viernes, 25 de enero de 2013

Tres tipos duros

Hace un tiempo; mucho, bah; en 1986, los Dos tipos duros (Tough guys de Jeff Kanew) eran Burt Lancaster y Kirk Douglas. Lancaster, de 73 años por entonces, y Douglas, de 70, volvían a reunirse para jugar por un rato a que todavía podían ser los héroes de una película de acción. Viejos y achacosos, pero héroes al fin. Por aquella época, Al Pacino, Christopher Walken y Alan Arkin eran más o menos jóvenes. Hoy, Pacino, de 72 años, Walken, de 69, y Arkin, de 78, son los Tres tipos duros (Stand up, guys).
 


En los títulos en español y en las edades de los protagonistas se acaban las similitudes, porque la trama de Dos tipos duros no tiene nada que ver con la de Tres tipos duros. La primera era una comedia de acción, ésta, la contemporánea, es una comedia dramática.
 


Val (Pacino) sale de la cárcel tras cumplir una condena de 28 años. Lo espera su amigo y ex colega, Doc (Walken), quien tiene la misión de liquidarlo para cumplir la venganza del ex jefe de ambos, Claphands (Mark Margolis). Doc no lo mata de entrada porque si no se acabaría la película. No, demora si lo hará o no 90 minutos más para que no sea un medio metraje. En algún momento, tras diálogos y situaciones pretendidamente amenas, Val y Doc rescatan a Hirsh (Arkin) del geriátrico en el que cuasi vegeta y lo llevan a despabilarse un poco. Entonces pareciera que estamos más cerca del final, pero no, todavía nos quedan unos 50 minutos. Por ahí Walken dice: “El mañana ya es hoy”; y tiene razón porque el tiempo no para, y a la hora y media, bah, más precisamente a la hora y 34 minutos y algunos segundos de empezada, la película termina.
 


Tres tipos duros del actor Fisher Stevens no es muy mala, es mala a secas. A su favor diré que no es torpe y que tiene una cierta elegancia, pero el guión tiene menos sorpresas que el regado de las plantas y trucos sentimentales más berretas que político de derecha. Ahora bien, ¿tres tipos de inmenso y probadísimo talento no pueden volver visible y tolerable una película no muy avispada? Walken y Arkin, sí. Pacino, no. Al menos este Pacino.
 


Los grandes actores de personalidad fuerte y definida y de ego acorazado son un peligro, hay que dirigirlos con mano inflexible si no se ponen a hacer lo que ellos creen que hacen mejor que no es otra cosa que un festival insoportable de manierismos absurdos, divismos recalcitrantes e histrionismos vetustos. Un par de años atrás, un actor argentino de características muy marcadas y reputado maestro de actores contaba que, en el primer día de ensayo de una obra que haría, le dijo a su director, un tipo muy joven: “Vos dirigime, no te guardés nada, no me dejés hacer peor lo que hago siempre, no me tengás consideración o nos va a salir mal lo que puede estar bien”. Y es así nomás, una verdad grande como una galaxia. Porque actuar es un acto de soberbia, pero también de humildad, y no estoy haciendo un juego de palabras. Hay que pavonearse y agigantarse, pero también bajar la cerviz ante el director y escucharlo como si revelara la palabra divina. Cuando un actor no puede dominar la soberbia y cree que sabe más que el director o que quien sea, está en problemas. Y el público también.
 


Pacino se supone que hace un personaje fastidioso, pero en realidad hace uno insoportable. Uno tiene ganas de quitarle el arma a Walken y pegarle dos tiros de una vez para que deje de actuar así. Arkin y Walken, que no tienen necesidad de sacar chapa todo el tiempo de ser los mejores del mundo ni los más inteligentes de la clase, entregan actuaciones medidas, sensibles y elocuentes. Pero no bastan para que no queramos sacar a Pacino de escena de una vez.
 


En resumen, van por su cuenta y riesgo. Y perdón si aman a Pacino hasta en sus mayores equivocaciones. Yo lo quiero, pero a tanto no llego.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 18 de enero de 2013

Una aventura extraordinaria


Una aventura extraordinaria (Life of Pi) es una película inusual. Muchos la tildan de obra maestra, de pieza única, aunque tentado a dejarme arrastrar por la corriente de entusiasmo, elijo esta vez sentarme en la orilla y destacar su singularidad, que el tiempo decida el sitial de honor que le corresponda en la historia del cine.
 


Un novelista a la pesca de una buena historia le pide a un Pi ya adulto que le cuente la aventura que signó su vida. Y Pi, claro, se la cuenta. Esta relación novelista-Pi narrador es el marco limítrofe que circunda la película, que tendrá dos partes claramente distinguibles y una conclusión. En la primera, resuelta en un naturalismo exacerbado o poético que roza el realismo mágico sin deslizarse en él, Pi relata su infancia particularísima, el origen de su nombre, el deslumbramiento por las fuerzas superiores que lo lleva a practicar tres religiones simultáneamente (el hinduismo, el islamismo y el catolicismo) y la convivencia en una familia administradora de un zoológico. Habrá una ida y vuelta constante entre el pasado evocado y el presente narrativo de novelista-Pi contador. Esta primera parte concluye en que los padres deben vender los animales a un zoo de Canadá, país en el que la familia también se afincará. Animales y familia se suben a un carguero japonés que se hunde en medio de la travesía. Pi termina en un bote con una cebra, un orangután, una hiena y Richard Parker, un tigre de Bengala. Comienza entonces la segunda parte, el relato de la supervivencia al naufragio. En esta parte no habrá regreso al presente narrativo de novelista-Pi relator. A la larga, bueno, más bien a la corta, quedan en el bote sólo Pi y el tigre y  se nos cuenta cómo logran convivir (es un decir) y sobrevivir (desde un principio tenemos esa certeza respecto de Pi, del destino de Richard Parker nos enteraremos ahora). La tercera parte corresponde al epílogo en el que, como es de rigor, todas las líneas narrativas abiertas encuentran su conclusión.
 


La primera parte siembra las claves con las que la segunda, la historia del naufragio, debe leerse: un elusivo sentido de la realidad atravesado por la fantasía y la religiosidad. El epílogo nos dice que quizá haya dos versiones de la historia de Pi, una, la que se nos ilustró, con un Dios aleatorio pero no ausente y otra de una humanidad feroz sin un Dios a la vista. ¿Cuál es la verdadera? Como el novelista o los agentes japoneses del seguro, tendremos que elegir. O no. Después de todo, los cuentos son una ilusión, la verdad es inaprensible.
 


Ang Lee es un narrador dotado, talentoso e inquieto. Se ha paseado por varios géneros con sensibilidad y logros. La comedia de costumbres (Banquete de boda; Comer, beber, amar), la transcripción de novelas clásicas (Sensatez y sentimientos), el drama cínico (La tormenta de nieve), el western (Cabalgando con el diablo), el relato modélico de artes marciales (El tigre y el dragón), la reformulación de superhéroes (Hulk), el drama romántico testimonial (El secreto de la montaña), el thriller de amor y espionaje (Crimen y lujuria) y la comedia nostálgica (Bienvenidos a Woodstock). En Una aventura extraordinaria halla un nuevo desafío del que sale victorioso.
 


La película se basa en una exitosa novela fantástica de Yann Martel. Aunque la primera parte es seductora y llena de delicioso humor, es la segunda, la del naufragio, la que me apasionó. Me aburren soberanamente los relatos de naufragios, pero este me atrapó. Ang Lee despliega una imaginería visual deslumbrante y coincido con todos los críticos que lo señalaron, por fin los adelantos tecnológicos sirven para algo más que para los efectos pochocleros berretas, ya que el inefable Richard Parker y los demás animales fueron generados por computadora.
 


Tuve la suerte de ir al cine acompañado de un grupo de amigos. La propuesta de Lee obtuvo distintos grados de aceptación y aprobación. Generó, sin embargo, una apasionante y lúcida discusión que me permitió vislumbrar interpretaciones que por mi cuenta quizá nunca hubiera elucubrado.
 


Una aventura extraordinaria es un film distinto, con un mundo propio, que se atreve a ser singular. Adentrarse en él implica riesgos, pero también recompensas.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 11 de enero de 2013

Mentiras mortales


Robert Miller (Richard Gere) lleva una vida ideal (al menos para las revistas que se dedican a glorificar a los financistas ricos). Viaja en jets privados, hace negocios voluminosos, vive en una casa palaciega, tiene una familia feliz y bien provista, y sus subalternos lo respetan y lo envidian. Pero como su título en español lo anticipa, esto no es más que fachada, todo es pura mentira. Para empezar, como todos los ricos, es un hijo de puta. Perdón por ser tan elocuente, pero no hay fortuna sobre la Tierra que no haya sido amasada con el sudor, el sacrificio y hasta la sangre de otros. El humanismo, la filantropía no hacen fortuna. Ojalá pero no, sólo el ventajismo, la explotación, la impiedad la hacen. Ojo, hablo de riquezas cuantiosas, no de progreso o ascenso económico, eso, con un poco de suerte, está al alcance de todos y no implica necesariamente dejar el tendal. Juntarla con pala, sí. Y Robert (o sea Richard) la junta con pala. A fuerza de estafa y fraude. Pero está llegando al final de la cuerda, todavía se sostiene haciendo malabares, aunque no por mucho tiempo más, la encrucijada ya no está a la vuelta de la esquina, no, la espalda está contra la pared. En la vida privada tampoco es un santo. Le mete los cuernos a su dorada esposa (la gran Susan Sarandon) con una artista plástica que es, por supuesto, joven, bella y rubia.
 


Y por más que a Robert lo interprete el simpático de Gere, esto solo no es garantía de que simpaticemos con semejante sátrapa, de ahí que al suspenso de la trama principal (¿hasta cuándo le durará la suerte a Robert?) se le sumen dos subtramas con las que se procura establecer nuestra emotividad. La de la hija, pobre ingenua que creía que hacer mucha plata es tan noble y decente como limpiar calles; y la del pibe que lo rescata del accidente, ¿cómo dejarlo al margen del problema y de la cárcel? Estas subtramas permitirán también mostrar que Robert (o sea Richard) tiene todavía algo de reserva moral. No mucha, pero algo le queda.
 


Mentiras mortales (Arbitrage o sea Arbitraje en el original, no el del fútbol, sino la compra y venta simultánea de un activo en dos mercados diferentes para obtener una  ganancia por la diferencia de precio) es un vehículo de lucimiento para Richard Gere. El hombre aprovecha el servicio y da una actuación excelente. Susan Sarandon sigue sin tener suerte. Su personaje es el del león dormido. Hasta el momento clave en que el león se despierta, debemos tomarlo en cuenta aunque no mucho. Pero el guionista y el director, Nicholas Jarecki, temeroso de que el que el público tenga ocupadas sus neuronas masticando pochoclos, le tiran unas líneas demasiado evidentes y la obligan a subrayarlas, no sea cosa que el final nos tome desprevenidos y nos parezca desleal. No temas, muchacho, a Susan la notaremos aunque sea la extra 14 de un plano general, no en vano le sobra talento, tiene años luz de experiencia y trabajó con algunos de los grandes-grandes como Billy Wilder o Louis Malle. Aquí la pobre con tanto subrayado mata el misterio de su personaje y queda al borde de la sobreactuación.
 


En definitiva una cita imperdible para las y los admiradores de Richard Gere. Es su mejor actuación en años. Las nominaciones para premios que está recibiendo son justificadísimas. Su desempeño es impecable. Y conste que conmigo el hombre tiene que trabajar horas extras, porque como no es santo de mi devoción tiendo a no comprarle ni el saludo. Para el resto de los mortales que no se desviven por Richard (o sea Gere), es un entretenimiento bastante logrado, mayormente adulto, que garantiza una buena hora y media de aire acondicionado. (Nobleza obliga, en estos días de calor abochornante, en todos los cines lo prenden y funciona de perillas)
 

Un abrazo, Gustavo Monteros

Lo imposible


Misterio respecto del argumento no hay. Lo imposible es de esas películas de las que uno sabe de qué van antes de entrar. En este caso, la historia de una familia que sobrevivió al tsunami de Tailandia en 2004. El desastre primero los separó aunque luego pudieron reencontrarse. Cuando el qué se conoce, las expectativas se centran en el cómo. ¿Lograran interesarnos? ¿Caerán en golpes bajos? ¿Podrán comunicarnos en imágenes la dimensión humana de esta peripecia única? Las respuestas son Sí, No, Sí.
 


Un padre (Ewan McGregor), una madre (Naomi Watts) y sus tres hijos, Lucas (Tom Holland) el mayor, de unos 13 años, Thomas (Samuel Joslin) de unos 7 años y Simon (Oaklee Pendergast) de unos 5 años van a pasar las vacaciones de Navidad a Tailandia, entendida como uno de los paraísos terrenales (¿por qué los paraísos son siempre con playas, palmeras, vegetación exuberante y cielos refulgentes?, ¿por qué la montaña y el bosque no califican de “paraíso”?). Bueno, la cuestión es que la están pasando de lo más bien cuando de repente lo impensable sucede. La naturaleza pega un sacudón y el paraíso queda patas para arriba. Mamá Naomi y Lucas, el mayor, son arrastrados por la ola gigante. Papá Ewan y los dos menores sobreviven cerca del complejo hotelero donde se alojaban. La historia se centra más en la supervivencia de Mamá Naomi y Lucas que en la de los demás, de allí que sobre todo Watts padezca los impecables efectos especiales. Como en Más allá de la vida (2010) de Clint Eastwood, la secuencia del tsunami alcanza una conmoción sobrecogedora (literalmente sobrecogedora). La escena es elocuente, precisa, arrolladora (también literalmente).
 


La supervivencia, la búsqueda, el reencuentro pudieron ser un festival de golpes bajos, pero no, gracias a la pericia de Juan Antonio Bayona (El orfanato, 2007) la sobriedad se impone. A decir verdad es lo mejor que se podía hacer, la historia de por sí es fuerte y no necesita agregados ni subrayados. La hermosa música de Fernando Velázquez se mueve también en esos parámetros, no abusa jamás del efecto violín llorón, mientras que la fotografía de Óscar Faura, alineada asimismo en la mesura, no se pierde en el preciosismo de tarjeta postal en un principio ni después se regodea en la miseria.
 


La historia real fue protagonizada por una familia española, y por una cuestión comercial que facilitaría la venta internacional, se cambió la nacionalidad y pasaron a ser anglosajones. Sé que tendría que quejarme por este colonialismo industrial, pero no lo haré. Jamás podría quejarme de un reparto presidido por el bueno de Ewan McGregor y por uno de mis amores cinematográficos, la bella y talentosa Naomi Watts, quien lleva cosechados algunos premios y varias nominaciones por este trabajo. Ewan me mató cuando se desarma en el teléfono. Los chicos no les van a la zaga, Tom Holland, que fue uno de los Billy Elliot en el musical homónimo tomado de la película ídem, muestra el aplomo de un profesional hecho y derecho; los dos menores son unos DeNiritos deliciosos.
 


Perdón, no me voy a reprimir y voy a hacer el juego de palabras obvio. Ahí va. Imposible no conmoverse con Lo imposible.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 4 de enero de 2013

Cloud Atlas: La red invisible


Como su nombre lo indica, Cloud Atlas es una empresa titánica. No una sino ¡seis historias! No uno o dos sino ¡tres! directores. No una o una y media, sino ¡tres horas! de duración. No una, dos o tres, sino ¡un montón! de estrellas. Y cada estrella hace no tres o cuatro personajes ¡sino hasta seis!, con ¡kilos de maquillaje, grandes pelucas, cambios de color de piel y travestimiento! Más un presupuesto no de 30 o 40 sino de ¡cien millones de dólares! El mayor jamás concedido a una película independiente de los grandes estudios.
 


Parece una propaganda de circo, ¿no? Casi equivalente al famoso “El espectáculo más grande y fabuloso de la Tierra” Y aunque parezca también estar comprando todos los números para el sorteo del cachetazo, no lo merece porque entretiene, está, más allá de sus excesos y desniveles, bien narrada; y sus autores le tienen fe y amor a lo que cuentan, antídoto infalible contra todo menosprecio y cinismo.
 


Los hermanos Wachowski (la trilogía Matrix, Meteoro) y Tom Tykwer (Corre, Lola, corre) aúnan esfuerzos para llevar a la pantalla la novela considerada infilmable de David Mitchell. La novela y película abarcan seis historias que van desde una travesía en barco para cerrar un negocio esclavista en 1849, pasando por las cartas de un compositor homosexual a su amante en la década del 30 del siglo pasado, una intriga sobre maniobras sucias en una planta nuclear en los años 70, la farsa de un agente literario sátrapa en la actualidad, la rebelión de una clon en un cercano y totalitario futuro, hasta llegar a las desventuras de una tribu isleña en un futuro lejano.
 


“Todo está conectado” dice el afiche. Frase que remite al latiguillo popularizado antaño por Pancho Ibáñez en El deporte y el hombre: “Todo tiene que ver con todo”. Y sí, algo de eso hay, más un sustrato filosófico New Age, tan profundo como una tarjeta con slogan. Las historias más que “historias” son historietas, lo que no tiene nada de malo; es sólo una definición. Pero se respeta el estilo y el espíritu de cada una y la narración fluye lógica y coherente. El film no será muy Bergman pero tampoco es la insípida retahíla de estupideces pochocleras semanal.  Habita, claro, el planeta “movie” o sea sus referencias más que a la realidad apuntan al cine.
 


Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Hugh Grant, Jim Sturgess, Hugo Weaving, Doona Bea, Ben Whishaw y James D’Arcy se ponen prótesis varias y arman personajes de trazos gruesos a veces y con más detalles otras, pero imponen su capacidad y solvencia y no caen en el ridículo. Susan Sarandon, como en las últimas 20 películas en las que participó, luce desaprovechada y a la espera de un personaje que canalice su talento sin igual.
 


Reservo para el final el mayor elogio que puedo tributarle: las tres horas no se sienten, cuando uno menos quiere acordarse, ya terminó. No es poco. Tres horas son ¡tres horas!
 

Un abrazo, Gustavo Monteros