sábado, 29 de enero de 2011

Amor de madres

Rodrigo García bien podría hacer suya una de las aseveraciones de Ingmar Bergman: Mi mundo es el de las mujeres. Sí, las películas más personales de García (Con solo mirarte, 10 breves cuentos de amor, 9 vidas y ésta) se aventuran en lo femenino para descubrir el detalle revelador que ilumine alguna conducta. Su método es sencillo: ahondar con sensibilidad un esquema de melodrama. Se diferencia de otros directores que se centran en lo mismo, mujeres y melodrama, (Almodóvar, por ejemplo) porque no hay en él ni cinismo ni parodia ni estimulación gratuita al vaciamiento de lagrimales. Aunque con su obra se llore a mares, la emoción es genuina y surge de planteos honestos. El único pero, más una descripción de su estilo que una crítica, es que a veces sus guiones parecen orientados a la demostración de una premisa previa, como un teorema. Esto le da a sus films un dogmatismo, un didactismo que ensombrece los logros que obtiene cuando se deja fluir sin un itinerario fijo.


Amor de madres (título “vendedor” en español del sencillo Mother and child del inglés original y que huele a telenovelón venezolano o drama lacrimógeno de Libertad Lamarque en México) trata la particular relación que se establece entre madres e hijas y hace pie e hincapié en el siempre delicado tema de la adopción. A propósito no referiré nada de su argumento, que se sigue con facilidad, (aunque se nota “cierta” influencia de su productor, el insoportable Alejandro González Iñárritu, el de Babel y esas cosas) porque creo que se disfruta más si nada se sabe. Diré, eso sí, que está lleno de paralelismos que pueden provocar más de una discusión apasionada. Le hace honor a su marca de fábrica y otra vez oscila entre revelaciones que conmocionan por lo inesperado (y que echan luz nueva a la a veces enigmática conducta femenina) y comprobaciones rígidas de tesis previas, tan definidas de antemano que desilusionan.


García es un excelente director de actores (bah, como el viejo George Cukor, de actrices en realidad). Y como guionista les brinda a sus elegidas, papeles sabrosos que ellas degustan como sibaritas. Eileen Ryan, Cherry Jones, Kerry Washington, Elpidia Carrillo, Shareeka Epps, S. Epatha Merkenson, Amy Brenneman, Brittany Robertson y la pequeña Simone López están maravillosas, al igual que todas las demás actrices con papeles menores; los caballeros Samuel L. Jackson, David Ramsey, Jimmy Smits, Marc Blucas, David Morse y otros no van a la zaga, pero deslumbran y dejan con la boca abierta las estupendas y perdón pero no me alcanzan los adjetivos Annette Bening y Naomi Watts. Ambas son al principio erizos inabordables que de a poco y a los golpes se vuelven accesibles, y la transformación conmueve hasta el tuétano.


Por las discusiones que puede provocar, por el festival de actuaciones inolvidables, por la sinceridad y sensibilidad del director-guionista (sí, es el hijo de Gabriel García Márquez, pero como decía la canción de Billie Holiday: Papá puede tener, mamá puede tener, pero Dios bendiga al hijo que tiene lo propio), es imperdible.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

La mentira

Me senté. Comenzó. Apareció una leyenda que decía: basado en una historia real y suspiré: sonamos. Porque es el truco habitual de los yanquis cuando nos quieren vender gato por liebre. Lo que sea, hasta una de nuestras insignificantes mañanas, puede servir para armar una película, pero los yanquis toman un hecho real y lo retuercen hasta que cabe en sus gastados esquemas argumentales de héroe inesperado, chica linda que pasa de mesera a princesa, etc. Pero ésta era una película francesa preseleccionada para Cannes 2009 y si alguien consideró que era buena como para que la vieran Isabelle Huppert, Asia Argento, Nuri Bilge Ceylan, Lee Chang-dong, James Gray, Hanif Kureishi, Shu Qi , Robin Wright Penn , Sharmila Tagore, jurados de esa edición, bien podía verla yo que veo cada cosa sin que nadie me la preseleccione. Al ratito nomás me ganó y ya no me soltó más, tan preocupado estaba por el destino de los personajes que casi ni noté que el aire acondicionado no estaba prendido y que sudaba como un maquinista de caldera.


Paul, después Philippe Miller (François Cluzet) es un estafador de poca monta que en el interior de Francia se las ingenia para sacarle, a empresas de alquiler de maquinarias, artefactos que después le entrega a un reducidor (Gérard Depardieu) para que los venda. Nada sabemos de su vida pasada, pero se ve que anda con ganas de algún cambio ya que de inmediato le roba plata y un auto a Depardieu y se las toma. Marca con cruces rojas los lugares por lo que pasa, estafa y a los que no puede volver. Recala en un pueblito donde se lo confunde con un representante de la compañía que dos años atrás abandonó la construcción de una autopista. Los lugareños creen que se van a retomar las obras, y algunos, para ganar las licitaciones que los sacarían de la hondonada, lo quieren coimear. Paul, ahora ya sí Philippe Miller, ve como un regalo del cielo la oportunidad de desplumarlos y huir. Pero no podrá. Algo lo identifica con esos desgraciados que son para el mercado sólo variables descartables. Lo que sigue no lo cuento porque es el grueso de la historia y lo que crea la expectativa.


La mentira (À l'origine, su título original en francés o sea En el principio) de Xavier Giannoli (de quien conocimos El cantante también con Depardieu) se centra en la peripecia de Paul/Philippe, nos conduce con suspenso por su itinerario y de paso desnuda unas cuantas miserias del capitalismo desenfrenado.


El final no es como el de las películas yanquis, es decir, edificante y pletórico de violines triunfantes, no, es agridulce. Las toneladas de bosta que dejan los conglomerados de empresas no se pueden esconder bajo la alfombra.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

De amor y otras adicciones

Según el diccionario, Bodrio, en su primera acepción es: Caldo con algunas sobras de sopa, mendrugos, verduras y legumbres que de ordinario se daba a los pobres en las porterías de algunos conventos. Y en su segunda acepción es: Cosa mal hecha, desordenada o de mal gusto. De amor y otras adicciones, por la mescolanza de elementos de los que hace gala es un bodrio en su primera acepción y se salva de ser uno de la segunda acepción por el talento y la gracia de sus dos protagonistas.


Arranca presentando a Jamie Randall (Jake Gyllenhaal) y parece que estuviéramos ante un retrato social que critica el merdoso capitalismo yanqui, después Jamie conoce a Maggie (Anne Hathaway) y parece que pasamos a una comedia romántica con toques de farsa de alcoba, y termina en un drama de enfermedad (el párkinson, en este caso) pedagógico y compasivo.


Las transiciones súbitas y la disparidad de géneros se disculpan por la magia que generan Gyllenhaal y la Hathaway. Se complementan muy bien, se tienen confianza, están cómodos (incluso desnudos) y provocan una constante simpatía por sus personajes. Aunque jóvenes, son dos estrellas con carisma que enfrentan la cámara con una sinceridad y un desparpajo que desarman.


Se deja ver, no enoja (al menos esta vez el cine industrial no nos trata de tarados), pero hubiera sido una mejor película si se hubiera decidido por un género solo. A los cinéfilos nos deja un sabor amargo, es la penúltima aparición de Jill Clayburgh en la pantalla. La Clayburgh fue una figura querible que aportaba un color personalísimo e intransferible a sus personajes. Será siempre nuestra Mujer descasada que cargará un cuadro inmenso en una tarde ventosa en aquel film de Paul Mazursky. Desde este rincón del mundo te lamentamos y no te olvidamos.


Actúan también Oliver Platt, Hank Azaria, George Segal, Josh Gad, Judy Greer. Dirigió Edward Zwick (Leyendas de pasión, Valor bajo fuego, Contra el enemigo, El último samurái, Diamante de sangre, Desafío).

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 22 de enero de 2011

El turista

Si fueran productores con mucho poder y recursos ilimitados, ¿llamarían a Gerardo Sofovich para que dirigiera Coriolano o Tito Andrónico, las obras de Shakespeare más difíciles de escenificar? Claro que no. No por lo de zapatero a tus zapatos o por negarle al bueno de Gerardo la posibilidad de hacer otra cosa, sino por simples e irreconciliables incongruencias artísticas. Tampoco llamarían a sesudos e intelectuales directores (no doy nombres porque son muy sensibles y con menos humor que un puritano atrapado en un ascensor) para dirigir Mingo y Aníbal contra los fantasmas por los mismos motivos antes mencionados. Pero los productores de Hollywood pueden caer en semejantes desatinos. ¿Por qué? ¿Acaso son tontos? Para nada. Son muy despabilados y especuladores, aunque son humanos también y toman decisiones los viernes a última hora, con la familia empacada y las reservas listas para Aspen o con la prostituta o el taxi boy esperándolos desnudos con champán en el jacuzzi. De otro modo no se explica que llamaran a Florian Henckel von Donnersmarck, el director alemán de La vida de los otros para encargarse de una comedia policial ligera en la línea de Intriga internacional del rotundo Hitchcock o Charada del lluvioso Stanley Donen. La vida de los otros es un film maravilloso, ultra dramático y sin nada de humor, a lo sumo con una fina ironía que surge de circunstancias trágicas. Eso sí, como su historia se centra en un agente secreto de la Stasi que espía a una actriz y su marido dramaturgo, los cráneos de Hollywood debieron pensar que ya que en El turista a sus dos protagonistas también se los espía todo el tiempo, el alemán era la opción ideal. Que el alemán estuviera más lejos del humor que nosotros del Polo Norte no entró en sus consideraciones. Y de levedad el alemán no entiende ni el soufflé. Así, lo que debió ser ligero como partícula de polvo es tan grave, solemne y pomposo como un acto académico.


Nadie entiende muy bien qué se supone deberían estar haciendo. Angelina Jolie hace lo que menos le cuesta: ser deslumbrante, y Johnny Depp finge entender a su personaje y entrega algo que con mucha buena voluntad se parecería a una actuación. El enigma, más que el que plantea el film, es ¿por qué aceptaron? La respuesta quizá sea por la posibilidad de hospedarse en hoteles de lujo con la familia (se sabe que la Jolie hasta se llevó el perro) o porque quizá como decía Paul Newman si se es una estrella de cine, llega un momento del año en que se debe trabajar y se acepta el proyecto que por azar está arriba de la pila que descansa en la mesa de luz.


Paul Bettany, Stephen Berkoff, Rufus Sewell, Christian De Sica, Roaul Bova ponen la cara y pasan por caja a cobrar. A Timothy Dalton, zorro viejo le va un poco mejor (ojalá que si llego a su edad, pueda lucir más o menos como está él ahora).


El turista más que una remake es una reformulación de un film francés de Jérôme Salle del 2005: Anthony Zimmer con la también bellísima Sophie Marceau y el aussi talentoso Yvan Attal. Anthony Zimmer era un entretenimiento módico cuya trampa final no cerraba ni con llave inglesa, pero que de todos modos se disfrutaba por la química entre los actores. Angelina y Johnny como bien dijo el crítico de The Guardian están más preocupados en seducir a la cámara que a seducirse entre ellos y por consiguiente a la química se la llevaron a febrero. El argumento, corregido y aumentado por el director, Christopher McQuarrie (Los sospechosos de siempre) y Julian Fellowes (Gosford Park) sigue sin cerrar y sorprender, con el agravante de que con semejantes antecedentes, los guionistas recién nombrados no puedan escribir ni un chiste decente; él último es de gracia mediana y apunta más a bromear con la tremenda autoestima de Depp que con nosotros.


Tres elementos la salvan de la debacle total: 1) París y Venecia, merecedoras de la fama que ostentan, 2) la escenografía bella y lujosa como pocas y 3) el vestuario de Colleen Atwood. Bueno, convengamos que la Atwood no tuvo que pelarse mucho las pestañas, Angelina es tan escultural y elegante que hasta con una bolsa de arpillera luce arrebatadora. (Y perdonen la digresión, pero los labios de Angelina me rememoran siempre lo de “un damasco lleno de miel” de la Tonada de un viejo amor.)


O sea que si te gustan las pelis con ambientes, ropas y lugares suntuosos, no te la pierdas, pero si crees que el cine es algo más que un folleto turístico o una vidriera de shopping, quedate en casa y gastate el dinero de la entrada en helado mientras te despellejas el dedo haciendo zapping.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 15 de enero de 2011

Burlesque - Noches de encanto

Burlesque es fantasía pura. Cualquier parecido con la realidad no sería pura coincidencia sino un auténtico milagro. La vida es cruel, benévola, fortuita, melodramática, trágica, absurda, pero nunca, nunca se parece a un mal guión. Una suerte, de otro modo no habría sorpresas. La vida sería un juntadero de fórmulas argumentales gastadas y de lugares comunes que el sentido común ya hace rato debería haber mandado a un museo.

Christina Aguilera, harta de la estrechez de horizontes de su Iowa natal, se viene a Los Ángeles con sueños de gloria. Para triunfar en lo que sea. La chica no tiene las metas claras. (¡Menos mal que no se topa con audiciones para un reality!) Por casualidad recala en un club de burlesque, se enamora del espectáculo y quiere ser su estrella. El burlesque hasta ahora se asociaba con lo pecaminoso, lo lascivo, lo lujurioso, y hasta si me apuran con lo prostibulario. Pero en el templo que regentea Cher, sólo se busca la excelencia en el arte de bailar y hacer fonomímica. Nada de strip-tease, danza de los 7 velos, baile del caño y esas berretadas de putita. No, hay que bailar como Chita Rivera, como mínimo, y mover los labios más rápido que Alfredo Barbieri. Los números tienen personalidad, buen gusto, profesionalismo y están tan aceitados que es increíble que no tengan más público que el Cirque du Soleil. Las chicas son más puras y decentes que personaje de Julie Andrews, y el par de homosexuales que trabajan en el lugar ni oyó hablar de Sarah Palin. Interaccionan como una familia cariñosa que se contiene y se respeta, y a la díscola del grupo (Kristen Bell que fuera Veronica Mars) se la tolera con paciencia y buen humor, se la comprende. Son como La familia Ingalls con plumas. Y sí, las chicas no se desnudan, pero plumas y lentejuelas tienen, sino no sería burlesque, tampoco la pavada. La Aguilera comienza como mesera y no hay que ser muy despabilado para suponer que pronto la fonomímica terminará y ella impondrá el canto. A la chica la ayuda el barman (Cam Gigandet, sin exagerar, uno de los peores actores que jamás haya visto) que ¡oh, casualidad! es compositor de canciones (¡!). Cher está punto de perder el club por una odiosa hipoteca y un adorable ex marido (el bueno de Peter Gallagher) la insta a que se lo venda al buenmozote de Eric Dane (un médico en Grey’s Anatomy). Obviamente, Cher no quiere ni oír hablar de semejante cosa y cuenta con el apoyo de un amigo homosexual (Stanley Tucci, que repite su papel de El diablo viste a la moda) también su asistente y con el que se acostó una vez y que sería, alguien lo duda, su pareja ideal de no ser porque le gustan los hombres al muy pillín. Con este enunciado, imaginarse el resto no les significará ningún esfuerzo. Ah, sin que venga mucho a cuento, anda por ahí como un taquillero, Alan Cumming, que recrea el papel de Maestro de Ceremonias que hizo en la versión teatral de Cabaret, dirigido por Sam Mendes.

Burlesque es un ejemplo de un tipo de cine que pensé que Hollywood ya no haría más, retirado y muerto Elvis Presley: la película de cantantes. Parece un musical, en esencia las películas de cantantes quizá lo sean, pero no son un musical en el sentido de Cantando bajo la lluvia y esas cosas. La Aguilera dice sus líneas bien, pero como en el caso de Elvis no importa si actúa o no, el atractivo depende de que cada tanto metraje ataque una nueva canción. Si quiere ser actriz, va a tener que elegir un guión más demandante y cantar mucho menos. Cher, con tanta cirugía, bótox, colágeno o lo que sea que se use para mantener las arrugas a raya, no puede mover un músculo de la cara. Es una máscara, pero hace una actuación interesantísima con la voz y los ojos, lo único móvil que le quedó. Me gusta su voz oscura y disfruté su versión de “The last of me”. La Aguilera también me gusta, tiene un vozarrón portentoso que maneja arteramente para emitir la difícil pirotecnia vocal de moda en un estilo del pop.

Los números musicales son atractivos, pero, por favor, por lo que más quieran, dejen de vampirizar a Bob Fosse, en especial sus coreografías para Cabaret, Sweet Charity o Chicago (la versión teatral porque a la cinematográfica la “maquilló” Rob Marshall). Ya se cuentan por miles las coreografías con sillas. El musical teatral o cinematográfico lo inventaron los norteamericanos, bueno, no del todo, pero lo desarrollaron, lo evolucionaron y lo llevaron a la cumbre. Es larga y hasta genial su historia. Hay otros coreógrafos en los que abrevar: Hermes Pan, Michael Kidd, Busby Berkeley, Gene Kelly, (apenas unos nombres que me dicta la memoria en este instante, hay más, muchos más a los que pueden “homenajear” o sea robar).

En resumen si les gusta Christina Aguilera o Cher, la verán, perdonarán sus obviedades y la disfrutarán. Si apenas les caen bien o no las conocen, también la pasarán bien; las chicas tienen su talento. Pero si no las pueden ni ver, no se expongan ni al afiche.

(Ah, perdón, hay un número con abanicos de plumas que podría pasar como un strip- tease, pero es tan perturbador que hasta Lolita Torres lo podría haberlo hecho.)
Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 14 de enero de 2011

Imparable

El cine de masas norteamericano, más conocido como “pochoclero”, en sus dos vertientes: masculina y femenina, es una aplanadora de ideas, un celoso guardián del status quo imperante y un sostén de valores perimidos que por ser viejos se consideran sagrados. O sea lo que en el barrio, llamaríamos “conserva”, “garca”, “retrógrado.” No, no es paranoia aguda ni cinismo exacerbado. Tampoco estoy loco, en pedo o estudio sociología y procuro la interpretación de la sombra de las hormigas. No, es una paradoja cotidiana, que de tan evidente y a la vista, ya no la vemos.

Imparable (Unstoppable) es el film pochoclero semanal para hombres. La cosa es así: un gordito chambón sale de la cabina de la locomotora y deja un tren, largo y pesado (lo que luego dificultará su descarrilamiento) circulando a alta velocidad sin maquinista, con el agravante de una carga de químicos explosivos en algunos vagones. Se supone que se basa en un hecho real (si ellos lo dicen…). No se necesita ser Sherlock Holmes o Philip Marlowe para deducir que si andan en una vía aledaña Denzel Washington y el galán anabólico de la semana, serán ellos los que contra todo pronóstico (¿?) solucionarán el entuerto. Cerca del final, nobleza obliga, habrá una vuelta de tuerca ligeramente sorpresiva. El director Tony Scott, un hermano muy menor de Ridley, se labró un nombre por darle al cine pochoclero imágenes bellas estilo almanaque en rutilante tecnicolor, empalmadas en una edición que se acelera o se desacelera según se crea oportuno. Toda una explosión de creatividad. Y sólo un narcisismo feroz explicaría por qué Denzel Washington gasta una y otra vez su talento en subproductos vergonzantes. En resumen, un film tan apegado a lo esperable que me puse a enumerar sus contribuciones al conservadurismo cuadrado para entretenerme un poco.

Primero Dios, después la empresa. Sus decisiones (las de la empresa, claro) son inapelables y exigen sumisión absoluta. Denzel se jubila (¡cómo pasa el tiempo, ayer el mozuelo del film, hoy un personaje que se jubila!) e instruye al macizo galancete ojiceleste los secretos del oficio de maquinista. Luego sabremos que la empresa lo jubila de prepo a media pensión seis meses antes de que pueda acceder a una pensión completa. ¿Denzel se queja, hace juicio, pone una bomba, le manda una carta a Obama? No, sólo suspira y acepta su destino. Más tarde, cuando un jerarca le pregunte por qué está dispuesto a una acción heroica si la empresa lo maltrató así, Denzel dirá: Lo hago también por mí. Curiosidad suprema: será un héroe por sí mismo a la vez que salva la propiedad de la empresa y evita su debacle financiera. Moraleja: si una acción heroica individual trae aparejado un bien mayor, mejor; y si ese bien mayor repercute en beneficio de una empresa, mucho mejor. En realidad a la empresa que el tren sea una bomba de tiempo que atraviesa zonas muy pobladas le tiene sin cuidado. La eventual tragedia sólo les preocupa porque implica una pérdida millonaria ya que las acciones bajarían ¡si se pierden vidas!

Las pelis pochocleras para hombres son profundamente machistas. Rosario Dawson es una jefa sí, pero desprovista de todo atributo femenino. Bien podrían haber puesto a Stallone en su lugar. Sólo tendrían que haber sacado el chiste final del beso. Aunque también podrían dejarlo. Con Stallone funcionaría como el chiste habitual de doble moral: homofóbico para el público tejano y homoerótico para el progresista público neoyorquino. La Dawson sólo tiene un detalle femenino: cuando entra, le trae a los hombres que comanda unas cajas con rosquillas. Cumple así con el rol que ninguna mujer debería abandonar: el de madre nutricia. Las hijas de Denzel trabajan como meseras para reunir el dinero que necesitan para ir a la universidad. La gracia es que son meseras en un bar que les exige usar remeras ajustadas que les corta la respiración y minifaldas que no dejan nada a la imaginación. ¿Denzel está preocupado? ¡No, está orgulloso! Como buen macho. Es mejor ser padre de dos minones infernales que de dos ratas de biblioteca anteojudas. ¿Acaso no debe ser la mujer otra cosa que un buen objeto sexual con propiedades de viagra? Y la esposa del galancete fibroso es una idiota porque le puso una orden de restricción que le impide estar a menos de 300 metros. No la quiso asustar ni golpear, sólo la zamarreó porque estaba celoso. Los machos somos así. La testosterona nos vuelve apasionados. Andá. Además la culpa la tuvo ella porque si le hubiera mostrado que los mensajes de texto no eran para el amigo sino para la prima, no hubiera pasado nada. Por suerte la acción heroica del muchacho musculado, convenientemente televisada, la hizo entrar en razones y ahora comprende que los hombres por ser hombres son un poco brutos.

En el viejo Hollywood, la muerte de un personaje secundario era una tragedia que volvía un poco pírrica la victoria final. La amargura por su pérdida ensombrecía el final. Hoy no. Arriesgo una interpretación temeraria. En la actualidad los yanquis se comen el sapo cotidiano de que el mayor número de bajas se debe al “fuego amigo”. En el fragor de las guerras que inventan es tan grande el histerismo en el que se sumergen que terminan matándose entre ellos. Por eso, creo, que la representación de la muerte de un personaje secundario carece de dramatismo o subrayados. Es “sólo” un daño colateral. Aunque heroica como en este caso, esa muerte no merece ningún “heroísmo”. El protagonista ensaya una pena y pronto se olvida. Y en el final al muerto no se lo recupera ni se lo lamenta. Te moriste, te jodiste y ya está. La grandeza de una nación (o de una empresa en este caso) requiere algunas inmolaciones. Menores, según la importancia que se le da en la representación.

Como se trata de una historia real (si ellos lo dicen…), los carteles finales nos informan que Denzel pudo completar su año y jubilarse con pensión completa. (Ah, las empresas parecen desalmadas, pero tienen un corazón de oro.) El galán anabólico es feliz con su mujer, (la pobre ya no se queja de los golpes, la castiga un “héroe”). Y el gordito torpe ahora trabaja en una cadena de comida rápida, el paraíso de todos los gorditos. ¿No es un poco discriminador que el único gordo de una película llena de flacos y atletas sea el que cometa el error fatal? No, es perfectamente lógico. Los flacos y los atletas por carecer de sobrepeso nunca pierden el tren.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

jueves, 13 de enero de 2011

Somewhere

Me gustan las películas de Sofía Coppola porque no me dejan indiferente. Lejos de ello. Alternativamente me deleitan y me irritan. Por momentos me seducen hasta lo indecible y en otros hago acopio de paciencia para no ir a agarrarla del cogote y no soltarla hasta que se ponga azul o se me pasen las ganas de matarla. O sea que tengo con ella un diálogo más activo que con otros directores que sólo me deleitan o que sólo me irritan.

Su mundo es el del encierro (Las vírgenes suicidas, Perdidos en Tokio, María Antonieta) y el del despegue de la realidad en una burbuja de privilegios (todas menos Las vírgenes suicidas). Como a la Martel, le gusta manejar el detalle y regodearse en emociones negativas, pero a diferencia de nuestra Lucrecia, tiene en el fondo una mejor opinión del género humano. (Claro, la chica no se crió en la Argentina.)

Somewhere tiene puntos de contacto con su obra más conocida, Perdidos en Tokio. Vuelve a haber un actor hastiado encerrado en un hotel y hasta hay una escena (el recibimiento del premio en Italia) que parece una reformulación de aquella en la que Bill Murray iba al programa televisivo japonés. Pero no hay aquí una historia de amor inesperado, sino el compartir algunos días con una hija desatendida.

Johnny Marco (Stephen Dorff) es un joven actor famoso, y no se sabe si es un pelotudo importante o un hombre anestesiado por acceder a todo lo que se le ocurre. Bah, quizá nunca lo sepamos, pero de a poco comprendemos que no es un mal tipo, lo que no está nada mal. Un tarambana egoísta, tal vez, sólo un gaje del oficio. En el inicio, la película no procura que nos identifiquemos con él, sino que nos distancia y nos pone en un plano de superioridad moral. No tendremos los mimos, los lujos, los caprichos satisfechos, pero por mal que nos vaya, tenemos una vida interior más plena. Y lentamente nos vamos identificando, por más que las circunstancias nada tengan que ver con las nuestras. Después de todo también somos unos salames y quien no ha sentido alguna vez un aburrimiento profundo, un vacío existencial, la pérdida de la brújula o la sensación de no hacer pie. Y entonces entra en escena, Cleo, la hija de once años (la hermosa y talentosa Elle Fanning, hermana menor de la sobrevalorada e insoportable Dakota) y la película adquiere una hermosa luminosidad, otro brillo. Y si bien Johnny no se despabila del todo, al menos abandona el letargo.

El inicio es un Antonioni en estado puro (una venganza del viejo Michelangelo, siempre odié sus películas), en el medio hay algo del Fellini de La dolce vita, y el final, que puede ser visto como una nota falsa, aunque no, si no se lo ve “realísticamente” me retrotrajo a Intimidades de una adolescente cuando Natalie Wood se iba por la playa dejando atrás una casa en llamas y un incipiente Robert Redford, recuerdo de un film visto hace dos vidas y media. (A veces tengo la sensación, no sé si les pasa lo mismo, de que he visto demasiadas películas, que ya no debo ver ni una más y ponerme sí a recordar las ya vistas.)

Es un film valioso, tranquilo, bello. Un remanso después de tanto cine de productor, pochoclero, vacío, adocenado.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 8 de enero de 2011

Más allá de la vida / Hereafter

Peter Hanke en algún lugar de su guión para Las alas del deseo dice: “La muerte es la mejor de las historias, después de las de amor”. Y Shakespeare, que lo dijo todo, le hace recitar a su Hamlet: “¿Qué sueño sobrevendrá a la muerte, oscura región de la que no regresa viajero alguno?” Y sí, la muerte es tan natural como el hambre y la sed, pero mucho más jodida porque su misterio despierta terrores con los que todos tenemos que lidiar tarde o temprano. Clint Eastwood, que anduvo esbozando reflexiones sobre la muerte en sus obras más recientes, la enfrenta como tema central en esta película con la que no ganará ninguna inmortalidad, más bien todo lo contrario. (Convengamos que al hombre no se la va a despeinar su glorioso jopo, ya sabe que tiene detrás un legado imperecedero de films que habitan la perfección o la rozan).

El dramaturgo/guionista Peter Morgan, que completa bien los puntos suspensivos que dejan incidentes claves en las vidas de algunos notables (La reina, Frost/Nixon) persigue tres historias paralelas que se enlazarán al final. Sigue el modelo (¡oh, no!) de Guillermo Arriaga para los mamotréticos, caprichosos, insustanciales films de Alejandro González Iñárritu: Amores perros, 21 gramos, Babel. Perdón, sé que acabo de ofender a los que tienen a estos films en alta estima, pero por más que lo he intentado no puedo sino considerarlos como bodrios irremontables con minúsculos aciertos parciales. Peter Morgan confesó haber sentido la necesidad de escribir estas historias para paliar la desazón ante la repentina muerte de un amigo. Pobre, el amigo, (dirá más de uno) se merecía un homenaje mejor.

Sí, Peter Morgan, tu guión es el principal escollo, porque, salvo la aseveración de que la sociedad occidental contemporánea esconde la muerte, como si no nombrándola nos salvaremos de ella, el resto es un compendio de banalidades y situaciones que se ven venir de lejos.

Hay una periodista francesa exitosa(Cécile de France) cuya vida se altera porque al igual que Víctor Sueyro muere un par de minutos y vive para contarlo; un psíquico yanqui (Matt Damon) que puede hablar con los muertos pero que vive esta habilidad como una maldición y no como un don, y un chico londinense de 12 años que no se repone de la pérdida de su hermano mellizo en un estúpido accidente.

Y bueno, a Eastwood, el último de los grandes maestros, como a todos los que lo precedieron les pasó alguna vez, le tocó por fin bailar con un guionista con dos pies izquierdos. Clint hace lo que puede, que por suerte es mucho, aunque el resultado final sea leve y quizá intrascendente. Eso sí, el film se abre con una secuencia magistral que escenifica un tsunami y el gran Eastwood establece la distancia que hay entre el talento y las pirotecnias de los mediocres directores pochocleros. La escena expresa, comunica y conmueve. En otras manos hubiera sido otro torpe festival de vacíos efectos especiales. Y, se agradece, le rehúye al melodrama barato y recubre las escenas dolorosas de mesura y elegancia.

Matt Damon da otra sólida actuación, a Cécile de France la dejan hablar en francés y fluye sin restricciones idiomáticas, pero son los mellizos Frankie y George McLaren los que ofrecen la mayor potencia emocional. Imposible no conmoverse con el sablazo de ausencia que les deja la pérdida del hermano.

Más allá de las debilidades del guión es una obra insoslayable. Eastwood es un narrador inmenso y el genio pervive. Además, humanos al fin, un genio en dificultades es más cercano y querible.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

martes, 4 de enero de 2011

Pete Postlethwaite

Tenía una cara tan difícil como su apellido, una nariz tan única como su talento y las concavidades de sus cachetes nos devolvían una voz reverberante que haría interesante la lectura de las estadísticas del decrecimiento de las codornices suecas. Podía hacer de todo, desde el bueno de toda bondad hasta el malo malísimo de toda crueldad. No íbamos a ver películas porque él estuviera, pero cuando descubríamos que estaba sabíamos que el film tendría otro brillo, otra calidad inesperada y renovada. Saltó al reconocimiento masivo como el padre de Daniel Day-Lewis en En el nombre del padre de Jim Sheridan y quien esto escribe lo vio por última vez el año pasado en la muy buena película de Ben Afflect, Atracción peligrosa (The town). No es cierto que A rey muerto, rey puesto. Vendrán otros, sí, pero el mundo del cine contemporáneo es un poco más opaco porque él ya no está. De todos los recuerdos que me deja, elijo el del director de la banda minera que se levanta de la cama, con los pulmones deshechos a dirigir el concierto del Albert Hall y demostrar, como si hiciera falta, que la dignidad no se negocia, en Tocando el viento de Mark Herman. Steven Spielberg que lo dirigió en Jurassic Park II y en Amistad dijo una vez que era el mejor actor del mundo. Y bueno, se nos acaban las palabras, no es cuestión de andar discutiéndole a los grandes.