viernes, 27 de julio de 2012

Todo queda en familia


En las vacaciones de invierno, los cines se llenan de niños, padres y adolescentes con baldes de pochoclo y gaseosas para alimentar las eras de hielo cuaternarias, los terceros madagascares, las valientes pelirrojas pixar-disneylandianas, los sorprendentes (?) hombres arañas y los murciélagos ensombrecidos de masacres. Sin embargo los distribuidores no descuidan a los minoritarios adultos cinéfilos y nos sorprenden con una película croata de 2010.

Me divierte la idea de ver una película sobre la que no sé nada, firmada por un director del que me acabo de anoticiar. Tanto me divierte la idea que se me cruza verla y no contarles nada para que ustedes pasen por la misma experiencia. Aunque, claro, si hiciera esto, ¿para qué corno tendría este blog? De modo que me pongo a averiguar de qué viene la peli. Primero miro el tráiler y veo que anda por los andurriales de la infidelidad, tema sabroso y eterno. Descubro también que ganó un premio en el festival de Karlovy Vary. El original se titula Neka ostane medju nama, que sabrá Dios cómo se traduce; en inglés se la llamó Just between us (Entre nosotros) y en español: Todo queda en familia. A uno de los protagonistas, Miki Manojlovic, lo hemos visto en varias películas de Kustirica y en otros tantos films franceses. Leo por ahí que el director Rajko Grlic dijo: "nuestra vida está muy determinada por nuestros empleadores, familia, iglesia, estado, medios de comunicación y dinero. Parece que lo único que resta susceptible de cambio es la persona con quien compartir nuestra cama. Hoy en día, los adúlteros reemplazan a los bandidos de ayer -los revolucionarios, los rebeldes y los visionarios-. Según los sociólogos, la emoción de la rebelión, el dulzor de romper las reglas y el peligro de cruzar hacia lo desconocido han quedado reducidos a una aventura llamada adulterio". Interesante idea rectora.

Hace transcurrir la acción en Zagreb, capital y ciudad más grande de Croacia, a la que equipara con cualquier otra metrópolis europea, por momentos parece París, en otros Lisboa. La trama, una vez completa, se asemeja a una mezcla de Almodóvar con un culebrón brasilero-colombiano, aunque la musicalización me devolvía a las telenovelas argentinas de los setentas y ochentas, subrayadas también por Satie y reconfortantes melodías. El tono es agridulce y las actuaciones, impecables.

Al principio la odié y de a poco me fue seduciendo. Se exhibe en horarios difíciles, pero vale la pena acercarse, aunque más no sea para visitar una cinematografía que frecuentamos muy poco.

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 20 de julio de 2012

El dictador


Las generalizaciones más que malas son peligrosas. Si son negativas derivan en prejuicios. Si son positivas se convierten en corrección política. Ambos extremos son enemigos del discernimiento libre y saludable. Los prejuicios engendran fundamentalismos y fanatismos. La corrección política, si no es genuina o ingenua, alberga esa cosa hipocritona mal.

Sacha Baron Cohen, como buen autor satírico, se las ingenia para atacar a ambos. Aunque la que más sufre es la corrección política porque su progresismo es endeble y cubre con el manto de piedad más de lo que debe. Con El dictador, Baron Cohen se aparta del esquema de falso documental que usara en Borat y en Brüno, intenta una trama tradicional propulsada a gag y chiste que está más cerca de ¿Dónde está el piloto? que de One, two, three. El resultado puede que sea desparejo, pero ya lo era, incluso con las cámaras ocultas, en las dos precedentes. Aunque está más allá de toda discusión el discurso final en The Lancaster, antológico y de una genialidad absoluta.

Convengamos que la sátira no debe medirse con los cánones de la comedia. Por su esencia reniega de toda prolijidad, corrección o del tan cacareado buen gusto. La sátira es re “des”: desmadrada, desmesurada, desaforada. De allí que cuando logra "épater le bourgeois" se la acusa de obscena, escatológica y atrevida. La sátira se mide por la eficacia de sus descalabros, por la claridad conceptual de sus ataques. Y si en ese campo se miden las de Baron Cohen son más que logradas.

Otra cosa que diferencia a El dictador de Borat y Brüno es que en éstas le escapaba al estereotipo y sus personajes más allá de los colores fuertes se perfilaban con humanidad. Aladino, el dictador vitalicio de Wadiya, un inventado país norafricano,  es estereotipo liso y llano, lo que no le resta contundencia a sus embates.

En lo personal debo confesar que poder apreciar el trabajo de Baron Cohen me rejuvenece. Mis contemporáneos suelen rechazar sus excesos, les da cositas algunos chistes y culpa, ciertas barbaridades. Yo, en cambio, como los jóvenes, me deleito a lo grande.
Un abrazo, Gustavo Monteros

Los tres chiflados

Los tres chiflados no es, como pudiera esperarse, otra vampirización de una vieja serie de televisión para que los descerebrados productores puedan vender toneladas de pochoclos. No, es una carta de amor de los hermanos Bobby y Peter Farrelly (Tonto y retonto, Loco por Mary, Irene, yo y mi otro yo, Inseparablemente juntos, Amor ciego) al trío que alegró sus infancias. Sean Hayes (Will & Grace) es Larry, Will Sasso es Curly y Chris Diamantopoulos es Moe. En algún momento se habló de que estos roles pudieran ser cubiertos por Jim Carrey, Sean Penn, Benicio del Toro o Robert De Niro, pero los Farrelly prefirieron que tremendas personalidades no se antepusieran a los personajes del adorado trío. Los voraces productores hubieran preferido lo contrario, no se necesita ser muy despabilado para suponer que es más fácil vender a Penn o a De Niro que a Sasso o Diamantopoulos. Como toda carta de amor, pueda que tenga faltas ortográficas o de sintaxis, aunque nada de eso sea de relevancia a quien va dirigida.

Para fanáticos y nostálgicos de Los tres chiflados. El resto va por su cuenta y riesgo.

Un abrazo, Gustavo Monteros

El camino


El camino (The way, 2010) es una especie de pyme familiar. Está escrita y dirigida por Emilio Estevez, protagonizada por Martin Sheen, padre del anterior y en un pequeño papel esta Renée Estevez, hermana del primero e hija del segundo. Este film es un buen ejemplo de un subgénero del drama al que podríamos denominar la película sermón. O sea esas películas que antes que entretener o contar una historia parecen responder al imperativo categórico moral o religioso de subirse al púlpito e infringir lecciones de vida a diestra y siniestra. No crean ver aquí una crítica implícita, es sólo una descripción.

Tom (Martin Sheen) tiene un hijo, Daniel (Emilio Estevez) con el que no se entiende mucho. Daniel muere en un accidente y Tom, con los restos del hijo en una urna, emprende el camino de Santiago de Compostela, que el hijo se proponía desandar, para repartir las cenizas. Conocerá personas diversas y su visión del mundo cambiará.
Ideal para los que disfrutan de una buena homilía. El resto abstenerse.

Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 13 de julio de 2012

Plan perfecto


Jennifer Westfeldt, entre otras cosas, vendría a decir que el casado de vez en cuando quisiera estar solo porque se aburre, que el soltero de vez en cuando quisiera estar casado para aburrirse un poco, que los padres a veces quisieran no haber tenido hijos para descansar por un rato de demandas y obligaciones, que los que no son padres quisieran a veces tener hijos para saber lo que es tener la vida alterada por esa cosita que llora, caga, pide teta y se niega a dormir. Bien, dirán ustedes, nada que no sepamos. Por supuesto, pero no se trata de decir sólo cosas inéditas sino también de ratificar las que ya sabemos de un modo atrapante y ¿por qué no? más esclarecedor. ¿Lo logra? Veamos.

Jennifer Westfeldt, después de guionar y protagonizar Besando a Jessica Stein (2001) y Cásate conmigo otra vez (2006) se le anima ahora con Un plan perfecto (Friends with kids o sea Amigos con hijos, en el original) a la triple corona de escribir, protagonizar y dirigir. No diré que sale triple campeona, hazaña que en algún momento lograron el ahora castigadísimo Woody Allen (¿por qué tanto odio con el hombre?, ¿les violó una hija?, ¿los cagó con guita?, ¿los dejó en la calle?, ¡sólo hace películas!, tanta saña revela más la miseria de quien denosta que de quien es denostado) o el recientemente justipreciado Kenneth Branagh, pero la chica algún lauro obtiene.

Jennifer Westfeldt ensaya una comedia romántica distinta. Julie (Jennifer Westfeldt) y Jason (Adam Scott) son los amigos solteros del grupo. Los demás están casados, Missy (Kristen Wiig) con Ben (Jon Hamm) y Leslie (Maya Rudolph) con Alex (Chris O’Dowd). Dos matrimonios bien avenidos mientras no tienen hijos. Cuando los retoños lleguen, uno sorteará el estrés más o menos felizmente y el otro sucumbirá a la frustración y el reproche. Julie, apurada por el reloj biológico, se preguntará por qué no tener un hijo con su amigo Jason y después seguir cada uno por su cuenta con la búsqueda de su pareja ideal. Jason estará de acuerdo y aceptará el plan. El experimento parece funcionar, pero ¿hay una manera perfecta de sortear las dificultades que entraña tener un hijo?

Hoy, por suerte, hay tantas maneras de fundar una familia como las que dicta el amor. Algunas son más aceptadas que otras. Ya nadie levanta una ceja si los miembros de una pareja divorciada con hijos vuelven a casarse con personas que también traen hijos a la nueva unión (las tan mentadas parejas ensambladas). Las parejas del mismo sexo con hijos son miradas con suspicacia por los mayorcitos, criados con otra concepción de la vida, pero no por los jóvenes, los adolescentes y los niños, que aceptan con naturalidad la vida multiforme. Entre estos extremos, hay otras formas de familia, como la de las madres o padres solteros (conocidas también como familias monoparentales), etc. Julie prueba la de una familia de amigos.

Como decíamos Jennifer Westfeldt ensaya una comedia romántica distinta, pero se queda en el ensayo. Hace un planteo audaz aunque no lo lleva hasta las últimas consecuencias. Cuando llega a la resolución, se deja tentar por convencionalismos que huelen a claudicación.

En resumen, una primera hora cercana a la impecabilidad, con diálogos filosos, situaciones mordaces, personajes ricos actuados con profundidad y una media hora final tan tranquilizadora de conciencias que hasta a Doris Day le hubiera parecido poco transgresora.

Ah, el envidiable reparto se completa con Megan Fox que hace de chica bella narcisista con atributos como para curar la impotencia (bien, porque le da el cuero) y el también guionista, actor y director Edward Burns que se divierte a lo grande con su Sr. Perfecto (el hombre es uno de los pocos que tiene espalda para tal cometido).
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 6 de julio de 2012

El chico de la bicicleta


Syril (Thomas Doret) es pelirrojito y tiene unos 11 años. Sostiene el teléfono e insiste en llamar. El adulto que está con él le dice que es inútil, que ya sabe la respuesta. Syril de todos modos llama. El mensaje automático le dice que ese número ya no existe, que ha sido dado de baja. Syril quiere entonces llamar al portero del edificio donde vivían. El adulto le dice que ya lo han hecho, que sabe la respuesta. Syril no puede comprender que su padre se haya mudado sin decírselo, sin haberle traído la bicicleta como prometió. Comprendemos así que Syril está en un hogar de acogida en el que su padre lo ha dejado y que el adulto es un tutor de la institución. Syril intenta escapar, lo agarran. Al día siguiente escapará de la escuela, llegará al edificio de su domicilio anterior, hablará con el portero, quien le dirá que su padre se ha ido, que no tiene la nueva dirección, que el departamento está vacío. Pero Syril es como un perro abandonado, tenaz y obcecado, no en vano después lo apodarán Pitbull. Toca entonces el timbre de unos consultorios médicos de la planta baja, dice que se cayó y que se lastimó y que necesitan que lo vean. Le abren la puerta. Syril sube al quinto piso, al viejo departamento. Golpea, golpea. Un vecino le dice que no hay nadie, que está vacío, que se vaya. Se sienta en las escaleras y ve venir a los tutores del hogar de acogida. Trata de huir. Cercado, se meterá en los consultorios médicos. Los tutores lo siguen. Syril se abraza a una mujer sentada en la sala de espera y la hace caer. Sólo se calmará cuando el portero le asegure que puede dejarlo entrar al departamento en el que vivía. Comprueba que no hay nada, que su bicicleta no está. Días más tarde, aparecerá la mujer del consultorio a la que se aferró. Se llama Samantha (Cécile de France) y le trae su bicicleta. Le cuenta que se la compró a un chico del vecindario a quien su padre se la vendió. Syril dice que no es posible y que si no es su bicicleta no la quiere. Comprueba que el rayón que le hizo sigue ahí, que es la suya, dice que su padre no debe haberla vendido, que se la deben haber robado. Samantha parte en su auto, recorre el callejón hacia la calle, pero cuando está por trasponer los portones de entrada, Syril le pide que lo saque los fines de semana. Samantha dice que no cree que sea fácil. Syril le asegura que sí, que es fácil, que siempre están escasos de familias adoptivas temporarias para los fines de semana. Entonces…

Y no crean que conté media película, no, conté sólo los primeros tres o cuatro minutos. Los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne (La promesa, Rossetta, El hijo, El niño, El silencio de Lorna) narran a acción pura. Sus personajes son “físicos”, pragmáticos, hablan poco y cuando lo hacen son directos. No se andan por las ramas y lo que no pueden decir, lo callan a cal y canto.

Los hermanos Dardenne aborrecen la sensiblería habitual. Jamás hay planos bonitos y violines llorones. La única música con sentido dramático que se usa es un brevísimo fragmento del “Adagio un poco mosso” del Concierto para piano N° 5 “El emperador” de Beethoven. Pero préparez vos mouchoirs (preparen los pañuelos) porque la emoción que provocan es pura y fuerte. Proviene de la acción, del movimiento, del hecho, no de la manipulación berreta seca-lagrimales yanqui. Lo de ellos no es el melodrama, no, es el drama seco, parco. Es como un bofetón. Como un bofetón merecido y bien dado, del que no hay que disculparse.

El chico de la bicicleta es un film de tres íes: insoslayable, imperecedero, inolvidable.

Un abrazo, Gustavo Monteros
(Ah, el padre de Syril es Jérémie Renier, el que hace de curita belga en Elefante blanco de Trapero.)