viernes, 28 de febrero de 2014

Dallas Buyers Club - El club de los deshauciados




Hay historias, hechos, personajes que de no ser ciertos, reales, verídicos serían increíbles, rebuscados, inaceptables para las reglas de la ficción. Sí, sí, ya sé, aquello tan viejo de que la realidad supera toda ficción, pero igual, hay historias que con su comprobable veracidad no solo desmienten los preceptos ficcionales sino que además los subvierten y hasta, paradoja de paradojas, los confirman.


Partamos del revés, supongamos que esta historia fue inventada por alguien. Estamos en 1985 en Texas, Rock Hudson acaba de morir de sida y unos vaqueros se burlan de su mariconería. Uno de ellos, Ron Woodroof, un electricista y vaquero de rodeo aficionado, tendrá más tarde un accidente laboral y en el hospital le diagnosticarán sida. Pero ¿cómo?: se preguntará él, porque además de heterosexual, es racista, homofóbico, machista y misógino, el paquete completo en un tejano que se precie de tal. Claro, el hombre no toma en cuenta que es también autodestructivo, se da con todo lo que halla en su camino y vive al límite de su resistencia. Bueno, no ve contradicción porque es un macho y los machos viven así. Pero él no es un macho del montón, no señor, es un superviviente, como sea. Desafiará a los médicos, transformará a un enfermero en proveedor de AZT, irá a México a comprar lo que encuentre y terminará por fundar el Dallas Buyers Club con cuyo financiamiento viajará por el mundo para comprar las drogas que la FDA, la Federación de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos, no acepta. Todo por sobrevivir un rato más. De puro egoísta llegará a ser una especie de militante social.


Hasta aquí nada nuevo en apariencia, el cine (la ficción en general, bah) está llena de héroes improbables, aunque aquí lo increíble está en la fuerza, en el impulso vital que parece milagroso. Al hombre le dan al principio del film un mes de vida, como máximo, y logrará sobrevivir siete años haciendo lo que el sistema no se permite, reconocer el problema como algo universal y no solo de una minoría (no la más apreciada precisamente) y probar, probar hasta ver qué es lo que resulta, lo que da respuestas o esperanza al menos.


Eso sí para fundar el mentado club, necesita hacerse de los homosexuales de clientes, algo que le resulta difícil, porque como ya se mencionó, el hombre es como muy pero muy homofóbico. Buscará la ayuda de Rayon, una transexual a la que conoció en el hospital. Con el tiempo pasarán de socios a respetarse, a ser amigos. Y es por esto que digo que la realidad no solo subvierte sino que también confirma algunos preceptos narrativos. Películas de amigos desparejos, en apariencia irreconciliables hay muchas, tantas, que hasta se las considera un género, las buddy movies. Pero aquí el periplo que va desde que se conocen en el hospital hasta la última escena que comparten parece no difícil o improbable sino sencillamente imposible, por sus idiosincrasias, sus pasados, sus visiones del mundo y sin embargo se dio, fue una relación que nació, creció y se afianzó. Sí, sí, ya sé, en la realidad la necesidad tiene cara de hereje, se puede ser cómplices, pero como aquí al respeto, a la aceptación de la diferencia no se suele llegar.


Del 80 al 85 contra el sida se hizo poco o nada. Aquí se cuenta la visión de estos dos personajes para quienes la FDA y el AZT son los malos malísimos de toda villanía. Dicen los que saben del tema que tanto ni tan poco. En el propio film, por ejemplo, los cartelitos finales aclaran que el AZT terminó por ser miembro de la cura. Claro, no hay que olvidar que esta película no es la historia de la lucha contra el sida sino la peripecia de dos víctimas que se convirtieron en luchadores.


Dirigió Jean-Marc Vallée (Mis gloriosos hermanos (C.R.A.Z.Y.) 2005, La joven Victoria, 2009) con bienvenida sequedad porque los personajes y los hechos son contundentes y no necesitan subrayados. Matthew McConaughey como Ron Woodroof y Jared Leto como Rayon están perfectos y merecen todos y cada uno de los premios o nominaciones que recibieron.


En resumen, una muy buena película que ratifica, por increíble que parezca, que incluso de seres tan detestables como Ron Woodroof puede surgir algo de luz.

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 21 de febrero de 2014

Nebraska





Hay colas, avances, o tráileres como se les dice ahora, que condensan magistralmente la película, dan un resumen perfecto que la contiene. El de Nebraska es uno de ellos. Para empezar vemos que es en blanco y negro (¿para equiparla al neorrealismo italiano con el que por argumento y tratamiento podría tener un lejanísimo parentesco?, ¿para equipararla con el clasicismo hollywoodense pre tecnicolor?, sabrá el autor…) y que un viejo medio senil se ha tomado al pie de la letra una propaganda engañosa que le llegó por correo y cree haber ganado un millón de dólares. Para que deje de escaparse de la casa, el hijo menor decide llevarlo a Nebraska, donde supuestamente le pagarán el premio, así se desengaña de una vez y se deja de embromar. En el camino visitarán familia y se encontrarán con antiguos amigos en el pueblo natal del viejo.


No es del todo una película de caminos, aunque casi. Como todo viaje cinematográfico es un itinerario de conocimiento, propio y del otro; y así el hijo sabrá más de sí mismo y podrá desentrañar aspectos de la vida paterna que ni imaginaba. Por suerte en algún recodo del camino recuperarán al personaje de la madre, señora muy mal hablada, que no se calla nada y que por momentos oficia de coro griego y llena las lagunas del relato. Rol al que June Squibb le otorga una apetecible simpatía y un noble encanto.


Hay algunas cositas más que podrán deducirse si se mira el tráiler con atención y suspicacia.


Alexander Payne no llega a las alturas de sus venerables Las confesiones del Sr. Schimdt (2002) o Entre copas (2004) pero al menos se repone del traspié de Los descendientes (2010) bodrio de pura cepa tratado con respeto, incluso por quien esto escribe, más que nada debido al afecto ganado por las obras citadas. El  problema principal radica en la dirección que se le da al personaje del viejo, al que el “redescubierto” Bruce Dern corporiza inolvidablemente y por el que ya ganó la palma al mejor actor del último festival de Cannes. Woody Grant, tal es su nombre, sabe por insistencia de sus hijos y esposa que el premio es falso y sin embargo se aferra a la ilusión por las dudas, por el tan humano “y mirá si es cierto”. Y esta falta de fe ciega en algo que lo obsesiona conspira contra el pathos (despertar emoción a partir de un estímulo sensible presente en el desarrollo de una ficción) y la atención que obtiene primero y la burla intentada luego pierden fuerza, carecen del contraste trágico o al menos dramático que se necesita para provocar conmoción. En el drama, las motivaciones de los personajes deben ser maniqueas, el “ni” o el “y si…” propulsan la filosofía, no la pasión que condiciona los “errores” en el devenir de un personaje.


El guión de Bob Nelson (nominado a cuánto premio existe) presenta una primera parte condimentada con humoradas antediluvianas que ya eran viejas cuando los dinosaurios no soñaban con ser petróleo (teoría hoy discutida) ni con protagonizar Jurassic Park. Después se apoya demasiado en la noción de que los ancianos no son pergaminos de un pasado casi momificado. El sexo, las apetencias, los sueños, los anhelos, las envidias pueden haber quedado atrás, pero están ahí, en rescoldo, si se las avienta todavía echan llamas. Y por último el jugueteo que hace con la codicia es blandito, esta codicia tiene dientes… postizos. Con todo la faena es buena.


Will Forte, un comediante sutil, es el perfecto hijo menor que termina por homenajear al padre, porque después de todo un padre borrachín y poco afectuoso sigue siendo un padre y porque como cantaban Julie Andrews y Christopher Plummer en La novicia rebelde: “Nada viene de la nada”, o sea que hasta las cortedades cariñosas o la sed de alcohol tienen motivos atenuantes. El hermano mayor es el ascendente Bob Odenkirk (el inolvidable abogado Saul Bass de Breaking bad) y ya se sabe, el hombre es un muy buen actor. Asoma por ahí otro grande de los setenta, Stacy Keach, que sigue teniendo más dobleces que el hojaldre. El resto del elenco, como ocurre con frecuencia en el cine yanqui, es impecable.


En resumen, una buena historia a la que un director con menos veleidades de autor le hubiera sacado más provecho. Como está tampoco está mal y si eligen verla completa y no solo el elocuente tráiler, les valdrá la pena. Los viajes, al revés del crimen, siempre  pagan.

Un abrazo, Gustavo Monteros

La grande bellezza




La grande bellezza de Paolo Sorrentino es un ejemplo acabado de la película divisoria de aguas. Algunos dicen que es una genialidad mientras que otros aseguran que es un bodrio supremo. Lo gracioso o lo irónico es que ambos grupos se basan en los mismos elementos para fortalecer sus posturas. En casos anteriores de films divisorios de aguas, como por ejemplo Adiós, mi concubina (1993) de Kaige Chen  o El arca rusa (2002) de Aleksandr Kosurov quedé de un lado de la cerca. A la larga opiné que Adiós, mi concubina es un bodrio bienintencionado pero bodrio al fin, respecto a El arca rusa desde un principio sostuve que es el bodrio, bodrio, bodrio más grande que vi en mi vida (¡Mama mía, qué película tan mala y tonta!). Esta vez, con esta belleza italiana, creo que me voy a sentar en la cerca, con una pierna en cada lado.


El film divisorio de aguas es, por naturaleza, ambicioso, monumental, de largo aliento. Y éste sigue a rajatabla las premisas. Y como el cine tiene ya una larga historia, cumplamos con el ejercicio de cinefilia al que obliga todo film importante. Tiene puntos de contacto, muchos, con La dolce vita (1960) de Federico Fellini, con La notte (1961) de Michelangelo Antonioni, y algunos, menos pero presentes, con La terraza (1980) de Ettore Scola; y si en Fellini Roma (1972) se saludaba a Anna Magnani, aquí se saluda a Fanny Ardant. La referencia o asociación más obvia y evidente es con La dolce vita, si la obra maestra de Fellini era un retrato moral de la Italia de los 60, La grande bellezza quizá se ofrezca como un retrato moral de la era Berlusconi, con sus burgueses intelectuales perdidos en un laberinto de dorada mediocridad, demasiado satisfechos y pagados de sí mismos para buscar o vislumbrar una salida. El otro, el prójimo es una entelequia sin importancia, a lo sumo un testigo, un comparsa de la tediosa angustia que los corroe (cualquier parecido con el ideario Antonioni no es pura coincidencia).


Volviendo a la fellinesca dolce vita, como ella no tiene una estructura formal tradicional sino que  hilvana historias y viñetas alrededor de un personaje núcleo, en este caso, Jep Gambardella (el siempre hipnótico Toni Servillo), un árbitro de la cultura, el cronista egoísta de una Roma que se marchita entre las ruinas de un pasado esplendoroso; Roma ya no es eterna sino que parece morir con la lenta agonía del coloso. Este personaje tiene un arco vital opuesto al de Marcello (el gigantesco e inolvidable Marcello Mastroianni, claro) en La dolce vita. Marcello es un columnista de chismes que sueña con escribir una gran novela; Jep ha escrito una gran novela y es hoy un columnista de rarezas y, en algunos casos, de simples chismes. Ambos no son muy amigos del compromiso, a  pesar de alguna historia de amor que los persigue.


Me acomodé en la butaca con el mejor de los ánimos, Paolo Sorrentino tiene una película que recuerdo siempre con beneplácito: Las consecuencias del amor (2004), un policial seductor y elegante. La grande bellezza arranca con una estilización suntuosa que me sedujo y me repantigué a que me acariciaran los ojos y los oídos. Al rato ya me estaba hartando de la bendita estilización porque parecía un ejercicio vacío. Pasamos a una fiesta (después sabremos que es el cumpleaños 65 de Jep) y cerca del fin de dicha fiesta largué una carcajada involuntaria, la secuencia era igual a la de una propaganda televisiva de la famosa cerveza, aquella que se llamaba Elsa Bor de Lencuentro. Desde allí tomé distancia y ya no pude dejar de notar las puntadas de hilo chanchero con el que están cosidas algunas secuencias y la altisonancia hueca de ciertos diálogos. Otras escenas y otros diálogos no dejaban sin embargo de atraparme, de allí que diga que esta vez me siento en la cerca y pongo mi baza tanto para la grandeza como para el bodrio.


En resumen, una película muy personal que despierta emociones intransferibles. Puede que les encante o puede que la detesten. ¿Hay que intentar verla? Y sí, las películas divisorias de aguas no son frecuentes y siempre intriga saber de qué lado se va a poner uno.

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 14 de febrero de 2014

Philomena

 


La iglesia católica, en más de un aspecto, se parece a los noticieros del multimedio procesado por apropiación ilegítima de la empresa papelera que se hacen los buenitos, ponen musiquita sensiblera y procuran estimular una "correcta" indignación para ocultar un pasado de sangre y estafa. No es mi intención ofender a nadie, pero los hechos son los hechos. Al margen de santos y prohombres, la iglesia católica tiene unos cuantos muertos en el placard: la inquisición, la bendición a las dictaduras más cruentas y esas cosas. Como todo culto es fundamentalista y si se la da cuerda se entrega a fanatismos salvajes que dejan un tendal de víctimas. En Irlanda durante más de la primera mitad del siglo XX vaya si le dieron cuerda y Philomena fue una víctima de las hermanas de la Misericordia, que no eran ni una cosa ni tenían la otra.


A los 16 años iba a ser una madre soltera, la internaron en un asilo a cargo de estas monjas para que diera a luz, luego estas hermanas de negro hábito y alma retinta le quitaron el hijo y lo entregaron en adopción (lo vendieron, bah) a una pareja estadounidense. Ahora 50 años después, Philomena (Judi Dench), viuda y madre de una treintañera, Jane, decide saber qué fue de la vida de su primogénito. Jane se pondrá en contacto con Martin Sixsmith (Steve Coogan), un periodista desocupado para que ayude a Philomena. Juntos Martin y Philomena desandarán el camino hacia unas cuantas revelaciones.


Durante los primeros 10 minutos Stephen Frears (The hit, Ropa limpia negocios sucios, Relaciones peligrosas, Ambiciones prohibidas, Alta fidelidad, Negocios entrañables, La reina) filma bonito, el compositor Alexander Desplat derrama violines dulces y parece que estamos ante un típico telefilm Hallmark, pletórico de sentimentalismo, amabilidad y empalagamiento. Pero al minuto 11, por suerte la cosa cambia, se pone mordaz sin perder ternura y el “interés humano” mencionado con reiteración se vuelve subyugante. Y a pesar de la impiedad que se revela, no baja línea ni se entrega a la cursilería. Es más, deviene un film ejemplar y entrañable.


Judi Dench es y está maravillosa como siempre. Steve Coogan, quien también escribió el guión basado en el libro del verdadero Martin Sixsmith (porque la historia es verídica, y sin ir más lejos la semana pasada, Coogan y la Philomena real se sacaron una foto con el Papa Bergoglio), acompaña con nobleza a la suprema Dame Dench (a quien asimismo convenció para que participara en el proyecto).


En resumen, una película que va alcanzando altura y sobriedad para contar una historia conmovedora sobre las consecuencias de las acciones de unas monjas que de tan “devotas” se olvidaron del cristianismo.
 
Un abrazo, Gustavo Monteros