La ronda es muy volvedora, y no me refiero al
juego infantil al son del Puente de Aviñón, sino a la obra teatral de Arthur
Schnitzler. La ronda, escrita en 1897
pero estrenada recién en los años veinte del pasado siglo en Berlín y Viena con
éxito, censura y escándalo, como las mareas y las golondrinas, no deja de
volver. Conoció incontables versiones teatrales, numerosas adaptaciones cinematográficas
y televisivas. Hoy se vampirizan sus temas y su estructura, más que su
contenido. (¡Hasta yo tengo una reformulación de la misma!) Es que el amor, el
adulterio, la pasión, el deseo, la frustración, la melancolía, la
insatisfacción, el descontento son cositas tan inherentes al humano como las
cucarachas a la cocina. Pero lo más seductor de La ronda es su estructura. A se relaciona con B, B con C y así
hasta la letra que queramos; pongamos que lleguemos a la Z; al final Z se
relaciona con A, y el círculo se completa.
Ahora le toca el turno al guionista Peter Morgan (El último rey de Escocia, La reina,
Frost/Nixon, Más allá de la vida) y al director Fernando Meirelles (Ciudad de Dios, El jardinero fiel, Ceguera)
tomarse de las manos y ponerse a dar vueltas. De La ronda de Schnitzler sólo queda que el círculo se abre y se
cierra en Viena con la prostitución como fondo, y dos aportaciones novedosas
saltan a la vista, primero, ya no son los habitantes de una misma ciudad los
que se relacionan sino hombres y mujeres de distintas partes del mundo, porque
ya se sabe, claro, el planeta hoy está interconectado e ir de acá para allá es
de lo más común. Viena, Paris, Berlín, Londres, Denver, Phoenix son algunas de
las ciudades por las que pasean las historias. Y segundo, los personajes más
que de lujuria y deseo, están dominados por la ansiedad, la depresión y la
culpa.
La diversidad de las historias en diferentes ciudades trae el
recuerdo de todas aquellas películas de los sesenta y setenta que se
articulaban en episodios o que transcurrían en locaciones turísticas como valor
agregado. El elenco es multiestelar y va desde estrellas internacionales como
Anthony Hopkins, Jude Law, Rachel Weisz o Ben Foster hasta estrellas reinantes
sólo en su país de origen como la brasileña María Flor o el alemán Moritz
Bleibtreu. Y las historias van del viejo y querido adulterio hasta otras mucho
menos transitadas como la del violador en recuperación. Morgan y Meirelles
quieren patentizar aquello siempre rendidor del azar y el destino, pero son los
personajes los que terminarán implantándose o no en nuestra memoria.
A mí me hicieron más mella la historia del aeropuerto con
Hopkins, María Flor y Ben Foster y la de Londres con Rachel Weisz, más que nada,
porque como ya he confesado más de una vez en estas páginas, la amo hasta el
delirio, la chica es hermosa, tiene una voz acariciante y talento para
repartir.
Lo de Hopkins viene con un chusmaje. El hombre tiene una larga
historia de pelear y haber vencido adicciones varias y quería que algo de eso
apareciera en la película. Morgan y Meirelles coincidieron con que la
sugerencia sumaría a su personaje y agregaron la secuencia de Alcohólicos
Anónimos, en la que Hopkins hace un desparramo de talento que yo venía
extrañando desde los tiempos de Lo que
queda del día.
La película fue elogiada o denostada por los mismos motivos:
su ambición, su elegancia, la elocuencia de sus historias. De modo que todo se
reduce al lugar donde uno se para. Yo me paro entre los que la aprecian. Meirelles
es un director que me gusta. Soy sensible a su buen gusto visual, a su banda de
sonido tan sofisticada como bella y a su talento narrativo. De allí que la
recomiendo, uno pasa un par de horas de lo más agradables y estimulantes. Para
un fin de semana que se anuncia lluvioso ¿qué más se puede pedir?
Un abrazo, Gustavo Monteros
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