jueves, 28 de febrero de 2013

Magic Mike




Era una cuestión de tiempo antes de que fueran el centro de su propia película. Se cuentan por decenas las veces en que fueron la nota de color de dramas y comedias. Y si bien en The full monty, la profesión fue el exorcismo final, que sacaba por un rato a aquellas víctimas precursoras del neoliberalismo merdoso de tanta malaria y despojo, el strip tease masculino no tenía “su” film. Magic Mike viene a compensar esa falencia.

Mike (el bueno de Channing Tatum) parece que la tiene clara. Es un joven, casi treintañero, de buena salud y físico envidiable, que trabaja de stripper. Sabe que el glamoroso trabajo de desnudarse por plata tiene fecha de vencimiento (y sí, como el modelaje, el fútbol o el ballet, la juventud prima sobre la experiencia, para decirlo amablemente y no hablar de de las descalificaciones de flacideces, canas, arrugas y demás patetismos a los que nos somete el tiempo). Por eso ahorra todo lo que puede y planea establecer una empresa de fabricación de muebles únicos, con o sin materiales reciclables. Y para no creérsela del todo (y sí, ser un objeto sexual puede marear un poco, supongo… no tengo la dicha de ser uno)  acepta de día trabajos en negro, como poner tejas en un techo. En esa changa conoce a Adam (Alex Pettyfer) un chico de veinte años, a la deriva y medio tarambana (combinación mortal si las hay). A la noche, Mike se encuentra con Adam de casualidad, y de puro solidario, lo lleva a que dé una mano en las bambalinas del show (y sí, en el strip hay que salir bien cubierto y con muchos accesorios que se van descartando, así que un vestidor nunca viene mal). Y no va que como en Gypsy (aunque allí, claro, la cosa era con nudistas mujeres), falla un stripper y hay que reemplazarlo y…  ¿quién va a debutar para ser más tarde un éxito?: sí, ¡Adam! En algún momento la hermana de Adam, Brooke (Cody Horn) le va a pedir a Mike que lo proteja. Pero como dijimos, Adam es un poco tarambana y se va a tentar con los peligros de la noche: sexo fácil, drogas o pegarse a mujeres poco aconsejables que ninguna madre, o hermana en este caso, aceptaría. La cuestión es que Mike descubre que en realidad no la tiene tan clara, le agarra una crisis y entonces…

Si bien la sinopsis puede indicar que se trata de un film industrial que explota los pectorales, los bíceps, los bultos y demás topografías masculinas, no, es un film medio independiente de Steven Soderbergh (Sexo, mentiras y video, Kafka, Erin Brockovich, La gran estafa, Che). Parece que el proyecto nació cuando Channing Tatum le contó que, antes de triunfar como estrella de cine, tuvo un breve paso por el strip-tease.

Soderbergh le da espesor (sin exagerar) a los convencionalismos de la trama. No demoniza ni subestima el trabajo de arrancarse la ropa y sacudir los genitales. Filma los números con elegancia y detalla aspectos de la profesión. Como que más allá de permitirse algunos excesos de drogas, sexo y alcohol, los strippers viven pendientes de su cuerpo, lo entrenan, lo cuidan y lo miman (y sí, después de todo es su medio de ganarse la vida.) Y que como buenos devotos del culto al cuerpo suelen descuidar el intelecto. Y bueno, tampoco les piden otra cosa. Una futura psicóloga, que se acuesta con Mike sólo por el beneficio fisiológico, le dirá: “No hables, basta con que seas hermoso.”

Dos trabajos actorales se destacan, el de Tatum, buen actor con un excelente manejo del cuerpo y ¡oh, sorpresa! el de Mathew McConaughey. El 2012 fue un buen año para el tejano. Cuando su carrera parecía despeñarse en el chiste de ser un ex galán que sólo podía ofrecer marcados abdominales, McConaughey, insospechadamente, dio actuaciones destacables, aquí, en Killer Joe y en The paper boy. En este film, es el líder y mánager de los strippers, un exhibicionista avejentado al que se le terminó por freír la sesera de tanto mostrarse.  Tiene sus aristas; sabe que su cuarto de hora pasó y lucha, con más maña que lucidez, para no perder la dignidad y caer en el patetismo; es asimismo algo manipulador y un poco perverso. Yo mucho no lo aguanto, pero negarle que hace un gran trabajo sería una injusticia.

El cine satisface también curiosidades. Si alguna vez se preguntaron cómo es un show de strippers masculinos y qué hay detrás de la escena, esta película satisfará sus inquietudes. No será un film imperdible pero no es tonto ni vergonzante.
Un abrazo, Gustavo Monteros

lunes, 25 de febrero de 2013

Argo



Argo se estrenó el 18 de octubre de 2012 en Argentina. Como ustedes saben no escribo sobre todas las películas que se estrenan, en su momento debo haber privilegiado otro film y Argo quedó sin su crónica. Esto viene a cuento porque ahora ganó el Oscar a la Mejor Película y fieles seguidores del blog me preguntan si no dejé de comentarla por algún motivo en especial. Ninguno, salvo la casualidad. La vi con mi amigo Horacio cuando ya casi bajaba de cartel, después de disfrutar de varias semanas de permanencia en cartel. Fue un lunes de fin de semana largo y diluviaba (literalmente). No haré más suspenso, salvo algunas salvedades que detallaré, nos gustó y la disfrutamos.

Desde su concepción, Argo levantó un poco de polvareda porque por fin Hollywood blanqueaba su colaboración con la CIA, secreto a gritos, no a voces, que conocían hasta los más desprevenidos. Pero, en fin, una cosa es saberlo de atrás y otra que te lo reconozcan. La acción se centra en la llamada Crisis de los Rehenes de Irán de 1979. El 4 de noviembre de aquel año, los iraníes tomaron la embajada estadounidense de ese país y retuvieron a más de 50 empleados. Seis lograron escapar y refugiarse en la embajada canadiense.

El film es la ficcionalización del rescate que emprendió Tony Méndez, un agente de la CIA, claro. Argo es el título de una película ficticia de ciencia ficción decididamente B, que Méndez (Ben Affleck) fingirá filmar en Irán como mascarada para cubrir el rescate. De allí que deba recurrir a curtidos profesionales (John Goodman y Alan Arkin) de Hollywood para lograrlo.

La peli arranca bien arriba. La toma de la embajada está filmada como los dioses y uno le sigue poniendo fichas al bueno de Ben Affleck, que es medio zapallo como actor, pero que es un director de primera. Sus dos películas anteriores son excelentes, sobre todo Desapareció una noche, aunque Atracción peligrosa tiene también lo suyo. Después pasamos al conflicto personal de Méndez, que suena a película Hallmark, más como está tratado que por el conflicto en sí que es muy atendible: su demandante trabajo lo hizo separarse de su mujer y ahora su pequeño hijo sufre también su desatención. Viene a continuación otra parte muy pero muy lograda, una descripción irónica y deliciosamente cínica del mundillo hollywoodense. Volvemos después a Irán y parece que caemos en el túnel del tiempo, en el tradicional thriller de aventuras muy 70 que tanto quisimos. Y ya cerca del final aparece el sapo que nos tenemos que tragar: la glorificación de la CIA, que nunca te deja en la estocada y que supera con sus leales hombres (Bryan Cranston a la cabeza) la burocracia y la mezquindad política. Entonces uno dice: ¿qué se le va a hacer?, el pobre de Ben Affleck no puede dejar de ser otro yanqui al que le han hecho la cabeza.

En resumen, está narrada como los dioses, el elenco es impecable, la recreación de época es gozosa, se sigue con interés de principio a fin y si no fuera por el ataque final de patrioterismo, se disfrutaría sin culpa. No nos hizo arrepentirnos para nada el habernos empapado para verla. En lo personal, después la recordé con simpatía porque por un rato me devolvió la endorfina de las buenas películas de acción que veíamos en las matinées de la adolescencia.

Un abrazo, Gustavo Monteros
Argo  puede verse en el CINEMA OCHO - SALA DIGITAL 2D
a las 12:00 - 14:10 - 16:25 - 18:40 - 20:55 - 23:15 - SABADO TRASNOCHE 01:30

viernes, 22 de febrero de 2013

Amour

 
 


Hay películas que son como aproximarse al mar. Uno oye hablar persistentemente de ellas, como a las olas a la distancia, hasta que finalmente se las ve…

Hay películas que son como un deber cívico. Uno las ve porque es una obligación que se espera de nosotros…

Una vez en una fiesta me preguntaron si había obras de teatro fáciles de escribir. Sí, contesté, dale a el o la protagonista una enfermedad grave, marcales el deterioro hasta matarlos y tenés garantizado que todos empatizarán con dicho drama, no puede fallar.

Sigo pensando lo mismo.

La vejez, la enfermedad y la muerte son miedos atávicos de los que es imposible huir. No hay quien no los tenga.

Comprendo que haya creadores que sientan la necesidad de exorcizarlos contando historias que los abarquen. Comprendo que haya espectadores que necesiten hacer catarsis de los mismos, para poder enfrentarlos cuando lleguen o poder superarlos si los han experimentado.

La vejez, la enfermedad y la muerte son tragedias cotidianas.

Ya no soy joven y he conocido, como todos los que ya no lo son, la enfermedad, el deterioro y la muerte de seres cercanos y queridos. Pero cuando todo ha pasado, cuando el espanto y la tristeza se han ido, prefiero recordarlos en la plenitud, en la fuerza.

O sea que comprendo pero no comparto la necesidad de revisitar las agonías.

Amour de Michael Haneke es el relato de la enfermad y decadencia de una mujer vieja, Emmanuelle Riva. La atiende amorosamente su marido, Jean-Loius Trintignant. La hija, Isabelle Huppert, no termina de entender que es lo que está sucediendo.

No diré nada más porque Amour no es una película para mí. Ojalá que lo que escribo les sirva para saber si es una película para ustedes.

Un abrazo, Gustavo Monteros


viernes, 15 de febrero de 2013

Los miserables

 
 

La colosal (por lo significativa y voluminosa) novela de Víctor Hugo es como el Highlander de Christophe Lambert: nunca muere y siempre vuelve. Conoció versiones teatrales, cinematográficas y televisivas, pero desde 1980, año en el que los franceses Claude-Michel Schönberg y Alain Boublil pusieron la última nota y la última palabra, se dice Los miserables y se piensa en el musical.


Les Miz, para los íntimos, dio la vuelta al mundo y sus melodías se canturrean hasta en cantonés. Fenómeno más que justificado porque es un musical portentoso. Superó cuanto record  se le puso en frente y ostenta cifras de venta escalofriantes. Y con la certeza de que el día sigue a la noche se sabía que en algún momento sería llevado al cine en una gran producción. Tarea no muy complicada por la cantidad de personajes y escenarios. Eso sí, causa extrañeza que estando tan cerca de lograr lo que Tim Burton y Stephen Sondheim ambicionaban para su Sweeney Todd, Tom Hooper (El discurso del rey) más allá de la innovación técnica de la que hace uso, subrayara el “distanciamiento” teatral que el musical que viene de los escenarios provoca en el cine. Me explico.


Tim Burton y Stephen Sondheim querían que Sweeney Todd tuviera la lógica de una película, que fluyera sin números “explicativos”, que si le sacara el sonido y se pusieran sólo los subtítulos funcionara como un film corriente. En teatro, por ejemplo, poner en el segundo acto una canción-monólogo en la que un protagonista nos cuenta lo que siente es una convención aceptada y no molesta, pero trasplantada al cine en  iguales términos detiene la acción y denuncia que estamos ante un material que viene de otro lado. Para evitar esto, Burton y Sondheim eliminaron incluso melodías favoritas de los conocedores del Sweeney Todd teatral, como la bella balada coral que abre la obra y que establece los personajes y la época, relegando algunas notas de la misma a los títulos iniciales.


Tom Hooper en Los miserables parte de una innovación técnica que parece ir en el mismo sentido. Normalmente en un musical para cine se graba primero la banda de sonido y después los actores hacen playback (fonomímica) al filmar. Aquí los actores cantaron en el set, en vivo, como si de parlamentos comunes se tratara, acompañados de un piano, y recién en la post-producción se añadieron las orquestaciones. Se dice que de ese modo las actuaciones ganan en espontaneidad y se acercan a lo que los actores están habituados a hacer para una película. Pero a la hora de la puesta en escena Hooper se puso a “teatralizar” lo más que pudo. Hay, por ejemplo, cielos cargados y ambientes sombríos toda vez que los personajes sufren y da la impresión de que más que locaciones, Hooper manejara escenografía y luces en un foro teatral.


Lo que digo es meramente descriptivo o especulativo, cada uno hace la película que quiere o que puede y lo que importa son los resultados. Hooper, teatral o no,  entrega una versión cinematográfica de Los miserables que potencia las virtudes del material original, y que entusiasma incluso a los fanáticos de la obra. Algo que no sucedió con el malhadado Fantasma de la ópera para el cine, sus seguidores siguen prefiriendo la obra a la película. Hooper, proponiéndoselo o no, obtiene lo que buscaba Jack Warner al llevar al cine Mi bella dama o sea que los que la habían visto en el teatro recrearan la experiencia y los que no la hubieran visto tuvieran una idea de lo que se habían perdido. Imposible no mencionar aquí la “traición” de Warner: la sustitución de la protagonista. Julie Andrews no repitió en cine su Eliza que la convirtió en súper estrella teatral de la noche a la mañana, el papel le fue dado a una figura cinematográfica ya consolidada: Audrey Herpburn. Warner argumentó que Andrews no daba bien en cámara. La luminosa carrera posterior de la impar actriz y cantante dio cuenta del error. Aunque quizá Warner con mentalidad cruel de productor quería ofrecer un solo elemento de diferencia de la versión de Broadway y Andrews pagó el banquete. Pudo ser el fin de su carrera, por suerte hay algo de justicia para el espectador de cine y esto no pasó.


Les Miz lleva más de 30 años cabalgando los escenarios y Hooper les hace guiños a sus devotos. Numerosos actores-cantantes que protagonizaron las puestas míticas hacen en el film pequeños papeles, un pequeño homenaje a los mismos y a los espectadores que los adoraron. El más notorio es Colm Wilkinson que hace aquí el cura de los candelabros y que fue el primer Jean Valjean inglés y cuya vocalización para Bring him home (Que termine a salvo) han repetido todos los Valjean que le siguieron, incluido Hugh Jackman en la que nos ocupa.


Cuando se dio a conocer el elenco, había en él nombres que ya habían demostrado virtudes canoras (Hugh Jackman, Anne Hathaway, Amanda Seyfried, Sacha Baron Cohen, Helena Bonham Carter) y dos que al menos en cine jamás habían cantado: Eddie Redmayne y Russell Crowe. El primero había estado en un Oliver! de modo que se suponía sabía cantar. De Russell Crowe se sabía que había andado por bandas de rock, así que tampoco era un novato. Crowe no me va ni me deja de venir, pero algo parecido a la simpatía le tengo porque fue uno de los últimos actores que mi madre prefirió y como le resultaba difícil pronunciar su apellido, lo llamaba “Ojitos claros”. Más allá de los recuerdos familiares, a “Ojitos claros” siempre le admiré su voz grave a la que le saca cantando el máximo provecho.


La trama central, ya se sabe, se centra en las dificultades de Jean Valjean (Hugh Jackman) para redimirse (terminó en la cárcel por hambre, por robar ¡un pan!) y la eterna persecución que sufre por parte de Javert (Russell Crowe), representante policial de un orden social despiadado. Hay dos subtramas femeninas, la de Fantine (Anne Hathaway), la del triste destino, y la de su hija, Cosette (Amanda Seyfried), a la que le va un poco mejor. Más la subtrama político social con Marius (Eddie Redmayne) a la cabeza. Y, por supuesto, la inolvidable (por lo temible) injerencia de los Thénardier (Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen).


Todos están muy pero muy bien, y se destacan, con justicia, los que vienen cosechando premios y nominaciones: Anne Hathaway, que es la imagen misma de la desesperación, el abandono y el resentimiento justificado, y el bueno de Hugh Jackman que da su mejor actuación hasta la fecha en un Valjean de lujo. No creo que se quede con el Óscar porque tuvo la poca suerte de corporizar este gran papel el año en que Daniel Day Lewis pasa a la historia de la interpretación con su insoslayable Lincoln. No importa, Jackman ya está en los anales de los grandes del musical. Se hacen notar también los casi debutantes, Aaron Tveit (Enjolras) y Samantha Barks (Éponine). A ella le toca cantar la hermosa On my own (Por mi cuenta) y se pone a años luz de su apellido (al que si lo traduzco me queda: Samantha Ladra).


En resumen, a menos que se deteste los musicales por principio, Los miserables es una cita ineludible por la potencia de la historia (mezcla perfecta de melodrama y drama social), la belleza de la seductora partitura (aunque no se quiera se sale del cine silbando algo) y la entrega de los actores (no es común ver tanta pasión).

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 8 de febrero de 2013

Lincoln

Hay dos Spielbergs, el narrador irrepetible, el gran maestro del entretenimiento de primera calidad (Tiburón, Encuentros Cercanos del Tercer Tipo, Indiana Jones, Jurassic Park, etc.) y el cineasta “serio” que aborda grandes temas como la guerra, la esclavitud y el nazismo, a veces “importantoso”, otras solemne pero siempre atendible (Amistad, La lista de Schindler, Rescatando al Soldado Ryan, Múnich, etc.) Lincoln pertenece sin dudas al segundo Spielberg. Y también sin duda alguna es su mejor película de grandes ambiciones hasta la fecha.
 


Aunque la parquedad de su título pueda llevar a pensar que se trata de una biopic (película biográfica) común y corriente, por suerte no lo es. No asistiremos al nacimiento de Abraham ni a sus penurias infantiles (si las hubiera tenido) ni nos explicarán cómo un minúsculo incidente provocó un trauma que arrastró hasta la tumba. No, con buen tino se concentra en tres o cuatro meses cruciales que desnudan su personalidad, su ideario, su accionar y sus relaciones familiares. Es el tiempo que precede al fin de la Guerra de Secesión y la aprobación de la Decimotercer Enmienda a la Constitución estadounidense que abolirá la esclavitud. El film se centra en cómo consiguió ambas cosas, a qué costo y con qué herramientas. Habrá tanto intrigas, prebendas, corruptelas, como ideales irrenunciables, sacrificios ineludibles y principios inalterables.
 


Lincoln fue un proyecto que durante años rondó la creatividad de Spielberg. Adquirió los derechos del libro (Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln de Doris Kearns Goodwin) en que el film se basa parcialmente, incluso antes de que se publicara. Y aunque tiene todos los rasgos de su estilo (espectacularidad, emotividad, humor), es la película menos Spielberg de su carrera. Él en broma dice que es su film más “europeo.” Insiste también (y uno después de verla concuerda plenamente con él) que la película no sería lo que es sin el guión del premiado dramaturgo Tony Kushner (Ángeles en América) y la actuación incalificable de tan maravillosa de Daniel Day- Lewis.
 


El guión es un capolavoro. Es complejo pero claro; apasionante y ameno pero sin renunciar jamás a la profundidad o la sutileza; y tiene más de 100 partes hablantes o sea ¡más de cien personajes! Un detalle que puede resultar interesante: en los títulos finales se estipula que durante el rodaje Tony Kushner no tuvo uno sino dos asistentes, ¡no es para menos! Incluso cinco hubieran sido pocos.
 


Siempre me quejo de las necedades, es hora de que esté a la altura de mis protestas y tome una sopa de mi propio chocolate. Daniel Day-Lewis no es uno de mis actores favoritos, no me despeina su técnica y me deja impávido su pericia. Pero lo que hace aquí excede las palabras, habita la poesía. Podría desmenuzar su labor, separarla en sus partes constitutivas, hablar como otros hasta desgañitarme del manejo de su voz, de su cuerpo, pero ¿para qué aburrir? Aunque desgajara el truco hasta reducirlo al simulacro que es toda actuación, la magia persistiría, tan magnífico es lo hace el londinense. Su Lincoln a pura prepotencia de talento entra en la galería selecta de retratos indiscutibles junto al Cyrano de Depardieu, el Jake La Motta de Robert De Niro o el Pasqualino de Giancarlo Giannini.
 


Los otros más de cien actores también están excelentes, algunos irreconocibles detrás de peinados imposibles, patillas épicas, bigotazos hiperbólicos y demás copiosidades capilares de rigor en la moda de la época. Aunque todos merecerían nominaciones para premios, cómo no detenerse en los que lograron la suya para el Óscar: Sally Field, después de años de hacer lo que sea para mantenerse en vigencia (viene de ser ¡la tía del Hombre Araña!) encuentra un papel a la medida de su talento y sencillamente la descose; el gran Tommy Lee Jones ratifica su inmensidad y transforma su última escena en un recuerdo indeleble por tanto amor y humanidad.
 


Spielberg confiesa que en esta película hizo un trabajo directriz “teatral”, que se concentró antes en la actuación y en el texto que en cómo  poner la cámara. Se nota, es su trabajo más mesurado, menos ampuloso que resalta sin embargo su lucidez, su destreza narrativa, su talento irreductible para conmover, para despuntar lo que hay detrás de cada aventura humana, para crear suspenso incluso con lo que sabemos cómo termina.
 


Un consejo, ir descansado, es un film inteligente que demanda nuestra constante atención. No se desanimen, es una exigencia menor ante el disfrute para mente y alma que provoca.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros

El vuelo

Es una buena noticia que Denzel Washington deje de desperdiciar su talento en cuanto bodrio pochoclero le pongan en frente y se asocie a un proyecto que nos permita solazarnos con su impar talento. Es una buena noticia que Robert Zemeckis se deje de embromar (perdón, de experimentar) con la animación de captura de movimientos y vuelva al cine-cine con actores, cámaras y esas cosas. Es una buena noticia que uno pueda seguir una película con genuino interés. No es una buena noticia que por la mitad todo se desbarranque en el viejo cuento moral de la redención por la aceptación de la culpa, como si se viviera en un orden social impoluto, con sólo unos ciudadanos díscolos, proclives al error punible y superable.
 


Vayamos por partes. Después de una noche de juerga con mucho sexo y alcohol, el piloto civil Whip Whitaker (Denzel Washington) se clava dos líneas de cocaína del tamaño de la cordillera de los Andes y se va a trabajar. Antes de despegar su co-piloto se preocupa cuando lo ve darse un saque de oxígeno. El vuelo arranca bien pero un desperfecto mecánico obliga a Whip a hacer una maniobra milagrosa que sólo un piloto muy ducho puede realizar con éxito. Logra aterrizar el avión salvando a la mayoría de sus pasajeros. Hasta aquí, Whip es tanto un anti-héroe irresponsable por pilotear un avión cansado y drogado como un héroe glorioso que salvó la vida de casi todo el pasaje. ¿Qué hacer?, se le plantea al espectador: ¿Hacer la vista gorda a sus excesos o quemarlo en la hoguera? Claro, después el cuadro se abre y otras posibilidades se barajan. Sin embargo, caramba, luego el cuadro se cierra y vuelve a centrarse en el protagonista y las dos preguntas planteadas.
 


El vuelo como su nombre lo indica es de aviones y comienza con una escena con que las películas de aviones generalmente terminan: el avión en peligro y las maniobras que pueden o no salvarlo. En esta atrapante y magistral escena, Zemeckis (Locos por ellos, Tras la esmeralda perdida, Volver al futuro, ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, La muerte le sienta bien, Forrest Gump, Contacto, Náufrago, El expreso polar, Beowulf, Los fantasmas de Scrooge) despliega su inmenso talento de narrador. Esta sola secuencia cubre el precio de la entrada con creces. Es cine espectacular del mejor cuño.
 


Pasado el accidente la película coquetea con la idea de los designios divinos y el sentido del destino. Después hay una cosa de thriller en la que los fabricantes del avión y la compañía aeronáutica que lo usa procuran sacarse la responsabilidad de encima y echarle la culpa al piloto. Y lo curioso, lo llamativo, lo exasperante es que la película o sea el guionista, el director, los productores, hacen exactamente lo mismo: el factor de ajuste, de responsabilidad, no son ni un orden social que prioriza el éxito rápido a cualquier costo, ni una compañía que obliga a que sus pilotos vuelen el doble de lo que es aconsejable, ni una constructora que ni se pregunta sobre la efectividad de sus controles de ensamblaje, no, la culpa la tiene el perejil de Denzel.
 


No debería extrañarme que, según la lógica hollywoodense, si el perejil es Denzel Washington, una de las estrellas más talentosas y carismáticas que ha dado el cine, cargue sobre sus espaldas, cual Cristo moderno, con toda la responsabilidad y la culpa, aunque más no sea por el derecho estelar al protagónico absoluto. Entonces, en un valle de abnegación capitalista y sacrificio mediático, Denzel sufre, niega, se arrepiente y se redime como sólo un actor con muchísimo talento puede hacerlo. Es uno de los personajes menos simpáticos que le han tocado en suerte, pero Denzel lo vuelve querible y cercano.
 


En resumen: Cinematográficamente una película que se abre con una escena antológica y que después se inclina por elección de sus creadores para el drama moral personal. Políticamente uno de los films más conservadores de estos últimos tiempos, porque puede que Whip sea un irresponsable peligroso, pero no nació de un zapallo ni vive en una burbuja, y puede que piloteara drogado, pero el desperfecto técnico existió ¿y la compañía constructora y la aeronáutica no tienen nada que ver? Andá. No cierra ni ahí.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros

La niña del sur salvaje

Es curioso como algunas historias encuentran el mejor modo de ser contadas y llegar a la mayor cantidad de gente. Hace unos pocos años, Beasts of the Southern Wild (Bestias del Sur salvaje, rebautizada para la distribución local como La niña del Sur salvaje) era el sueño delirante de un par de casi adolescentes, y hoy es una realización cargada de premios y hasta con una nominación al Óscar como mejor película. Benh Zeithin, el director, conoció a Lucy Alibar, en un campamento de verano cuando eran más asquerosamente jóvenes de lo que son ahora. Lucy escribió, después o entonces, no se sabe y poco importa, la obra de teatro Juicy and delicious (Jugosa y deliciosa, así en femenino porque creo que se refiere a la carne de cocodrilo). Benh que venía de hacer un cortometraje decidió que en la obra de Lucy había material para una película y se pusieron a trabajar en el guión. Por la buena estrella de la historia o porque hay cosas que tienen que pasar, consiguieron financiamiento y comenzaron la pre-producción. Querían que el elenco estuviera compuesto por actores no-profesionales, moda que se expande en el cine independiente arrasadora como un tifón. El hallazgo de sus dos protagonistas, el padre y la hija, da para hacer otra película, creer o reventar, algunas cosas deben suceder.
 


Beasts of the Southern Wild es la historia de la peripecia de un poblado y su mitología contada a través de los ojos de una niña, Hushpuppy (Quvenzhané Wallis) quien debe también lidiar con la inminente muerte de su padre, Wink (Dwight Henry). Ambos viven en La Bañera, un grupo de casuchas condenadas a la desaparición porque están aposentadas en los altos de tierras inundadas por un dique, a las que la próxima tormenta grande terminará de hundir. Wink, Hushpuppy y otros lugareños se niegan a abandonar La Bañera. Lo han perdido todo menos la testarudez de quedarse y quizás morir en lo que consideran irresistiblemente propio.
 


La historia tiene fuerza y encanto (las bestias del título original refieren tanto a unos animales mitológicos como a los tercos pobladores), pero su destino hubiera sido menos luminoso sin sus dos protagonistas. Dwight Henry es tanto un héroe como un antihéroe, su terquedad suscita por igual admiración y desprecio. Parece increíble que el hombre, un panadero, dueño de un bar en la vida real, no tenga pasado actoral. La nena, Quvenzhané Wallis es, como todo niño contenido y bien dirigido, un prodigio de expresividad. Perdón que no comparta el entusiasmo ditirámbico que su actuación despierta, pero veinte años como maestro de niños me han curado de espanto y sé que todo niño capaz de concentrarse en un juego puede actuar como los dioses y ser tan efectivo como Robert De Niro o Meryl Streep. Además, una actuación cinematográfica puede armarse, ensalzarse o destruirse en la secuenciación y el montaje. A favor de la nena, diré que cuando se le pide que sostenga una escena, como la de la calle frente al refugio, sale bien parada.
 


Para los coleccionistas de datos puntualizaré que es la actriz más pequeña en ser nominada al Óscar (ahora tiene 9 años) y es la primera nacida en el Siglo XXI en serlo. Quvenzhané (se pronuncia algo así como Kivenzenéi) Willis es la décima actriz negra en ser nominada como protagonista y se une a la lista de Dorothy Dandridge, Diana Ross, Cicely Tyson, Diahann Carroll, Whoopi Goldberg, Angela Bassett, Halle Berry, Gabourey Sidibe y Viola Davis.
 


En lo personal confesaré que tardé en entrar en la historia, (no me gustan los cocodrilos y menos las historias que los involucran, en ésta hay sólo uno, de actuación incidental como actor pero de relevancia en el argumento), cuando creí que me quedaría al margen, entré, recién en el baile de las prostitutas, y me emocioné. Jamás seré un fanático de la película, pero mentiría si no dijera que es buena.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 1 de febrero de 2013

El lado luminoso de la vida

Tendencia confirmanda: a David O. Russell (Secretos íntimos, Flirting with disaster, Tres reyes, Yo amo a Huckabees, El ganador) le gustan las familias disfuncionales de las que emerge un protagonista que debe superar o encauzar alguna que otra tara.
 


Pat (Bradley Cooper) molió literalmente a palos a Doug Culpepper (Ted Barba) porque lo encontró en la ducha. Bueno, estaba en la ducha de su baño con su mismísima mujer Nikki (Brea Bee) mientras sonaba el romántico tema que bailaron en su propia boda (la de Pat y Nikki, claro). Pero a Pat no lo mandaron a la cárcel sino a una institución psiquiátrica porque se descubrió que padecía una bipolaridad no diagnosticada. A los 8 meses exactos, tiempo mínimo en que debe estar internado, mamá Dolores (Jackie Weaver) lo va sacar y lo lleva a su casa, para sorpresa de papá Pat Senior (Robert De Niro). Pat quiere recuperarse para volver con la pérfida de Nikki, a quien no puede ni acercarse por una orden de restricción. Por esas vueltas de la vida y de los argumentos conocerá a la intermediaria más singular que pueda imaginarse, Tiffany (Jennifer Lawrence).
 


David O. Russell no es ningún ingenuo ni un optimista forjado a sentencias de tarjetas inspiradoras. No, para nada. Sólo observa a sus personajes y nunca, lo que se dice nunca, los juzga. Algo que se dice fácil pero que es más difícil que mantener a una ex esposa contenta. Se la hace un poco fácil, a no juzgar digo, eligiendo personajes en el fondo buenos que sólo están equivocados. Les da un grado de obsesión para acercarlos (levante la mano el que no tiene una… Vamos, no mientan…) Los somete a la psicología conductual (que los yanquis idolatran) y ellos superan a puro voluntarismo las conductas erróneas. En todo lo demás se la hace tan difícil como puede. Elije un estilo que bordea lo humorístico y lo conmovedor, maneja un patetismo justo y no cae jamás en la vergüenza ajena, peligro latente que sortea como un torero viejo. Un ejemplo de lo que hablo se encuentra en esta película en la reconciliación de los hermanos. Antológica. Ah, y también en la reacción a la lectura de Adiós a las armas. Y en la cita en Halloween. Bah, en casi toda la película.
 


La película comenzó y a pesar de mi simpatía por Bradley Cooper  (¿Qué pasó ayer?, Sin límites, Palabras robadas), Chris Tucker (Rush hour, junto a, me pongo de pie, el inmenso Jackie Chan, pero por sobre todo por su gritona estrella de El quinto elemento) y Jackie Weaver (todos los que la vimos en Reino animal, incluida Jennifer Lawrence, queremos levantarle monumentos, rebautizar con su nombre las calles y declarar su cumpleaños fiesta de guardar), no terminaba de entrar en la trama. No había nada que pudiera objetar, pero seguía afuera, sin empatizar. “Seguro que entro cuando aparezca De Niro”, me dije. De Niro apareció en escena y lo vi actuar bien, como siempre, pero sin hacer nada distinto que mereciera tanta alharaca y nominación. Y entonces Bradley Cooper dice que sale y De Niro le pide que se quede, que si sale va a hacer macanas. Es una escenita a la pasada, la cámara casi no se detiene en De Niro, pero hay tanta preocupación, tanto amor, tanto dolor en su mirada, que entré en la historia y me quedé con ellos hasta el final. Comprendí después por qué De Niro gustó con esta labor hasta a sus detractores. Hay verdad y sencillez en lo que hace y desarma y conmueve hasta las muelas. Ni un robot puede permanecer ajeno a su humanidad deslumbrante.
 


Jennifer Lawrence (Lazos de sangre ¡mama mía, qué película! y Los juegos del hambre) ratifica que es una de las mejores actrices jóvenes. Se mueve con un desmaño que la vuelve única, su personaje parece dialogar con el de Amy Adams en el film anterior de Russell (El ganador), ambas crean puentes para que la armonía familiar se establezca. Los ya mencionados más Julia Stiles, John Ortíz (una pareja amiga), Shea Whigham (el hermano), Dash Mihok (el policía) Paul Herman (el señor de la apuesta) y Anupam Kher conforman un elenco ideal.
 


Me sorprende el aplomo de Anupam Kher,  la cámara parece no tener secretos para él. Me pongo a investigar y descubro que es uno de los actores más solicitados de Bollywood, ha aparecido nada más ni nada menos que en ¡338 películas! De Niro que se la pasa de película en película, sólo actuó en 75. Y Michael Caine que pasó más horas en cámara que al sol, apareció hasta la fecha en 154. Y para darle a la comparación un registro local, diré que nuestro máximo trabajador cinematográfico, o sea Ricardito Darín,  hasta ahora estuvo en 60. Con razón el Sr. Kher, que hace del analista de Cooper, anda como pato en un estanque.
 


En resumen, El lado luminoso de las vida es una muy buena comedia romántica que no se queda sólo en el romance, no, amplía el cuadro y nos entrega una familia y un grupo de personajes que será muy difícil olvidar. Y en lo personal me permite acrecentar mi (aunque no lo crean) estrictísima antología de escenas entrañables de un tal Robert De Niro.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros

La noche más oscura

Se supone que lo que veremos pasó. Se supone que atestiguaremos la labor de la agente Maya (Jessica Chastain) gracias a cuya dedicación, constancia y empeño se logró ubicar y matar al hombre más protegido y buscado del planeta o sea Osama bin Laden. Se supone que aceptemos la lógica de trabajo de la CIA. Insisto con que “se supone” porque, salvo las torturas, les creí poco o nada de lo que muestran. No porque se glorifiquen o se autocongratulen sino porque aprendí que con la CIA toda desconfianza es poca. De todas maneras que les crea no tiene ninguna importancia. Lo importante es si lo que cuentan es plausible o entretenido. Plausible, lo que se dice plausible, es. ¿Entretenido?, bueno, ese es otro cantar.
 


Para empezar la línea argumental es sencilla y exigua. Chica llega y no le gusta la tortura y la estrategia laboral. Chica se acostumbra a la tortura y la estrategia laboral. Chica se equivoca. Chica no se da por vencida. Chica la pega de casualidad o por insistencia. Osama muere. 60 minutos sobrarían para el desarrollo de tal trama. Pero no, inflados de trascendencia e importancia la hacen durar ¡157 minutos! Largos minutos. Y eso que la directora Kathryn Bigelow le pone garra, el elenco se comporta como si interpretara a Shakespeare y el guionista Mark Boal, con la excusa de la ficcionalización, se permite cuanto cliché de películas de acción le viene a la mente. Por ejemplo, si alguien pasa de ser un burócrata a mostrar detalles humanos identificables y simpáticos es porque… lo van a liquidar.
 


Quizá al público yanqui esta película le dice algo significativo, relevante, clarificador. Al resto del mundo, salvo que justifican la tortura por el bien de Occidente, no sé, creo que no le dice mucho. En cuanto a este espectador en particular no le dice nada, pero nada de nada. Si no me levanté y me fui las 378 veces en que tuve ganas de hacerlo fue por amor a la Chastain. Qué se la va a hacer, la chica me deslumbra. Pero hay amores que no ennoblecen sino que te hacen sentir un idiota. Jessica de mi corazón, no me hagas estas cosas.
 


En resumen, tres horas sobre un supuesto hecho real, que si hubiera sido ficción pura, sería una película larga y aburrida, que ni enfebrecidos hasta el delirio hubieran nominado para el Óscar. Ah, de lo que podría haber despertado algo de morbo no muestran nada: qué hicieron con el cadáver y por qué. Por ahí dentro de unos años hacen otra película y lo cuentan. Pero, por favor, no pongan a la Chastain, así me salvo de verla.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros
 

Según pude averiguar el título original Zero dark thirty (Cero oscuro/oscuridad treinta) es jerga militar y se refiere a alguna hora sin especificar antes del amanecer. Y lo eligieron porque el ataque a bin Laden se llevó a cabo entre la medianoche y las dos de la mañana del 2 de mayo de 2011, y se supone que simboliza también el manto de oscuridad y secreto bajo el que se emprendió durante 10 años la misión de localizarlo. Así que no es tan “traidor” el título elegido en español, aunque sin duda La noche más tediosa hubiera sido más fidedigno.

Django sin cadenas

Django sin cadenas es Tarantino en estado puro, que es lo mejor que le puede pasar al espectador. Es un film desmesurado, provocador, digresivo, de violencia ultraestilizada, con personalísimos diálogos envolventes y farragosos, con personajes y situaciones que mucho le deben al cine olvidado de grandes maestros del B, con interminables capas de cinefilia y con la pasmosa y envidiable libertad de hacer lo que se le viene en gana, con la inquebrantable voluntad de entregarse a todos sus caprichos.
 


El modelo de maestro elegido para la ocasión es Sergio Corbucci, uno de los santos patronos del spaghetti western, y de su vasta obra, se centra en un título muy amado por estos lugares, el inolvidable Django con Franco Nero. Se le cuelan también citas al grande entre los grandes, Sergio Leone y al Richard Fleischer de Mandingo. Claro, son solo la punta del iceberg de una cinefilia tan desvergonzada como bien asumida. Y si algunos westerns de los 50 elegían la problemática del indio para hablar por elevación de la cuestión racial, Tarantino opta por el spaghetti western para poner en primer plano la aún no cerrada cuestión del pasado esclavista de los defensores a ultranza de las “bondades” de Occidente, o sea los “benditos” estadounidenses. Y lo hace a su manera, por supuesto. A juzgar por la ventolera que está levantando, su encendida pasión por perturbar ha hallado el eco buscado. Su película ha provocado debates acalorados más cercanos al quid de la cuestión que otras obras tan bienintencionadas como asépticas, la miniserie Raíces, por ejemplo.
 


Pero por más política y altisonante que sea la propuesta de la que parte, Tarantino la articula en un film de género, lo cual es astuto e inteligente, ya que el desmadre que el género permite, hace que la discusión no muera o se pierda en intelectualismos que convierten a las barbaridades que se debaten en signos desprovistos de sudor y sangre. Por más que les pese a los “buenos” de los norteamericanos parte de su capitalismo triunfante estuvo fundado en el comercio humano, espejito del que huyen como de la peste. Y ahora Tarantino los enfrenta no con una épica lindita y grandiosa sino con un western sucio y lúcido.
 


Como buen film de género y de Tarantino en particular, el devenir de la trama es apasionante, atrapante y muy entretenido. Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo Di Caprio, Kerry Washington y Samuel L. Jackson están a cual mejor. Aunque todos, desde el primer secundario hasta el último extra brindan lo mejor de sí y se hacen notar en buena ley.
 


El año recién asoma y puede parecer aventurado e irresponsable decirlo, pero es tal la contundencia y la maestría de esta película que sin ambages digo que Django sin cadenas es una de las grandes películas del año.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros