viernes, 25 de febrero de 2011

127 horas

Aron es egocéntrico, narcisista, pagado de sí mismo, soberbio, o sea un personaje ideal para James Franco. Se cree tan mimado por Dios que se va de excursión a los cañones de Moab, Utah, sin avisarle a nadie, nadie, ni llevar un teléfono celular (!!!). Al hombre le gustan el montañismo, las carreras con bicicletas todo terreno, y esas cosas. La cuestión es que se mete en el pasadizo de un cañón, y no va y se le cae una piedra que le atrapa el brazo y lo deja, claro, inmovilizado. Echará mano a todo lo que sabe de supervivencia y la desgracia lo hará repasar algunas elecciones de su vida hasta ese momento. ¿Saldrá de su predicamento? ¿Cómo? (¿Pueden creer que hubo un crítico tan aguafiestas que contó el final? Se escudó en que era un caso real muy conocido. Hay que ser ganso.)


Si en el teatro un unipersonal es de por sí una tour de force, en el que el intérprete y el público se entretienen o mueren en el intento, porque no aparecerá otro actor o actriz a dar variedad o contraste, en cine, como en este caso, la tour de force es una película que ronda sobre sí misma en una única situación. Y al director, más que nunca, sólo le queda entretener o matar de aburrimiento. No habrá progresión de argumento, ni desarrollo de personajes, ni variedad de locaciones. Todo un desafío, mire.


Danny Boyle (Tumba a ras de la tierra, Trainspotting, Vidas sin reglas, La playa, Exterminio, Millones, Sunshine: Alerta solar, Slumdog millionaire / ¿Quieres ser millonario?) recoge el guante, saca a relucir su arsenal de recursos, le saca brillo a su manejo de la edición y, como su protagonista, se lanza a la aventura sin ningún reaseguro. No haré más suspenso, logra entretener y nos mantiene en vilo durante una hora y media. El hombre se las ingenia para explotar su única situación desde todos los encuadres y hacer crecer la tensión. En su malabar chino con platos rodantes, ninguno deja de girar ni se le hace añicos.


Eso sí, como dijo en broma en un reportaje, la única condición para disfrutar de este film es que te guste James Franco. Casi no hay fotograma sin su presencia. En lo personal el chico me cae bien. Sin exagerar. No me voy a poner a llorar si falta al asado. Pero la simpatía me alcanzó para comprender que hace un buen trabajo actoral. Sin embargo me pareció que el departamento de maquillaje lo trató con mucha indulgencia. Está bien que a los jóvenes se les note poco el estrés, pero que casi siempre esté fresco y lozano me parece más una concesión al mandamiento hollywoodense de que el protagonista esté permanentemente bonito que a una elección estética en este caso medio injustificable.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 18 de febrero de 2011

El ganador

Las películas de boxeo son cuentos de hadas para hombres. Creo que los dos grandotes en el ring corporizan simbólicamente la justa que todos debemos lidiar contra el desamor, el destino, la muerte. Obviamente algunas veces nos alzamos con el título y otras nos damos de narices contra la lona, las más nos refugiamos contra las cuerdas hasta que suena la campana.


Hoy las películas de boxeo se debaten entre dos modelos ejemplares: Rocky (I, claro, la mejor, que hasta se llevó un Óscar como Mejor Película) y El Toro Salvaje (que no ganó un Óscar, pero es una de las cumbres del cine). Rocky Balboa era un simplón con determinación, disciplina y coraje; no ganaba la pelea, celebraba la dignidad de los que se esfuerzan y llevan sus capacidades al límite y se quedaba con toda la simpatía de la platea. El Jake La Mota de De Niro ganaba y perdía en el ring y a lo sumo empataba con los demonios que arrastraba fuera del ring; no despertaba simpatía alguna, pero se quedaba con nuestra comprensión, respeto y temor, porque después de todo ¿quién no esconde en el casillero del vestuario un rencor, una amargura, una frustración?


El ganador se ubica en el justo medio de estos dos modelos. Hay oscuridades y demonios sobre todo en lo que tiene que ver con los personajes de Christian Bale y de la madre que hace Melissa Leo; pero también buena voluntad, simpleza y valor en los personajes de Mark Wahlberg, Amy Adams y Jack McGee. Por momentos tiene la blancura inmaculada de los films con personas buenas, y en otros, las sombras de los fims con personajes llenos de dobleces y sinuosidades. Se basa en una historia real y sigue los primeros años de la carrera de Micky Ward. Todo el desarrollo exuda verdad, a la que no poco contribuyen las actuaciones, la ambientación, el vestuario, la fotografía, las locaciones, pero ¿cuánto de esto pasó tal como se cuenta? La sospecha surge porque da envidia ver cómo se resuelve el conflicto central. Ojalá fuera así de sencillo corregir conductas equivocadas, asumir errores y perdonar. Quizá mi sospecha es injusta y todo fue cómo se relata. Sé que hay personas buenas y nobles que pueden aceptar sus equivocaciones y enmendarlas. Pero, por desgracia, no es tan común. Si fuera la norma y no la excepción, el mundo sería un lugar mejor y más fácil.


El ganador es una muy buena película de David O. Russel (Secreto íntimos, Flirting with disaster, Amo a Huckabees, Tres reyes) con actuaciones sobresalientes. Christian Bale añade a su galería de grandes trabajos una caracterización inolvidable. Melissa Leo está perfecta. Amy Adams, que es una de mis debilidades, está hermosa, fresca y sincera. Mark Wahlberg hace un buen trabajo, pero no termina de enamorar porque le busca recovecos a un personaje que en esencia es un patito feo, bueno y noble como pocos. Más alla de los "peros", disfrutable y recomendable.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

El cisne negro

Nina Sayers (Natalie Portman) es una bailarina clásica con “problemitas”. Aunque ya es toda una señorita, vive y piensa como una niña. Su pieza está llena de ositos de peluche y antes de dormir escucha una cajita de música. Huele a osamenta de tan flaca, medio pomelo es toda una comida y si comió de más, al baño a meterse los deditos. Mamá, Barbara Hershey, corta una torta como si la apuñalara y pasa de la sobreprotección a la monstruosidad en un parpadeo. Mejor no contradecirla ni enojarla y contestarle las 700 llamaditas diarias al celular. En el trabajo la competitividad feroz está a la orden del día. Se descuida y termina con vidriecito molido en las zapatillitas. Todas estas cositas no contribuyen en nada a que la cabecita le funcione cual relojito. Vive ansiosa, al borde del sobresalto. La pobrecita apenas puede con su vida. Pero como esto recién empieza, la cosa se complicará más. Como le dieron el raje a la prima ballerina (Winona Ryder), el coreógrafo (Vincent Cassel) debe elegir quien la sustituya en los dos cisnes, el blanco y el negro en la próxima reedición de El lago de los cisnes. Nina da el blanco, puro, etéreo, como ninguna, pero como el negro, misterioso, sensual, maligno, no convence. Por suerte, la eligen. (Sabrá Dios en qué honduras hubiera caído la chica si no la hubieran elegido. Perdón, no crean que estoy revelando algo que debería callar. Todavía no llegamos al quid de la cuestión). Pero una recién llegada a la compañía, Lily (Mila Kunis), que pasa de apoyarla a serrucharle el piso, da el cisne negro como los dioses, aunque para el blanco deba “fabricar” pureza.


El cisne negro es un film fascinante y original. Original porque el eje del thriller emocional, que es en primera instancia, pasa por ver si una bailarina, una artista, logra la meta que se propone. Claro, como es una chica con problemitas, hay que ver qué precios internos debe pagar para abarcar el personaje. Y fascinante porque Darren Aronofsky (Pi, Réquiem por un sueño, La fuente de la vida, El luchador) arma un film que permite dos visiones, una que se centra en la anécdota, su desarrollo y su desenlace sorprendente (una lectura superficial, si se quiere, pero muy gratificante), y otra, más profunda, que permite aventurar elucubraciones sobre la delgada línea que separa la cordura de la locura, los terrores que representan los “suplentes”, los “remplazos”, y el eterno tema del doppelgänger, el doble más bien maligno.
Aronofsky trabaja con libertad, desprejuicio y astucia, y se apoya en herramientas de cine intelectual o artístico (la cámara en mano intrusiva; el uso de los espejos, los reflejos; el encuadre expresionista, etc.), pero también en los tradicionales efectos del cine industrial: los cambios de ritmo narrativo y de montaje sonoro, que provocan los sustos del típico cine de terror).


Aparte del insustituible e inconmensurable soporte que le brindan la fotografía, la escenografía, el vestuario, la música, etc. Aronofsky cuenta con el apoyo incondicional de un elenco perfecto. Natalie Portman se entrega sin retaceos a la aventura. Su trabajo deslumbra. Y aunque su “bailarina” convence plenamente a un lego, bailarines y coreógrafos han declarado que movimientos y posturas que toman años y años aprender, no se pueden adquirir en meses y que la chica hace agua en cuanto profesional de la danza. Ellos sabrán, no se discute a un experto. Vincent Cassel, en plan de Pigmalión mezclado con Svengali, seduce y mete miedo. Winona Ryder, en irónico papel de estrella a la que se le pasó el tren está muy bien (cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia). Barbara Hershey es una madre que deja a la Faye Dunaway de Mamita querida a la altura de la madre adoptiva monjita que hacía Laura Bove en Papá Corazón. Mila Kunis es una toda una sorpresa. Le chorrea talento.


El cisne negro es de esas películas con código propio que puede ser amada u odiada por los mismos motivos. Aronofsky es un maestro en “comunicar” desequilibrios psicológicos, recuerdo haber detestado Réquiem por un sueño porque me parecía tan cercana como revulsiva. Ésta, no sé si por ser un teatrero de alma, primero me dejó de una pieza y después hablando pavadas. Ojalá que si la ven, les pase lo mismo.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 11 de febrero de 2011

Temple de acero

Los hermanos Coen son como los chicos terribles del grado. No los revoltosos de siempre que son un poco sociópatas, que psicológicamente tienen un tornillo flojo o que sufren de algún problema endocrinológico. No, más bien de los que se sientan atrás para tener más libertad, para distanciarse, que son muy inteligentes, que comprenden lo que se les explica antes de que termine el enunciado, y que cuando hacen una broma, es tan astuta que uno no sabe si reírse o matarlos. Nunca se integran del todo, pero tampoco están siempre al margen.


Durante años los Coen fueron los outsiders de Hollywood, desarrollaron una carrera envidiable de manera independiente. Y un buen día, les entregan un Óscar, Hollywood quiere integrarlos, pagarles cualquier travesura que quieran hacer. Y ellos se miran y se dicen: ¿qué diablos hacemos aquí si somos sapos de otro pozo? Y otro día, como consecuencia natural de lo anterior, un “major film studio” les ofrece producir una película. Y ellos (¡sorpresa!) eligen hacer una remake de True grit (Temple de acero), western de 1969 de Henry Hathaway, que le permitió al cowboy eterno, John Wayne, ganar un Óscar.


Todos esperaron una broma mayúscula, una reformulación cínica llena de audaces diabluras. Pero ellos, bromistas supremos, habrían de toma una decisión que dejaría al mundo con la boca abierta.


Para empezar se apartaron radicalmente de la idea de una remake, el film del 69 les importaba un corno, y se concentraron en la novela de Charles Portis, en la que se basaba. La novela, según se dice, desató en su momento toda una polvareda. Portis hacía hablar a los cowboys de una manera florida y articulada que contradecía el estilo parco y medio bruto que hasta ese momento el género del atribuía. Según se dice también, nadie sabe a ciencia cierta cómo hablaban los cowboys, de modo que bien podían ser fluidos y elegantes. No extraña que a los Coen les atrajera esta controversia. Los juegos del habla no les son ajenos. Sus guiones evidencian que tienen un oído fino de dramaturgo avispado. Y así, con sumo respeto al trabajo de Portis, entregan un guión en que los personajes son tan locuaces como elocuentes.


Visualmente optaron por dar otra sorpresa, no tan sorpresiva si se los analiza lógicamente. En sus películas las trasgresiones y las rarezas iniciales fueron dejando paso a un estilo más depurado y despojado, cercano al clásico. Cinéfilos impenitentes, como todo buen director, cuando trasgredían lo hacían con pleno conocimiento de causa. Y si ahora eligen narrar en estilo clásico puro, no hacen otra cosa que remitirse a lo que siempre conocieron o dominaron, aunque antes elegían contravenirlo.


Que volvieran a trabajar con Jeff Bridges, con quien no lo hacían desde El gran Lebowski (personaje y film, estrambóticos como pocos) creaba la expectativa de alguna chanza cruel que se mofara con algún despropósito actoral extemporáneo de la actuación de John Wayne (convengamos que el Duke fue más una estrella que un actor). Dicha expectativa también quedaría incumplida. Bridges da una actuación honesta, compenetrada y directa, sin dobleces ni guiños.


En definitiva, esta vez la gran broma es portarse bien, hacer los deberes y tener las uñas limpias.


Temple de acero es una fiesta clásica. Una historia de redención y venganza contada impecablemente, con personajes claros que se definen por cómo se comportan y hablan, a la vieja usanza. No necesitan que los defina un encuadre o el complemento musical. La acción progresa con naturalidad, sin sobresaltos berretas. Cada escena está armada con precisión y elegancia.


Jeff Bridges, Matt Damon, Josh Brolin y la joven debutante de 14 años, Hailee Steinfeld, todos los secundarios y hasta los extras actúan como los dioses, como es lógico en una película de los Coen.


Muchos se quejan de que es tan prolija y convencional que no parece de los Coen. No opino lo mismo. En un mundo cinematográfico que se ha ido al carajo varias veces, lo más revolucionario que se puede hacer es volverse clásico.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

El discurso del rey

Si siguen así, los ingleses van a fundar un nuevo género con esto de rellenar los puntos suspensivos de algún hecho histórico del que sólo se saben los aspectos salientes. El método es sencillo en apariencia, tomar una situación (en general, menor, pequeña) de la que sólo se sabe las consecuencias e imaginar el proceso y los pormenores que hubo detrás. El dramaturgo/guionista Peter Morgan es el que más ha practicado el truco: La reina, Frost/Nixon, El nuevo entrenador, Longford. Esta tendencia, más respetuosa, íntima, es como una derivación de la moda de los 90 de desnudar en biografías escandalosas las miserias de cuanto famoso o notable se les venía a la cabeza. (De esa moda, lo único rescatable que queda más o menos en pie es Master Class, obra teatral de Terrence McNally sobre la Callas). Ahora el guionista David Seidler se suma a la vertiente y nos entrega un episodio de la vida del rey Jorge VI para esta prolijísima película de Tom Hooper. (Eso sí, una aclaración se impone, el guión, por conveniencia comercial o por discreta elegancia, deja de lado una circunstancia histórica, explicable en el contexto socio político de la época: el Duque de York (no Jorge VI, of course) tenía una inclinación filonazi. Oops!!!)


El Príncipe Alberto, Duque de York (Colin Firth), el segundo hijo de Jorge V es tartancho mal. El pobre anda por ahí haciendo el ridículo, discurseando en público. Su esposa, Isabel (Helena Bonham Carter) lo lleva a ver varios especialistas que fracasan en el tratamiento. Dan finalmente con un terapista australiano, Lionel Logue (Geoffrey Rush), excéntrico y poco amigo del protocolo, que demuestra ser el maestro ideal para el futuro Jorge VI. La película se centra en las clases y en la amistad que cimentan.


El relato es atractivo, seductor y fue descripto con justicia como un entretenimiento sensible alternativo para espectadores maduros hartos de las estupideces del cine industrial corriente. Colin Firth, Helena Bonham Carter y Geoffrey Rush dan caracterizaciones inolvidables. Debo confesar que las disfunciones del habla me conmueven mucho por lo que arrastran y provocan, así que mi simpatía por el personaje de Firth fue absoluta. Ya es obvio que no soy el único, en buena ley, una catarata de lauros está premiando su actuación.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

jueves, 3 de febrero de 2011

Lazos de sangre

Lazos de sangre (Winter’s bone) es un milagro. Participa del retrato social, del cuadro psicológico, del thriller, del film noir, del relato del pasaje de la adolescencia a la madurez, de la descripción de mafias, y hasta de la tragedia griega. Se permite todos estos lujos por el simple trámite de contar una buena historia con el mayor cuidado hacia los personajes y a los ambientes que los determinan. Ambos pueden ser intransferibles, pero las resonancias son universales.

Ree (Jennifer Lawrence) tiene 17 años y está al cuidado de sus hermanos menores. El padre está ausente y la madre, catatónica por una depresión profunda. Un día aparece el sheriff y le dice que a menos que el padre aparezca va a perder la casa. El padre la dio como garantía de su fianza. Ree comienza un peregrinaje tozudo para indagar vecinos con los que lejana o cercanamente está emparentada. Como Antígona desafiará el poder establecido y se pondrá al borde del sacrificio. Como Ifigenia será víctima de los errores y ambiciones de sus mayores. Se condolerán de su desesperación, apreciarán su valentía, pero se empeñarán en el silencio y en ocultarle la verdad. Aunque, claro, se sabe, no hay dique que no desborde. Teardrop (John Hawkes), un tío, jugará un rol decisivo, pero nunca sabremos si va a ayudarla, abusarla o matarla.

La acción transcurre en un rincón de las montañas Ozark, tierra hostil, desolada, empobrecida. Contracara perfecta del sueño americano, raramente visitada por el cine. Sus habitantes ya no sobreviven destilando whisky ilegal sino “cocinando” metanfetamina. Una posible salida para los jóvenes es el ejército, de allí que muchos lugareños lleguen a ser carne de cañón del avaricioso Tío Sam.

La magnífica fotografía de Michael McDonough le da textura, entidad, dignidad y una opaca belleza a ropas y ambientes inmersos en un entorno brutal. Nadie podrá acusarlo de darle pintoresquismo a la miseria.

Del excelente elenco que mezcla profesionales y no, sobresalen entre los primeros la inolvidable protagonista, Jennifer Lawrence, un prodigio de expresividad y comunicatividad, y John Hawkes, impredecible, peligroso; entre los segundos, se destacan el soldado reclutador, que es eso en la vida real y que concibió su diálogo y la señora que canta en la reunión.

La directora, Debra Granik se inscribe en el diccionario de los grandes del cine. Con Lazos de sangre es fácil jugar a la clarividencia y augurarle destino de clásico.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Conocerás al hombre de tu vida

Pobre Woody Allen. Está de moda pegarle. Hay un movimiento internacional que bien podría denominarse Pegándole-a-Woody. El hombre, ha hecho chistes al respecto, no tiene ni espalda ni cintura para recibir ningún castigo. Tiene, eso sí, constancia, ego, prepotencia de trabajo. Y talento, claro. ¿De qué se lo acusa? De pesimista, de repetirse, de no innovar y hasta de tener buenos chistes y un diálogo brillante sin sustancia (¡?) El veredicto es que se retire o que no filme una película anual, deje pasar unos años y haga una verdaderamente buena. Cuenta a su favor con los actores, grandes y pequeños, famosos e ignotos. Podría parafrasear a Shakespeare y decir: No ha nacido el actor que no quiera trabajar conmigo. (Sí, está bien, para esta película lo dejó plantado Nicole Kidman, pero primero había aceptado. Camino del aeropuerto la australiana se arrepintió y pegó la vuelta a casa. Como toda chica linda, y de las otras también, no se lleva bien con el paso del tiempo. Tuvo miedo de no ser desnuda el knock-out que fue. Tranquila, Nicole; Marlene y Sophia pasaron por lo mismo y sobrevivieron. Sos más que una cara bonita.) Lo apoya también una legión diminuta de críticos, por suerte, en franco crecimiento. Como siempre que se da un debate tan polarizado, uno se pregunta: ¿y yo de qué lado me pongo? Por las dudas hago acopio de sentido común y digo: Bueno, no cruzó todavía el límite del aburrimiento. Es que en fondo soy un espectador muy primario. Mientras no me aburran, está todo bien. Los directores pueden no pasar por su mejor momento, pueden fastidiarme, defraudarme, enojarme, pero, por favor, no me aburran. Cuando me aburren, pierdo la paciencia, todo discernimiento crítico y no quiero volver a verlos por un buen tiempo o por siempre jamás. Seamos claros, el cine (todo espectáculo, en realidad), comercial, de arte, experimental o amateur, es ante todo un entretenimiento. Y si fallan en esa premisa básica, no son nada. Y Woody, hasta ahora, jamás me aburrió. Además, para ser sincero, la peor de sus películas es cinco veces superior a la avalancha de bodrios promedio que estrenan cada semana y que recibe más indulgencia y buena voluntad que el petiso neoyorquino.


You will meet a tall dark stranger se centra en la disolución de dos matrimonios, el de Anthony Hopkins y Gemma Jones, y el de la hija de ambos, Naomi Watts con Josh Brolin, y en el posterior derrotero de los cuatro. Después de los títulos, la yuxtaposición de la vieja canción para el Pinocho de Disney, When you wish upon a star, con la voz del narrador enunciando que la historia ilustrará la famosa cita de Shakespeare que “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y de furia, que no significa nada”, nos informa con claridad que estamos ante una comedia amarga. Como en una obra de Chejov, las elecciones sentimentales de los personajes serán todas equivocadas, perderán oportunidades que se volverán irrecuperables y entre frustración y frustración, desnudarán alguna que otra miseria. Los protagonistas están definidos con exactitud, cosa que no puede decirse de algunos secundarios, torpemente redondeados. La cámara se mueve con destreza, la ambientación y el vestuario son elocuentes y bellos, y la banda de sonido, como acostumbra, es un placer adicional.


Hopkins, Jones, Watts y Brolin actúan como los dioses, y cada uno tiene su escenita de lucimiento en que vuelan alto. Lucy Punch le hace honor a su apellido, Freida Pinto (la chica de Slumdog millionaire) es muy bella, y Antonio Banderas sale bien parado de un papel desagradecido. Y la adivina chanta no es nada menos que Pauline Collins, la inolvidable Shirley Valentine.


Allen, hoy, por el tironeo de visiones al que está sometido su trabajo, obliga a tomar una postura casi política. Se puede castigarlo por no estar genial y no ver su película; demonizarlo por repetirse y no ver su película; protestar por no estar a la altura de su fama y ver su película; o disfrutar lo que ofrece sólo por lo que es y ver su película. Ustedes eligen.

(Coda chismosa: Nicole Kidman iba a hacer el personaje que encarna Judy Punch.)

Un abrazo,
Gustavo Monteros