sábado, 26 de marzo de 2011

Un cuento chino

Mis expectativas eran grandes. La película anterior de Sebastián Borensztein (La suerte está echada con Marcelo Mazzarello y Gastón Pauls) me había gustado mucho. A la media hora, la decepción era tan grande como las expectativas.

El arranque es impecable, la descripción del personaje de Darín, un ferretero maníaco, gruñón y ermitaño era graciosa, expresiva, comunicaba. Después le cae el chino del cielo, bueno, más bien de un taxi que apenas se detiene y la cosa de a poco se desbarranca y no deliciosamente como el Gordini de la noticia que en algún momento se ilustra.


La relación entre el pobre chino (un perfecto Huang Sheng Huang) y el ferretero desanda unos cuantos lugares comunes y no los correctos, los que harían progresar la relación, acrecentarían la empatía entre ellos, sino los otros, los que sólo se quedan en la incomunicación lingüística y cultural.


El guión y la dirección parecen adolecer de una falta de claridad respecto a lo que se quiere contar, o lo que se quiere privilegiar en el relato, que en este caso vendría a ser más o menos lo mismo; o una incapacidad para llevar el relato por los caminos correctos (y si soy un poco cruel e impiadoso es porque estamos ante un hombre de talento probado que debe ordenarse, ser más claro o crítico con su material o trabajar en colaboración con alguien que le despeje los errores).


Promedia la película y la relación y el relato se estancan, el aburrimiento se instala y sólo el carisma a toda prueba de Darín y el trabajo de un elenco sin fisuras, hacen soportable el trámite.



Y cuando por fin se llega al tema de la vaca, o sea el del destino, la suerte, y el caos o el absurdo que desatan, uno comprende lo buena que es la historia y lo buena que podría haber sido la película con otro guión, más estricto y mejor elaborado.


Claro que para llegar a la vaca hay que pasar por uno de los momentos más vergonzantes del cine nacional, el de la explicación del inicio de la colección de recortes y de la manía del reloj. ¿Había necesidad de copiar una de las obsesiones más torpes del cine yanqui, el de fundamentar traumas con incidentes caprichosos y en el fondo banales?


Es una película mala, no en el sentido de un bodrio impresentable, porque tiene sus logros (el principio, la dirección de arte que propone un espacio detenido en el tiempo, el elenco, la escenificación de las noticias), sino en el de la distancia que media entre propuestas y logros. Una pena.


Un abrazo,

Gustavo Monteros

miércoles, 23 de marzo de 2011

Elizabeth Taylor










Elizabeth Taylor le dedicó su vida al espectáculo. Tanto que hasta su vida privada fue un espectáculo público para regocijo de periodistas escandalosos. Fue una niña prodigio angelical, una adolescente sensual, una mujer voluptuosa y, hasta su retiro, una señora mayor que no se resignaba a perder ni la belleza ni el recuerdo de las lascivias provocadas. Le quitó el marido a una amiga famosa (Debbie Reynolds), se casó incontables veces, muchas veces con el mismo (Richard Burton, al que podríamos apodar El Magnífico, por su talento generoso y por los regalos que le prodigaba, entre los que se incluía un famoso diamante.
Sus mejores trabajos para el cine fueron la Maggie de La gata sobre el tejado de zinc caliente, una lujuriosa esposa desatendida por un marido acosado por el fantasma de la homosexualidad (nada más ni nada menos que Paul Newman); la Martha de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? , una mujer cruel y frustrada porque su marido (Richard Burton) no es igual a su papá y por una maternidad que la esquiva. Se destacó también como la Catherine de De repente en el verano, una joven traumada por la canibalización de su novio perpetrada por unos muchachotes, metáfora del asesinato de un homosexual a manos de unos homofóbicos perturbados por el deseo (en esos tiempos la homosexualidad era un tabú al que se refería en imágenes crípticas) (en este film usaba una malla enteriza blanca que ratoneaba de lo lindo), y la Katherine de La fierecilla domada de Shakespeare pasado por Zeffirelli. En lo personal siempre la recuerdo en Zee and Co. (Salvaje y peligrosa, creo que fue el título en la Argentina), una comedia brillante y amarga, en la que ejercía un acto de manipulación feroz; Michael Caine la cuerneaba con Susannah York, Liz intuía que la York era una lesbiana reprimida, la seducía, se acostaba con ella y recuperaba así a Caine. Aunque, claro, siempre se la recordará por ser la cara, no la culpable, de uno de los más estrepitosos fracasos del cine: Cleopatra. Y, es imprescindible reconocerlo, más allá de sus logros innegables, nunca fue una gran actriz, más bien una estrella incandescente, un figurón mayúsculo con posibilidades, no una negada, pero tampoco un portento. Tenía el biotipo de una mujer rellenita y vivió muerta de hambre a dieta estricta más de la mitad de su vida.


Hizo poco teatro (no era lo suyo), con gran repercusión mediática y deleite de críticos sangrientos. Se le atrevió a la Regina de The little foxes (La loba), papel que en el cine Bette Davis elevara a cumbres magistrales. Y ya cuarentones pasados, emprendieron en Broadway con Richard Burton Vidas privadas de Noël Coward, pieza que requiere a lo sumo treintañeros.


Fue una superviviente de su salud enclenque y quebradiza. En 1960 se apresuraron a darle el Óscar por Butterfield 8, un poco por lástima, porque se suponía que la estragaría y la mataría un cáncer. No lo hizo, como tampoco lo lograron los numerosos males que la jaquearon. En las últimas décadas casi se había vuelto un chiste mediático presagiar su probable o inminente muerte. Hoy sus ojos color violeta (los ojos más lindos del mundo, pregonaban), se cerraron y como cantara Gardel, el mundo sigue andando. Chau, Liz, gracias.

Gustavo Monteros

sábado, 19 de marzo de 2011

Un despertar glorioso

¿Puede una película con Diane Keaton, Harrison Ford y Rachel McAdams (una actriz joven, bella y talentosa con hambre de gloria) salir mal? No subestimemos a Hollywood. El cine industrial contemporáneo no conoce límites: siempre puede hacerlo peor.


Becky Fuller (McAdams) es una productora televisiva con la obligación de levantar el rating de un programa de noticias tempranero que está último en la lista. Entre otros problemas, deberá lidiar con que sus conductores (Keaton y Ford) se odian. Un inicio promisorio que se queda en eso. Un despertar glorioso padece del peor mal que puede sufrir una comedia: es insulsa, anodina.


A su favor tiene (literalmente) un par de chistes buenos y sus estrellas. Diane Keaton, no hay quien lo niegue, puede hacer divertida hasta la lectura de un catálogo de clavos, remaches y grampas. Como en otras malas comedias en que le tocó estar, nos arranca una sonrisa con líneas y situaciones áridas como un desierto. Harrison Ford, lo ha probado, es una estrella carismática por excelencia. Haría llevadero hasta un trámite en IOMA. Y Rachel McAdams no pasará a la historia con este trabajo, pero se hace querer porque se carga la comedia sobre los hombros y rema contra viento y marea. No llega a buen puerto, pero ni los navegantes del Kon-Tiki lo harían. Patrick Wilson ratifica su talento hallándole matices a un galán que en el guión es sólo estólido y monocorde. Jeff Goldblum y John Pankow (el primo de Paul Reiser en Mad about you/Loco por ti) celebran con dignidad su oficio.


Debo confesar, eso sí, que me conmovió el giro final del personaje de Harrison Ford, por más que fuera convencional y esperable. No porque esté siempre dispuesto a comprar lo que me venda (lo cual es cierto, después de todo el hombre es la cara de lo mejor del cine industrial de la última parte del siglo pasado: Han Solo, Indiana Jones, Blade Runner), sino porque se prueba los zapatos que dejó vacante Walter Matthau, los de los personajes cínicos y gruñones, pero con una bondad inmanente e indestructible. Todavía le quedan grandes, aunque no por mucho.


Tiene apuntes laterales de algo que se discute en estos días (la traición a la noticia por intereses o rating, la conversión de noticieros en shows ficcionados efectistas y grotescos, la compulsión televisiva de propalar bosta constante y el consumo irrestricto de los telespectadores de cuanta basura se lo pone en frente), pero que no profundiza ni ironiza.


En resumen, si como a mí, sin importar lo desperdiciados que estén, les emociona ver en un mismo cuadro a Diane Keaton y Harrison Ford, véanla. Pero si esto los tiene sin cuidado, óbvienla sin culpa.


Dirigió Roger Michell (Notting Hill, Fuera de control, Venus).

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Sólo tres días

Uno de los procedimientos habituales del nuevo Hollywood es estudiar qué películas tienen éxito en los distintos países del mundo y verlas para saber si se adaptarán al gusto del público estadounidense. Si llegan a una respuesta afirmativa, compran los derechos, someten la idea a una “total makeover” (reformación total) y proceden a la filmación de una remake. En el 99,9% de los casos, el resultado es un absoluto desastre, baste como ejemplo recordar lo que hicieron con 9 reinas. (En inglés la rebautizaron: Criminal, cambiaron las estampillas por un billete, y pasó merecidamente sin pena ni gloria por cuanta pantalla fue exhibida, es tan mediocre que ni siquiera llega a ser mala.) Por qué gastan plata en arruinar ideas potencialmente buenas es un misterio. Aunque si se recuerda que los jerarcas de nuevo Hollywood no vienen del mundo del cine sino de universidades de gerenciamiento, mercadeo y ventas, el misterio se disuelve. A los nuevos jerarcas no les interesa el cine, les interesa vender, tienen esa cabeza, y una película sólo se diferencia de un jabón en que se venden en bocas de expendio diferentes. El concepto “entretenimiento” o “lógica del relato” no entra en sus cerebros y menos en las ecuaciones a las que reducen los argumentos.


Pobre, ahora le tocó el turno a Pour elle de recibir una total makeover. Pour elle (2008) es un logrado thriller francés de Fred Cavayé con Vincent Lindon y Diane Kruger. Por pura mala pata, ella termina en la cárcel acusada de matar a su jefa. Cuando los caminos legales se cierran, él, un profesor de literatura, procurará lo imposible: liberarla. La historia está contada de un modo plausible, los detalles cierran y la vuelta de tuerca semifinal sorprende y no es tramposa. Y como el título lo indica, él rompe unas cuantas barreras morales nada más ni nada menos que por amor. Lindon y Kruger conmueven y su suerte nos interesa todo el tiempo.


Esta historia inteligente debía ser diluida, atemperada, estupidizada para no interferir con la ingesta de pochoclo y el lento funcionamiento cerebral del público estadounidense medio. La sola lectura de los datos técnicos indicaba que estábamos en problemas. Pour elle dura unos escuetos 91 minutos. Sólo tres días dura unas extensas dos horas con 13 minutos. Las dos se abren con la misma escena y creemos ingenuamente que Sólo tres días seguirá la misma estructura del guión de Pour elle, pero ya desde la segunda secuencia, la versión yanqui comienza con los agregados obvios, el desarrollo de detalles inútiles, la creación de subtramas que no llevan a ninguna parte, el subrayado musical estentóreo y la transformación de implicancias y sutilezas en insultos a la inteligencia. Los personajes de Lindon y Kruger eran íntegros, dignos, los de Russel Crowe y Elizabeth Banks son unos maricones llorosos y enojosos. Liam Neeson, Olivia Wilde y Brian Dennehy hacen agua en personajes mal hilvanados y el reaparecido Daniel Stern está en una escena que da vergüenza ajena. La astuta vuelta de tuerca semifinal del original francés se transforma en una larguísima escena de gato y ratón, con imbéciles efectos especiales incluidos, que ya era vieja en los tiempos del cine mudo. Paul Haggis, el director, venía de dos películas interesantes: Crash y La conspiración. Al hombre, se sabe, le gusta elaborar tesis. Aquí parece estar planteando la mejor manera de transformar una idea decente en basura reciclada.


El film francés no tardará en llegar al cable, véanlo entonces, vale la pena. A esta cosa, en cambio, a menos que sean fanáticos de Russel Crowe, húyanle mucho, pero mucho, mucho.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 11 de marzo de 2011

El concierto

Hasta no hace mucho daban en la tele una propaganda en la que una chica sorbía una gaseosa en el cine, sonriente y emocionada, deleitada por completo por la película, mientras en off se oía la voz de un crítico que denostaba lo que ella veía. Esto pasa más a menudo de lo que los críticos están dispuestos a admitir. Ya no son, si alguna vez lo fueron, los árbitros indiscutidos de lo que está bien o mal. Los críticos, como algunos políticos, se aíslan a veces de la realidad y se pierden en teorías inválidas que los dejan todavía más solos.

Hace más de un año que vi El concierto. La bajé de internet y suelo cruzármela en las páginas para bajar películas. Es una de las más recomendadas por el público y muchos han dejado elogiosísimos comentarios breves. Supe que si alguna vez se estrenaba sería lapidada por los críticos. Cosa que terminó pasando. Si acerté, no fue porque tenga poderes de clarividencia, sino porque me pasé la vida leyendo críticas y porque por mi manera de ganarme el mango no puedo perder contacto con la realidad.

Estos son algunos de los conceptos utilizados para destrozarla: “…no puede disimular la caótica marcha de un film que acepta cualquier mezcolanza y cualquier incongruencia, ni el postizo añadido de una historia sentimental que apela en vano a la emoción y sólo produce baches en la acción. Ni mucho menos redimirlo del retrato prejuicioso de judíos, eslavos, gitanos, nuevos ricos rusos y homosexuales, puros clichés imperdonables.” (…) “En El concierto, Mihaileanu vuelve a intentar cruzar comicidad y tragedia, picaresca e historia, absurdo y sentimentalismo, pero esta vez fracasa estentóreamente. Allí donde la frescura, la eficacia o la ambición permitían disimular torpezas, simplificaciones y grosores, ahora la ecuación se invierte, con resultados que merodean el desastre a toda orquesta.” (…) “Desde el comienzo se fuerza al espectador a suspender su incredulidad, no una sino mil veces.”

Vayamos por partes. Las mezcolanzas no están mal, salvo que sean indigestas. No existen los géneros puros. Pacto de sangre (Double indemnity, Billy Wilder, 1944) es uno de los ejemplos más preclaros del film noir, sin embargo el final de los asesinos puede transformarla en una desesperada historia de amor. Mi padre odiaba las películas de amor e idolatraba Casablanca, pero él la veía como una historia de aventuras, que también lo era, aunque no lo primordial, que pasaba por el romance.

Los clichés son un elemento narrativo más y distan mucho de ser imperdonables. El cliché es una reducción tipificada, una estereotipificación degrada, una observación limitada que se basa en un recorte de la realidad. Está mal suponer que todos los latinos son amantes ardientes, sabemos que no lo son. Algunos, sí. Y es ese recorte de la realidad lo que creó el cliché. No está mal poner a un latino calenturiento en una película si no es exclusivamente eso o si no se usa ese reduccionismo para segregarlo o perseguirlo. Partir del cliché para ampliarlo o humanizarlo es lícito y hasta bienvenido.

La suspensión de la incredulidad es un pacto entre el espectador y lo que se le cuenta. Tomemos un ejemplo que todos conocemos: Mujer bonita. Sabemos que es prácticamente imposible que un millonario se enamore de una prostituta, aunque sea la mismísima Julia Roberts. Sin embargo, cuando vemos que la cosa viene por ahí, a menos que nos levantemos del cine o cambiemos de canal, indignados por la falacia, aceptamos el entuerto y dejamos que el cuento se desarrolle. ¿Por qué elegimos suspender la incredulidad ante determinadas historias y ante otras no? Porque se nos canta, porque es nuestro derecho, nuestra prerrogativa, nuestro poder en cuanto espectadores. Y lo usamos según nuestro regio antojo.

Ahora bien, ¿por qué me pongo a discutir conceptos que usé, uso o usaré? Porque El concierto, como a muchos otros miles en el mundo, me enamoró. Y ya se sabe, el amor desconoce de lógicas y razones. Y me ofende que maltraten una historia que disfruté y me encantó.

Y no hay nada más difícil que definir el encanto. Lo intentaré. ¿Cómo resistirse ante una historia de compensaciones postergadas, de justicia poética, de reclamos vitales al fin atendidos? Y es aquí donde el contacto con la realidad cobra relevancia. ¿Quién de los que caminan la calle no se siente postergado de recompensas en trabajo, afectos u oportunidades? Si alguien contesta que eso no le pasa, le pido un autógrafo ya.

En cine se acostumbra a hablar de los directores y se relega a los actores. Todo bien, pero Bergman no hubiera sido Bergman sin esos actores impares que corporizaron sus reflexiones. Y los de El concierto exudan una humanidad contagiosa con la que entramos en empatía inmediata que deriva en cariñosa simpatía.

Y el director, Radu Mihaileanu, claro, le tiene una fe inquebrantable a su historia.

Creo que ese coctel de historia de fácil identificación, actores irresistibles y director fervoroso explica, al menos para mí, el encanto de una obra que enamora.

En definitiva, pueden ver El Concierto con la alegría de un perro que retoza en un parque, o como los críticos, con la gravedad de un perro que pasea en un bote. Como siempre, ustedes tienen la última palabra.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 4 de marzo de 2011

La revelación

La revelación es como la chica linda que termina sola por indecisa. A lo que voy es que es de esas películas que se definen mejor por lo que pudieron haber sido. Podría haber sido un thriller inteligente, pero decide terminar en un acorde menor y no en un final a toda orquesta. Podría haber sido un film de autor, pero insiste en manierismos vacíos y pomposos. Aunque, paradójicamente, a pesar de sus indecisiones, como a la chica de la comparación inicial, méritos no le faltan. O sea que no es una película lograda, pero tampoco un bodrio.


El punto de partida es atrapante. De Niro es un oficial que decide si se conceden o no libertades condicionales. Un recluso, Edward Norton, incendiario que achicharró a sus abuelitos, quiere obtener el beneficio. Como no cree lograrlo por derecha, le propone a su pareja, Milla Jovovich que seduzca al oficial. Estos personajes, a los que se suma la esposa de De Niro, Frances Conroy, tienen secretos y dobleces como para garantizar unas cuantas vueltas de trama. Y si bien padecen de diálogos excesivos y de caracterizaciones discutibles, hacen progresar la historia con interés. El problema principal es que el director, John Curran, (Al otro lado del mundo/The painted veil) elige que el argumento implosione en vez de explotar, lo que (nueva paradoja) no le conviene al film, pero si a De Niro en cuanto actor.


Convengamos que De Niro es el rey de los personajes explosivos en el drama e híper histriónicos en la comedia y que los personajes olla-a-presión que hierven a fuego lento no son su fuerte. Así que aquí renueva nuestro fanatismo por su excepcionalidad con un trabajo que lo muestra en un perfil diferente. Norton, Jovovich, Conroy acompañan con talento menor pero apreciable.


En definitiva, si creen, como yo, que De Niro convierte en hecho cultural ineludible cualquier cosa en la que esté, véanla. Si sólo lo respetan parcialmente o de lejos, esperen que llegue al cable para espiarla.

Un abrazo,
Gustavo Monteros