sábado, 30 de abril de 2011

Mis tardes con Margueritte






Había una vez en un pueblito francés tan encantador y pintoresco como el de una obra de Marcel Pagnol, un tontón tan grandote como brutazo. De niño fue maltratado por su madre (algunas mamás en su día más que un regalo merecerían un buen escupitajo en medio del rostro) y por su maestro (algunos docentes merecerían que se les revocara el título y que les sumergieran las manos en aceite hirviente). A Germaine, el tontón, un grupo de amigos en un bar le permiten beber con ellos, más como objeto de burla que por camaradería. Que Germaine no sea un pozo ciego de resentimiento y crea todavía en la especie humana es un auténtico milagro. Pero no todo es horroroso en la vida de Germaine. Una conductora de autobús, inteligente y bella, lo ama porque claro, Germaine es Gérard Depardieu, y el hombre habrá perdido gallardía y donosura con los años, pero ganó en kilos y en sensibilidad, y hoy es el equivalente humano a James P. "Sulley" Sullivan, el bicho inmenso y entrañable de Monsters, Inc.


Un día, en la plaza del pueblo, conoce a Margueritte (así con dos tes por un error de ortografía de su padre al anotarla), una anciana luminosa de 95 años. Margueritte (Gisèle Casadesus) tiene un libro en sus manos y le lee un pasaje. Germaine visualiza todo lo que se le lee. Será la iniciación al vicio de la literatura. Germaine seguirá siendo grandote, pero ya no será ni tontón ni brutazo.


Mis tardes con Margueritte (La tête en friche) de Jean Becker como todo cuento de hadas es ingenuo, tiene giros melodramáticos, redenciones sorpresivas, y finales justicieros. Para ser disfrutado a pleno, el film exige que dejemos nuestro cinismo en el foyer del cine. En mi caso, tres factores se unieron para que lo lograra. Uno, la naturalidad y la facilidad con la que Depardieu abraza el personaje; dos, la ratificación de que la educación debe estar al alcance de todos; y tres, la celebración de la literatura, que no dará la felicidad, pero ayuda bastante. Conceptos, estos dos últimos, a los que adhiero con fervor.


En el transcurso de la película, se leen extractos de “La peste” de Albert Camus, “La promesa del alba” de Romain Gary, “Un viejo que leía novelas de amor” de Luis Sepúlveda, y “La niña de alta mar” de Jules Supervielle.


Transcribo la cita completa de “La promesa del alba” de Romain Gary, porque googleando otra cosa, la encontré de casualidad y no me gusta contradecir el azar: «No es bueno ser amado de esa manera, tan joven, tan pronto. Uno se acostumbra mal. Mides, confías, aguardas. Creemos que eso existe en otra parte, que lo podemos encontrar. Con el amor materno, la vida te hace al alba una promesa que jamás cumple. Después nos vemos obligados a comer frío hasta el final de nuestros días. Después de eso, cada vez que una mujer te abraza y te aprieta contra su corazón no hace más que darte el pésame. Uno siempre vuelve a aullar sobre la tumba de su madre, como un perro abandonado. Nunca más, nunca más, nunca más, unos brazos adorables te rodean el cuello y unos labios dulces te hablan de amor. Tú ya sabes de qué va. Fuiste muy temprano a la fuente y te lo bebiste todo. Cuando vuelves a tener sed, por más que busques por doquier, ya no quedan pozos, sólo hay espejismos. Desde el primer resplandor del alba, has hecho un estudio muy riguroso del amor y dispones de documentación. Vayas donde vayas, llevas contigo el veneno de las comparaciones y pasas el tiempo esperando lo que ya recibiste... »

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 24 de abril de 2011

El gato desaparece

Carlos Sorín (La película del rey, Historias mínimas, El perro) es uno de nuestros grandes maestros y no hay quien lo niegue. Decide ahora jugar con el thriller y nos da una de las películas más firmes, precisas y elegantes del cine argentino.


Luis (Luis Luque) es un profesor universitario de literatura y regresa a su casa después de estar internado en una clínica psiquiátrica por un brote psicótico en el que atacó a un ayudante de cátedra. Beatriz (Beatriz Spelzini), su mujer, luce desencajada. ¿Por temor a que el brote se repita o la loca es ella? Sólo uno de los muchos interrogantes que nos planteamos mientras el argumento se desarrolla.


En un thriller lo más importante es el “durante”, que la narración nos atrape y que nos mantenga en vilo. Y claro, que la resolución esté a la altura de la intriga planteada. Esto aquí se cumple a rajatabla. El único “pero” es que a la salida, con el rompecabezas armado, comprendemos que la historia es tan mínima como endeble en su plausibilidad, aunque ya no importa, porque nos entretuvo mientras se desenvolvía.


Muchos factores contribuyen a que la intriga nos interesara en todo momento. La impecable secuenciación, la maravillosa dirección de arte de Margarita Jusid, la deslumbrante fotografía de Julián Apezteguía (Crónica de una fuga, Carancho, Los Marziano), la bellísima música de Nicolás Sorín (hijo del director) y las notables actuaciones de un elenco parejísimo.


Luque, Spelzini y María Abadi (como la hija) ofrecen trabajos que sólo los superlativos pueden describir. Y que ande por allí la gran Norma Argentina no es un placer menor. Ni que decir de la presencia del inolvidable protagonista de El perro, Juan Villegas (cuando apareció en escena, quien esto escribe y unas cuantas personas más emitimos un “Ah” de reconocimiento y afecto; es que quien haya visto El perro no puede sino recordar con cariño a Juan Villegas).


Toda una sorpresa, El gato desaparece. Se estrenó casi sin aviso y nos dio una hora y media de entretenimiento inusitado.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 16 de abril de 2011

Los Marziano

Ana Katz (El juego de la silla, La novia errante) es una directora muy personal que está desarrollando una voz única en la cinematografía argentina. Su parangón habría que buscarlo en algunas películas de Wes Anderson (Los fabulosos Tenembaum, Rushmore) o en Embriagado de amor de Paul Thomas Anderson. El método que utiliza, al igual que en los ejemplos mencionados, es la descomposición de la comedia clásica y el desbaratamiento sistemático de sus efectos cómicos tradicionales hasta lograr una amalgama cómico-dramática que podríamos denominar contracomedia. Dicho método procura volver evidentes verdades y profundidades subyacentes en situaciones en apariencia banales o de una cotidianeidad anodina o de una comicidad prosaica. No se persigue la carcajada sino más bien una sonrisa cómplice o conocedora. Y el resultado final es de extrañeza ante situaciones conocidas que se tornan levemente feéricas o un poco excéntricas. Como puede deducirse, el trabajo actoral es crucial en este estilo de comedia.

En el presente caso, el argumento podría remitir a la comedia costumbrista argentina típica, pero, como dijimos, se pretende otra cosa. Juan (Guillermo Francella) es un locutor de provincia al que no le fue del todo bien en la vida; está peleado con su hermano, Luis (Arturo Puig) al que aparentemente le va mejor, si se juzga como un ideal o un logro vivir en un country. La hermana de ambos, Delfina (Rita Cortese) y la mujer de Luis, Nena (Mercedes Morán) procuran reconciliarlos.


El mundo de cada hermano está contado estupendamente. Los detalles son certeros y expresivos. La resolución es apropiada y contundente. La empatía que se crea con los espectadores es inmediata.


Guillermo Francella, como en El secreto de sus ojos, se aparta de los histrionismos que le dieron fama y fortuna, y entrega otro trabajo atendible y logrado. Me quedo corto y me corrijo, superlativo. Arturo Puig, uno de nuestros más grandes actores teatrales, lamentablemente poco convocado por el cine, luce concentrado y enfurruñado, y contribuye con justeza y generosidad a la emoción final. Cortese y Morán ratifican ser actrices dotadas y maravillosas, luminosas y hondamente humanas.


Los rubros técnicos son impecables y es muy hermosa la música del Chango Spasiuk.


Los Marziano
es una rareza. Es una película industrial, no independiente, con nombres populares y convocantes, pero no es la comedia que el afiche o el pasado de los actores podría sugerir, sino una obra de autor. Ojalá que el público que la vea, aunque pueda llegar a esperar otra cosa más tradicional, la aprecie y la disfrute. Ojalá que tanta minuta berreta al paso que ofrece la tele todo el tiempo no haya arruinado el paladar del espectador popular.


Consejo de amigo, si pueden, véanla, es una muy buena película.


Un abrazo,

Gustavo Monteros

viernes, 15 de abril de 2011

Homenaje a Sidney Lumet

El sábado pasado se fue de gira Sidney Lumet. A modo de homenaje por las horas y horas de buen cine que nos hizo disfrutar, vuelvo a publicar el agradecimiento que le tributé a propósito del estreno de Antes que el diablo sepa que estás muerto.

Antes que el diablo sepa que estás muerto


Hay artistas que aman su arte por encima de toda consideración, que ven su talento como algo natural que no merece una celebración exagerada. Uno los cree víctimas de una humildad malsana. Se toman tan en serio su rol de laburantes del arte, que no especulan con la elección de proyectos que asegurarán su nombre o consolidarán su fama. Prefieren el trabajo continuo, la frecuentación constante de su arte. En la Argentina, el ejemplo que se me ocurre es el de Roberto Carnaghi, quien ha prestado su figura a proyectos excelsos y a aventuras que sólo se podrían disculpar por la atendible necesidad de parar la olla. Pero más que por eso, uno intuye que es porque no puede estar sin actuar, y donde sea que esté, siempre dignifica su arte entregando sus mejores recursos.


El cine yanqui tiene uno de esos héroes: el director Sydney Lumet.


Su capacidad creativa está a la altura de la de Kubrick, Scorsese, Coppola, Polanski o Spielberg. Pero por trabajar mucho, durante años se lo consideró un artesano eficiente y recién ahora se le está dando la categoría de maestro, que en realidad siempre tuvo. Cuando recibió el Oscar por la trayectoria, premio consuelo que les dan a los que soslayaron sistemáticamente por celos o marketing, no pasó factura ni se hizo autobombo, sino que aprovechó la ocasión para hablar de su arte y terminó dando una clase magistral, que pasó desapercibida entre el glamour y la estupidez habitual de esa fiestita anual.


A él le debemos: Doce hombres en pugna, Límite de seguridad (Fail Safe), El prestamista, Serpico, Tarde de perros (mi favorita entre las de él), Network, poder que mata, Príncipe de la Ciudad, Será justicia (The verdict), El precio del poder (Power), Daniel, entre otras.


Amante del teatro, llevó al cine respetuosas versiones de Panorama desde el puente (Arthur Miller), Largo viaje de un día hacia la noche (Eugene O'Neill), El hombre de la piel de víbora (The fugitive kind sobre Orpheus descending de Tennessee Williams), La Gaviota (de Anton Chejov, con las magníficas Simone Signoret y Vanessa Redgrave), Equus (Peter Shaffer) , La colina de la deshonra (The Hill de Ray Rigby), Trampa mortal (de Ira Levin), El sueño de Stella (Garbo talks de Larry Grusin).



Riguroso director de actores, bajo sus ordenes, muchos dieron su actuación más compleja: Al Pacino (Tarde de Perros), Treat Williams (Príncipe de la ciudad), Raf Vallone (Panorama desde el puente), Katherine Herpburn (Largo viaje de un día hacia la noche) Henry Fonda (Doce hombres en pugna). Y le sacó algo nuevo a algunos caballos veteranos que volvieron a correr como potrillos: Paul Newman (Será justicia), Gene Hackman y Julie Christie (El precio del poder), Ingrid Bergman (Crimen en el expreso de Oriente), Anne Bancroft (El sueño de Stella), Sean Connery (Negocios de Familia).



Llevar novelas al cine, tampoco le generó grandes inconvenientes: Llamada para un muerto (de John Le Carré), El grupo (de Mary Mc Carthy), Los tapes de Anderson (de Lawrence Sanders), Crimen en el expreso de Oriente (de Agatha Christie, Asuntos de familia (de Vincent Patrick).



Los fanáticos del musical le reclamamos la poca onda que le puso a El Mago (The Wiz), pero había tanto ego suelto y tanto productor desesperado porque la plata invertida se viera, que prácticamente sólo le dejaron poner la cámara.



Aún sus títulos no tan logrados son interesantes: Un extraño entre nosotros con Melanie Griffith, El lado oscuro de la justicia (Night falls on Manhattan) con Andy García, La mañana siguente (con Jane Fonda y Jeff Bridges), Tan culpable como el pecado (con Rebecca de Mornay y Don Johnson), Gloria (la remake del film de Cassavetes con Sharon Stone).



Y ahora, a los 84 años, con el brío que más de un director joven le envidiaría, se despacha con una obra maestra; una indagación, incisiva como pocas, de la decadencia de la sociedad yanqui: Antes que el diablo sepa que estás muerto, en la que un par de hermanos decide robar la joyería de sus padres. Una lección de cine por donde se la mire, desde el uso de la cámara, la banda de sonido, la dirección de arte, el manejo de los tempi del guión, hasta como dirigir a un actor. La actuación es sencillamente sobresaliente. Philip Saymour Hoffman, Ethan Hawke, Marisa Tomei, Albert Finney y Rosemary Harris resplandecen, sacan a la luz la tremenda humanidad de sus personajes.



El título sale de un brindis irlandés: "Que tengas comida y ropa, una almohada mullida para tu cabeza, que estés 40 años en el Cielo antes que el diablo sepa que estás muerto."



Yo por mi parte levanto la copa y brindo: ¡Larga vida a Sydney Lumet!Hoy en día hay muchas maneras de ver cine: el DVD, legal o trucho, el video, el cable o las bajadas de Internet, pero esta maravilla merece la vieja ceremonia de ir al cine. Sé que no me condenarán por mi entusiasmo.


Crónica publicada el 13 de julio de 2008


Sólo me queda agregar: El rey ha muerto, ¡viva el rey!


Gustavo Monteros

sábado, 9 de abril de 2011

Revolución - El cruce de Los Andes

Hace una chorrera de años (tantos que es como si hablara de algo sucedido en una vida pretérita, en otra encarnación), fui un niño y vi El santo de la espada de Leopoldo Torre Nilsson en la primera fila del Cine Gran Rocha. Me había llevado mi hermano y era tanta la gente que no nos quedó otro remedio que sentarnos tan adelante. Me hundí en la butaca y hacía fuerza como para correrla porque sentía que la pantalla se me venía encima. Habíamos llegado sobre la hora y al ratito empezó. No bien se apagaron las luces, la platea explotó en gritos, silbidos y aplausos, como cuando íbamos al cine con la escuela. En la película era como si el general y el caballo de la plaza hubieran cobrado vida. Aunque no se comportaban como un caballo y un hombre de verdad sino como una estatua un poco más flexible, pero igual de ferrosa. El gran Alfredo, el de la dicción perfecta y la voz timbrada, en versión San Martín, era incapaz de decir: Me duele la panza; no, decía: La Patria me impone el Sacrifico de ignorar Las Dolencias Corporales. Era un San Martín de libro de texto, de revista para el colegio, de discurso de acto escolar. Alfredito nunca estuvo más grandioso, más aparatoso, más altisonante. No se bajaba del pedestal ni para besar a Remedios, que era Evangelina Salazar de Ortega, quien había sido también la primera Jacinta Pichimahuida, de modo que era como tener la escarapela recién planchada en la solapa. Sólo faltaba el olor a tiza, tomar distancia y las ganas de que ya fuera el recreo. Una clase especial tema San Martín en el cine en vez de en el aula.

Pasaron los años y a San Martín le quitaron tanto el bronce, que casi ni héroe era. Volvió al cine de la mano de Jorge Coscia, interpretado por Rubén Stella (El general y la fiebre). Era tan humano y sufriente que daba pena. La fiebre que lo consumía lo desproveía del mito, pero también de grandeza. Y San Martín sin hazaña es como el vecino taciturno de la esquina. San Martín sin gloria y fanfarria no existe, que para eso es San Martín.


San Martín y Belgrano, aunque no queramos, nos devuelven siempre a la infancia, porque fue allí donde los conocimos. Y ese chico que fui me pedía que Revolución, El cruce de los Andes fuera una película pochoclera clásica, con un San Martín heroico como en versión Bruce Willis. Sudado, sangrante pero heroico y único. Ni de bronce ni tan humano, pero héroe.


Tras una chorrera de años que no soy niño, ya tendría que saber que no hay que llevar expectativas al cine. La casualidad o la historia con minúsculas (con muchas minúsculas) nos volvió a reunir a San Martín y a mí en el mismo cine: el Gran Rocha. Había gente, pero no estaba lleno como la vez anterior (bah, sólo un fenómeno como El secreto de sus ojos puede hoy llenar el Gran Rocha).


Pasado el shock inicial de que todos los actores pueden ser San Martín, aunque en el fondo ninguno pueda serlo, Rodrigo de la Serna resulta la elección ideal. Por naturaleza es tiesito, armadito, lo que le viene muy bien al personaje. Ojo, no quiero implicar que sea tenso o envarado, no, sólo quiero decir que es derechito como un álamo, lo que, insisto, le viene de perillas a cualquier San Martín. Este San Martín ya no es marmóreo como Alcón ni sufriente como Stella, pero por la visión del director (Leandro Ipiña) es un poquito histérico. No es culpa de de la Serna, quien, salvando ese rasgo del personaje, hace un buen trabajo, en el que (se agradece mucho) hasta incluye el humor.


La discusión es con el guión y la visión del director, que tienen sus más y sus menos. Hay una buena decisión inicial, concentrarse en el cruce de los Andes y en la batalla de Chacabuco. También es buena la idea de partir de los recuerdos de Corvalán, el amanuense. Lástima que ese foco se pierde y no se desarrolla a fondo. De haberse quedado en ese punto de vista se habría ganado en intensidad, y la película no se hubiera difuminado hasta parecer un documental ficcionado. La subtrama del fraile es buena y cierra, y la batalla tiene una secuenciación eficiente. Y es muy efectivo el pequeño thriller del cruce de Los Andes. Pero es efectista y berreta, cercana a la insoportabilidad, la banda sonora.


Y aunque me haya quedado con las ganas de que San Martín fuera un héroe como para Bruce Willis, creo que merece verse. Por Los Andes, de la Serna, porque son más sus más que sus menos, y porque San Martín merece menos actos, conmemoraciones, plazas y estatuas y más películas.


Un abrazo,

Gustavo Monteros

viernes, 1 de abril de 2011

Nunca me abandones

Kazuo Ishiguro, autor de la novela en que se basa esta película, quien escribiera también Lo que queda del día, no tuvo tanta suerte esta vez como con James Ivory, Emma Thompson y Anthony Hopkins.

Nunca me abandones
es una historia de amor en un trasfondo de ciencia ficción. Y como en todo relato de ciencia ficción, hay especulaciones. En este caso, sobre el sentido del destino, el arte, el alma y las esperanzas que anteponemos para no aceptar lo inevitable. El relato de amor descansa en un triángulo de jóvenes, tan equivocados como en una obra de Chejov. Y no se necesita ser cínico para saber que los cuentos románticos más conmovedores son los de amores no correspondidos que terminan mal.


Y eso es lo que aquí falla, el relato es astuto, está bien armado, pero no conmueve. El director, Marl Romanek (Retratos de una obsesión), quizá por excesiva reverencia al noble material original, se preocupa por que todo sea bello, prolijo, elegante, pero a la vez, sin quererlo, le sale solemne, envarado y distante. Y un par de los tres protagonistas poco ayudan. Bah, no ayudan en nada.


Keira Knightley (Los piratas del Caribe, El rey Arturo, Realmente amor, Dominó, La duquesa) y Andrew Garfield (Leones por corderos, El imaginario mundo del Doctor Parnassus, Red social) son dos chicos con suerte y pocas luces. Ella estuvo bien en Orgullo y prejuicio y desaprovechó la oportunidad en Expiación, deseo y pecado de pasar a la historia, entregando sólo una actuación correcta. Él parece llevarse bien con los roles secundarios y no termina de entender de qué va un protagónico. En el otro blog, no hace mucho, hablábamos de New York, New York, una película fallida que sus protagonistas volvieron insoslayable. En otra oportunidad mencionamos que el gran Ingmar Bergman, sin sus actores, hubiera sido otro director pretencioso y pagado de sí mismo. En cine, los actores son tan importantes como el director. En nuestro país, por ejemplo, La isla y Esperando la carroza de Doria, La Patagonia rebelde y No habrá más penas ni olvidos de Olivera, La casa del ángel, Los siete locos y Boquitas pintadas de Torre Nilsson o El hijo de la novia y El secreto de sus ojos de Campanella no serían lo que son sin sus actores. Y volviendo al caso en cuestión, ni Keira Knightley ni Andrew Garfield tienen más voluntad o talento que para hacer lo correcto. Mimados por la popularidad mediática carecen de dientes fuertes para roer los huesos ricos y sabrosos que les tiran. La juventud no es excusa. Goldie Hawn era una niña en Flor de cactus. Meryl Streep poco menos que acababa jardín de infantes en El francotirador, Manhattan y Kramer versus Kramer. Diane Keaton casi no había tenido la menarca en Amantes y otros extraños, El padrino y Sueños de un seductor. Pero tenían hambre de gloria y sabían lo que era el cine. La cámara mima, pero no perdona melindres y titubeos. Y la suerte, que sólo llega una vez, según dicen, se la aprovecha o se ve pasar siempre el tren desde el andén. No sé cuántas oportunidades más tendrá Keira Knightley de ser una auténtica estrella de cine, pero si sigue así, pasará a la historia por ser la actriz más tonta del planeta. No actúa mal, pero se nota cada vez más que su cara es tan larga como la de un caballo, porque al quedarse en la medianía, no genera ninguna magia. Y para caballos, preferimos a Míster Ed. Los directores tampoco son excusa. Muchos que hoy son leyenda han dado actuaciones notables a directores poco duchos en manejar actores. Como sabe todo deportista, el hambre de gloria no se fabrica, se trae o no se trae.


La única que saca las papas del fuego es Carey Mulligan (la impar protagonista de Enseñanza de vida), pero sola no puede mantener a flote el espectáculo que sus dos compañeros se empeñan en hundir.


En papeles secundarios brillan la experimentada Charlotte Rampling y Sally Hawkins (la luminosa actriz de La felicidad trae suerte).


En resumen, un film bello y frío, que se deja ver, pero que deja la sensación de que podría haber sido mucho mejor en otras manos y con otros actores acompañando a Carey Mulligan.


Un abrazo,

Gustavo Monteros