viernes, 17 de mayo de 2013

El gran Gatsby




Y se largó el quinto Gatsby nomás. Dicho así parece una Polla de Potrancas o un Derby de Kentucky y no una nueva adaptación de la novela de Scott Fitzgerald, que va camino de competir con las damas de las camelias y las annas kareninas en cantidad de versiones cinematográficas. La primera fue de 1926, dirigida por Herbert Brenon  con Lois Wilson y Warner Baxter en los protagónicos. No queda rastro de esta película, ni una copia se encontró, aunque en una carta recientemente hallada, Fitzgerald dice haberla visto y que era malísima. La segunda es de 1949, dirigida por Elliott Nugent con Betty Field y Alan Ladd en los estelares. Ésta sí puede verse, tiene como una cosa de cine noir y los que quedan vivos al final hacen un mea culpa poco convincente y muy de aquellos tiempos. La tercera no es la vencida, pero sí la más conocida. Es de 1974, la dirigió Jack Clayton, con guión de Francis Ford Coppola con Robert Redford y Mia Farrow encabezando el elenco. Famosa entre otras cosas por la cámara con mucha vaselina que le daba al film un difuminado encanto. La cuarta es del 2000 y fue para la televisión, la dirigió Robert Markowitz con Mira Sorvino y Paul Rudd en la pareja principal, según parece es medio sosa  pero digerible. Y ahora llega con muchos bombos y platillos la versión de Baz Moulin Rouge Luhrmann con Leonardo Titanic Di Caprio y Carey Enseñanza de vida Mulligan como Jay Gatsby y Daisy Buchanan.

Baz Luhrmann dice que El gran Gatsby es una historia de amor. Hum, no sé.  No en el sentido estricto al menos. En cine se considera una historia de amor cuando A ama a B y es correspondido por B, y juntos o por su cuenta luchan contra los obstáculos que los separan. Aquí Gatsby ama a Daisy. Tanto que construyó una fortuna y se agenció una casa solariega para que Daisy reine en ella. Daisy lo quiere, sí, pero no lo suficiente como para tomarse la molestia de alcanzarle un vaso con agua y una aspirina en el hipotético caso de que al pobre Gatsby le doliera la cabeza. Estoy más de acuerdo con los que definen al Gatsby como la historia de una traición. Gatsby es traicionado por su amor y sus sueños. Cuando cree haber llegado a su Paraíso, descubre que por más optimismo que se tenga al pasado no se vuelve. Su amor fue un autoengaño y sus sueños, un espejismo. Los puritanos que llegaron al Nuevo Mundo para fundar una sociedad sin clases sociales y con igualdad de oportunidades para todos terminaron engendrando una aristocracia del dinero tan excluyente y caprichosa como la aristocracia de sangre. Se alienta al hombre emprendedor, el famoso self-made man, pero cuando llega, se buscan motivos para no considerarlo uno más de los elegidos.

Al igual que Moby Dick de Herman Menville, novela considerada infilmable hasta que Ray Bradbury, por inexorable insistencia de John Huston, logró con su guión desentrañarla, El gran Gatsby era una fortaleza inexpugnable que se resistía a ser adaptada  para el cine, hasta que Francis Ford Coppola armó el caballo de Troya que la hizo ceder. Ford Coppola le dio un consejo a Luhrman: construir la historia desde los personajes secundarios. Una más que buena idea  porque en El gran Gatsby la historia principal viene de segunda mano. El libro está narrado desde el punto de vista de Nick Carraway (Tobey Maguire), testigo de los hechos que se describen. De modo que el Gatsby y la Daisy que se conocen son los de Nick, no corporizaciones autónomas netas. Esto para el espectador puede parecer una disquisición técnica, pero para el guionista y el director es una complicación mayúscula que exige tomas de decisiones tajantes.  Por ejemplo, ¿Gatsby es como Nick dice que es?, o ¿es una idealización pergeñada por el recuerdo y la culpa de Nick? Toda adaptación cinematográfica de una obra literaria es una traducción y ya se sabe, traduttore traditore, de modo que ser fidedigno más que una realidad es una utopía. Tarde o temprano, los guionistas y directores se encogen de hombro y repiten “in for a penny, in for a pound” (en cana por un penique, má sí, mejor en cana por una libra) y comienzan a tomarse libertades que los alejan del material original. Luhrman también termina haciéndolo. Por más que copie frases de la novela y hasta las escriba en pantalla, la “fidelidad” está tan lejos como la luz verde que obsesiona a Gatsby, y no hablo del encuadre narrativo de que Nick tenga que contar la historia como una ¡terapia! para curarlo de la depresión y el alcoholismo…

Cuando se supo del proyecto, hubo intensos debates sobre si Luhrman era el director ideal para versionar esta novela. ¿Lo es? Sí y no. Lo es para expresar la paradoja principal del libro: la denuncia celebratoria; se denuncia que la riqueza es vacía y vulgar a la vez que se celebra su munificencia. Luhrman, se sabe, tiene un estilo visual excesivo, desbordante y puesto a subrayar las extravagancias de la dilapidación no hay quien lo iguale. No lo es tanto para bucear en emociones, para ahondar en relaciones. A veces estos debates prueban ser inútiles o como en este caso terminan por ser predicciones verificadas. Lo mejor por lejos (y rayando en lo hiperbólico) todo lo que tiene que ver con lo sensorial; las fiestas, por ejemplo, son desaforadas, descomunales, grandiosas. Como ya lo demostrara en Moulin Rouge pocas veces el cine logra ese nivel de magnificencia visual y sonora. Hay que tener mucho talento para apabullar así. Lo íntimo no se le da tan bien. Alguien dice por ahí que en Moulin Rouge no se le notaba porque los personajes eran más simples, aquí que tienen más dobleces que camisas con alforzas se evidencia que Luhrman no navega muy bien las aguas profundas.

Como corresponde al estilo Luhrman, las actuaciones arrancan como caricaturas de rasgos marcados, para diferenciar los personajes de la parafernalia escenográfica, y de poco van adoptando carnadura. Leonardo Di Caprio está magnífico como Gatsby, sabe que tiene un gran personaje y no lo desaprovecha. Tobey Maguire hace abuso de su simpatía para ocultar que los narradores de hechos ajenos son personajes aburridísimos a los que nunca les pasa nada, son como escribanos, sólo dan fe.  A pesar de su corta aunque luminosa carrera, quiero mucho a Carey Mulligan, pero la verdad sea dicha, aquí está medio insoportable. La culpa es tanto propia como de Luhrman y su coguionista, los tres se empeñan en transformar a Daisy en algo que no es, una mujer enamorada, por momentos parecen triunfar, pero el “cuento” de Fitzgerald los derrota, ¡y cómo! Joel Edgerton (Tom, el marido de Daisy) nos hace olvidar cerca del final el bigotito de villano que le encajaron. Elizabeth Debicki está muy bien como Jordan Parker, la amiga de Daisy, pero en realidad deja que el hermoso maquillaje, la estilizada peluquería más el despampanante vestuario que le tocó en suerte “hagan” su actuación. Myrtle (Isla Fisher) y George Wilson (Jason Clarke) no están muy desarrollados en esta versión y se quedan en estereotipos.

Hay mucho para disfrutar en este Gatsby, pero si se recuerda la versión de Redford, Farrow, Clayton es imperativo olvidarla. El Gatsby de 1974 fue el mejor Gatsby que el cine industrial de los setenta podía dar, elegante, parsimonioso, revelador. El Gatsby de Luhrman es el mejor Gatsby que esta contemporaneidad pochoclera nos puede dar, es desbocado, acelerado, ruidoso, abrumador. A cada tiempo, su aire. Pero el Gatsby de tan grande no se agota, así que hasta el próximo Gatsby.
Un abrazo, Gustavo Monteros

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