viernes, 29 de julio de 2011

Copia certificada





















Para paradojal, nada como el hombre. Me la paso puteando que no nos dan más que basura hollywoodense y cuando, como excepción, ¡por fin!,  nos dan una película decente, ando con ánimo de ver un film pochoclero de cuarta. Y sí, cuando la peli empezó, estaba con más ganas de ver a los musculosos de moda cagarse a tiros con explosiones de autos como fondo mientras los invaden unos extraterrestres deformes, que degustar un ejemplo insoslayable de cine arte. Por suerte, a los minutos estaba tan encantado, seducido, hipnotizado por lo que veía, que parecía que nunca hubiera querido ver otra cosa.

James Miller (William Shimell) es un escritor inglés que está en Florencia presentando un libro llamado Copia certificada en el que sostiene que en arte las copias son tan o más valiosas que el original. La dueña de una tienda de antigüedades (Juliette Binoche) lo invita a conversar con ella y lo llevará de paseo a Lucignano, un pueblito de Arezzo. En el viaje filosofarán y al llegar, harán un juego de roles que los trasmutará en pareja, una copia certificada de las experiencias de su vida que los acercará a la verdad de lo que son y sienten.

Abbas Kiorastami (El sabor de la cereza) entrega un film, en apariencia, sencillo, directo y humilde que es, en esencia, profundo, reflexivo, indagador. Como bien dice Herb Bloomfield: “Una película que muestra el mundo, mientras se piensa a sí misma”. Antinomias como representación y realidad, ilusión y verdad, original y copia, se despliegan y multiplican fascinantemente una y otra vez.

Juliette Binoche, que se llevó el premio a la mejor actriz del Festival de Cannes, 2010, por este trabajo, es de una luminosidad enceguecedora. Como Meryl Streep o Catherine Deneuve acepta los estragos del paso del tiempo con naturalidad y al revés de otras que se plastifican o se siliconizan para eternizar la fugaz belleza, luce arrebatadoramente sensual y terrena. William Shimell, un celebrado barítono inglés, debuta a lo grande como actor de cine y concreta una actuación inolvidable y perfecta.

Mis queridos amigos cinéfilos, larguen todo y vayan corriendo al cine. Copia certificada es un auténtico, legítimo, verdadero tesoro. Absolutamente imperdible.


Un abrazo, 

Gustavo Monteros

domingo, 17 de julio de 2011

Tengo algo que decirles

Al cine del ítalo-turco Ferzan Ozpetek el adjetivo “elegante” le viene de perillas, como se decía antes. Su cine es naturalmente elegante, igual que esas personas que incluso desgreñadas y rotosas son gráciles y con donaire. Dos temas son recurrentes (aunque no excluyentes, uy, me salió rimado) en su obra: la familia y la homosexualidad. En el presente caso, como el título en español lo delata, una salida del clóset pone en marcha el argumento. Esta familia, como todas, tiene sus peculiaridades, entre las que no se cuenta la facilidad para aceptar la sexualidad diferente. El padre, sobre todo, sufre la confesión como una afrenta imperdonable. Cerca del final, otra puesta en claro acelerará algunas decisiones.

En las tres películas anteriores estrenadas en el país (Hamam-El baño turco, El hada ignorante y La ventana de enfrente) primaban el drama o el melodrama, aquí la balanza se inclina para el lado de la comedia. No de la que provoca carcajadas sino de la que despierta sonrisas amables. La película es despareja, pero agradable. Y la elegancia antes mencionada acentúa los logros y disimula los yerros. Entre estos últimos figuran algunas caracterizaciones esteoripadas, como la del padre, que no se desbarranca en la caricatura por la mesura del actor; diálogos demasiado “armados” como el de la pelea de los hermanos, muy literario o teatral; inconsistencias como los amigos “locas” que se disfrazan de heterosexuales, pero que al natural, la escena de la playa, no son tan “locas”; excesos como que la abuela no pare de tirar sentencias. Entre los logros están la cena de la confesión; las deliciosas mucamas; el diálogo en la marroquinería, que si bien es un lugar común, está bien puesto y resuelto; la escena final que bordea el realismo mágico; y que el ritmo y el interés no decaigan.

El cine italiano no tendrá hoy maestros incuestionables como otrora, pero conserva la vitalidad y ese-no-sé-qué sanguíneo tan latinos que atrapa. En resumen, agrada porque la elegancia y la amabilidad son seductoras irresistibles.
Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 9 de julio de 2011

De dioses y de hombres

El título de la novela del Gabo García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, describe con exactitud esta película. No crean que mato el suspenso. Aunque no conozcan el caso real en que se basa, no se necesita ser Columbo para descubrir con sólo ver el afiche que los curitas son boleta. Bueno, también puede describirse como el viaje que va de la sensatez al misticismo, que lleva a su vez al sacrificio inútil, al martirologio evitable. (Lo primero es objetivo; lo segundo, mi temeraria apreciación).

La cosa es así. El año es 1996. El lugar, un monasterio de Tibhirine (Argelia) al ladito de los montes Atlas. Los protagonistas, ocho monjes trapenses que se dedican a lo que se dedican los monjes trapenses: meditar, rezar, cantar, cuidar la huerta, vender miel, atender enfermos, ser buenos vecinos, etc. Se los ve buena gente. De repente se arma un cacao entre el gobierno de facto (los milicos siempre traen quilombo) y unos terroristas islámicos (fundamentalistas, of course). Surge entonces la pregunta del millón: ¿irse o quedarse? Decisión difícil si las hay. Los curitas están muy apegados al lugar, sienten que es, por azar, elección o designio divino, su lugar en el mundo. Algunos querrán irse, otros quedarse. De a poco, todos madurarán la elección de quedarse. Craso error, piensa uno.

La película es clara, pero puede tener muchas interpretaciones. Algunos la verán como la glorificación de la fe y el sacrificio en un mundo descreído que desconfía de esos valores. Otros la verán como la aseveración de que hay determinadas decisiones que te matan, elijas lo que elijas; de un lado, una muerte real, del otro, una muerte en vida. A mí me tiró más para el lado de la ratificación de una verdad de Perogrullo que muchos insisten en desmentir: nadie escapa a la política. Ni la modelo más frívola ni el monje más espiritual. Siempre se está de un lado o del otro. Por convicción u omisión. No existe lo “apolítico”. Estos curitas, por ejemplo, quedarán tan en el centro de la tormenta que serán tironeados por los dos bandos en pugna. Los terroristas los respetarán, pero también desconfiarán de su mansedumbre, porque por historia la institución a la que representan siempre estuvo del lado opuesto al que están ellos y porque por tradición el país al que pertenecen (Francia) hasta ayer nomás andaba colonizando a lo bruto. Los milicos, por su falta de adhesión manifiesta al régimen y por su conducta piadosa, pensarán que simpatizan con los terroristas. Tan en el “centro” están que por momentos no se sabe de dónde vendrá la bala, si de los terroristas o de los milicos. El curita jefe dirá que el gobierno es corrupto, pero claro ellos con esas cosas no se meten. Saben que los terroristas son sanguinarios, pero atienden al herido por misericordia cristiana. Y si se sigue la idea por ese lado, se concluye que mueren de exceso de inocencia, lo que en el barrio se llama de otro modo, nada amable.

Como se ve, esta película de Xavier Beauvois es harto interesante. Atrapa, enoja y conmueve. Los rubros técnicos son impecables, pero no atraparía sin un elenco parejo y talentoso. Lambert Wilson y Michael Lonsdale son las caras conocidas, pero los otros seis no van a la zaga en expresividad, convicción y entrega.

Un remanso de calidad en una cartelera semanal (se exceptúan El laberinto y Medianoche en París) dominada por la habitual oferta pochoclera yanqui.
Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 2 de julio de 2011

Medianoche en París

Woody Allen es hombre de darse los gustos y celebrar su fantasía. En La rosa púrpura del Cairo, concretó un delirio que cruzó alguna vez por la cabeza de los que vamos mucho al cine: ¿y si las sombras planas que se pasean por la pantalla no fueran tales y tuvieran vida propia en una realidad paralela a la nuestra? Como recuerdan, no sólo daba una rotunda respuesta afirmativa sino que hasta un actor/personaje se escapaba de la pantalla y se colaba en la vida real.

Ahora vuelve realidad el sueño de algunos turistas de París. Muchos van a la Ciudad Luz por la arquitectura, algunos por los museos y otros a sentarse en cafés, bistrós, restaurantes por los que anduvieron hombres y mujeres notables que en el mundo han sido. Estos peculiares turistas van a embebecerse en los lugares visitados por sus notables favoritos, y a veces, mientras toman su café o comen sus tallarines, imaginan que los encuentran y que hablan con ellos. Una actriz amiga pasó una tarde maravillosa en un bistró de Montparnasse conversando con un Chagall fantasmal o imaginario que le contó todos sus secretos. La jarra de vino, que fue lo único que pudo pedir por tener poca plata, contribuyó no poco a la ensoñación. Los efectos pudieron haber sido más devastadores de no haberse apiadado el mozo y alcanzarle una panera y un platito con manteca. Vino, pan y manteca aparte, esta película y la vida demuestran que las personas de la cultura no estamos muy en nuestros cabales que digamos. De estarlo nos dedicaríamos a profesiones más sensatas como el resto del mundo.

París tuvo muchas épocas doradas. Una de las más recordadas es la de la década del veinte. Entre otros, coincidieron Zelda (Alison Pill) y Francis Scott Fitzgerald (Tom Hiddleston), Cole Porter (Yves Heck), Ernest Hemingway (Corey Stoll), Juan Belmonte (Daniel Lundh), Joséphine Baker (Sonia Rolland), Alice B. Toklas (Thérèse Bourou-Rubinsztein), Gertrude Stein (Kathy Bates), Pablo Picasso (Marcial Di Fonzo Bo), Djuna Barnes (Emmanuelle Uzan), Salvador Dalí (Adrien Brody), Luis Buñuel (Adrien de Van), T.S. Eliot (David Lowe), Henri Matisse (Yves-Antoine Spoto) y Man Ray (Tom Cordier). Pavada de gente para conocer y mezclarse.

Woody Allen le concede el sueño de conocerlos y mezclarse con ellos a Gil Pender (Owen Wilson) un guionista de Hollywood con aspiraciones de novelista. Gil está en París acompañando a los suegros (Mimi Kennedy y Kurt Fuller) de su novia (Rachel McAdams) y es obvio hasta para el boletero que ni con una ni con otros tiene mucho que ver. Una noche, harto de aguantar a un amigo de su novia (Michael Sheen) y su casi igualmente insoportable pareja (Arianda Carol), se va a caminar por las calles de la siempre hermosa París, et voilà, a la medianoche recala en la década del veinte. Se encontrará con todos los mencionados arriba y hasta tendrá un romance con Adriana (Marion Cotillard), la amante de Picasso. Adriana ratifica el tema de la película (la nostalgia por los oros del pasado) porque ella, que vive en una época dorada, añora otra, la de la Belle Epoque. De todos modos, aunque la película concluya con la celebración del presente y del futuro, para Allen, que maneja esas bandas de sonido preciosas en las que casi no hay nada contemporáneo, la nostalgia del pasado es un pecado en el que le gusta reincidir.

El elenco, incluida la primera dama francesa (Carla Bruni) como una guía del Museo Rodin, es tan delicioso como la película, pero como suele ser su costumbre, se destaca la maravillosa Marion Cotillard. El perezoso estilo de Woody Allen (pocos planos, tomas largas) nos permiten comprobar la destreza para manejar cambios de emociones que tiene la franchuta. La chica tiene muchísimo talento. Verla es un placer aparte.

París fue, es y será una fiesta. Para que nadie lo discuta, los directores de fotografía, Darius Khondji y Johanne Debas, nos regalan unas imágenes de apertura sencillamente gloriosas. A los que no hemos ido nos permiten figurarnos con nitidez lo que nos estamos perdiendo. Y los que ya la visitaron, se felicitarán de haber ido.

Un abrazo, Gustavo Monteros
En la foto, Marion Cotillard conversa con Woody Allen y Owen Wilson en una pausa del rodaje.