viernes, 8 de junio de 2012

Mi semana con Marilyn





Mientras trabajó, para mi padre, los amigos, vecinos y parientes eran sólo nombres y saludos. Pero cuando se jubiló, desarrolló una curiosidad voraz, se aprendió vida y milagros de Dios y María Santísima y no había hecho, desliz o matiz que no comentara. Tenía su humor, como todo el mundo, y cuando lo cargábamos con que era un chusma de cuarta, contestaba: Lo mío no es chusmaje, es periodismo. A lo que voy es que en el fondo todos somos chusmas, porque si hasta mi padre abandonó décadas de discreción…

Aunque debo confesar que mi curiosidad periodística no es indiscriminada. Le deseo lo mejor, pero francamente los escándalos o la pudicia de Ayelén Paleo me importan cuatro pepinos. En cambio la privacidad de Marilyn Monroe provoca todo mi morbo. Quizá por su vida marcada de contrastes. Tuvo una infancia desgraciada (que le provocó una vulnerabilidad emocional que jamás superó) y una juventud llena de fama y éxito (que le dio pocas satisfacciones y ninguna felicidad). Su personaje público era el de la rubia pulposa y tarambana, pero en privado se sabía inteligente, quiso cultivarse y ser considerada también por su intelecto. Lo logró apenas. El envoltorio era demasiado contundente para que quisieran sus ideas. Su muerte (¿suicidio o asesinato?) abrió enigmas que hoy siguen irresueltos.

El príncipe y la corista (1957) de Laurence Olivier, basada en una obra del recientemente revalorizado Terence Rattigan que Leigh y Olivier habían protagonizado en el teatro, fue un experimento que salió mal. La propuesta era interesante. Unir a una de las estrellas más sensuales que la pantalla haya conocido Marilyn Monroe (Michelle Williams) con uno de los mejores actores del mundo Laurence (de sobrenombre Larry) Olivier (Kenneth Branagh). La película salió frígida. Cualidad que pone a cualquier comedia romántica en agonía irreversible.

Pero si la película fue un fiasco, el conflictivo rodaje deparó numerosas historias, una de las cuales cuenta Mi semana con Marilyn de Simon Curtis, nada más ni nada menos que el brevísimo y tenue romance entre Colin Clark (Eddie Redmayne) el tercer ayudante del director y la insegura y voluble estrella. Se trata de un relato apasionante, fascinante, que aparte de los mencionados involucra a un elenco de notables, tales como la maravillosa actriz Vivien Leigh (Julia Ormond), el genial dramaturgo Arthur Miller (Dougray Scott),el fotógrafo Milton Berne (Dominic Cooper), la primera dama del teatro inglés Sibyl Thorndike (Judi Dench) o la instructora actoral Paula Strasberg (Zoë Wanamaker), esposa de Lee Strasberg, el creador del Método, un sistema de actuación que revitaliza los postulados interpretativos de Stanislavsky. 

El guión, que se basa en los diarios de Clark y en un libro que también escribió sobre el tema, (El príncipe, la corista y yo), tiene la sinceridad y la veracidad de lo vivido y atestiguado en primera mano. Nos permite acceder a la intimidad de estos grandes nombres, a sus dudas y a sus desequilibrios.

Más allá de la eficacia narrativa, la destreza fotográfica, la bella música, ésta es una película de actores porque es una película de personajes únicos que halla los intérpretes ideales. No es muy original lo que diré porque lo han dicho casi todos. Michelle Williams y Kenneth Branagh parecen haber nacido para interpretar a Monroe y Olivier. Ella corporiza asombrosamente la sensualidad y complejidad de Marilyn. Y Kenneth hace un inesperado despliegue de talento. Inesperado porque cuando uno ya cree que los actores lo han dado todo y sólo les queda repetirse, encuentran un personaje que da cauce a un histrionismo aún inédito.

Todos los demás actores están impecables pero es imposible no detenerse en el chofer-guardaespaldas de Philip Jackson, el dueño del pub de Jim Carter o en el lujo de contar con Toby Jones y Derek Jacobi para pequeñas apariciones. Y en un papel importante, la bella y ahora más madura Emma Watson, ya alejada de su Hermoine de la saga de Harry Potter, exhibe el aplomo de haberse criado ante las cámaras. Con buenos papeles como éste puede forjar una carrera atendible. El personaje de Judi Dench, el de la actriz Sybil Thorndike, para quien el inmenso George Bernard Shaw escribiera su obra maestra Santa Juana,  puede aquí también parecer una santa, pero doy fe que lo que se registra en el film empalidece ante otras anécdotas que pude conocer sobre ella. Una gran estrella del teatro que fue además, según consenso unánime, una mujer libre, noble, íntegra y solidaria como pocas.

En conclusión: un film imperdible para cotillas o discretos (mi padre como pudimos ver fue ambas cosas y quizá yo haya heredado algo) porque ilumina conductas de famosos que a la hora del amor, la desesperación o la frustración se parecen a la de cualquier hijo de vecino. La fama como bien dice el tango es puro cuento.
Un abrazo, Gustavo Monteros

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