viernes, 12 de abril de 2013

De película






Se le atribuye a Alfred Hitchcock aquello de que una película es igual a la vida sin las partes aburridas. Nuestra vida, a veces apasionante como un thriller, es habitualmente un relato de John Cheever con alguna epifanía redentora. Pero cuando una catástrofe azota el lugar donde vivimos, nadie permanece ajeno y todos tenemos algo que contar.

A días de la trágica inundación, se nos pidió a los ciudadanos más o menos secos que regresáramos a trabajar, para que la vida cotidiana se encauce de a poco. Y así los docentes volvimos a las escuelas para un simulacro de actividad normal. Había pocos alumnos, poco personal, lo que da, más allá de toda estadística, la magnitud del desastre.  El saludo de rigor fue reemplazado por el ¿cómo te fue con el agua?, y a los que no nos tocó padecer o apenas nos mojamos las patas, nos provoca un poco de vergüenza contestar que bien, que salvo algún inconveniente menor, nada debemos lamentar. Pero al menos servimos para que nos cuenten, para que desagoten al menos por un rato, los charcos de tristeza que quizá no sequen nunca. No tengo muchas virtudes, aunque sé escuchar. Quienes tienen algo que contar saben pronto si alguien los escucha de verdad, entonces se explayan, se detienen en los detalles y pormenorizan con largueza. Volvía a casa repleto de historias, pero emocionalmente agotado, porque uno no es de piedra.

En principio hay dos grandes grupos. Están a los que el diluvio los pescó en la casa y a los que los sorprendió fuera de ella. Está el chico al que la lluvia lo sorprendió jugando en la plaza y, como no paraba, emprendió la vuelta a casa y vio en el camino como cientos de ratas huían de la inundación todavía en ciernes. El adolescente al que lo arrastró el agua y se salvó por reírse, ser arrastrado le pareció divertido, no se desesperó y cuando vio las ramas de un árbol, se aferró y pudo encaramarse. El padre que con el agua a la cintura estaba en la puerta de la casa para ver si su hijo llegaba, en la oscuridad vio que la corriente arrastraba un bulto que parecía de humano, cuando pasó a su lado, estiró el brazo y lo aferró, sin saber si rescataba un cadáver, no, era un muchacho, más ahogado que desahogado, pero por suerte todavía vivito y coleando, mientras lo ponía a resguardo, la mujer desde adentro le gritaba que el hijo estaba bien, en casa de unos tíos. La señora que cuidaba a la anciana que no quería dejar la casa, la acompañante, preocupada por el agua que subía, dejó a la anciana en el primer piso y se fue a buscar al hijo que la había contratado para que la convenciera de salir, cuando volvieron, aunque el agua estaba lejos de llegar al primer piso todavía, la anciana flotaba boca abajo en el living de la planta baja, se había tirado al agua para morir como los capitanes que no dejan sus barcos. La señora que salió a hacer las compras para la cena y que volvió casi a nado y sin las compras porque se las arrastró la corriente, al entrar a la casa, empapada, hedionda y mugrienta, el marido no entendía nada, y ella le dijo: hoy no cenás, mal no te va a venir, estás muy gordo. El hombre que pasó la noche bajo el balcón de un edificio, con el agua a los tobillos, tiritanto, mientras permaneció allí, muchos volvieron al edificio, nadie lo hizo entrar ni le alcanzó una frazada, no tengo buena pinta y la gente es muy desconfiada, me dijo con humor y no poca amargura. Los que se salvaron de que les entrara agua porque la gran pileta de natación que tienen estaba vacía y absorbió toda agua que les correspondía. El hombre con su familia dentro de una camioneta diesel que al ver que comenzaban a flotar, hizo abrir todas las puertas para dejar que el agua entrara al vehículo y permanecieran sobre el pavimento, le pidió a la camioneta un último esfuerzo y pudo salir marcha atrás de la cuadra anegada. El taxista fuera de servicio que se volvía a su casa y se conmovió de la señora espantada con el agua a la rodilla, la subió al taxi y como no pudo llevarla al domicilio que le indicó, la refugió en su propia casa, la señora me confesó que era bastante buen mozo y que pensó que por ahí ligaba casa y comida, pero no, concluyó, no tengo suerte, era casado. El hombre, peleado desde hace años con su hermano, que al enterarse de que el hermano se inundaba se fue a darle una mano, entró y sin decir una  palabra se puso a ayudarlo a rescatar cosas poniéndolas en las partes superiores de los aparadores y placares, no tuvieron suerte, al agua cubrió todo, terminaron en el techo, ahí recién se hablaron, pero antes se abrazaron y lloraron, el gomón los encontró riéndose por las cosas que recordaban de cuando eran chicos. La señora que hizo empanadas para los inundados durante 27 horas seguidas y que tuvo que parar porque la hija se puso firme que si no hubiera seguido. Y por último, porque soy un romántico empedernido, una historia de amor. El refugiado que se puso a ayudar a la voluntaria y cuando ésta, exhausta, se quebró, él la consoló, bien, tanto que ahora son novios, ojalá sean el amor de sus vidas y no un bote que pasa en el río de la congoja.

Estas son algunas de las historias que escuché y que puedo contar porque me dieron permiso para hacerlo.  A otras me las contaron en reserva y me pidieron que no las repita. También me guardo algunas trágicas, porque ya no tienen remedio y es tiempo de reconstrucción.

De poder optar por un género cinematográfico para contar un episodio de nuestra vida, creo que todos elegiríamos una comedia romántica de final feliz, jamás un film de cine catástrofe, pero nos toca lo que nos toca.
Un abrazo, Gustavo Monteros

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