viernes, 21 de febrero de 2014

La grande bellezza




La grande bellezza de Paolo Sorrentino es un ejemplo acabado de la película divisoria de aguas. Algunos dicen que es una genialidad mientras que otros aseguran que es un bodrio supremo. Lo gracioso o lo irónico es que ambos grupos se basan en los mismos elementos para fortalecer sus posturas. En casos anteriores de films divisorios de aguas, como por ejemplo Adiós, mi concubina (1993) de Kaige Chen  o El arca rusa (2002) de Aleksandr Kosurov quedé de un lado de la cerca. A la larga opiné que Adiós, mi concubina es un bodrio bienintencionado pero bodrio al fin, respecto a El arca rusa desde un principio sostuve que es el bodrio, bodrio, bodrio más grande que vi en mi vida (¡Mama mía, qué película tan mala y tonta!). Esta vez, con esta belleza italiana, creo que me voy a sentar en la cerca, con una pierna en cada lado.


El film divisorio de aguas es, por naturaleza, ambicioso, monumental, de largo aliento. Y éste sigue a rajatabla las premisas. Y como el cine tiene ya una larga historia, cumplamos con el ejercicio de cinefilia al que obliga todo film importante. Tiene puntos de contacto, muchos, con La dolce vita (1960) de Federico Fellini, con La notte (1961) de Michelangelo Antonioni, y algunos, menos pero presentes, con La terraza (1980) de Ettore Scola; y si en Fellini Roma (1972) se saludaba a Anna Magnani, aquí se saluda a Fanny Ardant. La referencia o asociación más obvia y evidente es con La dolce vita, si la obra maestra de Fellini era un retrato moral de la Italia de los 60, La grande bellezza quizá se ofrezca como un retrato moral de la era Berlusconi, con sus burgueses intelectuales perdidos en un laberinto de dorada mediocridad, demasiado satisfechos y pagados de sí mismos para buscar o vislumbrar una salida. El otro, el prójimo es una entelequia sin importancia, a lo sumo un testigo, un comparsa de la tediosa angustia que los corroe (cualquier parecido con el ideario Antonioni no es pura coincidencia).


Volviendo a la fellinesca dolce vita, como ella no tiene una estructura formal tradicional sino que  hilvana historias y viñetas alrededor de un personaje núcleo, en este caso, Jep Gambardella (el siempre hipnótico Toni Servillo), un árbitro de la cultura, el cronista egoísta de una Roma que se marchita entre las ruinas de un pasado esplendoroso; Roma ya no es eterna sino que parece morir con la lenta agonía del coloso. Este personaje tiene un arco vital opuesto al de Marcello (el gigantesco e inolvidable Marcello Mastroianni, claro) en La dolce vita. Marcello es un columnista de chismes que sueña con escribir una gran novela; Jep ha escrito una gran novela y es hoy un columnista de rarezas y, en algunos casos, de simples chismes. Ambos no son muy amigos del compromiso, a  pesar de alguna historia de amor que los persigue.


Me acomodé en la butaca con el mejor de los ánimos, Paolo Sorrentino tiene una película que recuerdo siempre con beneplácito: Las consecuencias del amor (2004), un policial seductor y elegante. La grande bellezza arranca con una estilización suntuosa que me sedujo y me repantigué a que me acariciaran los ojos y los oídos. Al rato ya me estaba hartando de la bendita estilización porque parecía un ejercicio vacío. Pasamos a una fiesta (después sabremos que es el cumpleaños 65 de Jep) y cerca del fin de dicha fiesta largué una carcajada involuntaria, la secuencia era igual a la de una propaganda televisiva de la famosa cerveza, aquella que se llamaba Elsa Bor de Lencuentro. Desde allí tomé distancia y ya no pude dejar de notar las puntadas de hilo chanchero con el que están cosidas algunas secuencias y la altisonancia hueca de ciertos diálogos. Otras escenas y otros diálogos no dejaban sin embargo de atraparme, de allí que diga que esta vez me siento en la cerca y pongo mi baza tanto para la grandeza como para el bodrio.


En resumen, una película muy personal que despierta emociones intransferibles. Puede que les encante o puede que la detesten. ¿Hay que intentar verla? Y sí, las películas divisorias de aguas no son frecuentes y siempre intriga saber de qué lado se va a poner uno.

Un abrazo, Gustavo Monteros

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