viernes, 27 de abril de 2012

Shame


En Shame cuantas más certezas tenemos de los personajes más dudas nos provocan.

Brandon (Michael Fassbender) un joven ejecutivo neoyorquino padece una pulsión sexual indómita. Un adicto sexual, rezaría la etiqueta psicologista de moda. Y para utilizar otro psicologismo en boga, podemos concluir con que su comportamiento obsesivo compulsivo no le da ningún placer. Se entrega a una maratón sexual vacía de satisfacción. La llegada de su hermana, Sissy (Carey Mulligan) (una cantante en ascenso tan talentosa como dependiente, afecto carenciada y de bajísima autoestima) impulsará aún más su descenso en el pantano del autoflagelo, en el chapoteo incesante en la autodestrucción.

Steve McQueen, antes de devenir director (esta es su segunda película después de la formidable Hunger sobre las huelgas de hambre contra Thatcher en la prisión irlandesa de Maze que llevaron a Bobby Sands a la muerte) fue un artista plástico que planteó instalaciones en las que jugaba con lo cinematográfico. Este homónimo del recordado actor hollywoodense gusta de las escenas largas en las que los detalles se vuelven relevantes y reveladores y se cargan de gran belleza. La escena de la corrida nocturna, una toma larga por las calles de Nueva York, tiene una sobrecogedora hermosura dramática. Y el plano casi constante, cuando ella canta, sorprende y conmueve. Hace una versión inusitada de New York, New York. Es una deconstrucción de la canción. La alegría y el brío de este himno de la llegada a La Meca en la que los sueños se cumplirán se convierte en una introspección rumiante de la futilidad de los logros.

Ahora bien, decíamos que a más certezas sobre los personajes, más dudas surgen. ¿Por qué, más allá de la lógica incomodidad, Brandon padece que Sissy y David (James Badge Dale), su jefe, tengan sexo? ¿Por qué Sissy dice: “Somos buenas personas que venimos de un lugar equivocado”? Sí, son buenas personas. Se preocupan por dañar a nadie salvo a ellos mismos, pero ¿qué es ese lugar equivocado del que vienen? ¿Una infancia abusada, un descuido inconfesable, un amor inconcebible?

Como en Taxi driver y El toro salvaje de Scorsese, (y ahí se acaban las comparaciones porque McQueen tiene un ideario y una estética muy distinta a la de Scorsese) lo que no se sabe de los personajes pesa tanto como lo que se sabe. Nunca sabremos por qué Travis, el taxista de De Niro, lleva a Cybill Shepherd a un cine pornográfico en la primera cita que tienen. Siempre nos preguntaremos por qué el toro salvaje no puede perdonar a su hermano. Esta forma de narrar puede ser peligrosa, pero cuando se logra es apasionante. Es menos estúpida y más profunda que atribuir las conductas erróneas a un único trauma de infancia como en Ray (Taylor Hackford, 2004) o en El aviador (Scorsese, 2004). Somos como somos por algo más que un trauma. Nuestras personalidades se perfilan por un infinito tejido de sutiles complejidades. Reducir nuestros comportamientos a un solo hecho es simplificar lo inabarcable a una anécdota. Fácil de contar pero falaz por todo lo que deja afuera.

Michael Fassbender es un actor talentoso y muy corajudo. Es la contrapartida masculina de Isabelle Huppert. A ambos les han pedido que iluminen conductas sexuales riesgosas y se han sumergido en el remolino sin nada de donde agarrarse.  Por más liberado y amplio que sea un actor, siempre se topa con un pudor atávico con el que debe luchar. Fassbender ahora, como antes Huppert, luce en escena sin trabas ni miedos. No es fácil lograr eso.

Carey Mulligan, a pesar de su juventud, es una actriz que invita a los superlativos. Para no dejarme llevar y hacer un bochorno, sólo diré que exhibe aquí una sensibilidad exquisita. El resto del elenco, del primer secundario al último extra, merecería una nominación a algún premio.

Y si bien más que la vergüenza del título hay en primer plano humillación y castigo, la vergüenza subyace bergmanianamente detrás de todo lo que hacen los personajes.

Shame es devastadora y fascinante.
Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 21 de abril de 2012

Diario de un seductor


Los distribuidores con un apabullante derroche de ingenio decidieron rebautizar esta película El diario del ron (The rum diary en el original) como Diario de un seductor en un intento tramposo por atraer a las “chichis” que mueren de amor por Johnny Depp. Que vendan gato por liebre no les importa. Lo de “seductor” podría inducir a que se trata de una “de amor”, nada más lejos de la realidad, porque si tuviéramos que señalar un seductor en este film sería Aaron Eckhart que ejerce no la seducción del amor sino la de la codicia y la corrupción.

Es la segunda vez que Depp se pone en la piel de un alter ego de Hunter S Thompson. Ya lo hizo en Pánico y locura en Las Vegas (1998) bajo la dirección de Terry Gilliam. Ahora lo hace bajo la tutela de Bruce Robinson, director de la inolvidable Withnail y yo (1987) y de la más que olvidable Jennifer 8 (1992).

Hunter S Thompson es el padre fundador o el representante más conspicuo del periodismo “gonzo”, que según pude averiguar se trata de un periodismo de aventura en primera persona, muy colorido y exagerado, que no desdeña en recurrir a la ficción para llenar los “baches” de una crónica.

Este film es muy proyecto muy caro a Depp. Conoció a Thompson por Pánico y locura en Las Vegas y se hicieron amigos. Una tarde hurgando trastos, descubrieron en una caja de cartón olvidada una copia de El diario del ron, novela inédita por entonces. Se pusieron a leerla, Thompson casi no recordaba haberla escrito. Depp lo instó a que la publicara y que después la llevaran al cine. Thompson cumplió con lo primero pero no participó de lo segundo porque se suicidó en 2005.

La acción transcurre en Puerto Rico en 1960. Paul Kemp (Depp) un novelista devenido reportero con un pronunciado problemita alcohólico llega a hacerse cargo de un puesto en un periódico local que está al borde del colapso. Será luego tentado por Sanderson (Aaron Eckhart) para que escriba un folleto sobre las virtudes de una isla que usan los soldados yanquis como campo de tiro. Dicho folleto “maquilla” una gran estafa inmobiliaria. Sanderson tiene una novia tan rubia como bella, Chenault (Amber Heard) y se establecerá, es una manera de decir, un triángulo amoroso, con Depp como el tercer vértice, claro.

Más que una historia que avanza con coherencia hacia un desenlace, hay aquí una línea argumental que se interna en cuanto desvío encuentra en su camino. Algunos son interesantes y logrados, otros no tanto. Estos meandros hacen que los personajes secundarios sean tan y hasta más importantes que los protagonistas. El gran Richard Jenkins hace una variación del típico editor gritón, autoritario y cínico. Giovanni Ribisi es un cronista de religión devoto del alcohol y las drogas. Ribisi ensaya una caracterización que con buen tino incluye los mejores manierismos del inolvidable Peter Lorre. Michael Rispoli, lo mejor de la película, es un fotógrafo que redondea sus ingresos con un gallo de riña y subalquilando una pocilga.

Depp intenta un homenaje a Thompson pero le sale una celebración a sus mejores virtudes como estrella. Más que dar una actuación, Johnny Depp exhibe las singularidades que lo convirtieron en una superestrella. No es poco, el hombre tiene talento. A Aaron Eckhart le basta con pasear su ineluctable donosura para dar con el papel. Amber Heard ostenta un promisorio don histriónico y da la mezcla justa de misterio, sensualidad y vulnerabilidad.

El guión también de Bruce Robinson alterna réplicas de brillante cinismo con peroratas recargadas de didactismos y obviedades.

En resumen, un film fallido aunque interesante. De todos modos, el magnetismo de Depp, las líneas buenas del diálogo, los bellísimos paisajes, las escenas logradas y el gran trabajo de Michael Rispoli devuelven con creces la plata de la entrada.

Un abrazo, Gustavo Monteros
La foto en blanco y negro es la última imagen de la película. En ella se ve a Hunter S Thompson en Puerto Rico en 1959.

viernes, 13 de abril de 2012

Las mujeres del sexto piso



Suele decirse que a la hora de las historias, nada es más difícil de contar que la bondad y la felicidad. Se afirma que la dificultad radica en que la bondad es absoluta, y en que la felicidad carece de matices. Habla mucho de la condición humana que la maldad, a la que también podría caracterizarse como absoluta, se cuenta con facilidad pasmosa, y que los infortunios de diverso calibre nutren todo tipo de narraciones.

Sin embargo de vez en cuando alguien descubre un modo de contar la bondad y la felicidad sin villanos ni esquemas melodramáticos. Como ahora el francés Philippe Le Guay.

Había una vez en el París de 1962 una casona señorial. En el quinto piso vivían Jean-Louis Joubert (Fabrice Luchini) y su esposa Suzanne (Sandrine Kiberlain). Él es un asesor de inversiones (uno más y van…) (pero es 1962 y el daño recién empieza…). Ella se dedica a ser una señorona. Son muy formales, correctos, hacen lo que se debe, los mandatos sociales son su segunda piel. Muy conservadores, bah. Aunque no lo saben, están más muertos que el Mar ídem. Por suerte a él la frustración soterrada no lo ahoga como para no ver que a su alrededor hay personas necesitadas de ayuda. Y un pequeño gesto solidario lo pondrá en contacto con las mujeres del sexto piso: unas españolas más vivas que un bebé recién palmeado. Las españolas dejaron atrás afectos y familias para hacer “la Francia” y llevarse de vuelta algunos francos trabajando de sirvientas. La vida en el sexto piso es más que precaria. Se mueren de calor en verano y de frío en invierno, no tienen baño para higienizarse y sólo disponen de un excusado. Una canilla y la luz eléctrica son todos sus lujos. Aunque esto no mella su vitalidad, su alegría, sus ganas de comer rico, tomarse un buen vinillo y cantar coplas.

Así que Jean-Louis al entrar en contacto con ellas descubrirá que lleva una vida gris y vacía aunque tenga la panza llena y casi todas sus necesidades satisfechas.

Como en todo relato que se centra en la bondad y en la felicidad hay algo de cuento de hadas. No es para menos. No se necesita ser ningún Einstein para comprobar que estamos hasta las orejas de maldades, mezquindades y desgracias… Pero es hermoso y gratificante ver para variar gente que lucha por ser feliz, por no perder la alegría y que ejerce la solidaridad no como una obligación moral o religiosa sino como algo natural, de pura buena gente que son.

Fabrice Luchini (visto el año pasado como marido de Catherine Deneuve en Potiche/Las mujeres al poder de Ozon) es, aunque parezca una contradicción de términos, tan sutil como histriónico. Se ven con claridad los cambios de su personaje pero no los hace obvios. En las escenas de la oficina es donde más se nota esta metodología de trabajo. En apariencia sigue siendo el mismo y sin embargo ya no lo es. Sandrine Kiberlain está también muy bien en su burguesa convencional pero que no ha perdido la bondad. Y sin desvirtuar su personaje se permite actuarlo con alguna ironía. A la cabeza de las españolas está Natalia Verbeke, actriz argentina formada en España a la que vimos como pareja de Darín en El hijo de la novia de Campanella y junto a Nancy Duplá y Pablo Echarri en Apasionados de Jusid. Aquí se la ve segura, dueña de sus medios expresivos y en la escena de la ducha ratifica que está para el “crimen”. Es María, la nueva mucama de Jean-Louis y Suzanne, que desempolvará los muebles y las ganas de vivir perdidas. Las demás españolas son el colmo del gracejo y superan con talento los estereotipos propuestos por el guión y le dan carnadura de personajes. Dejo para lo último a la extraordinaria, descomunal, iridiscente Carmen Maura que ganó el César, el Óscar francés, a la mejor actriz de reparto por esta película. Cuando está en escena es imposible mirar para otro lado. Destella.

En resumen una película bella y luminosa. Eso sí, si a ustedes los conmueven como a mí los actos solidarios espontáneos lleven pañuelos descartables. Se me empañaron los anteojos más de una vez.

Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 7 de abril de 2012

El conspirador


¡Pobre Robert Redford! Se pasa la vida procurando demostrar que no es sólo una cara bonita. Como director, hace denodados esfuerzos para probar que es un hombre serio, profundo y bien pensante. Y como toda persona que se toma demasiado en serio, el pobre Robert resulta formal, solemne, un poco dogmático, algo sermoneador y con menos humor que un ornitorrinco rengo en el hombro de monseñor cardenalicio.

Esta vez ratifica su compromiso social y su corrección política refiriéndose por elevación a los “juicios” (nunca las comillas fueron tan expresivas) de Guantánamo.  Lo hace a través de una historia que se dice no está muy difundida: las consecuencias “tapadas” del asesinato de Lincoln. Como se sabe John Wilkes Booth comete el magnicidio. Lo abaten en un granero, detienen a sus cómplices y los someten a un juicio sumarísimo. Lo que no se sabe tanto es que detuvieron y juzgaron también a la dueña de la pensión, Mary Surratt (Robin Wright), en la que se reunían los complotados. En realidad debían implicar al hijo de la señora, pero como había logrado huir, inculparon a la señora en su lugar.

Redford pretende un drama potente pero le sale más bien un melodrama blandengue. El conflicto central, la pérdida de los derechos individuales en nombre de la seguridad del estado, permanece igual de principio a fin, no hay alternativas, cambios ni sorpresas. Los personajes se dividen en dos bandos irreconciliables. De un lado los buenos buenísimos y del otro, los malos malísimos. Y poco ayuda a salir de esta estrechez las pobres ideas visuales que Redford se permite. En el juzgado, por ejemplo, la escasa luz que entra por las escuetas ventanas envuelve a los buenos en un angélico halo dorado y sume a los malos en la penumbra, no sea cosa que nos desorientemos y perdamos la brújula moral.

El tono es grave, severo, de lección de historia importante, de prédica indiscutible. Lo que lleva que a este melodrama de tribunal con ropa de época le falte espesor emocional. Nos indignaremos mucho, pero a emocionarnos o a llorar no llegaremos a menos que repartan cebollas.

El guión no se aparta nunca de su derrotero censor, aleccionador y edificante. Me trajo a la memoria las películas de André Cayatte o los films serios de Enrique Carreras (Los viciosos, Los evadidos, Los hipócritas, Las procesadas, Los drogadictos, Las barras bravas y Delito de corrupción).

El único personaje realmente interesante es el abogado defensor, Frederick Aiken (James McAvoy), puesto de prepo por su mentor, el senador Reverdy Johnson (Tom Wilkinson). El hombre, un ex capitán que luchó en la Guerra de Secesión por la Unión, pasa del prejuicio hacia la viudita sureña a la duda de que quizá sea inocente y necesitada de justicia. Aunque, claro, es tan obvia la manipulación que hacen de las supuestas pruebas el fiscal, Joseph Holt (Danny Huston) y el Secretario de Guerra, Edwin Stanton (Kevin Kline) que el bisoño abogadito tendría que ser zonzo para no darse cuenta de que la viudita está condenada y que el juicio es una farsa.

Sin embargo, pese a todo, la película interesa por lo que hacen los actores. No todos muy parejos, lo que suma interés. James McAvoy da otra gran actuación, aunque abusa de los resoplidos cuando se siente frustrado en el juicio. Robin Wright y Danny Huston se las ingenian para dar sutileza y variedad a sus monolíticos personajes. Ella evita con astucia ser la imagen de la abnegación materna y él, la del pérfido villano abogadil. Evan Rachel Woods y Sarah Weston están muy bien como dos damitas jóvenes con ingredientes. La primera es Anna Surratt, hija de la viudita juzgada y dueña de algún módico secreto. La segunda es la novia del abogadito, más preocupada por lo que hay que hacer que por la justicia. El simpático Justin Long se hace notar en un personaje inexistente, aunque uno desea todo el tiempo que el guión le tire alguna línea graciosa. Esperanza vana. Kevin Kline está de vacaciones y cae en el estereotipo más flagrante. Tan de vacaciones está que ni siquiera sobreactúa. Y el inmenso Tom Wilkinson da cátedra de cómo actuar cuando el personaje es sólo un esbozo.

Entretiene, por los motivos equivocados, pero entretiene. Que al fin y al cabo es lo que importa.
Un abrazo, Gustavo Monteros