viernes, 17 de febrero de 2012

Caballo de guerra




La película se abre con unas impresionantes y bucólicas tomas aéreas que despertaron todos mis sensores de cinismo. ¿Qué es esto?, me dije, ¿belleza convencional?, ¿primores de almanaque o de tarjeta postal? La inspirada partitura de John Williams me puso en el camino correcto. ¿Y si como Robert Wise en La novicia rebelde, me pregunto, nos está presentando un paraíso que será desbaratado por la guerra? Gracias, John. Era la pregunta, con respuesta implícita, correcta. En un paraíso nace Joey, el caballo, destinado a conocer los horrores de la Primera Guerra Mundial.

Como en Colmillo blanco, la paradigmática novela de Jack London, la narración será omnisciente, pero se centrará en las experiencias protagónicas de un animal. Un caballo, en este caso, tendrá la voz cantante y el centro de la escena, aunque se narre en la objetiva tercera persona del singular. Tanto es así que todos sus circunstanciales dueños serán secundarios, de lujo en algunos casos, ante el dominante protagonismo del caballo.

Poner a una animal como eje es emocionalmente irresistible. Toda nuestra incredulidad se suspende al instante. La empatía que establecemos con el animal y su suerte es abarcadora y dominante. Lo sé porque lo aprendí gracias a una amiga que tomaba conmigo clases de inglés. Me pidió que leyéramos en clase Colmillo blanco, lo que resultó una experiencia fascinante. Había mañanas en que, respetuosos ambos de las convenciones sociales, decidíamos parar y hablar de lo que fuera para no ponernos a llorar como huérfanos. Y había intervalos entre clase y clase en que deseábamos que el tiempo se apurara para poder saber como el perro lobo se las arreglaba para salir del aprieto en que estaba. Podíamos leerlo por nuestra cuenta, pero moralmente nos estaba vedado, era una aventura de a dos. La historia nos poseía. Mi teoría es que establecemos una empatía más directa con un animal de protagonista que con un ser humano, por conmovedor y creíble que sea este humano, en la misma o parecida circunstancia. Creo que vemos en el animal y su suerte, una metáfora potente del ser humano en manos de un Dios o un destino incognoscible, todopoderoso y perturbador.

Expando la idea (o más bien la machaco). En el fondo nos vemos como las hormigas de Hemingway en Adiós a las armas, organizadas pero sujetas a ser pisoteadas o quemadas en el tronco hueco en que decidimos armar el hormiguero. Un protagonista humano, por las razones que sea, aunque víctima de una atrocidad, puede ganarse nuestra antipatía. Un protagonista animal, en cambio, aunque nos caiga mal porque es perro y prefiramos los gatos, cuenta con nuestra simpatía e identificación inmediata porque lo vemos, insisto, como un ser indefenso en garras de un destino ulterior incomprensible, caprichoso, inapresable. Como quizá lo estemos nosotros.

De allí, creo, que Caballo de guerra sea un melodrama de aventuras tan conmovedor e insoslayable. Y si de conmover, atrapar e ilusionar se trata, que mejor narrador que Spielberg podemos aspirar.

Caballo de guerra fue primero una novela para chicos que atrapó hasta los más barbudos. Después una obra de teatro que con sus muñecos caballares articulados sedujo hasta los tramoyistas, gente poco propicia a dejarse engatusar por la magia escénica porque ellos son generadores de trucos. Ahora es, a veces la justicia y no sólo la  poética existe en la vida real, un film de Spielberg.

Steven es un maestro maravilloso, un narrador portentoso, un manipulador genial. Hay aquí una colección de prodigios. Desde Kagemusha de Kurosawa no veía una carga de caballería tan devastadora, bella y letal. Las aspas del molino, que tapan lo que no puedo develar, deslumbran de piedad y síntesis. El monte, que oculta y que después revela a la chica francesa, angustia y libera y viceversa. El gas que abre puntos suspensivos alcanza una expresividad perdida desde aquel final congelado de Gallipoli de Peter Weir. El caballo que huye a la tierra de nadie y su espectral liberación llegan a cumbres cinematográficas inéditas. Y el atardecer deslumbrante del final que se carga de reminiscencias de Lo que el viento se llevó es tanto homenaje como celebración del cine.

La historia no es original, tiene las vueltas típicas del melodrama de aventuras. Pero ya se sabe, no es lo inédito lo que importa en las historias sino cómo se las cuenta. Y hoy en día, pocos, con los dedos de una mano, mire, cuentan como Spielberg.

Steven, como Woody Allen, a la hora de elegir actores, se da todos los gustos. Que Peter Mullan, Emily Watson, David Thewlis, Tom Hiddleston, Niels Arestrup, Eddie Marsan o Liam Cunningham iluminen papeles breves y secuencias cortas es un lujo que sólo los reyes magos pueden permitirse. La felicidad es mutua y el beneficio abierto para todos. Spielberg está feliz de llamarlos, los actores están felices de trabajar con Spielberg y los espectadores están felices de que hayan aceptado trabajar con Spielberg y que Spielberg los haya llamados. Todo un círculo virtuoso. Como la película, como la felicidad que nos queda, una vez secadas las muestras de gratitud que nos provoca.

Cine puro, popular y del mejor cuño, ¿qué más se puede pedir?
Una abrazo, Gustavo Monteros

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