jueves, 2 de enero de 2014

El lobo de Wall Street



El lobo de Wall Street es una opción inmejorable para comenzar el año cinematográfico (aclaración necesaria, vi la estupenda Vida de Adèle en 2013). Es la primera película que veo este año y ya que estoy en primeras veces, es el primer film estadounidense adulto en muchos, muchos años. El regreso en plena forma de un Scorsese vigoroso, enjundioso, renovado.

El lobo de Wall Street es una película desaforada, pantagruélica, excesiva. Una comedia ácida, cínica, que incluso en sus momentos dramáticos es sarcástica. Trata de la iniciación, apogeo y caída de un corredor de bolsa real, Jordan Belfort, allá a fines de los ochenta y durante todos los noventa. El hombre es un reverendo hijo de puta interpretado con maestría por Leonardo Di Caprio, pero como estamos en tierras de Scorsese es tan repulsivo como fascinante. Es el film menos católico de Scorsese y no porque haya desnudos, orgías, y más drogas que nunca, sino porque es el menos inmerso en la culpa omnipresente. Es el retrato descarnado y por momento seductor de un mundo sin control entregado a la codicia, al egoísmo, a la corrupción del poder y dado a todos los excesos de sexo, alcohol y droga. Por lo tanto no es ningún cuento moral.

No baja línea, no apostrofa personajes ni conductas, no subraya posturas, sino que muestra vertiginosamente un mundo desquiciado que se fue bien al carajo. Es revelador el último plano con ese público todavía ingenuo, ávido, expectante. Y es allí donde surge la discusión ¿cómo es posible que ese tipo siga teniendo autoridad?, ¿cómo se llega a eso? Hay respuestas obvias, la inmoralidad del capitalismo, el vacío detrás del dinero a secas, las mentiras del sueño americano. Respuestas trilladas si las hay, aunque por desgracia, vigentes y rugientes. Porque Jordan es otro hombre que se hizo a sí mismo, que aprovecha la desregulación financiera para amasar fortuna vendiendo humo, bien lo aclara el personaje de Mathew McConaughey: “aquí (en Wall Street) no producimos nada, no construimos nada, vendemos y hacemos que no dejen de comprar y nos quedamos siempre con la comisión”, o sea el único que gana es el corredor, el intermediario. “¿Y los demás no ganan nada?”, pregunta Di Caprio. “En los papeles”, responde McConaughey e insiste, “se trata de que suban a la vuelta al mundo y no bajen jamás”. Ya se sabe, la Bolsa es una timba en la que sólo los tahúres más avezados ganan, los demás, los que no saben dejar de apostar a tiempo se quedan sin nada. La cuestión es que el humo que trafican tiene, a la larga, consecuencias en el mundo real, gente que se queda sin ahorros, sin casa, sin futuro. En esto, el film trabaja por implicancia, no nos muestra esas consecuencias devastadoras, no lo necesita, las conocemos demasiado bien. Nos muestra el brillante parque de diversiones con su vuelta al mundo, su calesita, no la miseria que deja alrededor.

A los cinco minutos de iniciado el film, y no exagero, sabemos que estamos ante una obra maestra. Y por suerte nos quedan dos horas y 55 minutos más que se pasan a plena adrenalina. No nos escamotea el gran Martin sus travellings magistrales, su musicalización perfecta, la secuenciación impecable. Lo nuevo (o casi, porque algo de esto ya aparecía en Después de hora) es la comedia física, no daré ejemplos para no arruinar sorpresas, pero son fáciles de identificar.

Y como en toda película de Scorsese, las actuaciones son fabulosas. Todas. Sin embargo, es imposible no destacar el delirado histrionismo de Mathew McConaughey, la naturalidad de Rob Reiner o la suprema inspiración de Jonah Hill. Pero la sorpresa, créase o no ya que nunca fue tacaño con su talento, la da Di Caprio. Los monólogos inspirativos y las peleas filmadas en una sola toma lo muestran capaz de sostener, bastonear, calibrar pasajes de cambiantes emociones, matices y subterfugios.

En resumen, una obra que perdurará, que de tan creativamente libre parece setentista, aquella época dorada en que la última palabra la tenían los creadores y no los fabricantes de pochoclos. Un film que respira audacia, libertad, adultez, genio.
Un abrazo, Gustavo Monteros

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