sábado, 29 de octubre de 2011

Los tres mosqueteros en 3D



No necesitamos otro héroe, cantaba Tina Turner al final de Mad Max III. La afirmación era irónica, casi no habría cine sin héroes. Ahora bien, hablando de necesidades y de héroes. ¿Quién necesita otra versión de Los tres mosqueteros? Nadie salvo los productores que necesitan alimentar el 3D antes de que el público se harte de los anteojitos o se dé cuenta de que es un cazabobos de circo o de parque de diversiones tan magnético como la mujer barbuda. ¿Cuántas veces puede seducirse al público con la mujer barbuda? Ya hartaron una vez con el 3D y es cuestión de tiempo antes de que harten otra vez. Mientras tanto a explotar la supuesta novedad. La Disney que es capaz de vender los cubitos de la criogenia de su fundador con tal de ganar otro dólar, hace un par de semanas relanzó El rey león en 3D y en cualquier momento relanzan Blancanieves para que podamos ver los enanitos en volumen o el volumen de los enanitos. ¡Qué genial! Productores de la Argentina, ¿para cuándo la versión 3D de La guerra gaucha, La Patagonia rebelde o Los bañeros más locos del mundo? Aunque pensándolo bien, Isabel Sarli en 3D debe ser todo un espectáculo.

Toda esta perorata es para decir que el único y muy módico encanto de los nuevos tres mosqueteros es la parte final de su título o sea el bendito 3D. Todo, desde el mapa con edificios para ilustrar los recorridos hasta los anacronismos o actualizaciones están pensadas para lucir el 3D. Aunque, claro, los aspectos no escenográficos no lucen bien ni en 2D, 3D o 4J. El guión gana el premio a la peor adaptación de la novela de Dumas. Es elemental, ramplón, torpe. No enoja porque es tan tonto que da lástima. Los personajes, para seguir con el juego de las D, están reducidos a 1D. Son como las siluetitas de los jeroglíficos. D’Artagnan gana el premio (y no es culpa del actor) al peor D’Artagnan de la historia. El poco humor que destila es involuntario, porque el que propone el film es más malo que azotar a Lassie o lanzar a Dakota Fanning por un precipicio (esto último, no se lo digan a nadie, yo lo haría con gusto; sé, sin embargo, que está mal, muy mal, pobre e insoportable Dakota). Si los trucos de Milady de Winter se parecen a los de Matrix no es pura coincidencia, un homenaje o un replanteo superador, no, es un afano a mano armada. Tampoco es casual que haya un look Piratas del Caribe, no, es la deliberada y poco imaginativa decisión de darle al público algo que conoce, no sea cosa de que se desoriente o tenga que descifrar una nueva estética. Pero, contra todo pronóstico, las actualizaciones no me molestaron tanto. Tanto, remarco. Hay un prólogo en una bóveda inventada por Da Vinci (y sí, vampiricemos a El código Da Vinci, después de todo es una novela y una película que conocen hasta las piedras del camino). Y hay una nave aérea que es mezcla de barco y zeppelín. Creo que este artefacto no me molestó porque cuando hace su entrada, estaba tan aburrido que así hubiera entrado una nave extraterrestre con ET incluido me hubiera parecido bien.

El elenco hace lo que puede, que es muy poco de todos modos ante un guión tan pobre y una dirección empeñada en los efectos. Christoph Waltz (Richelieu), Mads Mikkelsen (Rochefort) y Orlando Bloom (Buchingham) procuran sobreactuar para darles un poco de espesor 3D a sus personajes. De Logan Lerman (D’Artagnan), Luke Evans (Aramis), Ray Stevenson (Porthos), Freddie Fox (Luis XIII), Gabriela Wilde (Constance), Juno Temple (la reina) y James Corden (Planchet) mejor ni hablar, aunque, insisto, no es culpa de ellos. Y con mucha buena voluntad, mucha, mucha, podríamos decir que Matthew Macfadyen (Athos) (que fuera el inolvidable Mr Darcy de Orgullo y prejuicio) y Milla Jovovich (Milady de Winter), (que fuera la inolvidable Leeloo de El quinto elemento) dan algo parecido a una actuación, lo que en el contexto no es decir mucho.

Dirigió Paul W. S, Anderson, cuyo máximo mérito cinematográfico es ser esposo en la vida de real de Milla Jovovich. Al menos algo tiene indiscutible, su buen gusto para las esposas.

Ah, como corresponde, la historia de Milady de Winter queda inconclusa y abierta para la consabida venganza. ¿Todavía estará de moda el 3D cuando la hagan? Ojalá que no.


Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 22 de octubre de 2011

Aquel martes después de Navidad



Hace un tiempo ya, tomábamos café con una amiga. ¿Qué estás escribiendo ahora?, me dijo de pronto. Una obra sobre adúlteros, contesté. ¡Qué plomo!, comentó, el adulterio ya pasó, es un tema agotado. Sonreímos y cambiamos de tema. No le dije que para mí no lo era, que las relaciones familiares de todo tipo y color, las relaciones de pareja de toda laya, la soledad, el desamor y esas cosas eran como el music hall y la Judy Garland de la Walsh o sea eternos como el sol. Al final, condicionado o no por la respuesta tan tajante de mi amiga, no escribí la obra sobre aquellos adúlteros sino cuatro obritas en un acto sobre infidelidades, traiciones, dobleces y duplicidades varias.

Ahora, el rumano Radu Muntean le da un tratamiento radicalizado al tema. En un reportaje, a la pregunta de qué tema le interesaba abordar en Aquel martes después de Navidad, contestó: La historia de un hombre enamorado de dos mujeres. Con mis coguionistas nos propusimos contar una situación que no es la que los clichés habituales describen. No es que el protagonista, que está casado, tenga una amante: se enamora de otra mujer. Ese es su conflicto. Tampoco que esté harto de su esposa, que ya no la quiera, que le parezca que se puso gorda o vieja, que la relación entre ellos esté acabada. Nada de todo eso. Lo que sucede es que su relación con Raluca es más apasionada que la que tiene con la esposa. Pero eso no quiere decir que haya dejado de querer a Adriana. Tampoco es que él pretenda engañar a la amante con la mentira de que se va a separar de la esposa e irse con ella. La amante tampoco lo presiona para que lo haga. O sea que no hay ninguno de los clichés habituales.

A confesión de partes, relevo de pruebas. Sólo resta concluir que logró con creces lo que se propuso. Más que el melodrama habitual del triángulo esposo-amante-esposa, hay un conmovedor drama ético, que se maneja desde la planificación y la puesta en escena con sumo cuidado para que no prime el punto de vista de alguno de los personajes sobre el de los demás. Eso sumado a una actuación carente de todo artificio y la ausencia de los típicos subrayados musicales nos da la sensación de estar espiando a unos vecinos. No somos manipulados esta vez para ponernos de parte de tal o cual personaje sino que se nos insta a ver el dolor de todos. Y como cuando uno espía, comprendemos que bajo la superficie de lo que vemos hay mucho más que no termina de revelarse.

Mimi Branescu (Paul), Maria Popistasu (Raluca) y Mirela Oprisor (Adriana) nos desarman y conmueven por la naturalidad con la que se manejan. Logran el milagro de no dejarnos ni sospechar que están actuando.

Piensen como mi amiga o no, vean Aquel martes después de Navidad. Radu Muntean nos demuestra que no hay temas agotados sino maneras agotadas de tratar un tema.

Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 15 de octubre de 2011

El árbol de la vida



Haré algo que jamás pensé que haría. Transcribiré una crítica ajena. No por vagancia, desidia o cansancio sino porque creo que describe bastante cabalmente lo que la película es. Después, como corolario, expondré mi humilde opinión.

EL ARBOL DE LA VIDA, DE TERRENCE MALICK, CON BRAD PITT Y SEAN PENN, PALMA DE ORO DEL FESTIVAL DE CANNES
Acerca del origen y el destino de las especies
De una ambición desmesurada, la nueva película del director de La delgada línea roja es una suerte de poema sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica.
Por Luciano Monteagudo
7
EL ARBOL DE LA VIDA
The Tree of Life,
Estados Unidos/2011
Dirección y guión: Terrence Malick.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Música: Alexandre Desplat.
Efectos especiales: Douglas Trumbull.
Diseño de producción: Jack Fisk.
Intérpretes: Brad Pitt, Sean Penn, Jessica Chastain.

Brad Pitt es el padre terrible que, a la manera de Dios, inspira tanto amor como temor. 

En los afiches, al frente del elenco, figuran Brad Pitt y Sean Penn, pero en El árbol de la vida, la estrella es el director, Terrence Malick, y su protagonista es nada menos que el misterio del universo, desde el origen de los tiempos hasta estos días. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?, son algunas de las preguntas que se hace la nueva película de Malick, un film de una ambición desmesurada, una suerte de poema épico-sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica.

Con tantos defensores como detractores desde que en mayo pasado se alzó con la Palma de Oro del Festival de Cannes, The Tree of Life es esa clase de obra en la que el cineasta –para bien o para mal– se asume plenamente como artista. Y más aún, como pensador. En el caso de Malick, eso significa arrogarse la herencia de los llamados “trascendentalistas estadounidenses” (Whitman, Thoreau, Emerson) y su noción de la naturaleza como expresión de la unidad del mundo y de Dios. Y ponerla en crisis con toda una tradición cristiana que se remonta al Antiguo Testamento, al enfrentar la idea de naturaleza contra la de gracia divina.

Esa lucha interior está en el centro de la familia O’Brien, oriunda de la pequeña localidad de Waco, estado de Texas. Padre (Brad Pitt), madre (Jessica Chastein) y tres hijos varones llevan una vida relativamente feliz en una localidad arquetípicamente estadounidense, aunque esa existencia no está exenta de fuertes conflictos internos. Figura brillante pero a la vez severa y autoritaria, el padre impone su ley y su orden en esa casa, donde se escuchan Brahms y Bach y se reza en la mesa antes de empezar la cena. Quien sufre particularmente este peso del padre, esta sombra, es el hijo mayor, Jack, que de adulto –perdido en la gran ciudad, lejos de la Madre Naturaleza– estará encarnado por un cariacontecido Sean Penn.

Hay amor y también odio en esa relación padre-hijo, pero la película –a contramano del cine que suele producir Hollywood– reniega no sólo del realismo, sino de la linealidad del relato. La película va y viene en el tiempo de la manera más libre, al punto de que ni siquiera es necesario establecer si se está frente a ensoñaciones o recuerdos. Y en un gesto de audacia retrocede salvajemente hasta el comienzo del mundo, cuando la Tierra parece estar en formación y las aguas se funden con los magmas de lava y se forman lagos y montañas y los meteoritos sacuden la superficie del planeta.

De ese caos y de esa energía –materializados en la pantalla por Douglas Trumbull, el legendario técnico a cargo de los efectos especiales de 2001: Odisea del espacio, de Kubrick, un film que funciona como referente para Malick– provienen también los O’Brien, parece decir la película, donde la naturaleza está siempre presente como una fuerza creadora eterna. Y está incluso en los momentos más banales de la vida de esa familia, que Malick pinta siempre con una estructura fragmentaria, con trazos aislados, como si lanzara líricos brochazos de sol sobre la pantalla.

El árbol de la vida no siempre puede estar a la altura de semejantes ambiciones y, por momentos, es de una puerilidad absoluta, como cuando se empeña en representar algo así como el alma universal con una especie de abstracción con forma de ameba, que se agita hacia el comienzo y el final del film. Otras instancias están más logradas, pero resultan redundantes, como cuando en ese viaje hacia la historia pre-humana Malick –gracias a la tecnología digital– parece recorrer en apenas unos minutos la distancia que va de 2001: Odisea del espacio a Jurassic Park, con dinosaurios y todo. Se diría que las cimas y abismos en la creación del mundo que describe el film también los alcanza la película misma, donde el mejor cine también convive con el peor.

La evocación del mundo de la infancia, por ejemplo, no podría ser más perfecta, como si Malick hubiera abrevado en sus propios recuerdos familiares para encontrar allí una suerte de verdad esencial, que es capaz de transmitir con el vuelo lírico de un auténtico poeta. De hecho, y aunque Malick es famoso por el celo con el que guarda su vida privada (no otorga entrevistas desde su primera película, Badlands, en 1973), se sabe que el director pasó su infancia en Texas y que perdió un hermano siendo muy joven, como aquí le sucede al conflictuado Jack O’Brien. (No es una casualidad que sus iniciales remitan al Libro de Job, citado en el prólogo del film.) Pero lo que importa, en todo caso, es la sensorialidad, la manera con que el director consigue despertar en cada espectador sus propios recuerdos, un poco como sucedía también en El espejo (1975, Andrei Tarkovski), otro film que trabajaba a partir de la memoria fragmentada de las experiencias y sentimientos fundantes de la infancia.

Por el contrario, todas aquellas escenas ubicadas en el presente, donde Sean Penn interpreta a Jack de adulto, parecen en comparación torpes, obvias, remanidas, con el personaje poniendo cara de sufrimiento en una jungla de cemento y cristal, perdido en su propia confusión espiritual. Ni qué decir de esa secuencia a orillas del mar, con una estética publicitaria estilo New Age, en la que Jack atraviesa una suerte de portal y se reencuentra con una infinidad de ánimas errantes, entre ellas las de sus padres y hermanos, todos fundidos en un abrazo de amor universal.

Es que El árbol de la vida finalmente es un film estructurado a partir de oposiciones a veces tan tajantes como maniqueas, desde el conflicto religioso entre los conceptos de naturaleza y gracia divina que se manifiesta en el prólogo hasta los contrastes entre padre y padre, infancia y madurez, comienzo y fin. No parece casual entonces que esa lucha se dé también en el corazón mismo de la película, en su contenido tanto como en su forma.

(Publicada el Jueves, 29 de septiembre de 2011 en Página 12)


Sí, coincido en muchos aspectos con lo que se transcribió. Terrence Malick (Malas tierras, Días de gloria, La delgada línea roja, El nuevo mundo)  que se ponía fichas como artista, se asume como tal. Y ¿eso qué corno significa? Lanzarse a la propia interioridad, bucear en ella y sin ninguna concesión hacia el público, expresar el mundo propio, con la convicción de que lo surja, personal e intransferible será, sin embargo, relevante y significativo para el resto de los mortales. Grandes artistas que en el mundo han sido: Bergman, Fellini, Kurosawa, Billy Wilder no se asumieron como tales, nunca prescindieron del público y prefirieron que el tiempo que se mide en historia les dijera si lo habían sido o no, y en vida gozaron de laureles y homenajes. Otros, Goddard, Pasolini, Antonioni, Kubrick se asumieron como artistas y lograron resultados dispares. En la plástica, asumirse como artista es el único camino, pero en las disciplinas de representación (cine, teatro) puede ser suicida, o lo que es peor masturbatorio.

Pero ¿cómo le fue a Malick? No sale mal parado, pero tampoco se sostiene con firmeza. El árbol de la vida es una experiencia única que puede ser vista como una genialidad o como una auténtica bosta. En mi caso, pasé por ambas percepciones alternativamente. Cuando se concentra en la familia, en la relación amor odio entre padre e hijo, en el pasaje de la niñez a la adolescencia, el film respira plenitud y talento; pero cuando le agarra el ataque metafísico que se traduce en una especie de documental National Geographic me pareció insoportable, aburridísimo, larguísimo, agobiantemente absurdo. El ataque más New Age, la parte que le corresponde a Sean Penn, me resulto más soportable, pero de una obviedad y superficialidad preocupantes, sobre todo en alguien que se autoerige en filósofo de la imagen.

Actoralmente, a Jessica Chastein le va mejor, tiene algo para hacer y lo hace muy bien. Brad Pitt da una buena actuación, quizá porque el modo oblicuo, tangencial que elige Malick para filmarlo le conviene a su más que limitado talento. Y como mi maldad no tiene límites, me indispondré con sus admiradoras y diré que por momentos se le nota mucho el bótox, el colágeno o lo que sea que se use para inflar mofletes y borrar arrugas. El pobre Sean Penn, al que le toca la parte simbólica deambula con cara de santo que se le pasó el día.

En definitiva, una película atípica a la que hay que ir advertido. Esperamos haber sido útiles.

Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 8 de octubre de 2011

Pina 3D


Pina es una película que casi no fue. Durante veinte años, Win Wenders y Pina Bausch hablaron de hacer un film juntos. Cuando Wenders decide que el proyecto sería una buena oportunidad para que él experimente con el 3D, al que consideraba un fenómeno de feria (sic) (sí, Win, el 3D es un truco berreta de parque de diversiones) y está todo listo para empezar, Pina muere. Wenders decide suspender el proyecto, pero los bailarines lo convencen que no. El film que iba a ser una celebración de las coreografías de Pina pasa a ser un homenaje para Pina (sic, otra vez).

Pina es un documental estructurado sobre fragmentos de la obra de Pina, recuerdos de sus bailarines y escenas de archivo con la coreógrafa. Lo mejor, la escenificación de las distintas piezas; el resto, muy discutible. Que las coreografías no estén completas da un pantallazo más abarcador a la obra, pero les resta emoción y las reduce a un puro esteticismo. La parte documental luce muy “armadita”; los bailarines enfrentan la cámara en silencio y en off se oye lo que dicen, todo muy panegírico, nada que ilumine el trabajo o la relación que tenían con ella, la glorifican, la santifican, la endiosan; parece que nunca los agotó, los sacó de quicio, los incomodó. No es que esperara chusmajes o broncas, sino algo que le diera espesor humano a Pina, la dinámica de una relación más terrestre. Para airear lo teatral, de tanto en tanto se les pide a los bailarines que expresen en un movimiento, una imagen o un trazo coreográfico lo que Pina representa para ellos y eligen o son puestos “casualmente” en escenarios en los que el 3D queda más “bonito”. Y, perdón, pero la insistencia con el tren aéreo parece querer vendernos turísticamente la ciudad. Y, perdón, otra vez, pero una de las escenas en el cruce de calles parece una propaganda de MacDonald’s, la gran M es el único cartel visible y el ojo se va hacia él una y otra vez, además cuando hay un cambio de plano, el cartel persiste, espero que les hayan regalado algunas hamburguesas. Respecto a la secuenciación de las coreografías, Wenders no da siempre en tecla. Editar algo que está pensado para verse por completo y elegir con la cámara un punto de vista es siempre un riesgo, porque puede darse la sensación de que lo que quedó afuera es más relevante que lo que se muestra. Y la inclusión del material de archivo es poco feliz, en vez de conmover crea un frío distanciamiento. Wenders declaró que en un principio pensó en poner sólo danza, pero que prefirió lo que ahora vemos. No sé, creo que la imagen pura hubiera sido mejor. De todos modos, la obra de Bausch, aunque fragmentada es muy bella y compensa lo demás.

Un abrazo, Gustavo Monteros

sábado, 1 de octubre de 2011

Vaquero



Si pudieran oír los pensamientos de Julián (Juan Minujin), quizá no lo meterían preso ni lo internarían en un psiquiátrico, pero sin duda tendría que dar unas cuantas explicaciones. Y si pudiera expresar aunque más no sea un poco de lo que piensa, por ejemplo decirle a su padre (Daniel Fanego) que se la pasa elogiando a sus compañeros y nunca a él, y a su colega de filmación (Leonardo Sbaraglia) que lo admira y que lo envidia, sus neurosis no desaparecerían, pero al menos pasaría de ser un rey de los neuróticos a un neurótico vasallo, (en algunos casos la pérdida de privilegios es una bendición).

Aunque no lo parezca por lo que acabamos de decir, a Julian Lamar no la va nada mal. Es un actor profesional en ascenso con trabajo en teatro y cine, la familia lo quiere y lo apoya, pero el pobre no puede disfrutar de su presente porque tiene la cabeza quemada por la obsesión de estar en un lugar en el que por ahora no está, un sitio de más éxito, prestigio y reconocimiento. Por fuera es un tipo amable, bastante integrado, pero por dentro maneja un furia visceral que vuelca contra el que se le ponga a tiro y, principalmente, por una cuestión de cercanía, contra él mismo.

Ese contraste entre el monólogo interior que oímos y el afuera que vemos estructura la película. La neurosis galopante que padece le impide establecer vínculos afectivos, una sexualidad plena y capitalizar sus logros profesionales.

Hay una observación pormenorizada del mundo de los actores, donde las inseguridades, las vanidades, las envidias, y las ambiciones pueden que se  patenticen más, pero que no son exclusivas de los mismos y ahí radica la relevancia de la película, donde la pintura del mundillo propio se vuelve universal.

El personaje no es ningún bastión de simpatía, pero es imposible no empatizar con él. Sus impulsos autodestructivos serán feroces, pero el patetismo que despierta es conmovedor.

Esta opera prima de Juan Minujín denota que es la obra de un actor. El elenco que se completa con Guillermo Arengo, Esmeralda Mitre, Esteban Lamothe, Sergio Pángaro y Julieta Vallina, aparte de los ya mencionados, está perfecto. Mención especial para Pilar Gamboa, sensible y deliciosa. Y Minujín, el gran protagonista de Un año sin amor y Zenitram, como actor es hipnótico.

Una muy buena película argentina que desnuda la trastienda de los actores y que ilumina conductas tan equivocadas como humanas.

Un abrazo, Gustavo Monteros