viernes, 29 de junio de 2012

A Roma con amor






Para los cinéfilos agradecidos, no para los críticos que desde hace 20 años lo tienen como su punching ball preferido, Woody Allen es un amigo de toda la vida, que una vez al año nos invita a una cena que él mismo cocina. A veces el menú es genial, otra exquisito y las menos, apenas digerible. Nosotros, los cinéfilos agradecidos, comemos con deleite (sincero a veces, de fabricado entusiasmo otras), nos limpiamos la boca y agradecemos siempre el convite. Porque él es un amigo y los amigos no tienen por qué ser siempre geniales. Tiene sus mañas, filma rápido, mucho plano y contraplano, y a veces le da pereza revisar los guiones. Se lo decimos, entre bromas, con educación y respeto, porque es un amigo. Pero en el fondo no nos importa y se lo perdonamos porque ¿qué amigo es perfecto?
Últimamente, alejado de su musa Nueva York, se le dio por pasear por Europa. Ya anduvo por Londres, Barcelona, París y ahora le toca el turno a Roma. Para la próxima vuelve a los Estados Unidos, más precisamente a la muellística y puentística San Francisco.
Roma es la Ciudad eterna y con Woody tiene un poco menos de suerte que París, la Ciudad luz. Y sí, A Roma con amor no es Medianoche en París. Aunque, claro, los críticos me adelantaron que me encontraría con un bodrio indigerible, insulso y malcocido, y, oh sorpresa, A Roma con amor no figurará entre sus mejores obras, pero está lejos de esos títulos que rozan la impresentabilidad, que también los tiene.
Se vertebra en cuatro historias, dos con italianos y dos con norteamericanos. Un puestista de ópera jubilado (Woody Allen), casado con una psiquiatra (Judy Davis), viene a Roma a conocer al novio (Flavio Parenti) de su hija (Alison Pill) y descubre que su futuro consuegro (Fabio Armiliato) es un cantante de ópera magnífico. Salvo que sólo puede cantar en la ducha. Una pareja de recién casados, Antonio (Alessandro Tiberi) y Milly (Alessandra Mastronardi) llega a Roma a hacer buenas migas con los parientes ricachones y bienudos de él. Pero ella se perderá y atajará los manotazos del primer actor Luca Salta (Antonio Albanese) y él terminará “liado” con una prostituta, Anna (Penélope Cruz). Un arquitecto rico y famoso, John (Alec Baldwin) aconsejará a un estudiante de arquitectura, Jack (Jesse Eisenberg) indeciso entre dos mujeres, Sally (Greta Gerwig) y Mónica (Ellen Page). Y un italiano común y corriente, Leopoldo (Roberto Benigni) disfrutará y padecerá los “15 minutos” de fama.
Como siempre con Allen, hay referencias cinematográficas directas e indirectas. Por ejemplo, la historia de Alec Baldwin evoca a la inolvidable Nos habíamos amado tanto (Ettore Scola, 1974). Y el policía de tráfico y el vecino del final recuerdan a los narradores de algunos films de Fellini. La historia de la parejita tiene más de una impronta de De Sica.  Mientras que al segmento de Benigni, bien lo podrían haber firmado Monicelli o Risi.
Se preocupa porque Roma luzca bella, hay cuidado en la puesta en escena y todos los actores brillan. Aunque hay problemitas de guión, unas cuantas podas no le vendrían mal y más líneas brillantes le vendrían bien. Pero su oficio es tan grande que algunas situaciones están muy bien planteadas y mejor resueltas.
Se dijo por ahí que abusa de la moralina. Más que una crítica es una descripción de estilo. Las cuatro historias son cuentos morales con moraleja explícita. No se necesita ser un experto en Allen para saber que esta vez los subrayados son a propósito. El hombre tiene una larga historia con films de implicancia indirecta sin ningún acentuado. Frenen con la mala leche, críticos del mundo, y fundamenten lo que digan. Gánense  el mango con decencia y no digan pavadas.
Woody Allen repite su personaje habitual con más de un guiño para su público habitual. Judy Davis tiene un personaje mal armado o armado a medias, de todas maneras se luce porque Allen le reservó los remates brillantes que la actriz emite con placer e inteligencia. Penélope Cruz es una prostituta descarada deliciosa. Roberto Begnini está perfecto en su don nadie bendecido y maldecido por la súbita fama. Alec Baldwin, Jesse Eisenberg y Ellen Page están felices de filmar con Allen y pulen sus parlamentos y personajes. Los demás actores italianos están tan cómodos y fluidos que parecen haber trabajado con Allen toda la vida.
En resumen, no fue el plato de fideos babosos con salsa ácida que me dijeron que era, no, es más bien un plato de fideos de paquete con salsa casera, sencilla y sabrosa. Tal plato de fideos puede que no sea inolvidable, pero está mal de la cabeza quien niegue que cuando hay hambre no sea éste un plato de lo más bienvenido.
Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 23 de junio de 2012

Un amor imposible



Lasse Hallström es un director sensible, muy sensible. Pero su eficacia deriva de las bondades de los originales. Si el material es bueno como en ¿A quién ama Gilbert Grape? o Las reglas de la vida logra un resultado decente, que perdura. Si es malo, no es de redimir con arte lo espurio. Querido John es tan bodrioso y berreta como la novela que le dio origen.

Esta vez el original (una novela de Paul Torday) parecía promisorio. Al menos para una farsa política de primer nivel, género tan infrecuente como el famoso unicornio. Después de volar una mezquita que hace la participación de los ingleses en Afganistán más antipática todavía, la jefa de prensa del primer ministro (Scott-Thomas), necesita una noticia amable de alguna coincidencia de intereses entre ingleses y musulmanes. Entonces “fabrican” una que estaba en proceso de realización. Un sheik (Amr Waked) pretende armar un río para pescar salmones en tierras desérticas de Yemen. Una asesora de inversiones (Blunt) se contacta con un experto ictícola (McGregor) para viabilizar el proyecto y entonces…

Pero como indica el anodino título que aquí le pusieron, Amor imposible, Hallström se concentró en lo que más conoce o en lo que mejor le sale: la comedia romántica, con más romance que comedia. Todo bien, pero se nota mucho que desvirtúa algo que en el frente y en el todo apunta para otro lado: la incorrección política, la ironía y el cinismo revelador.

Es inevitable que venga a la mente el recuerdo de Uno, dos, tres (1961) de Billy Wilder, farsa política modélica que también se motorizaba por una historia de amor. Ésta podría haber sido una respuesta contemporánea a aquel clásico inoxidable, pero optaron por la habitual venta de pochoclos sentimentales. Una pena, que sin embargo puede disfrutarse por los actores.

Ewan McGregor está muy bien en su primer galán maduro (Dios mío, cumplió 40 años, ayer nomás, era el adolescente de Trainspotting). Su personaje es el que hace que el amor sea “imposible”. Es tan reservado, estirado, metódico y reprimido que si no fuera interpretado por Ewan sería muy difícil desarrollar la más mínima empatía con un ser tan enojoso. Claro, cambiará, a fuerza de las “lecciones de vida” que le propinan  Hallström y sus guionistas.

Emily Blunt destella belleza y talento. (Por favor, que alguien le dé pronto un papel que la catapulte a la fama imperecedera, es una de las pocas actrices jóvenes que no le teme al superestrellato).

Kristin Scott-Thomas (espléndida como el primer día, pero resignada desde hace rato a que le den sólo papeles de dama madura) brinda una interpretación briosa que se agradece. Está como en otra película, la película que debió haber sido.

Para contrarrestar la demonización habitual a los musulmanes, los guionistas se dejan ganar por una corrección política tan acendrada que el sheik de Amr Waked es poco menos que un santo, un ejemplo de sabiduría con una tendencia al misticismo, al mantra de autoayuda y la frase altisonante. Habla muy bien de este actor egipcio que logre un personaje digerible.

En resumen, Salmonfishing in the Yemen (según su título en inglés o sea La pesca del salmón en Yemen) pudo haber sido un peliculón pero es apenas una peliculita.
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 15 de junio de 2012

El secreto de Albert Nobbs




"Hay algo tan profundamente conmovedor en la vida de Albert que nunca dejó de emocionarme”: dijo Glenn Close en un reportaje. Y sí, es así. Albert tiene la rigidez y ese aire absurdo de los hombrecitos de Magritte, el dulce patetismo del Carlitos de Chaplin y el despiste de un mozambiqueño en el Ártico. Es que por más que conozca la rutina de su papel, sus líneas, las entradas y las salidas, allá en el fondo está un poco perdido. Bueno, un poco no, muy. Es que Albert no es Albert, es Albertina. Y es Albert no por elección o identificación, no. Es Albert por accidente, por supervivencia. No era fácil ser huérfana en la Irlanda del siglo XIX. Nunca lo es, pero a veces es incluso más difícil. A los 14 años, después de una experiencia traumática como pocas, consigue un trabajo de una noche como mozo. Y no tarda en advertir las ventajas del rol, que nadie le presta mucha atención al sirviente perfecto, ése que no nota los secretos y las impudicias, el que se confunde con la pared contra la que se apoya. Entonces huye y es Albert. Pero la fuga es también una forma de prisión. Otra. No hay libertad en el engaño. En la omisión quizás, pero no en el engaño. Después de tantos años de máscara y disfraz, ya no sabe qué desear. A veces pareciera que quisiera ser un hombre, otras, una mujer. Tiene un sueño. Modesto. Que lo impulsa a un pragmatismo confundidor. Una noche accidentada lo hará entrever que quizá sea posible ser feliz. Si tan sólo…

El secreto de Albert Nobbs es un viejo y querido proyecto de Glenn Close. El original es una “novella” o cuento largo de George Moore que se convirtió en una obra de teatro que Close protagonizó en el off-Broadway en 1982. Primero barajó hacerla película con István Szabó con quien trabajó en Encuentro con Venus (1991). Terminó haciéndola con Rodrigo García con quien hizo Con sólo mirarte (1999) y Nueve vidas (2005).

García tiene sensibilidad, discreción y respeto por sus personajes, maneja los actores, sobre todo las actrices con firmeza y empatía. Cualidades que Glenn, veterana de varias guerras artísticas, aprecia y agradece, más en este caso, en que no sólo era el eje sino el mismísimo motor del proyecto. Escribió el guión, la letra de la canción, produjo el film, eligió casi todo el elenco y las locaciones principales. Sólo le faltó lo del plumero o la escoba ya sabemos dónde…

Y no lo hizo del todo mal. El guión es perfectible pero bueno, la canción es poética y sentida, a la producción no le falta nada y el elenco es soñado. Mia Wasikowska (la Alicia de Tim Burton) y Aaron Johnson (el glorioso Kick-ass) no fueron las primeras opciones, eran Amanda Seyfried y Orlando Bloom, pero como están más ocupados que yo los lunes, no pudieron participar, aunque alcanzaron a ensayar, de allí que aparezcan en los agradecimientos. Wasikowska está muy bien con su “damita joven”, Johnson no del todo en su galán con ingredientes. Pauline Collins (la inolvidable Shirley Valentine, 1989), que tanto sufriera junto a Glenn desandando el Paradise Road (de Bruce Beresford, 1997), está de rechupete como la dueña del hotel. Jonathan Rhys Meyers y John Light, que fueran hijos de Glenn en Un león en invierno, lucen esta vez más apostura que talento, pero no es culpa de ellos sino de los que les toca en suerte. Brenda Fricker, Antonia Campbell-Hughes, Maria Doyle Kennedy, Mark Williams, James Greene son un personal de cocina-comedor de lujo. Phyllida Law, la mamá de Emma Thompson, se hace notar entre los huéspedes. Pero mis favoritas en este film, aparte de Glenn, claro, son Janet McTeer (también travestida y nominada a varios premios al igual que Glenn) que hace de Hubert Page, un pintor de brocha gorda de lo más seductor y Bronagh Gallagher como Cathleen, una simpática y cálida modista. Y dejo para el final al inmenso Brendan Gleeson, que es el médico. De talento tan rotundo como su figura. Que sea él quien lleve adelante una de las escenas claves me mató. Su humanidad es tan luminosa que es imposible no conmoverse.

A Glenn Close ya no le falta nada, salvo ganar un Óscar. Ella sonríe y dice: “A menudo se me confunde con Meryl Streep, pero nunca en las noches de los Óscars.” Lleva seis nominaciones sin ganar. Comparte el podio de las seis nominaciones sin premio con Deborah Kerr y Thelma Ritter (pavada de compañía). Ya se le dará o no. No importa, todos tenemos un personaje favorito de Glenn y eso pesa más que el pisapapeles dorado “parecido a mi tío Óscar”. Hoy no sé si a la larga su Albert/Albertina superará en mi memoria a Iris Gaines (El mejor), a Maxie (Maxie), a Alex (Atracción fatal), a la marquesa Isabelle de Merteuil (Relaciones peligrosas), a Sunny von Bülow (Mi secreto me condena), a la Sra. Farraday (El secreto de Mary Reilly), a la reina Gertrudis (Hamlet), a la Primera Dama de Marte ataque, a la vicepresidente de Avión presidencial, a la Camille de La fortuna de Cookie, a Cruella de Vil de Los 101 y 102 dálmatas, a la Leonor de Aquitania de El león en invierno o a la Patti Hewes de Damages, lo que es seguro es que logró otro hito en su carrera y que tiene razón, Albert es conmovedor y se vuelve inolvidable.

Eso sí, el chico del pasillo sabe que Albert y Hubert algo esconden. Aunque más no sea porque su mirada es limpia. Se puede engañar a los adultos, pero nunca a un niño. A veces no hay sabiduría mayor que la ingenuidad.
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 8 de junio de 2012

Mi semana con Marilyn





Mientras trabajó, para mi padre, los amigos, vecinos y parientes eran sólo nombres y saludos. Pero cuando se jubiló, desarrolló una curiosidad voraz, se aprendió vida y milagros de Dios y María Santísima y no había hecho, desliz o matiz que no comentara. Tenía su humor, como todo el mundo, y cuando lo cargábamos con que era un chusma de cuarta, contestaba: Lo mío no es chusmaje, es periodismo. A lo que voy es que en el fondo todos somos chusmas, porque si hasta mi padre abandonó décadas de discreción…

Aunque debo confesar que mi curiosidad periodística no es indiscriminada. Le deseo lo mejor, pero francamente los escándalos o la pudicia de Ayelén Paleo me importan cuatro pepinos. En cambio la privacidad de Marilyn Monroe provoca todo mi morbo. Quizá por su vida marcada de contrastes. Tuvo una infancia desgraciada (que le provocó una vulnerabilidad emocional que jamás superó) y una juventud llena de fama y éxito (que le dio pocas satisfacciones y ninguna felicidad). Su personaje público era el de la rubia pulposa y tarambana, pero en privado se sabía inteligente, quiso cultivarse y ser considerada también por su intelecto. Lo logró apenas. El envoltorio era demasiado contundente para que quisieran sus ideas. Su muerte (¿suicidio o asesinato?) abrió enigmas que hoy siguen irresueltos.

El príncipe y la corista (1957) de Laurence Olivier, basada en una obra del recientemente revalorizado Terence Rattigan que Leigh y Olivier habían protagonizado en el teatro, fue un experimento que salió mal. La propuesta era interesante. Unir a una de las estrellas más sensuales que la pantalla haya conocido Marilyn Monroe (Michelle Williams) con uno de los mejores actores del mundo Laurence (de sobrenombre Larry) Olivier (Kenneth Branagh). La película salió frígida. Cualidad que pone a cualquier comedia romántica en agonía irreversible.

Pero si la película fue un fiasco, el conflictivo rodaje deparó numerosas historias, una de las cuales cuenta Mi semana con Marilyn de Simon Curtis, nada más ni nada menos que el brevísimo y tenue romance entre Colin Clark (Eddie Redmayne) el tercer ayudante del director y la insegura y voluble estrella. Se trata de un relato apasionante, fascinante, que aparte de los mencionados involucra a un elenco de notables, tales como la maravillosa actriz Vivien Leigh (Julia Ormond), el genial dramaturgo Arthur Miller (Dougray Scott),el fotógrafo Milton Berne (Dominic Cooper), la primera dama del teatro inglés Sibyl Thorndike (Judi Dench) o la instructora actoral Paula Strasberg (Zoë Wanamaker), esposa de Lee Strasberg, el creador del Método, un sistema de actuación que revitaliza los postulados interpretativos de Stanislavsky. 

El guión, que se basa en los diarios de Clark y en un libro que también escribió sobre el tema, (El príncipe, la corista y yo), tiene la sinceridad y la veracidad de lo vivido y atestiguado en primera mano. Nos permite acceder a la intimidad de estos grandes nombres, a sus dudas y a sus desequilibrios.

Más allá de la eficacia narrativa, la destreza fotográfica, la bella música, ésta es una película de actores porque es una película de personajes únicos que halla los intérpretes ideales. No es muy original lo que diré porque lo han dicho casi todos. Michelle Williams y Kenneth Branagh parecen haber nacido para interpretar a Monroe y Olivier. Ella corporiza asombrosamente la sensualidad y complejidad de Marilyn. Y Kenneth hace un inesperado despliegue de talento. Inesperado porque cuando uno ya cree que los actores lo han dado todo y sólo les queda repetirse, encuentran un personaje que da cauce a un histrionismo aún inédito.

Todos los demás actores están impecables pero es imposible no detenerse en el chofer-guardaespaldas de Philip Jackson, el dueño del pub de Jim Carter o en el lujo de contar con Toby Jones y Derek Jacobi para pequeñas apariciones. Y en un papel importante, la bella y ahora más madura Emma Watson, ya alejada de su Hermoine de la saga de Harry Potter, exhibe el aplomo de haberse criado ante las cámaras. Con buenos papeles como éste puede forjar una carrera atendible. El personaje de Judi Dench, el de la actriz Sybil Thorndike, para quien el inmenso George Bernard Shaw escribiera su obra maestra Santa Juana,  puede aquí también parecer una santa, pero doy fe que lo que se registra en el film empalidece ante otras anécdotas que pude conocer sobre ella. Una gran estrella del teatro que fue además, según consenso unánime, una mujer libre, noble, íntegra y solidaria como pocas.

En conclusión: un film imperdible para cotillas o discretos (mi padre como pudimos ver fue ambas cosas y quizá yo haya heredado algo) porque ilumina conductas de famosos que a la hora del amor, la desesperación o la frustración se parecen a la de cualquier hijo de vecino. La fama como bien dice el tango es puro cuento.
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 1 de junio de 2012

Cerrado por fiaca


Esta semana dos películas de lo más interesantes renuevan nuestra cartelera cinematográfica. La argentina Abrir puertas y ventanas de Milagros Mumenthaler que hasta ahora ganó premios en el festival de Mar del Plata y de Locarno. Digo hasta ahora porque quizá gane algunos más. Transcurre en una casona en la que tres hermanas, como las de Chejov, mujeres jóvenes entre 18 y veintitantos, elaboran el duelo de haber quedado solas de repente. Parece ser de esas películas que se vuelven apasionantes si se les da un poco de paciencia. La describen como “sensorial”, llena de elipsis, actuada como los dioses y que presenta la punta de un iceberg tan demoledor como intrigante: las relaciones fraternas. Y sí, uno comparte recuerdos, los mismos hechos, la misma crianza, pero se forjan personalidades tan contrastantes, que a veces deben recordarse los lazos de sangre para no romper el vínculo.

La otra es el pochoclo semanal: Blancanieves y el cazador de Rupert Sanders, que contra todo pronóstico parece usar los habituales efectos especiales con inteligencia. Se dice que recrea la historia de los Grimm con astucia, que está narrada con resonancias clásicas, que desarrolla ideas, cosa extraña si las hay en un film pochoclero, que la bella Charlize Theron ratifica su talento y que la también hermosa Kristen Stewart cimenta su carrera. Y como si fuera poco, andan por ahí los inmensos Toby Jones y Eddie Marsan.

Pero yo tengo fiaca de ir al cine esta semana. Vestirme y salir se me presentan como obstáculos insalvables. Tengo ganas de tirarme en la cama y cabecear mientras intento leer un libro. Espero sepan disculpar.
Un abrazo, Gustavo Monteros