sábado, 25 de junio de 2011

El laberinto

El laberinto es un drama de luto. Tranquilos, no aspira a la corrección política, a la bajada de línea new age, a las lecciones de vida estilo manual de autoayuda ni a la deshidratación de lagrimales a fuerza de golpes bajos. Persigue la observación detallada de las conductas de un grupo de personajes cercenados por una desgracia súbita e incomprensible. Ocho meses después de un estúpido accidente que le costara la vida a su hijo de cinco o seis años (no se espanten, mis amigas impresionables, el accidente no se ve, no se recurre aquí a efectismos baratos; en un flashfoward sólo se ve la reacción de Nicole), un matrimonio de clase media alta (Kidman y Eckhart) lidia con el dolor como puede.

De lo expuesto se desprende que estamos ante la típica película que depende de la magia de los actores para sobrevivir. Para decirlo rápido, de la que los actores salen con una nominación para el Óscar o es otro drama fallido más de los que tanto abundan. Como se sabe, el objetivo fue cumplido porque la Kidman obtuvo su nominación. No es para menos, Nicole concreta otro trabajo superlativo, lo que no es decir poco, hablamos de una actriz que tiene una foja de servicios impresionante. La chica mostraba garras de tigresa hasta cuando era la linda de la película; siempre supo hacerse notar y devolver la plata de la entrada con creces. De un collar de escenas inolvidables por lo magistrales, me quedo con la del supermercado. Desde que Al Pacino le cerrara la puerta en la cara a Diane Keaton en El padrino II, no se ve a nadie hacer un cambio repentino de emociones con tanta naturalidad, espontaneidad y fuerza. Antológica.

Aaron Eckhart es un buen actor, aunque su notoria apostura le juega en contra. Siempre se desconfía de los actores tan lindos; algo así como: ¿encima no se les ocurrirá actuar bien, no? Y sí, a Aaron se le ocurre. Aquí exhibe una batería de recursos del mejor cuño que van de la comprensión esforzada, la angustia contenida a la rabia explosiva. Parte el alma en la escena de la discusión por el video y maneja estupendamente el humor involuntario en el momento en que muestra la casa a los posibles compradores.

Si bien por sus trabajos individuales merecen una carretillada de premios, el mérito se acrecienta por la química que lograron en la relación. Todo el tiempo “compramos” que es un matrimonio hecho y derecho. Manejan el ida y vuelta con soltura y lo retroalimentan con confianza, entrega y verdad.

El resto del elenco no se queda atrás. Como la madre de Nicole está la gigantesca Dianne Wiest, gloriosa como siempre. Tammy Blanchard se luce como la hermana medio tarambana de Nicole y Sandra Oh está maravillosa como la compañera impredecible de Eckhart en el grupo de contención. Por último y sin demérito de un trabajo altamente notable, Miles Teller intriga y conmociona como el adolescente que participó indeliberadamente del accidente. La fatalidad, ¿vio?

El guión de David Lindsay-Abaire es bello, fluido y elocuente. Se basa en su obra de teatro homónima que permitió el lucimiento en una sala neoyorquina, más el beneplácito crítico posterior que derivó en nominaciones para premiaciones varias, de Cynthia Nixon (la Miranda de Sex and the city). (Calma, tampoco hay aquí nada “teatral”, más bien lo contrario. Es cine puro. Sabrá Dios cómo es la obra original.)

A priori, John Cameron Mitchell, el director de la estrambótica Hedwig and the Angry Inch y la revulsiva Shortbus, parece la opción desaconsejada para este material. Aunque pensándolo bien, hay en Hedwig momentos de honda sensibilidad amarga. Como sea, demuestra que las especulaciones eran inútiles porque nos da un film sincero y conmovedor. Tristón, claro, pero en la vida no es todo jolgorio, lamentablemente.

Una reflexión final. ¿Para qué corno sirven los dramas de luto? Y, bueno, para empezar son catárticos como todo relato, pero como todos tenemos una ausencia en el placar que mitigar, la empatía que establecemos con la representación simbólica es inconscientemente más fuerte que ante un thriller, por ejemplo. De allí que exponernos a un film tan honesto como éste no sólo es liberador sino iluminador y, por extraño que parezca, a la larga reconfortante.

Una coda (juro que final): ¿de dónde habrán sacado los distribuidores locales un título tan borgeano? Mal no le queda, pero la pregunta persiste. El título original The rabbit hole (La madriguera del conejo) refiere al cómic que hace el adolescente partícipe adventicio del accidente y en el que refleja en clave lo que siente.
Un abrazo,
Gustavo Monteros

8 minutos antes de morir

En un principio parece que estamos ante el thriller semanal. Tomas aéreas persiguen a un tren en movimiento con una dramática música de fondo estilo Alfred Hitchcock. Pero al ratito comprendemos que es una de ciencia-ficción. Dentro del tren, el bueno de Jake Gyllenhaal se despierta sobresaltado y una chica (Michelle Monoghan) le da charla como si lo conociera. Él ni por las tapas sabe quién es. Va al baño y, oh sorpresa, ve a un hombre que no es él reflejado en el espejo. Mientras intenta dilucidar qué corno está pasando, explota el tren. ¡Cómo! ¿Mataron al protagonista a minutos de empezar? Sí y no tanto. Como en Hechizo del tiempo o El día de la marmota con el gran Bill Murray, para descubrir las claves de lo que pasa, habrá que recurrir a la repetición de los 8 minutos a los que hace referencia el título en español.

El relato es atrapante y se sigue con expectativa constante. Y más allá del discutible final (¿había necesidad?), las piezas encajarán; el problema es que a pesar de contar en el rol central con el magnético Gyllenhaal, pichón de superestrella carismática a la usanza tradicional, no empatizamos del todo con su personaje. Lo que sucede nos interesa más en términos de trama que en identificación con este flaco en problemas que suda tinta china. El interés no se pierde, pero no hay conmoción. El poco espesor humano que se vislumbra lo pone Vera Farmiga, que se luciera en 15 minutos, Los infiltrados y en Amor sin escalas. O sea todo muy lindo, pero un poco frío e impersonal. Y livianito,  pese a que coquetea con temas considerados “profundos”, con los cuales no me meto porque revelaría vericuetos del argumento que deben permanecer misteriosos hasta que lo vean.

Dirige con brío y efectividad Duncan Jones (está bien, cumplamos con el chusmaje: es el hijo de David Bowie). El niño de 40 años recién cumplidos viene de dirigir la interesantísima Moon, una lograda reflexión sobre la distancia, el Gris de ausencia de la lejanía.

En definitiva, salvo el pero señalado y un par de énfasis patrioteros innecesarios (los yanquis si no agitan las banderitas cada tantos centímetros del metraje, no degluten el pochoclo tranquilos), un entretenimiento recomendable.
Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 18 de junio de 2011

Los agentes del destino

Como con el libre albedrío los hombres no hicieron más que desastres, Alguien decidió que los destinos fueran predeterminados. Para cuidar que las vidas no se salgan de cauce, hay un comando burocrático de hombres trajeados y con sombrero: los agentes del destino (o The adjustment bureau, según el título original). Demás está decir que ponen particular celo en los destinos importantes, los otros que se arreglen más o menos como puedan. De allí que la historia se centre en un político carismático (Matt Damon) llamado a ser el futuro presidente de los EEUU (¡andá!), que no va y pone su futuro de gloria en peligro porque se enamora de una bailarina (Emily Blunt) (algo muy comprensible porque hay que ser extraterrestre para no enamorarse de la Blunt). Los hombrecitos trajeados harán lo imposible para separarlos. El suspenso consistirá en saber si el amor que se profesan el próximo cortador de bacalao mundial y la heredera de Terpsícore es lo suficientemente fuerte como para superar las triquiñuelas de los hombrecitos con sombrero.


Basada muy libremente en un cuento de Philip K. Dirk, la película tiene un arranque promisorio, pero de a poco se desbarranca en un mar de explicaciones para sustentar el trámite. Y es harto sabido que en la ficción cuantas más explicaciones se dan, más rápido se instala el tedio y se vuelve tan irremontable como las cataratas del Iguazú. Nobleza obliga, confieso que el poco interés que el cuento me despertaba se diluyó más rápido que un alka seltzer cuando supe que se trataba de “salvar” al futuro presidente yanqui; el encumbramiento del rol del presidente como un ser noble, digno y dotado casi de infalibilidad divina que lo compren los yanquis que serán la primera carne de cañón en la próxima invasión; en mi modesta opinión, el presidente yanqui no es sino un generador de hambre, odio, guerras, hecatombes ecológicas y negocios fabulosos para tres o cuatro corporaciones o sea un ser miserable que no encuentra dignidad o nobleza ni en un diccionario.


Lo único indiscutible de este film de George Nolfi es la gran química que hay entre Damon y la Blunt, la relación está tan bien trabajada que nos convencen que su amor es verdadero. Logro que el cine yanqui curiosamente no repetía desde que Heath Ledger y Jake Gyllenhaal fueron cowboys gays en "Secreto en la montaña". Desde ese film hubo muchos romances “profesionales”, pero poco amor “verdadero”.


En definitiva, ideal para verlo cuando lo dé Telefé, que más que películas da resúmenes de películas. Quizá con cortes abusivos, se vuelva más misteriosa y apreciable.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 11 de junio de 2011

Hanna

A la pobre Saoirse Ronan, (quien fuera la adolescente histericona que desataba el drama en Expiación, deseo y pecado), le tocan los relatos multigéneros. Viene de Desde mi cielo, un error mayúsculo de Peter Jackson, que mezclaba el thriller, el drama de pérdida y ausencia con lo sobrenatural. Ahora en Hanna, primera incursión en la acción de Joe Wright (Orgullo y prejuicio, Expiación, deseo y pecado), le toca lidiar con el cuento de hadas macabro, los enredos de espías, las vueltas de la iniciación a la vida, el drama de venganza y una pizca de ciencia ficción.


A la chica le va mejor con Hanna, que no estará lograda, pero al menos no es un bodrio irredimible como Desde mi cielo.


Hanna tiene sus errores, pero también sus hallazgos. Entre los primeros podemos consignar las escenas de acción, elementales y trabajadas a reglamento; algunas transiciones de escenas como la del número cabaret que pareciera querer terminar en algo contundente y no termina en nada; algunas caracterizaciones como la Tom Hollander en el lugar común del gay sádico; el cuadro de flamenco, que pretende color local y es anodino; y un humor tan ramplón que más que humor es carencia de toda gracia.


Entre los hallazgos podemos mencionar a Cate Blanchett, que si bien no convierte en oro todo lo que toca, lo dignifica y lo vuelve apreciable; Berlín, que es tan de películas de espías; la música de The chemical brothers, un descanso para el oído de la habitual batahola estúpida pochoclera; la escenografía de la secuencia final, ese parque de diversiones decadente y siniestro; y Saoirse Ronan.


La chica es un talento que viene en un formato raro. Es flaquísima, casi andrógina, desgarbada y hasta desangelada, pero es imposible dejar de mirarla o no conectarse con su luminosidad prerrafaelista.


En definitiva, Hanna no amalgama sus heterodoxos elementos, exige una tremenda suspensión de la incredulidad, pero entretiene, se sigue con interés y para variar uno sale del cine sin sentirse estafado.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 4 de junio de 2011

Blue Valentine

Blue Valentine es una película triste, triste, triste. Cuenta el fin de una pareja y paralelamente en flashbacks el nacimiento y la consolidación de la misma. El debutante Derek Cianfrance narra las escenas del pasado principalmente con cámara en mano y las del presente mayormente en video de alta definición con acercamientos asfixiantes. Pero se le va la mano con los juegos estilísticos y una película que pudo ser emocionalmente devastadora se queda en apenas conmovedora.


Es obvio que siente una gran admiración por el cine de John Cassavetes y sus modismos de actuación. Cassavettes manejaba un club privado de grandes actores que se dedicaban a bucear y profundizar, desde la improvisación, en un acotado tipo de personajes y situaciones en pos de una verdad reveladora. Si bien obtenían actuaciones frescas y sinceras, no podían escaparle al artificio.


La actuación es ante todo un juego y la verdad, esa cosa inaprehensible que se esconde en la realidad. Una actuación se acerca a la verdad, pero nunca es la verdad. La verdad huye ante una cámara o en un escenario porque no son los lugares en que se sienta a sus anchas.


La actuación alude a la verdad, pero no es la verdad. Se puede orinar en cámara, pero no se orina de verdad. El elemento del ojo visor, de sentido de espectáculo le quitan "sinceridad" y cubren de "exhibicionismo" al hecho natural de orinar.


Una improvisación no da nunca una verdad, da a lo sumo una ilusión de naturalismo. De modo que Cassavetes y su club lejos de alcanzar la verdad, se pierden en un nuevo ejercicio de naturalismo "supuestamente" extremo.


Parece que Cianfrance para acercarse a su ídolo Cassavetes propuso a sus actores Williams y Gosling encerrarse en una casa y experimentar la cercanía aguda. Se dice que en momento le propuso a Gosling que le tirara los galgos mal a la Williams hasta convencerla de acostarse con él. La actriz se negó y el director usó la emoción negativa desatada para alimentar el conflicto del personaje de la actriz.


Como Cassavetes, Cianfrance es un pichón de manipulador. Y como todo manipulador, es un demiurgo en ciernes. Y como todo demiurgo, es más cruel con sus personajes que el mismo Dios. Michelle Williams y Ryan Gosling corporizan, con indiscutible talento, un par de perdedores en el amor y en la vida al que su creador no les da la más mínima esperanza o les concede la mínima piedad. O sea todo es triste, triste, triste.

Un abrazo,
Gustavo Monteros