sábado, 25 de febrero de 2012

El topo


Las novelas de espías nacieron como el patio trasero de las novelas policiales. En vez de un detective privado o un policía que desbarataba los planes maquiavélicos de un criminal o una banda, había ahora un espía occidental, capitalista y cristiano que desbarata los planes maquiavélicos de un organismo rojo como la sangre de tan comunista. Dos ingleses, Joseph Conrad primero (está bien, era polaco, pero escribió en inglés) y Graham Green después, jugaron con el género y le dieron la trascendencia que sólo la buena literatura puede dar.

John Le Carré, gran admirador de Greene, tomó la posta y profundizó tramas y  personajes hasta que alcanzaron ribetes shakesperianos. Desbaratar los planes de la KGB importaba menos que indagar en esa cosita llamada la condición humana, con sus amores, traiciones, ambiciones, fanatismos, idealismos, frustraciones, enfermedades, crueldades y dobleces. El espía es ahora un agonista que enfrenta conflictos que lo exceden y a veces lo pierden. Ya no se trata de matar al malo sino de tomar decisiones que ponen en juego la felicidad, vida y muerte de personas. El espionaje ya no es un juego de poder sino un ajedrez mortal en el fondo inútil.

Todas las novelas de Le Carré son atendibles, pero sin duda la que más fama tiene es Tinker, tailor, soldier, spy (calderero, sastre, soldado, espía) en el original, rebautizada en español como El topo. El título original hace referencia a una vieja rima infantil inglesa con el agregado de “espía”, y el título en español, a un doble espía infiltrado en las altas esferas del Servicio Secreto de Inteligencia británico.

El topo fue primero una recordada miniserie inglesa de 1979 con una inolvidable actuación del gran Alec Guinnes como George Smiley. Para los lectores de Le Carré, George Smiley, protagonista de varias novelas, es como un tío lejano al que aprendimos a querer aunque sea tristón y desencantado.

Ahora es una película dirigida por el sueco Thomas Alfredson que pasó al ruedo internacional por la fabulosa Criatura de la noche (2008), un film sobre una vampira adolescente, tan maldita como solitaria.

El topo es una película apasionante, lograda y deslumbrante que pueden disfrutar no sólo los adeptos al género. El elenco es impecable e incluye algunos de los nombres más relevantes del cine, teatro y televisión de los últimos años: Gary Oldman, John Hurt, Colin Firth, Mark Strong, Tom Hardy, Toby Jones, Benedict Cumberbatch, Ciarán Hinds, Kathy Burke y Simon McBurney. Como se ve es un elenco marcadamente masculino y los actores, sabedores que tienen entre manos personajes fascinantes y complejos como pocos, bucean en ellos y dan actuaciones destacadas, para decirlo en un eufemismo. Extraordinarias y sobresalientes, serían adjetivos más cercanos a la verdad.

La recomiendo ampliamente, una película de entretenimiento adulto, ideal para postre de las maravillosas pero para-toda-la-familia Hugo, El artista, Caballo de guerra. Está bien El artista no es muy “familiar” pero es apta para todo público. Larga vida a este insoslayable topo.

Un abrazo, Gustavo Monteros

Tan fuerte y tan cerca



Oscar Schell (Tom Hanks) es el padre ideal que a todos nos hubiera gustado tener. Es cariñoso, comprensivo, motivador. Pero es el padre de Oskar Schell (Thomas Horn) un chico de 11 años, súper inteligente e hiperactivo, con una voracidad por las ciencias, la naturaleza y la exploración. Mamá es tan bella, inteligente y contenedora como sólo Sandra Bullock puede serlo.

Esta familia perfecta se ve desmembrada porque papá Hanks tiene la desgracia de estar en las Torres Gemelas aquel 9/11 e hijo Oskar imagina que no murió en la explosión sino que se tiró por una ventana.

Un año después de la tragedia, Oskar se mete en el clóset de papá Hanks a buscar una vieja cámara fotográfica. Rompe sin querer un florero azul y halla una llave dentro de un sobrecito amarillo, que tiene el nombre Black en la solapa. Tomará las guías telefónicas de la ciudad, anotará las direcciones correspondientes  y se lanzará a buscar a todos los Black de la ciudad, para ver quién conocía a papá Hanks y/o obtener pistas o certezas de la cerradura que abre la llave misteriosa. En algún momento de la búsqueda fanática y frenética, reclutará la compañía del enigmático inquilino mudo (Max von Sydow)  de la abuela (Zoe Caldwell).

El personaje del chico tiene una arista dramáticamente peligrosa, para concederle inimputabilidad en las reacciones emocionales que despierta en los Black que encuentra en la búsqueda, es multifóbico y quizá sufra de autismo leve o de síndrome de Asperger. Digo dramáticamente peligrosa, porque más de una vez, en vez de provocar empatía, da fastidio.

Eso sí, conmueve plenamente en la explosión de su frustración frente a mamá Bullock. Y es precisamente en esa escena en la que la película expone su trampa ideológica. El chico quiere comprender racionalmente porque pasó lo que pasó para aplacar su inmenso dolor. Sin embargo, mamá Bullock en vez de sentarlo y explicarle los probables motivos que llevaron al 9/11, dice no saber por qué pasó lo que pasó.

La película no necesitaba caer en esa trampa, podría haberse centrado en la elaboración del luto por parte del chico. Pero los yanquis, tanto en novelas como en películas sobre el 9/11, no pueden evitar cierta culpabilidad que no terminan de aceptar. Quieren verse como víctimas indiscutibles de un ataque asesino injustificable, pero no les sale, saben que esa postura de pretendida inocencia es insostenible, aunque prefieren seguir pataleando en el aire antes de ensayar otra alternativa.

Más allá de ese “detalle”, de los fulgores técnicos impecables, de la habilidad del director para manipular lágrimas, la película luce demasiado rebuscada en la exploración y aceptación del luto y la pérdida.

Tom Hanks y Sandra Bullock ponen en juego los aspectos más “blancos” de sus perfiles cinematográficos en estos personajes y rozan lisa y llanamente la santidad. Max von Sydow, cuando está quieto, vislumbra su mítico e inmenso talento, pero cuando se mueve su actuación parece sacada de una comedia musical mala, coreografiada por el enemigo. El pibe Thomas Horn tiene lo suyo, pero las reacciones ante su personaje oscilan entre la compasión y el rechazo por partes iguales. Viola Davis y Jeffrey Wright tienen más suerte y salen airosos a puro talento.

El director Stephen Daltry firmó la inolvidable Billy Elliot, la aceptable Las horas, la tramposa El lector y ahora esta artificiosa y descabellada Tan fuerte y tan cerca.
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 17 de febrero de 2012

Caballo de guerra




La película se abre con unas impresionantes y bucólicas tomas aéreas que despertaron todos mis sensores de cinismo. ¿Qué es esto?, me dije, ¿belleza convencional?, ¿primores de almanaque o de tarjeta postal? La inspirada partitura de John Williams me puso en el camino correcto. ¿Y si como Robert Wise en La novicia rebelde, me pregunto, nos está presentando un paraíso que será desbaratado por la guerra? Gracias, John. Era la pregunta, con respuesta implícita, correcta. En un paraíso nace Joey, el caballo, destinado a conocer los horrores de la Primera Guerra Mundial.

Como en Colmillo blanco, la paradigmática novela de Jack London, la narración será omnisciente, pero se centrará en las experiencias protagónicas de un animal. Un caballo, en este caso, tendrá la voz cantante y el centro de la escena, aunque se narre en la objetiva tercera persona del singular. Tanto es así que todos sus circunstanciales dueños serán secundarios, de lujo en algunos casos, ante el dominante protagonismo del caballo.

Poner a una animal como eje es emocionalmente irresistible. Toda nuestra incredulidad se suspende al instante. La empatía que establecemos con el animal y su suerte es abarcadora y dominante. Lo sé porque lo aprendí gracias a una amiga que tomaba conmigo clases de inglés. Me pidió que leyéramos en clase Colmillo blanco, lo que resultó una experiencia fascinante. Había mañanas en que, respetuosos ambos de las convenciones sociales, decidíamos parar y hablar de lo que fuera para no ponernos a llorar como huérfanos. Y había intervalos entre clase y clase en que deseábamos que el tiempo se apurara para poder saber como el perro lobo se las arreglaba para salir del aprieto en que estaba. Podíamos leerlo por nuestra cuenta, pero moralmente nos estaba vedado, era una aventura de a dos. La historia nos poseía. Mi teoría es que establecemos una empatía más directa con un animal de protagonista que con un ser humano, por conmovedor y creíble que sea este humano, en la misma o parecida circunstancia. Creo que vemos en el animal y su suerte, una metáfora potente del ser humano en manos de un Dios o un destino incognoscible, todopoderoso y perturbador.

Expando la idea (o más bien la machaco). En el fondo nos vemos como las hormigas de Hemingway en Adiós a las armas, organizadas pero sujetas a ser pisoteadas o quemadas en el tronco hueco en que decidimos armar el hormiguero. Un protagonista humano, por las razones que sea, aunque víctima de una atrocidad, puede ganarse nuestra antipatía. Un protagonista animal, en cambio, aunque nos caiga mal porque es perro y prefiramos los gatos, cuenta con nuestra simpatía e identificación inmediata porque lo vemos, insisto, como un ser indefenso en garras de un destino ulterior incomprensible, caprichoso, inapresable. Como quizá lo estemos nosotros.

De allí, creo, que Caballo de guerra sea un melodrama de aventuras tan conmovedor e insoslayable. Y si de conmover, atrapar e ilusionar se trata, que mejor narrador que Spielberg podemos aspirar.

Caballo de guerra fue primero una novela para chicos que atrapó hasta los más barbudos. Después una obra de teatro que con sus muñecos caballares articulados sedujo hasta los tramoyistas, gente poco propicia a dejarse engatusar por la magia escénica porque ellos son generadores de trucos. Ahora es, a veces la justicia y no sólo la  poética existe en la vida real, un film de Spielberg.

Steven es un maestro maravilloso, un narrador portentoso, un manipulador genial. Hay aquí una colección de prodigios. Desde Kagemusha de Kurosawa no veía una carga de caballería tan devastadora, bella y letal. Las aspas del molino, que tapan lo que no puedo develar, deslumbran de piedad y síntesis. El monte, que oculta y que después revela a la chica francesa, angustia y libera y viceversa. El gas que abre puntos suspensivos alcanza una expresividad perdida desde aquel final congelado de Gallipoli de Peter Weir. El caballo que huye a la tierra de nadie y su espectral liberación llegan a cumbres cinematográficas inéditas. Y el atardecer deslumbrante del final que se carga de reminiscencias de Lo que el viento se llevó es tanto homenaje como celebración del cine.

La historia no es original, tiene las vueltas típicas del melodrama de aventuras. Pero ya se sabe, no es lo inédito lo que importa en las historias sino cómo se las cuenta. Y hoy en día, pocos, con los dedos de una mano, mire, cuentan como Spielberg.

Steven, como Woody Allen, a la hora de elegir actores, se da todos los gustos. Que Peter Mullan, Emily Watson, David Thewlis, Tom Hiddleston, Niels Arestrup, Eddie Marsan o Liam Cunningham iluminen papeles breves y secuencias cortas es un lujo que sólo los reyes magos pueden permitirse. La felicidad es mutua y el beneficio abierto para todos. Spielberg está feliz de llamarlos, los actores están felices de trabajar con Spielberg y los espectadores están felices de que hayan aceptado trabajar con Spielberg y que Spielberg los haya llamados. Todo un círculo virtuoso. Como la película, como la felicidad que nos queda, una vez secadas las muestras de gratitud que nos provoca.

Cine puro, popular y del mejor cuño, ¿qué más se puede pedir?
Una abrazo, Gustavo Monteros

El artista





El artista de Michel Hazanavicius es de esas películas de las que uno se enamora a los tres minutos de empezada y uno sonríe porque sabe que será un amor que durará toda la vida y no nos deparará sino dicha. Y no porque uno sea un cinéfilo empedernido; aunque si uno lo es, el amor se retroalimenta porque está llena de guiños. Aunque incluso si uno no sabe nada de la historia del cine, si es la primera o segunda película que ve en la vida, uno se enamora igual.

Primero saquémonos la cinefilia de encima, así podemos hablar con libertad. Es una película muda, sí, muda, en blanco y negro. Sí, otro tributo a ese artilugio narrativo llamado cine. La historia es una reformulación de Nace una estrella, con más de un punto de contacto con Cantando bajo la lluvia. El protagonista, Georges Valentin, cuyo nombre remite a Rodolfo Valentino, es una mezcla de John Gilbert, Gene Kelly y Douglas Fairbanks, de quien se toma prestada una escena de La marca del Zorro. La protagonista es una Clara Bow, aunque tiene cosas de la primera Barbara Stanwyck y de Louise Brooks. De El ciudadano, la obra maestra de Orson Welles, toman el montaje de las comidas para evidenciar el deterioro de una relación. Usan el tema principal que Bernard Herrmann compusiera para Vértigo de Alfred Hitchcock con similares intenciones que el inglés,  o sea para subrayar la transformación de una vida. Como Greta Garbo, la protagonista en un momento quiere estar sola. Hay más, pero estos son los principales homenajes.

El artista transcurre en Hollywood entre 1927 y 1933. Es una historia de amor entre un actor de cine mudo en pleno esplendor y una extra. Nada pasa porque él está casado y, cosa rara, es fiel. Llega el cine sonoro y los roles se invierten. El actor entrará en una incontenible decadencia y ella se convertirá en una estrella arrolladora. Entonces…

Corrijamos ahora una impresión que puede llevar a equívocos. Por lo expresado anteriormente se puede suponer que El artista es una película para iniciados, para entendidos. Nada más lejos de la realidad. El artista puede llegar a ser un film altamente popular. No requiere otra decodificación que la de comprender que es una película muda, que en vez de diálogos, tiene gestos e inter títulos cuando la pantomima no alcanza. Puede que los nuevos públicos no tengan el entrenamiento que tuvieron nuestras generaciones, expuestos a una televisión más flexible, que nos mostraba cortos mudos de Chaplin o de El gordo y el flaco y nos sumergía en las incongruencias absurdas de Yo quiero a Lucy o Los tres chiflados, pero hoy siguen dando El chavo y tenemos a Capusotto, o sea que si de decodificar se trata, hay entrenamiento.

No será dificultad entonces decodificar el cambio en la banda de sonido por la mitad, en que los silencios o los ruidos reemplazan a la bella partitura orquestal. Este cambio,  que tiene lugar en el hermoso Edificio Bradbury de Los Ángeles, refleja dos cosas, el cambio de los tiempos, el paso del mudo al sonoro y la imposibilidad de que el amor se concrete. No es menor ni menos evidente que ella suba y él baje las escaleras.

Pero si la película alcanza trascendencia y empatía, como todas, mudas, semi habladas o muy habladas, es gracias a los actores. Jean Dujardin es una estrella en Francia por derecho propio y por esta película lo será en todos lados. Es un actor expresivo de gran magia y seducción. No le va a la zaga Bérénice Bejo, argentina sólo de nacimiento. NO fue formada aquí ni tiene NUESTRO bagaje cultural. Como odio los chauvinismos a la galleta, por las mayúsculas anteriores, para mí es tan francesa como La Marsellesa. Poner al inmensamente humano James Cromwell como el chofer (el actor que tuvo la suerte para beneficio del mundo de ser elegido como el dueño de Babe, el chanchito valiente (1995)) es un regalo que se agradece. Que John Goodman sea el productor es otro presente que merci beaucoup. La recuperada Penolepe Ann Miller está a la altura de sus méritos, lo que no es poco. Malcolm Mcdowell siembra misterio y expectativa con su aparición.

Y como un personaje fundamental, el inmenso, a pesar de su tamaño, e inolvidable Uggie, el Jack Russell terrier, que interpreta al fiel perrito que acompaña a Dujardin. Es tan o más expresivo que el resto del elenco. Una pena que no haya alcanzado el estrellato de más joven. Su dueño y adiestrador ya expresó que ésta sea quizá su última aparición en la pantalla (nació en 2002). No importa ya está en nuestra memoria para siempre. El artista no habría alcanzado tantos premios, tanta fidelidad, tanta adhesión sin su presencia. Puede que muchos sonrían o enarquen una ceja cuando lean esto. Pero cuando vean la película, discútanmelo si pueden. No en vano se ganó el Palm Dog Award en Cannes el año pasado. Desde que Liza Minnelli se trepara a la silla para cantar Mein Herr, no se veía a una presencia apoderarse de la pantalla tan seductoramente. (Si Liza vio El artista no creo que se ofenda, más bien todo lo contrario). ¡Guau! Perdón, aunque no me vean, en este instante hago el gesto perruno de mover la cola y acezar porque es una película muda.
Un abrazo, Gustavo Monteros

viernes, 10 de febrero de 2012

Hugo



Me dan ganas de escribir la crónica más breve de la historia. Escribir solamente: Guau. Pero temo que se tome la onomatopeya no como un signo de admiración sino como una chantada. Pero es tal la magnificencia de Hugo de Martin Scorsese que lo que nos provoca se expresa mejor en esa onomatopeya, en el gesto de “me quedé sin palabras” o un aplauso.

Hugo o La invención de Hugo Cabret es una proeza, un prodigio. Es tan hermosa que su belleza sola ya conmueve.

Scorsese se plantea dos nuevos desafíos de los que sale recubierto de gloria y honores. Es su primera película para toda la familia y su primer opus en 3D. Elijo verla en 2D porque los anteojitos me predisponen mal, ya uso anteojos y sobreponerlos con los de los colorcitos es un incordio constante. Pero no se necesita ser muy perspicaz para imaginar cómo es en 3D. (Me cuesta adherir al entusiasmo desplegado por Scorsese en las entrevistas previas al estreno, aunque si como dice, en un futuro cercano no será necesario ponerse los anteojitos, quizá el 3D me resulte más amigable.) Como sea Hugo es deslumbrante hasta en 1D. Les cuento también que en 2D está subtitulada, mientras que en 3D está doblada. Este detalle también pesó en mi decisión.

Se basa en una novela gráfica de Brian Selznick de espíritu Dickensiano y cuando se descubre que el personaje de Ben Kingsley es el mismísimo Georges Méliès se comprende por qué Scorsese se vio seducido por ella. Estamos en 1920, Hugo, un huérfano, vive en la estación de trenes de Montparnasse, y hace el trabajo de un tío que lo abandonó: darle cuerda a los relojes públicos. Hugo intenta también terminar de reparar un autómata legado por su padre y que lo llevará a develar unos cuantos misterios.

No lleguen tarde, aguántense con estoicismo las 740 colas con las que nos martirizan, porque la secuencia de apertura es arrebatadora, establece el tono y el estilo de la película con una pericia que sólo puede describirse como magistral. Temí que el resto no estuviera a esa altura. Lo está. Scorsese, zorro viejo, sabe que los deslumbramientos son inútiles si no se encastran en una historia solvente. Entonces alterna prodigios con el desarrollo cabal y minucioso de la historia hasta llegar a un final agridulce que  integra todos los  temas y subtemas sin forzamiento alguno.

Hugo, como Tiburón de Spielberg, Barrio chino de Polanski, Cabaret de Bob Fosse o El padrino de Ford Coppola, permite una multiplicidad de lecturas que no van en detrimento del seguimiento lineal del argumento. Uno, como espectador, puede elegir quedarse en la superficie de la historia, disfrutar de sus juegos y sus brillos o adentrarse en lecturas más elaboradas.

La más evidente es la del homenaje al cine que esconde una elegía. Se parte de los últimos adelantos tecnológicos para celebrar el rudimentario inicio del cine y comprobar que el cine mantuvo inalterable, desde aquellos lejanos días hasta la fecha, su voluntad de manipular emociones a través del truco y el artificio. Y es una elegía porque quizá estemos ante la muerte del cine, tal como brilló en el siglo XX. Derivará tal vez en juegos interactivos de “arme su propia película”. Pero si no lo hiciera, el cine futuro distará años luz del que conocimos con los clásicos. Las nuevas generaciones consumen un cine basura, elaboran sus recuerdos emocionales sobre un cine de productor vacío e insustancial. Sabrá Dios qué tipo de cine querrán hacer, lo que es seguro es que los modelos que hoy tienen son detestables.

Esta idea se entronca con otra que se desprende de la película: la importancia del legado del bagaje cultural. Aunque no queramos, transmitimos prejuicios, preconceptos, convenciones, pero no trasmitimos con igual fuerza y éxito nuestro aprecio por las obras culturales que nos conmovieron, nos marcaron, nos modelaron.

Este concepto se relaciona tangencialmente con otra idea que surge del film: ¿los sueños alimentan el cine o el cine alimenta nuestros sueños? O sea ¿sueño en forma de película o los sueños dieron forma a las películas?

Esto engarza con la idea de destino expuesto en el film: el mundo como mecanismo en el que todos somos engranajes que hacen funcionar el destino de los otros, y los otros hacen funcionar el nuestro.

Éstas son las que recuerdo, pero hay más.

El elenco es otro lujo que se disfruta. El Hugo de Asa Butterfield es un protagonista fascinante, algo que no debe ser sorpresa para los que lo vieron en El niño con el piyama de rayas, yo no la vi, confieso. Chloë Grace Moretz, a pesar de su corta edad, ya lleva una carrera envidiable. Es versátil como pocas. Éste es su personaje más normalito. La vi como una vengadora patea traseros en Kick ass, como vampira maldita y solitaria en Déjame entrar y ahora como una niña enamorada de los libros. Sigue maravillándome su enorme talento. A esta altura del partido hablar de la intensidad de Ben Kingsley es un perogrullada en la que no caeré. No conocía a Helen McCrory (mamá Jeanne), ahora sí, la seguiré de cerca. Christopher Lee engrandece su leyenda con otra enigmática actuación. Scorsese, como algunos, muy pocos, puede darse el gusto de poner a grandes estrellas o actores en personajes muy breves: Jude Law, Ray Winstone y Michel Stuhlbarg (el inolvidable protagonista de Un hombre serio de los hermanos Coen). Scorsese juega también con sus actores un ejercicio de cinefilia reciente, como volver a unir a Frances de la Tour y a Richard Griffiths, que ya estuvieron juntos en la imprescindible The history boys. O poner a Emily Mortimer que fuera el interés romántico del inspector Clouseau de Steve Martin como interés romántico del personaje de Sacha Baron Cohen, que tiene puntos en contacto con Clouseau. El gran Sacha Baron Cohen es un capítulo aparte. Hace surgir el patetismo de la comicidad y no viceversa, en mi modesta opinión tal como debería interpretarse a Chejov si no hubiera triunfado la tradición de matar el humor en sus obras e imbuirlas de hiperdramatismo. El pobre Chejov murió diciendo que sus obras son comedias y nadie le creyó. Como sea, la escena en que dialogan Sacha Baron Cohen y Emily Mortimer por primera vez es Chejov puro, según yo lo entiendo, porque creo que Chejov tiene razón y que sus obras son comedias.

Como pasó con J Edgar, Caballo de guerra o Las aventuras de Tin Tin, Hugo llega meses después de su estreno original, entonces ya hemos leído monografías, tratados, bibliografías completas sobre la película. A los críticos que les gusta buscarle la quinta pata al gato, que prefieren estar siempre por encima de cualquier obra, incluso de las más logradas, han coincidido en juicios muy fáciles de desarticular.

Han dicho que la slapstick (comedia física disparatada) no es siempre efectiva. Es una apreciación subjetiva en extremo y por lo tanto inválida para un debate serio. La comedia física requiere de nuestra predisposición constante para su disfrute. No siempre tenemos ganas de reírnos de una caída o de que alguien se estampe contra una torta. Así como el humor verbal del bueno pervive en el tiempo y es objetivable, ya que todavía nos reímos de los buenos chistes de Aristófanes, Moliere, Tirso de Molina o Shakespeare y podemos analizar sus constituyentes, la comedia física depende para su efectividad del estado de ánimo que tengamos cuando nos enfrentamos a ella. Para medir críticamente su eficacia sólo se debe considerar su ritmo y el acabado de su ejecución. Acá ambos están servidos con seductora elegancia.

Se acusó también de que algunas secuencias están excesivamente elaboradas, de que hay demasiado regodeo visual. La exquisitez visual es el estilo en que está resuelta la película, y quejarnos de ello es como protestar que El halcón maltés sea un film noir o que La novicia rebelde tenga paisajes, canciones, chicos (por ahí si la familia Von Trapp hubiera tenido además un San Bernardo habría sido demasiado, pero tal como está, está perfecta). Las obras son como son, no se las puede criticar por los elementos que la componen intrínsecamente. Insisto, los primeros tres minutos informan con elocuencia el tono y el estilo de la película; criticar que el resto esté a la altura no tiene validez intelectual.

Se recriminó también a la película y a Scorsese de una excesiva sapiencia cinemática. Un auténtico disparate. Una resaca de la mediocridad de los noventa. Si nos quejamos de la sapiencia, ¿qué nos queda? ¿El elogio de la ignorancia?

Es falaz que la parte de Méliès sea pedagógica, predicadora o que baje línea. La secuencia está trabajada sobre los cánones más clásicos. El personaje Méliès cuenta su pericia en primera persona, sin agregados ni comentarios ni conclusiones. No hay bajada de línea, la conclusión se saca por implicancia, no por exposición directa. Lo mismo ocurre con el estudioso del cine. Cuenta lo que hizo en un caso determinado. Nunca dice que lo que él hizo debe transformarse en regla general y hacerse en todos los casos. De nuevo, la conclusión se infiere sin explicitación directa. En conclusión: jamás se predica, algo se cuenta y entendemos las implicancias.

Tampoco estoy de acuerdo con los que dijeron que es una muy buena película, pero que no está entre las mejores de Scorsese. Hugo es un sí misma una excelente película, sea de Scorsese o de cualquier otro director. Por supuesto es una anomalía en la carrera de Marty. A Scorsese lo asociamos con películas de protagonistas perturbados que manejan la angustia con violencia. Pero no debemos usar su glorioso pasado en demérito de este magnífico presente. Hay un consenso crítico unánime de que Fanny y Alexander es una de las mejores películas de Ingmar Bergman y no es una película bergmaniana típica. ¿Por qué habríamos de cambiar las reglas de análisis y consenso? Sostener que Taxi driver, El toro salvaje, Buenos Muchachos o Casino son mejores que Hugo es partir de un prejuicio que pone a lo oscuro por encima de lo diáfano. Ya expusimos las profundidades en que Hugo puede medirse. El toro salvaje no es más profunda que Hugo porque sea en blanco y negro, el personaje termine mal o ande siempre a las patadas. Creer eso es no poder discernir nada.

He tenido mis serias diferencias con Scorsese, algunas de sus películas las he padecido con poca hidalguía, revolviéndome en la butaca. Pero es un grande y cuando hace algo para sacarse el sombrero, no me lo dejo puesto para convencer que sé más. Juzgar el trabajo de otro es un acto de soberbia aceptada por lo convención, pero no nos pasemos de la raya, o vamos a terminar diciendo que la obra de Picasso es fea porque no es bonita.

En el fondo me dan pena los soberbios, por fortalecer su amor propio, se pierden de disfrutar un auténtico deleite. Y en un tiempo en que los grandes maestros se cuentan con los dedos de la mano, no es cuestión de perderse en disquisiciones inútiles. Miren, muchachos críticos, que la semana que viene no hay un estreno de Bergman, Fellini, Truffaut, Wilder o Hitchcock. Ponerse siempre por encima de una obra es enamorarse del propio ombligo.

Aclaración necesaria: la semana que viene se estrena la extraordinaria Caballo de guerra de Steven Spielberg, de modo que no es tan exacta mi afirmación de que no hay un estreno inminente de un gran maestro. Pero también, por desgracia, es una excepción y, no como antes, una regla. De modo que la aseveración no es tan inexacta. Disfrutemos ahora de estas grandes películas, tenemos el resto del año para esquivar las mediocridades habituales del cine yanqui.
Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 4 de febrero de 2012

Los descendientes


Hay un dicho en inglés: “one man’s meat is another man’s poison”, que literalmente podría traducirse como “lo que a uno alimenta, a otro mata”, pero cuyo equivalente en español es el viejo y querido “Sobre gustos…”

Los descendientes podrá gustar a muchos, no es una mala película, pero a mí me dejó afuera. Lo que sigue no es una crítica, es sólo una explicación de por qué no me interesaba lo que pasaba en pantalla y me aburría casi todo el tiempo. El tema no era. Es más, el punto de partida es intrigante. Un padre (George Clooney) más interesado en su trabajo que en su familia, debe hacerse cargo de sus hijas, una de 10 (Amara Miller) y otra de 17 (Shailene Woodley) cuando su esposa cae en coma por un accidente. Pero hete aquí que la hija mayor le cuenta que está enojada con la madre porque la vio metiéndole los cuernos. Oh!

Es en las derivaciones de este entuerto donde me perdieron. El tono elegido es el de una comedia dramática. En mí, el drama era efectivo, pero la comedia me resultaba forzada, rebuscada, ridícula. Y en las situaciones en que drama y comedia se mezclaban, el quicio se me incineraba por lo torpes y tontas que me parecían, como cuando el querido George increpa al matrimonio amigo por no haberle contado que era un cornudo. Ni que decir del viejo golpe bajo de presentar un personaje tarambana que uno detesta al instante, pero al que después se le desnuda un drama, que nos deja como miserables por haberlo odiado. Las manipulaciones en arte son lícitas, pero hay límites. Insisto, mucha gente puede navegar cómodamente en este continuo fluir de comedia y drama, pero yo no terminaba de encontrar el Norte. Las transiciones me olían a frívolas, las motivaciones a superficiales, los personajes a desangelados, las decisiones a convencionales. La brújula me funcionaba en el drama puro, me conmovía, pero como predominaba el pretendido tono humorístico, estaba perdido la mayor parte del metraje.

George Clooney está bien y bastonea lo mejor que puede el ritmo que le da el guionista y director. Y si su trabajo no se potencia es porque la cuerda a tocar no es la más agradecida para su temperamento actoral. Lo tragicómico no es el registro que le queda más cómodo. Al resto del elenco, en menor caso y responsabilidad, le pasa lo mismo.

Por lo expresado queda claro, creo, que la película no me gustó. Y eso que los films anteriores de Alexander Payne me dejaron recuerdos imborrables. Tanto La elección, comedia feroz si las hay, en la que Reese Witherspoon desbarataba la vida de Mathew Broderick; Entre copas delicia que reverdeció los laureles de Virginia Madsen, solidificó la carrera de Sandra Oh, puso en el mapa a Thomas Haden Church y catapultó al gran Paul Giamatti; y Las confesiones del Sr. Schmidt que nos regaló una maravillosa caracterización del inmenso, en todo sentido, Jack Nicholson, son películas muy buenas, que reveo con gusto cuando me las cruzo en el cable. George Clooney no tuvo tanta suerte como los actores mencionados, bah, puede que gane su segundo Óscar como actor, pero su personaje no perdurará en la memoria, ya que no tiene mística ni carnadura, será un cornudo más en la historia del cine.

Hay películas con suerte a la hora de los premios, ésta es una de ellas, ya ganó unos cuantos y quizá se quede con algunos más, pero cuando el viento en popa amaine, se descubrirá que si bien no es mala, es una película más profesional que inspirada.
Un abrazo, Gustavo Monteros

La dama de hierro



Sólo mi amor por Meryl Streep me impulsa a ver La dama de hierro. Nunca un amor ha sido más puesto a prueba. En lo personal, Margaret Thatcher figura en los mismos niveles de detestabilidad que Hitler. Leo por ahí que Meryl dice ser consciente del rechazo que genera Thatcher, y concluye: “Pero ese rechazo debo trabajarlo desde el modo en que repercute sobre el personaje, no como prejuicio sobre él.” Camino del cine, me repito la frase como un mantra. No alcanza para disipar el disgusto que me produce ver esta película. Sé que intentarán justificarla humanizándola. No se molesten, queridas, por lógica un hombre es un hombre, no un monstruo. Pero hay hombres con comportamientos monstruosos y por ellos deben ser juzgados. Hitler no dejará de ser un genocida porque amara a sus perros y disfrutara de la compañía de Eva Braun. Thatcher no dejará de ser una mujer miserable porque ahora esté gagá o porque su marido la quería. En tren de entender podemos comprenderlo todo, pero ciertos hechos, por la mera protección de la especie, deben permanecer imperdonables.

Por suerte, La dama de hierro es en esencia una película fallida. Las tres muchachas detrás de esta película (a partir de ahora, cuando les hable a ellas, les diré: Chicas), la directora, Phyllida Lloyd, la guionista Abi Morgan y la actriz Meryl Streep, caen en el ridículo de pretender hacer una película no política sobre una política. Un absurdo. Como pretender hacer un policial sin crimen ni delito o hacer una omelette sin huevos.

Chicas, entre muchas otras hazañas, la “señora” hizo moco el estado de bienestar alcanzado por los que menos tienen, después de siglos de lucha y sangre, para beneficio de los cuatro vivos de siempre, que no dudaron en darle la espalda cuando las papas quemaban, total, si ya tenían otra vez los bolsillos llenos, con los trabajadores sumidos en la precariedad, la miseria y la esclavitud. Estos logros, chicas, requerían un punto de vista. No me hubiera molestado si como muchos ex progresistas se hubieran vuelto más gorilas que los que protegía Sigourney Weaver en la niebla. La pluralidad es democrática. Y claro, las hubiera apoyado si le hubieran dado con un caño, pero lavarse las manos y quedarse en ni chicha ni limonada es una cobardía que no esperaba de ustedes. La semana pasada contaba que José Pablo Feinmann se quejaba de que Clint Eastwood no hubiera hecho una película más “combativa” con Hoover; a mí, en realidad, la ecuanimidad de Eastwood me importaba un comino. Hoover es un personaje creado y aguantado por los yanquis, como nuestra sociedad creó  y aguantó a Roca, para mencionar un personaje del pasado y no abrir polémicas con los del presente (el delfín de los vetos, por ejemplo) o del pasado cercano (Carlitos Primero de Anillaco, sin palabras). Pero Thatcher es un personaje que tuvo relevancia directa en nuestra realidad y no me conforma una “supuesta” ecuanimidad.

Chicas, como buenas feministas bienintencionadas que son, declararon que salieron de este proyecto con una “cierta” admiración por la Thatcher, por aquello de haber ganado un lugar en un mundo de hombres. Pero, chicas, la victoria fue pírrica. No se ganó un lugar por imposición de lo femenino sino por ser más masculina y feroz que los hombres. Para decirlo clarito, por ser más hombre que los hombres. Chicas, pongámonos serios, ¿consideran a ésa una victoria femenina?

Por más preparado que estuviera (había leído el guión que estuvo publicado en la página oficial de la película y había visto las secuencias pertinentes en Youtube), me costó ver las escenas de la guerra de Malvinas. No se trata de la guerra de Crimea, un enfrentamiento ocurrido lejos en el tiempo y la geografía, sino algo de lo que fui testigo y que costó sangre de compatriotas.

Dos cosas son indiscutibles: el maquillaje y Meryl; no en vano con nominaciones para el Óscar en las respectivas categorías. Meryl da una caracterización impecable, quizá algo más glamorosa y con humor que el original. La “dama” estaba más lejos del glamour que un puerco espín y tenía menos humor que un caracol amargado. Meryl lleva años y varias nominaciones sin ganarlo. Parece que este año lo logrará. Creo que en el fondo de su almita buena, preferiría engalanar su historia personal con un tercer Óscar por un personaje más encomiable y menos detestable.

Meryl, querida, no se me ocurre de qué otro modo podrías poner a prueba mi amor, pero, por favor, por mi salud mental y física, no me sometas a otro sacrificio. Ver La dama de hierro fue una experiencia emocional devastadora, una experiencia intelectual paupérrima y una experiencia física horrible que me mantuvo todo el tiempo al borde de la nausea.

Un comentario frívolo para sacarme el gusto a acíbar: ¿Olivia Colman, la actriz que hace de hija no tiene un aire a Carmen Maura?
Un abrazo, Gustavo Monteros