba a otro medio, a saber, después de El séptimo sello y de Cuando huye el día hizo telefilmes y después de La fuente de la doncella hizo una comedia: El ojo del diablo. Sabía que después de alcanzar una cumbre siempre hay un descenso. No hay escape de la ley del drama: después de un clímax siempre continúa un anticlímax, que no se puede vivir en un orgasmo, qué joder.


A propósito no referiré demasiado el argumento (me encantaría que descreyeran de mí, vieran la película y comprobaran si me equivoco o no, y si es que sí, que estoy errado, hasta dónde soy capaz de enterrarme en mi propia ignominia), básteme decir que hay un iraní que regresa a Francia para divorciarse legalmente de su ex francesa; la chica esta, la francesa, tiene dos hijas, de otros padres, una adolescente (con ínfulas de protagónico dramático, a la que nadie le dice lo evidente: nena, preocupate de tus propias hormonas y no tanto de las de tu madre) y una nena; la francesita que se va a divorciar anda en amoríos con un tintorero que a su vez tiene un hijito que pide a gritos que le pongan límites, una empleada con secretos en cuotas  y una esposa… no, mejor eso no lo cuento porque me voy a empezar a reír, cosa que no debo hacer si ustedes quieren tomarse el argumento más o menos en serio.


El problema es que en realidad, Asghar Farhadi, sí se lo tomó en serio, tanto pero tanto, que no vio lo cerca que está de lo risible todo el tiempo; la escena del tintorero con el hijo en el subte está a un tris de la sátira involuntaria al peor dramón lacrimógeno, y la escena final sería una excelente variación a una propaganda de Axe de no ser tan cantada y tan obvia.


Bérénice Bejo ganó el premio a la mejor actriz en el pasado Festival de Cannes por esta actuación, no está mal, para nada, pero ¿darle un premio? O no había grandes actuaciones femeninas en las otras películas o el jurado ya estaba cansado, porque premiar la corrección de un naturalismo ramplón… En cuanto al actor iraní, Ali Mossafa, es tan pero tan relajado que parece un vegano en un mal día, que alguien le explique, por favor, que la expresividad a veces demanda un poco de sangre… (Aunque, reconozco que me regocijó porque en algunas tomas se me ocurrió que se parecía a ¡Joaquín Galán!).


En resumen, en mi modesta (y atrevida) opinión, un auténtico bodrio Clase A (A por los nombres involucrados, que de provenir de apellidos sin tanta prosapia sería Clase Z) Es más, si en vez de una película fuera un libro bien podría titularse: Cómo vender humo y seguir teniendo patente de grande, después de haberte mandado una genialidad inicial.
 
Un abrazo, Gustavo Monteros

jueves, 13 de marzo de 2014

viernes, 7 de marzo de 2014

En la casa




François Ozon es a todas luces un tipo interesante. Soy un poco retorcido, declara en un reportaje de The Guardian, sabrá él porque lo dice, aunque su obra lo es, también, un poco. A Ozon le gusta jugar con la forma, difuminar los límites de realidad y ficción (o sea lo que en la ficción pasa por realidad y esa otra ficción que es la ficción de la realidad de la ficción, perdón, la culpa de este aparente galimatías es de la ficción, porque dentro de ella todo es ficción), trasponer las fronteras entre lo teatral y lo cinematográfico, maridar la literatura y el cine, o hacer malabares con lo metalingüístico, lo metaficcional, lo metacinematográfico, (todo lo cual parece muy metafísico de tan profundo y que no es más que denunciar cada tanto que estamos en una película y jugar con eso, como cuando Mel Brooks hace chocar la cámara contra el vidrio de una ventana, o hace concluir el monólogo de un actor con “y seguro que con esto me gano el Óscar al mejor actor de reparto”, o le hace creer al personaje que otra vez padece la dramática banda de sonido de la película cuando en realidad se trata de un colectivo que pasa lleno de músicos que ensayan una partitura plena de “suspenso”, cosas así son lo “meta”, aunque no tan divertidas cuando los autores son unos pelmazos que se creen que inventaron la pólvora cuando solo tiran cuetes.) Ozon por suerte no es tan creído y no olvida el precepto, que en los setenta atosigados de tanta teoría de autor estuvo por perderse y que recuperó en apariencia para siempre la postmodernidad, mala en muchas cosas y no en esto, que no es nada más ni nada menos que “hacé lo que se te ocurra, pero nunca olvides que estás contando un cuento”. A lo que voy es que Ozon hace todos sus jueguitos sin olvidarse de que hay un público que quiere ser tenido en cuenta, de allí que sus films, aunque de “autor” se estrenan y muchos hasta son un éxito.


En la casa es hasta la fecha su película más ambiciosa y asimismo la más lograda. Se basa libremente (libérrimamente dicen los que conocen la pieza) en la obra teatral del español Juan Mayorga, El chico de la última fila. En el film, Germain (Fabrice Luchini), un profesor de lengua y literatura cincuentón, desencantado de la profesión (mal universal si los hay) lee un día una composición que se distingue por un par de cosas: describe a la madre de un compañerito cuya casa se visita por primera vez con “tiene el olor de la burguesa de clase media” y termina con un enigmático “continuará”.   Claude (Erns Umhauer) el alumno que la firma parece tener pasta de escritor. Sí, pero también…


En la casa es tanto una comedia negra, un drama psicológico, el relato de un tutor y su pupilo, un cuento de advertencia contra un intruso, como un replanteo de los límites de la ficción (en este caso la literatura) o un juicio al realismo y sus variantes e incluso un homenaje a Hitchcock. Entre otras cosas. Pero ante todo y por sobre todo es una película seductora que atrapa. Uno puede ir en grupo y discutir después en un café durante horas sus entresijos o se puede ir solo, despreocuparse de las intelectualidades y pasarla bien igual, porque como dijimos antes a Ozon le preocupa más contar el cuento con justeza.


Completan el elenco la siempre perfecta Kristin Scott-Thomas como la esposa del profesor; Bastien Ughetto como Rafa, el compañerito de la casa en cuestión, Denis Ménochet es su padre y la sensual Emmanuelle Seignier es la madre, la mentada “burguesa de clase media”. El joven Erns Umhauer deslumbra en el coprotagónico y Fabrice Luchini ratifica su autoridad histriónica. Curiosamente, por obra del azar, a pesar de las pocas películas francesas que llegan últimamente a nuestros cines, Fabrice Luchini se está transformando en una cara frecuente, lo vimos como el esposo de Catherine Deneuve en Potiche-las mujeres al poder y como el protagonista de Las mujeres del sexto piso en la que acompañaba a la querida Carmen Maura.


François Ozon (Gotas que caen sobre rocas calientes, 2000,  Bajo la arena, 2000, 8 mujeres, 2002, La piscina, 2003, Tiempo de vivir, 2005, Ricky, 2009, El refugio, 2009, Potiche-las mujeres al poder, 2010) confirma que se pueden tener veleidades de autor sin perder ningún anillo por ser popular.

Un abrazo, Gustavo Monteros