sábado, 31 de marzo de 2012

Un método peligroso


Si he de decir la verdad (y no veo por qué no habría de hacerlo), a esta película no hay con que darle. El tema es apasionante. La relación cambiante y ambivalente entre el viejo y querido Sigmund Freud (Viggo Mortensen) y Carl Jung (Michael Fassbender), con el agregado de una coprotagonista de lujo, Sabina Spielrein (Keira Knightley) y un secundario que no le va a la zaga, Otto Gross (Vincent Cassel).

Como se ve un elenco de aquellos, en plena forma y dispuesto a dar lo mejor de sí en personajes únicos. Viggo Mortensen entrega una notable caracterización de Freud. Keira Knightley brinda la actuación más audaz e histriónica de su carrera y sale con todos los laureles reverdecidos. Michael Fassbender confirma que es un actor envidiable. El hombre es de muy buen ver, tiene una fotogenia inexpugnable y un talento a prueba de escépticos. El gran Cassel está en su salsa y destella comme d’habitude.

El guión de Christopher Hampton (El cónsul honorario, Relaciones peligrosas, Carrington, El fuego y la sombra, El americano, Expiación – deseo y pecado, ¡hay que tener ese currículo!) concibe un guión (basado en su propia obra de teatro, basada a su vez en un libro de John Kerr) con el que se podrían dar clases. Es preciso, contundente, claro, fluido, con detalles certeros, situaciones arteras y con toques de humor tan bien puestos que se equiparan a la famosa cereza de lo postres.

David Cronemberg, alejado al parecer definitivamente del despanzurramiento de cuerpos con fines metafísicos y/o terroríficos del pasado, como en las recientes Una historia violenta o Promesas del Este (protagonizadas también por el amigo Viggo) se dedica con elocuencia y elegancia a desmenuzar secretos y viviseccionar almas.

Sin embargo, a pesar de tanto nombre de lustre y fuste, tanta profusión de talento, tanto tema intrigante y revelador, me pasé toda la película insuflándome el entusiasmo y aventándome el interés. Las tres veces que la vi. Y… soy de insistir.

La primera vez la vi a poco de su estreno en Europa, en algún momento del año pasado. Como suele suceder, rondó por la web primero en versión Cam, o sea filmada con una camarita en una función de cine. La bajé y la vi porque me daba mucha curiosidad. El sonido era impecable y la imagen un poco opaca. Supuse que con una copia mejor la disfrutaría más. Cuando llegó la temporada de premios, apareció un ripeo del DVD. Lo bajé y volví a verla. La reacción fue parecida a la de la primera vez. Me dije lo que me digo siempre: a las películas hay que verlas en el cine. Y ahora que la estrenaron fui. Y sigo como la primera vez. Hay algo que no me funciona. Conmigo esta película es como esas chicas que de tan pero tan lindas no son atractivas. Me parece demasiado impecable, controlada, medida, estudiada.  Sin esa coma fuera de lugar o ese adjetivo discutible que le da vida repentina o belleza imprevista a las cosas.

Pero no me lleven el apunte. Para nada. Véanla. El problema soy yo, no la película. Como dije en un principio, objetivamente no hay con que darle.
Un abrazo, Gustavo Monteros

Drive


Drive de Nicolas Winding Refn me hizo sentir más viejo que Matusalén. No la película en sí, sino las reacciones críticas que provocó. Desde su estreno en Cannes en mayo del año pasado, los críticos tomaron la lira y se pusieron a componer himnos y odas a su originalidad y audacia. ¿Originalidad? ¿Audacia? O los críticos sufren de amnesia generalizada o tienen todos 20 años y la película clásica más vieja que vieron es Volver al futuro.

Vayamos por partes. ¿Originalidad? El argumento es una reformulación del western estilo Shane (George Stevens, 1953). Héroe de pasado desconocido pero lleno de recursos ayuda a dama y/o familia en problemas. La dama tiene un hijo pequeño, o sea que el héroe es tanto amante como padre sustituto. En este caso, el marido de la dama regresa de la cárcel y el héroe deberá ayudarlo a salir de un “problemita” con los malos. Por supuesto el problemita se complica y la trama se densifica.

El héroe es parco y taciturno como los protagonistas de Jean Pierre Melville, en especial los de Le doulus/Morir matando (1962) y El samurái (1967). Melville, admirador de Bogart como quien esto escribe, despojó al personaje bogartiano típico de locuacidad e ingenio y lo sumió en la parquedad porque ahora la amargura y el desencanto de conocer el mundo tal cual es le impide hasta cacarear.

¿Audacia? Como El artista o casi todas las películas contemporáneas, Drive está más llena de citas que una antología. No quiero aburrir repasando la historia del policial de los 30 a la fecha, pero basta con ver las fotos de la película para saber que se nutre de y homenajea a cuanto puede y encuentra. No critico que así sea, en cine ya está todo inventado. Incluso uno si pudiera dirigir una película, la llenaría de citas y remedos de obras maestras.

Aunque pensándolo bien, quizá la audacia y la originalidad de Drive haya sido acumular tantos homenajes e integrarlos tan bien que dé pereza ponerse a desmenuzarlos y obligue a los críticos a dar por nuevo lo que es más viejo que el tiempo.

Pero que la sensación de un chaparrón de años que se me cayó encima no llame a confusión. Drive es una muy buena película. Que no sea ni audaz ni originalidad no le quita mérito alguno. El único pero que le encuentro es que la motivación del personaje de Ron Perlman para hacer lo que hace (y que no se puede contar sin revelar demasiado) es un poco endeble y no termina de cerrar. Una pequeña mácula que no empaña el resultado final.

Ryan Gosling puede hacer lo que se le dé la gana, como aquí que juega al héroe de acción, previo paso (intensivo) por el gimnasio. Carey Mulligan es un dechado de expresividad y ya exhibe un inusitado y humillante talento. Bryan Cranston no podría actuar mal aunque lo intentara. Su personaje conmueve y enoja por partidas iguales. A Ron Perlman le basta con poner su cara sin igual para dar el papel. La “supuesta” sorpresa la da Albert Brooks, actor cómico (también guionista y director, no de esta película, claro) en su primer papel “serio”. Como antes Jim Carrey y Bill Murray, Brooks confirma la regla de que los actores cómicos pueden hacer roles dramáticos  con convicción e intensidad cualquier día de la semana. Son generalmente los actores dramáticos los que no pueden cruzar el puente de hacer reír con ganas. Los cómicos no recibirán premios, pero tarde o temprano demuestran ser más completos que los dramáticos.

Si pueden, véanla. Entre otros hallazgos, tiene una persecución inicial y una escena de asalto, diestras y elegantes como pocas.
Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 24 de marzo de 2012

El guarda


Puedo ver un bodrio con Bette Davis o Humphrey Bogart con la misma fascinación con que descubro intrincadas sutilezas en un film de Bergman. Después no me arrepiento ni siento que perdí el tiempo. Quizá porque considero cada encuentro con una película, un libro, un cuadro, un disco, etc. como un diálogo. Y como en la vida cotidiana, no todas las conversaciones son brillantes, las cenas, exquisitas y las citas, maravillosas. Los actores a veces se equivocan y eligen un proyecto que no los favorece. Sin embargo pusieron el cuerpo, se maquillaron y cambiaron, aprendieron las líneas y expusieron su talento. Hay actores con los que siempre me gusta dialogar, sin importar qué sea donde se hayan metido. Cuando estudiaba teatro, a veces nos preguntábamos unos a otros si habíamos visto tal o cual película. La respuesta podía ser escueta pero contundente: “…y estaba Mastroianni”. Si pertenecíamos a la secta que admiraba al divino Marcello, sabíamos que no debíamos perdernos esa película aunque se nos fuera en la entrada la plata del boleto de vuelta, lo que nos obligaba a colarnos en el tren.

A lo que voy es que más allá de cómo fuera el resultado final, no me iba a perder una película con Brendan Gleeson, Dan Cheadle, Liam Cunningham y Mark Strong. Me encanta dialogar con ellos por separado y la perspectiva de charlar con todos juntos anticipaba una fiesta. Si después, más que una fiesta, era un encuentro pedorro, no me iba a lamentar, la vida es un riesgo que se corre con cada elección.

Y fue una fiesta nomás. Desconcertante en un principio. Sin globos, sandwichitos ni torta pero con mucha bebida. Arranca como una buddy movie (comedia liderada por dos actores con personajes contrapuestos) pero irlandesa. Con todo lo que eso implica. O sea con un  humor salvaje, para decirlo en un eufemismo.

A un peculiar sargento de policía (Brendan Gleeson) de un pueblo costero (el último de los independientes, se define), le asignan un agente de Dublín (Rory Keenan). Y al agente, que tenía pinta de coprotagonista, al ratito ¡lo matan! Hay un entrevero con drogas que trae a un representante del FBI (Dan Cheadle), que, como nosotros, cada vez que abren la boca, dudará si se trata de una broma mayúscula o de la inaprensible idiosincrasia de un pueblo inclasificable. Es lo último, claro. ¿O la reformulación de tramas tan antiguas como el mundo traducidas al irlandés?

Por momentos todo es muy post Tarantino, por los diálogos digresivos. En otros, todo es muy post Martin McDonagh (Escondidos en Brujas) de tan irlandés, macabro, vital y regocijante. Las subtramas de la viuda (Katarina Cas) y de la madre moribunda (Fionnula Flanagan) podrían virar hacia el melodrama y desembocan, sin embargo, en la poesía pura. Los personajes parecen brutos y son más cultos que críticos literarios. Los maleantes podrían ser candidatos al Premio Nobel de la Paz. Total, si se lo dieron a Obama. Como Driver (que finalmente no se estrenó en estos parajes) todo terminará en el viejo y querido western, con sus duelos a pistoletazos más un final que remite al mismo cine de tan cínico y postmoderno.

Brendan Gleeson vale el doble de su peso en oro. Mark Strong está perfecto, no al borde de un ataque de nervios, sino al borde de un ataque filosófico. Liam Cunningham destella en un personaje que ostenta la norteamericanización como mácula. David Wilmot, no lo ofendamos, es sociópata no psicópata, y más vale que no le falte el litio. Las damas, como en todo cuento irlandés, por lo que se ha visto ficción machista como pocas, detentan los secundarios con ímpetus de primadonna y vaya que se hacen notar. Dan Cheadle es nuestro alter ego en el film, va de la fascinación al desconcierto pasando por el repudio. Como él, parpadeamos de asombro y más de una vez tragamos saliva para no escupirlos en la cara.

En fin, esta opera prima del guionista John Michael McDonagh redondea una velada que persiste en la memoria. Sobre todo por el arte de actores que no decepcionan. Jamás. Y con los que siempre nos gustará dialogar. Gracias Dios por ellos. Y por Humphrey, Bette y Marcello también.
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 16 de marzo de 2012

El precio de la codicia



Si Nueva York reluce como el oro
y hay edificios con quinientos bares,
aquí dejaré escrito que se hicieron
con el sudor de los cañaverales:
el bananal es un infierno verde
para que en Nueva York beban y bailen.

Pablo Neruda



El drama persigue la empatía, la suspensión de nuestra incredulidad, la identificación con los personajes, la conmoción ante su desgracia. Que la empatía se dé en El precio de la codicia es un milagro. No porque el guión o el film sean malos, no, más bien todo lo contrario, sino porque estamos ante unos hijos de putas tan redomados, del primero al último, que más que identificación con su suerte o conmoción ante su destino, merecen nuestro repudio, nuestro desprecio, que los lapiden, bah.

Sin embargo, el guionista y director, J. C. Chandor juega sus cartas con astucia y la empatía se produce. La película transcurre casi por completo en una entidad financiera, un banco de inversión. En la primera escena, se hace presente en el lugar, un consejo encargado de despidos, esos psicólogos expertos en dejarte en la calle con el mínimo de dolor para la empresa. Y es un golpe artero porque ¿cómo no conmoverse de gente que pierde el trabajo de la noche a la mañana? Que el trabajo que hacen sea abominable queda en segundo plano. Después, cuando las máscaras caigan y dejen ver los rostros miserables, cuando la mierda que hacen sea tan olorosa que ni hectolitros de Chanel N° 5 podrían tapar, será imposible condolerse de ellos con plenitud, aunque los comprenderemos un poquito, porque si como decía desde el título, la vieja telenovela con Verónica Castro, Los ricos también lloran, nosotros ahora podríamos agregar Los hijos de puta también tienen corazón. Como sea, el drama comienza a funcionar porque la empatía está creada.

En los despidos iniciales que mencionábamos, a uno de los primeros que rajan es a un experto en riesgos, Stanley Tucci, que alcanza a entregarle a un protegido suyo, Zachary Quinto, una investigación candente en la que trabajaba. Zachary Quinto completa la investigación que determina que la burbuja financiera explotará porque se han pasado todos los límites. Con un compañero, Penn Badgley, le avisarán a su jefe, Paul Bettany, quien a su vez alertará al suyo, Kevin Spacey, que llamará a otros jefes, Demi Moore y Simon Baker. Y Simon Baker hará venir al capo máximo,  Jeremy Irons. Entre todos deberán elaborar la estrategia que impedirá la quiebra, que implica estafar a muchos, dejar a medio mundo fuera del juego y despojar aún más a los pobres incautos de la calle. Salvarse a costa de la caída de los otros, bah. Rodarán algunas cabezas, surgirán incómodas dudas morales y se establecerán alianzas impensadas. El drama alternará con el thriller y el interés no decaerá hasta un desenlace cruel. El sistema puede que esté podrido, pero no nos engañemos, también lo están los hombres que medran con él.

Chandor la pega en grande con el elenco. Se arriesga con los jóvenes Quinto y Badgley y la pega. Quinto es carismático y corporiza un personaje lúcido con reservas morales que sin duda se agotarán. Badgley está muy bien como el tarambana al que parece que le importa poco, pero no. Con los mayorcitos, Chandor va a lo seguro y obviamente también la pega. Tucci y Spacey son todoterreno, pueden hacer hasta de Betty Boop y King Kong,  y aquí, como siempre, deslumbran. Para cretino seductor, tan perverso como elegante, nadie mejor que el gran Jeremy Irons. Para mujeres duras que deben tragarse el sapo, Demi Moore se pinta sola y le da buen uso a su cara huesuda. Paul Bettany renueva su carnet de cínico y vuelve recordables unas cuantas líneas de su diálogo. Simon Baker perturba con un personaje que se las ingeniará para salir a flote de todos los peligros. Sobre el final, Mary McDonnell ratificará que sigue bella y que insiste con el peluquero equivocado.

Chandor obtuvo con justicia una nominación al Óscar para el mejor guión original (perdió ante Woody Allen y su deliciosa Midnight in Paris). Y el elenco ganó con igual justicia el premio Robert Altman al mejor ensamble actoral en los Independent Spirit Awards.

El precio de la codicia merece verse por la magnífica manipulación que hace de nuestras emociones, lo que la convierte en única en su tipo. Hasta ahora nadie había logrado conmover con una banda de personajes para quienes es poco castigo sumergirlos en un río de pirañas, rescatar sus huesos y triturarlos hasta perderlos en un gran basural. Que los trajes impecables, los dientes perfectos, los relojes suntuosos no nos obnubilen, estos especuladores son escoria, los perpetradores del hambre y la miseria mundial.
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 9 de marzo de 2012

Un dios salvaje


Un dios salvaje, la obra de teatro de Yasmina Reza (Art) nació afortunada. No nació con un pan bajo el brazo sino con un  pan, dos docenas de facturas, tres kilos de masas, 400 saladitos y 500 sándwiches de miga. Desde su estreno en París, gozó de éxito y prestigio internacional.

Cuando leí las críticas a poco de su estreno en París y Londres, me entusiasmé. Dos matrimonios de personas ricas, cultas e integradas se reunían para arreglar las diferencias de sus hijos, ambos de 11 años. Uno había golpeado a otro con un palo y le había roto dos dientes. Pronto las máscaras de civilidad caían y los padres revelaban ser  tan salvajes y primitivos como sus hijos. La tesis no era nada nueva, rayale el auto a cualquiera y te aparecerá un hombre de las cavernas, pero en el teatro (bah, en la novela, el cine o lo que fuera) no es la originalidad lo que importa sino el desarrollo. Imaginaba un crescendo dramático que iba despojando los barnices sociales hasta llegar a un clímax de sinceridad salvaje. Estimulaba aun más mi interés el haber sido durante mucho tiempo docente de niños y saber que las reuniones de padres son siempre apasionantes.

Esperé su estreno en la Argentina con ansias. El elenco era impecable: Gabriel Goity, María Onetto, Fernán Mirás y Florencia Peña, con el mejor director imaginable: Javier Daulte. Me llevé una de las mayores decepciones teatrales de mi vida. No había ningún desarrollo dramático, la situación era siempre la misma: un tira y afloje eterno entre la compostura y la sinceridad brutal. Y para proceder al desenmascaramiento se recurre a los trucos más berretas de las obras burguesas bien construidas: el teléfono, en este caso el celular del abogado, que interrumpe permanentemente las conversaciones; la peor escatología, en un momento más o menos clave, la asesora en inversiones vomita, sí, vomita espectacularmente sobre los libros fuera de edición de la experta en arte; y el recurso más antiguo y trillado en el teatro para sincerar a los personajes: emborracharlos, sí, llenarlos de alcohol hasta que no puedan controlar lo que hacen o dicen. Los textos son predecibles y nada imaginativos. Los tópicos como el machismo, la violencia, el brujaje de las mujeres se discuten a nivel de revista femenina de peluquería. Los personajes son bastante miserables y hasta muy despreciables. Sin embargo, la puja entre civilidad y violencia resulta atractiva de actuar, de allí que la obra gozara en todas las capitales cosmopolitas de elencos envidiables, y el público, en ese punto preciso del tiempo, parecía querer oír hablar de eso que la obra trataba. No hay otra explicación para su éxito y respeto. Bueno, hay también ocasionales apuntes interesantes, alguna que otra réplica brillante y algún detalle revelador más o menos atractivo, tampoco Yasmina Reza escribió la magnífica Art de pura casualidad. Pero el resultado final, si se lo analiza, incluso sin mucha profundidad, es pobre y tirando a malo. En mi butaca no podía creer que el público percibiera tamañas obviedades como sesudas peroratas filosóficas, y se dejara conquistar con trucos tan básicos y viejos que ni siquiera Sofovich se atreve ya a usar. Si no me creen o piensan que exagero, aquí expongo la prueba: la versión cinematográfica de Polanski.

A Polanski le gusta jugar con los lugares cerrados: Cul-de-sac (1966), Repulsión (1965), El inquilino (1976) y también con el teatro: en 1994 llevó al cine la obra de Ariel Dorfamn: La muerte y la doncella. Y por todo lo que le ha tocado pasar en la vida, es de esperar que le interesen los desenmascaramientos de los hipócritas.

Como conocía la obra, esperaba que Polanski le hubiera dado al guión, que escribió con Yasmina Reza, un giro más sustancial. No, se limitó a quitarle la hojarasca y las repeticiones inútiles, reteniendo los núcleos de juegos. Si la película les resulta repetitiva, ni quieran imaginar cómo era la obra que duraba unos 50 minutos más. El film, si bien dura unos exiguos 80 minutos, parece largo. Más allá de la comodidad con que Polanski se mueve en los ambientes cerrados, no puede disimular el origen teatral del material.

El cuarteto actoral, soñado como todos los elencos que tuvo la obra, ofrece la curiosidad de las actuaciones enfrentadas. Jodie Foster y Kate Winslet están un poquito sobreactuadas, mientras que John C. Reilly y Christoph Waltz están un poquito subactuados. Aunque siempre es un placer verlos, juntos o separados. Lo que es incuestionable es el hermoso tema musical que compuso Alexandre Desplat y que abre y cierra la película, me quedé a ver hasta el último título final para volver a escucharlo.

Y perdonen esta presunción final, (me conocen, saben que no es soberbia, es sólo ganas de embromar): Los invito a verla de todos modos, aunque más no sea para ver a quien le dan la razón: a los que la consideran una obra valiosa o a este humilde francotirador que lanza dardos de bollitos de papel con una birome Bic transmutada en cerbatana.
Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 3 de marzo de 2012

Persistentes recomendaciones



Esta semana, al menos en nuestras pantallas, no estrenaron nada de interés. De modo que vuelvo a la carga con viejas recomendaciones. Si pueden vean El artista, Hugo, Caballo de guerra o El topo. Por temas, estilos o razones personales, puede que les gusten mucho, poquito o nada, pero lo que sí es seguro es que no habrán perdido el tiempo y se habrán enfrentado a obras valiosas llamadas a perdurar o a ser referencias insoslayables.

Abrazo grande, Gustavo Monteros