sábado, 28 de enero de 2012

J Edgar




Es imposible llegar a un film de Clint Eastwood en estado de bendecida ignorancia. Más después de algunos meses de atraso de su estreno en EEUU. Por más que recorté y guardé los artículos que me interesaban con la firme promesa de leerlos después de ver la película, tanto tardaba en llegar y tan apremiante era mi curiosidad, que sucumbí a la tentación y los leí a todos. Si miles de palabras se escriben ante cualquier estreno, ante una película de Eastwood, de Scorsese o de Spielberg se escriben tantos kilómetros que bien podríamos circunvalar el mundo unas cuantas veces poniendo las palabras en fila. 

De todo lo que leí, prefiero transcribir las palabras de sus hacedores: Clint Eastwood, director, hombre que no necesita presentación y Dustin Lance Black, guionista, que ganó un Óscar por el guión de Milk, aquel film de Gus Van Sant protagonizado por Sean Penn, sobre la vida del activista gay. Pero antes, pongámonos en autos de quien fue J Edgar. John Edgar Hoover fue el fundador del FBI y lo dirigió durante 48 años, pasó por 8 presidentes, a los que llegó a chantajear con dar a conocer “pecadillos” para conservar el poder. Vivió con su madre, hasta la muerte de ésta.  Nombró a Clyde Tolson, su compañero de toda la vida, subdirector del Buró. Fue un homosexual no asumido y se dijo que se lo vio disfrazado de mujer. Murió en 1972 a la edad de 79 años.

Dijo Clint Eastwood: Varias cosas me llevaron a hacer una biopic (película biográfica) de Hoover. Una es que crecí oyendo hablar de él. En 1930, cuando nací, Hoover ya llevaba seis años como director del FBI. Desde su nombramiento tuvo una gran repercusión. El presidente Coolidge confió en él para sanear una agencia estatal que se hallaba seriamente corrompida. Y los años 30, cuando yo era niño, fueron los de su mayor fama. Fue entonces cuando emprendió –otra vez con una gran repercusión mediática– la guerra contra el gangsterismo. Y después se siguió hablando de él. Lo otro que me interesó fue el guión en sí. La forma en que Dustin Lance Black lo había estructurado, yendo y viniendo de la juventud de Hoover hasta su vejez, permitía asistir al arco de su declinación. La vida de Hoover es un ejemplo de cómo el poder absoluto corrompe absolutamente. (…) Creo que durante mucho tiempo fue el hombre más poderoso del país, el más poderoso del planeta. En algún sentido, más poderoso que los propios presidentes, ya que sobrevivió a ocho de ellos. No hay que olvidar que Hoover se mantuvo nada menos que medio siglo al frente de la agencia de investigaciones más importante del país, atravesando la Gran Depresión de los ’30, el gobierno de Roosevelt, la Segunda Guerra, el gobierno de Eisenhower, el de Kennedy, el de Nixon, la Guerra de Vietnam... (…) Es gente que para hacer cumplir la ley eventualmente llega a violarla. Son personajes llenos de contradicciones, y eso los hace interesantes. Hoover logró avances importantes en la lucha contra el crimen, pero a la vez se dejó llevar por su sed de poder. Era incorruptible, pero el cultivo excesivo de la imagen podía llevarlo a mentir, a engañar, a fabular. Perfeccionó todos los sistemas de fichaje de datos preexistentes, pero llegó a usar esa información como forma de chantaje personal, para defender y sostener su propia posición de poder. (…) Creo que más que en el mundo de la política, donde el poder suele no ser tan duradero (un político llega a presidente y, en el mejor de los casos, si es reelecto, va a estar en el sillón ocho años), para encontrar paralelismos habría que buscar en otras áreas. El director de un estudio de cine, el director de una corporación, el dueño de una cadena de medios, todos ellos pueden llegar a acumular un poder equiparable al que tuvo Hoover. A escala, desde ya. (…) Pero en lo que realmente creo es en que debemos dejar a la gente en paz. Darle a la gente la oportunidad de vivir la vida que le dé la gana. Me importa un carajo quién se quiere casar con quién. Y francamente me importa un carajo si Hoover era gay o no. (La traducción no es mía.)

Dijo Dustin Lance Black: Para mí, Milk y Hoover eran una suerte de extremos, uno era el espejo del otro. Uno de ellos tuvo un poder político extraordinario, el otro simplemente trató de adquirir una pequeña porción de ese poder. Uno salió del closet y al hacerlo difundió esperanza. El otro se quedó en el closet y difundió miedo e inseguridad. Pero las especulaciones que corrieron durante generaciones sobre Hoover, ese ‘oh, sí, iba por ahí corriendo en vestidos de fiesta’, a mí nunca me resultó creíble, y mis investigaciones probaron que no era verdadero. A su vez, si uno revisa su performance heterosexual –qué hizo y qué no hizo, más allá de que haya consumado– verá que fracasó miserablemente. Cuando uno compara su vida y comportamiento con los de los gays de su época –a muchos de los cuales conocí y entrevisté–, se ajusta muy bien al estereotipo. Y cuanto más examinamos su relación con Clyde Tolson, más encontraremos cómo refleja las relaciones que tenían lugar en la era pre–Stonewall, antes de la revolución sexual. Es evidente que si viajaban juntos al trabajo y almorzaban y cenaban juntos, no era para ahorrar viáticos; y la colección de fotos de Tolson durmiendo que tenía Hoover también me dice algo. Es cierto que alguna gente, parte del público gay, saldrá decepcionada del cine porque no hay una escena fuerte de sexo. Se preguntarán ‘¿Por qué no es más definido? ¿Por qué el tema no se discute más abiertamente?’. Habría sido deshonesto respecto de la época. Las escenas incluidas en el guión están basadas en investigaciones: existen varios testimonios de la pelea en la habitación de hotel entre Tolson y Hoover que vemos en la película (y en la que J. Edgar rechaza agresivamente un beso de Clyde); de hecho, Tolson no fue a trabajar durante una semana porque tenía un ojo negro. Y si no hay una gran escena de sexo es porque realmente no sé si tuvieron relaciones sexuales. (…) OK, no encontramos pruebas de que Hoover fuera gay, pero mucho menos de que fuera straight (heterosexual). Hay testimonios de muchas mujeres que lo conocieron, incluyendo algunas famosas, como Dorothy Lamour y Ginger Rogers, que se quedaron esperando de él una señal que nunca llegó. Su relación de décadas con Clyde Tolson es cosa probada, así como su apego por la madre. Más allá de esos indicios es imposible saber, porque si de algo se ocupó este hombre público, dedicado a investigar la vida privada de los ciudadanos, fue que la suya resultara inexpugnable. Así que tuve que tomarme libertades e imaginar qué pudo haber pasado puertas adentro. Una de esas libertades tiene que ver con la famosa leyenda sobre su afición por el travestismo, lo cual tampoco está comprobado. Como no encontramos pruebas de su homosexualidad, no me parecía correcto dar por sentado que él y Tolson hayan mantenido una relación abiertamente gay, mostrándolos a los besos o algo así. Igual, se puede ser gay sin concretarlo sexualmente: lo gay tiene que ver con la elección del objeto de deseo. Y ahí tengo menos dudas en cuanto a qué era Hoover. (La traducción no me pertenece.)

Fui hacia el cine con todo ese bagaje informativo, más la lectura de una docena de críticas que no me influían en lo más mínimo. Aunque, nobleza obliga, el concepto con el que José Pablo Feinmann cerraba su nota del domingo pasado, me hacía retintín. No porque no pueda discutir a Feinmann o porque me duela disentir con él, lo he hecho muchas veces, sino porque el hombre, al margen de sus logros académicos y su erudición cinéfila, fue el guionista de Eva Perón, la película de Desanzo con la que la Goris accedió al Olimpo de las mejore actrices nacionales, internacionales, planetarias o intergalácticas. A lo que voy es que José Pablo puede pifiarla como cualquiera, pero lo que diga siempre es atendible. Escribió: “Que Eastwood haya hecho con semejante personaje un film casi intimista y aburrido es imperdonable.” Aunque en la subnota daba a entender que hubiera preferido una película menos sutil sobre el personaje. No lo culpo, yo querré lo mismo cuando se estrene La dama de hierro con Meryl Streep.

Y sí, casi intimista es, aburrida no, a lo sumo un poco monótona. Sí, el guión no se acota a la cronología, lo que se agradece, va y viene en el tiempo, salta de un Hoover joven a uno viejo, haciendo uso del siempre rendidor truco de dictar la propia vida a unos escribas, así, en plural, porque son varios. La película no subraya, deja que el personaje se presente y se queme solito, hasta que la contradicción flagrante, muy típica yanqui, se enuncie solita: faltar a la ley con el cuento de defenderla mejor. Sí, Hoover es un fanático, un paranoico, un déspota, un mentiroso, pero también, le guste a quien le guste, un pobre tipo. A los 80 años, a Eastwood parece interesarle reflejar una vida en todas sus complejidades, sin voluntad de caer en maniqueísmos o preconceptos. Y sí, el retrato queda un poco monótono, porque la única visión que se ve y oye es la de Hoover. Y sí, también, bastante antes de su fin, la idea rectora del film está expresada.

Coincido con los que dicen que a Di Caprio lo robaron. Su actuación merecía no sé si el premio, pero sí, una nominación para el Óscar. Aunque el maquillaje de viejo no lo ayuda mucho, da una actuación memorable. El prácticamente desconocido, Armie Hammer (hacía de los mellizos Winklevoss en Red Social) está muy bien como Tolson y desgarra en la escena de la pelea. Como la madre, Judy Dench y está todo dicho, adjetivar su desempeño es como intentar abarcar el aire. Y sí, estoy de acuerdo con José Pablo, tampoco le voy a discutir todo, la luz con la que ilumina a Naomi Watts es cruel y opaca su belleza, no su talento, que es inapagable. Puede que esa luz le viniera bien al personaje de Di Caprio, pero como ella está siempre en el mismo plano, la mata. No importa, la chica, hasta afeada,  es un deleite. Un comentario frívolo, ¿de vieja no se parece un poco a Jane Fonda ídem?

En resumen, mis amigos del cine, pese a los reparos, un Eastwood, como un Scorsese, un Spielberg, un Allen, es imperdible. No siempre rayan alto, pero igual son un remanso de gozo entre tanta bazofia que nos tiran los yanquis.
Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 21 de enero de 2012

Secretos de estado


El problema con los cuentos de hadas es que hay que creer en ellos para que funcionen. Si uno no cree, por más bonitos que sean, nos dejan indiferentes. Secretos de estado no es técnicamente un cuento de hadas, pero por su idealización de la política yanqui se parece mucho a uno. En esencia es un drama moral de crecimiento. El protagonista (Ryan Gosling) pasa del candor y la ingenuidad, no a la madurez, sino al cinismo y el desencanto por los motivos equivocados, al menos  para los habitantes al sur del Río Grande.

Hay dos “supuestas” fallas trágicas en el devenir de la historia. Ryan Gosling, segundo del jefe de campaña (Philip Seymour Hoffman) del candidato George Clooney comete el “error” de reunirse con el jefe de campaña (Paul Giamatti) del candidato opositor. Y dos, el candidato George Clooney comete el “error” de acostarse con una interna (Evan Rachel Wood) de su equipo de campaña. El marco es el de unas elecciones primarias, o sea entre dos candidatos del mismo partido, demócrata en este caso, en Ohio.

Analicemos un poquito. En la idealización que se propone, es inadmisible que un asesor segundón de campaña tome una cerveza con el jefe de campaña opositor. Se vive como una falta imperdonable a la lealtad. Ahora bien, que mientras tanto, el jefe de campaña propio, Philip Seymour Hoffman, procure pactar con el diablo, o sea un senador republicano, Jeffrey Wright, para que le garantice el voto de sus electores es visto como una contingencia admisible de la política. Ojo, el senador republicano, a cambio de sus electores, en caso de triunfo quiere un cargo importantísimo en el futuro gabinete. O sea atar de pies y manos el “supuesto” progresismo de Clooney. Todo en nombre de un “supuesto” bien mayor.

Debe también suponerse inadmisible e imperdonable que un candidato, George Clooney, en una noche de descuido y stress  se acueste con una chica de su propio partido. Ahora bien, es perdonable, en nombre del “supuesto” bien mayor, que dicho candidato mienta posturas progresistas, que no le interesan, como el matrimonio igualitario, porque sabe que jamás se llevarán a la práctica; o que sostenga posturas ecológicas que serían, a la larga pacifistas,  como el uso de motores sin combustible versus los propulsados con derivados del petróleo, hábitos, que sabe,  los yanquis no considerarán hasta que se acabe todo el petróleo de la Tierra. A estas cosas, el idealista Ryan Gosling las pasa por alto o las perdona en nombre del mentado bien mayor, que en este caso sería una mejora en la educación pública y en la distribución de la riqueza, con los ricos pagando más impuestos que los pobres. Es decir, Ryan Gosling, más que idealista, es un salame.

En definitiva, para nosotros, los del sur del Río Grande, las premisas éticas que sustentan el drama no son válidas. Con quien se acuestan los candidatos es cosa de ellos. Un asunto privado, como con quien nos acostamos nosotros. Y hace rato aprendimos que los pactos con los contrarios no llevan a ningún lado, salvo a la traición. Y curtidos de promesas, sabemos que lo tangible, el matrimonio igualitario o el ejemplo que prefieran, es mejor que cualquier buena intención declamada en balde.

George Clooney, un hombre políticamente correcto por excelencia, falla esta vez por criticar al sistema, no en su esencia, sino en sus “aspectos” supuestamente negativos. La lealtad que defiende Philip Seymour Hoffman es falsa y poco importante en términos prácticos. Y la supuesta falla de Clooney, el sexo ocasional, es disculpable. No lo es todo lo demás.

George, querido, la moral no se restringe al sexo. Abandona de una vez el puritanismo yanqui. En el siglo XXI (soy feliz de decirlo) a la moral le tiene sin cuidado con quien nos acostemos (no soy “tan” viejo, pero mi educación sexual fue antediluviana). Lo inmoral es sumir en el hambre a un cuarto de la población mundial, provocar desastres ecológicos inconmensurables en nombre de los buenos negocios, e invadir países con excusas vanas como la seguridad de Occidente para quitarles el petróleo. Ah, y justificar la tortura (remember Guantánamo?) y la discriminación (¿cómo puede ser posible que el mayor porcentaje de presos en los Estados Unidos sea negro?) entre otras cosas.

George, querido, sé que quisiste hacer un drama honesto, pero por no ir al fondo de la cuestión, el sistema en sí mismo, te salió un drama hipócrita como pocos. No te preocupes, no estás solo, a Robert Redford le pasó lo mismo o peor con Leones por corderos (2007) en la parte en la que él actuaba, justificaba ¡invasiones! y sostenía que participar en un “error patriótico”, una guerra, era mejor que criticar u oponerse. Y ya lo ves, por otros méritos, muchos, sigue siendo el rey del Sundance Festival. Qué se la va a hacer, Estados Unidos es un imperio corrupto que confunde.

En fin, si se tragan el sapo de la lealtad entre bandidos y la santidad sexual que todo candidato yanqui debe ostentar, la película se sigue con interés. Clooney filma con elegancia y elocuencia. Todos los actores, sin hacer nada del otro mundo ni mostrar nada nuevo a lo que ya hicieron, se ganan la plata con mucha dignidad. Y lo más parecido a una caracterización o a una actuación destacable la da Marisa Tomei.

En lo personal, estos Secretos de Estado me parecieron ridículos e intrascendentes.

PS. Clooney puede equivocarse políticamente, pero no hay duda que es un hombre considerado. Ver: Todo un caballero en  http://enunbelmondo.blogspot.com/
Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 14 de enero de 2012

Historias cruzadas


Si consideramos el teatro como el reflejo histórico de las relaciones humanas, el tema ya aparece en el nacimiento del mismo, allá con los griegos, tanto en la tragedia como en la comedia. Y reaparece con importancia en todos los momentos cumbres del teatro, como el período isabelino, el clasicismo francés, la comedia del arte, el siglo de oro español, el absurdo, el realismo, etc. Los grandes dramaturgos que en el mundo han sido se ocuparon del tema: Chejov, Shakespeare, Moliere, Lope, Ibsen, Genet, Becket, Pinter, Anouilh, etc. Es que no hay relación más íntima y a la vez abismal como la que se da entre un amo y un sirviente. Y por la interioridad y sensibilidad del sexo femenino, es incluso más íntima y abismal entre ama y sirvienta. Comparten el techo, el baño, la comida, secretos, miserias, logros y alegría, y sin embargo a la hora de las convenciones sociales y de la cultura heredada, todo las separa.

Y no se necesita ser un experto para saber que en el viejo Sur estadounidense, la relación señora blanca-mucama negra adquiere ribetes peculiares, para decirlo amablemente.

Estamos a principios de los 60, Skeeter (Emma Stone) regresa de la universidad con ganas de ser escritora. Para lograr que una editora (Mary Steenburger) la publique, elige contar la relación señora blanca-mucama negra, desde el punto de vista de la mucama. Hay mucho temor de parte de las mucamas, si cuentan lo que saben, puede costarles la vida. Y es el Sur... El Ku Kux Klan y esas cosas. Pero soplan vientos de cambios: Kennedy, Luther King, etc. Aibileen (Viola Davis) será la primera en animarse. Lo que sigue nos hará reir, nos emocionará, nos conmoverá.

The help, tal el título original, eufemismo con que se designa a las sirvientas negras (la ayuda) de Tate Taylor es tan honesta y profunda como puede serlo una película comercial producida por la Disney. Tiene hallazgos, muchos, pero también esquematismos (la relación de Skeeter y su novio), simplifaciones (la empeñosa ingenuidad de Skeeter, a la que la actriz salva de la noñería) y subrayados melodramáticos (hay escenas armadas con elocuencia a punto de naufragar por los habituales violines llorosos). Sin embargo, a pesar de los peros, Taylor redondea una buena película, de estimable hondura y de sincera emoción, sobre todo por que cuenta con un elenco sin fisuras.

Las buenas actrices no son tontas, saben cuando tienen un buen hueso para hacer un gran puchero. Viola Davis (la madre del alumno que pudo o no ser abusado en La duda) tiene talento de sobra y una presencia abrumadora de tan sólida y carismática. Octavia Spencer es un hallazgo milagroso, sus ojazos hablan y latigan. Bryce Dallas Howard ratifica su belleza y su capacidad todo terreno y auna los extremos de ser frágil y bruja. Jessica Chastain (una de las pocas cosas buenas de la insoportable El árbol de la vida, ay, perdón se me escapó, quise decir: elusiva y desconcertante) hace de su rubia tarambana un personaje inolvidable. Allison Janney (la madre de Amanda Bynes en Hairspray) entrega otra madre que se las trae, en lo bueno y en lo malo. Sissy Spacek sabe como no pasar desaparecibida a fuerza de talento. A Cicely Tyson, una de las más prestigiosas actrices negras, le basta salir en un par de escenas para conmover hasta el tuétano. Y nombro sólo a algunas para no apabullar, pero todas están antológicas. Los actores no le van a la zaga, pero es una película de actrices. Excelsas, todas.

Merece verse por el festival de actrices y por algunas escenas muy logradas. Entre estas últimas, mi preferida es en la que Viola Davis procura construir la autoestima de la rubita que cuida repitiéndole una letanía, porque es una síntesis perfecta y paradógica de la situación de ambas. En el fondo es pasarle armas al enemigo, pero cuando se ha aprendido a sobrevivir, la vida está por encima de todo.

Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 7 de enero de 2012

Las aventuras de Tintín - El secreto del Unicornio


Detrás de todo lo que hacemos, por más pequeño que sea, hay una historia. Por lo tanto detrás de todas las películas, hay una historia. Y si la película involucra a un genio como Spielberg, la historia adquiere relevancia, trascendencia y, si te descuidas, proporciones míticas.
 

Como es de público conocimiento, en 1981 Spielberg hizo una cosita (maravillosa, ella) llamada Los cazadores del arca perdida. Cuando se estrenó en Francia, los críticos (franceses, ellos, claro) se pusieron a decir que el film tenía parentesco con Tintín. Tanto batieron el tambor que Hergé, creador de Tintín, fue a ver Los cazadores del arca perdida y Spielberg se apropicuó de algunos libros de Tintín. Fue amor eterno a primera vista. Hergé se enamoró de Indiana Jones y Spielberg se enamoró de Tintín. ¡Ah!, pero el amor no pudo concretarse en vida de ambos. Sin embargo, Hergé en su lecho de muerte bendijo a Steven Spielberg como el único director capaz de hacer justicia a sus historietas. El tiempo pasó y un buen día Steven se levantó y decidió que había llegado el momento de hacer Tintín. (Bueno, en realidad, los herederos de Hergé le hicieron saber a Steven que estaban dispuestos a renovarle la cesión de los derechos). Como sea, la cosa es que Steven dijo sí y se puso a armar la preproducción. La primera idea que tuvo fue hacerla con esa antigualla que es la acción en vivo, con esa cosa más antigua todavía que son los actores de carne y hueso; con excepción de Milú, el perrito, al que que lo quería en animación digital. Fue a ver al hipertalentoso Peter Jackson (El señor de los anillos, King Kong y esas cosas) para que lo ayudara con la digitalización. Jackson lo convenció de que si la hacía con actores de verdad le quedaría como el museo de  Madame Tussaud o sea llena de apósitos, prótesis y barbas de utilería. El bueno de Jackson le propuso que la hiciera en captura de movimiento, esa técnica que permite crear personajes fotorrealistas enchufándole al actor electrodos por todos lados para capturar o sea robarle los gestos y movimientos y después encastrarlos en entornos hiperrealistas digitalizados. Danger! a excepción de los insoportables hombrecitos azules de Avatar, las películas que usaron captura de movimientos eran todos bodrios, muy feos de ver. Ya sea porque le gustó el desafío o por que le encantó hablar con Jackson, el bueno de Stephen se decidió por esta técnica. Bueno, tanto le gustó colaborar con Jackson que lo asoció al proyecto: si la película es un éxito, habrá una segunda que dirigirá el bueno de Peter. Lo demás si fue coser y cantar o un laburo de enanos lo sabrán ellos, la cosa es que aquí está Tintín, animada y en 3D (también en 2D, ¡gracias a Dios!)
 

En esta parte, parafraseo la vieja rima infantil y me pongo a cantar: Yo no son Tintinólogo, ni lo quiero ser, porque los Tintinólogos se echan a perder. Y sí, los Tintinólogos tienen que bailar con un par de feas. Hergé era un hombre muy sensible al aire de su tiempo y acataba las bajadas de línea sin mucho tamiz. La primera aventura de Tintín, por influjo de un sacerdote católico fascista, es colonialista mal, con congoleños brutos que justificaban la intervención "civilizadora". Después cuando los Nazis tomaron Bélgica, Hergé trabajó en un diario colaboracionista. Si bien dicen que en ese período quitó toda referencia a lo que pasaba en la calle, cuando trabajas en una pescadería, el olor se te pega. Después, en tiempos más correctos políticamente, su trabajo se circunscribió a realidades más perfumadas. Como sea, eso es historia antigua, muy discutida y aclarada. En la Segunda Guerra y sus prolegómenos, no todos estuvieron todo el tiempo del lado correcto. A lo que voy, es que como no soy Tintinólogo, no sé que hay de traición o respeto en la adaptación de Spielberg, o sea que llego virgen, si ese milagro es posible a mi edad, a disfrutar o padecer la película. Virgen de preconceptos, aclaro, de lo demás, mejor voy fundido a negro.
 

De todos los países que habita la obra de Spielberg, el mejor, sin duda, es el de la infancia. Tiene una manera única de mandarnos de vuelta a la inocencia, a la ingenuidad, a la sed de aventuras. Tintín es agotadoramente energizante, un pase libre a todos los juegos de un parque de diversión fascinante. Y uno no sabe con cuál quedarse, ¿con la bellísima y estilizada secuencia de títulos alla Saul Bass?, ¿con el aterrizaje en el desierto?, ¿con la persecusión por la ciudad?
 

El queridísimo Jamie Bell (ni en la desmemoria más oscura me olvidaré de su Billy Elliot) le presta voz y cuerpo a Tintín; el tatentoso Daniel Craig es el enemigo de turno; el portentoso Andy Serkins (el Gollum de El señor de los anillos, el Kong de King Kong, el César de El planeta de los simios-(R)Evolución) es el querible Capitán Haddock y los fabulosos Simon Pegg y Nick Frost son los dos Thompson.
 

A los que nos gusta el cine de aventuras, no hay manera mejor de empezar el año. Y Spielberg tiene razón, si una película es buena, a los dos minutos nos da lo mismo si es animada, con actores, en 3D, 2D o 4D. El medio ya no importa, sólo el goce.
 

Un abrazo, Gustavo Monteros