En este momento del año, como en ocasiones anteriores, nos tomaremos vacaciones. En las próximas semanas no se anuncia nada que parezca a priori particularmente interesante o imperdible. Aunque con gusto interrumpiremos nuestro descanso si tal anomalía se produjera. Volveremos con la avalancha de estrenos pre-Óscares y esas cosas que suelen depararnos los distribuidores. Hasta entonces mis mejores deseos para ustedes y todos los que los acompañan. Y recuerden, en caso de duda, elijan siempre un clásico.
Abrazo grande, Gustavo
sábado, 10 de diciembre de 2011
sábado, 3 de diciembre de 2011
¿Cómo lo hace?
Cuando se tiene algo que contar, se
eligen los personajes adecuados, se les da la profesión más elocuente, se los
ubica en tiempo y espacio, y se procede
al entramado de la historia, sus complicaciones y su desenlace. Dicho así
parece una receta de cocina y quizá lo sea. Se sirve un plato que se deglute de
otro modo.
En esta película la idea rectora es
clara: transformar a la protagonista en una malabarista de la vida. Kate (Sarah
Jessica Parker) es esposa, madre de una nena de seis y un nene de dos y también
una profesional dedicada, ambiciosa y capaz. Pretende ser eficaz en todos esos
aspectos y para lograrlo, o aproximarse a los logros, debe hacer malabares. No
me detendré en las dificultades de ser una buena esposa y madre porque es
materia conocida. Y hasta el machista más antediluviano sabe que ya demasiado
difícil es cumplir con esos roles sin trabajar, como para negar que con un
trabajo la cosa se complica mucho más.
Como se trata de una comedia, se
necesitan circunstancias agravantes que generen empatía, humor y desventuras
varias. Cuanto más demandante sea el trabajo o la profesión que ejerza la
protagonista, más angustiosas o graciosas (en las buenas comedias, estos dos
adjetivos son casi sinónimos) serán las peripecias.
Aquí se eligió que la protagonista
trabaje en una empresa financiera. Sí, en una de ésas que con sus tongos
llevaron a la debacle económica en que se hunde medio mundo. La chica esbozó un
plan de inversiones que llama la atención de un jerarca, Jack Abelhammer (el inoxidablemente
atractivo, Pierce Brosnan). Deberá desarrollar ese esbozo, trabajando al máximo
y viajando de aquí para allá con Brosnan, para que después puedan venderlo a un
tiburón mayor que verá multiplicado su dinero con la especulación. Para
suavizar un poco la cosa, Sarah Jessica insiste con que el pequeño inversor no
será esta vez estafado y que ganará, en proporción a lo que puso. tanto como el
gran accionista. Sí, sí, querida.
Subrayo este detalle, porque si lo olvidamos o lo
sustituimos con que compiten para juntar fondos para alentar la creación de una
vacuna curatodo, el resto funciona si no a la perfección, muy bien para variar.
Hay buenas líneas, buenas situaciones y buenas actuaciones. Sarah Jessica
Parker, por ejemplo, está hilarante cuando la atacan los piojos.
A los mencionados hay que sumar al siempre simpático y
rendidor Greg Kinnear como el marido de Sarah, Christina Hendricks como una
fiel amiga, Olivia Munn como la dedicada asistente, Seth Meyers como un colega
serruchapisos, y a Kelsey Grammer como un jefe al que sólo le importa que el
trabajo se haga.
En definitiva una buena comedia (conservadora como
todos los cuentos que defienden el status quo) que puede llegar a disfrutarse
porque la identificación con las tribulaciones de la protagonista funciona de
inmediato. Será porque todos a nuestro modo hacemos malabares. Para vivir,
llegar a fin de mes, cumplir con la familia y dedicarnos a lo que nos gusta en los pocos
ratos libres que podamos conseguir. Dirigió Douglas McGrath.
sábado, 26 de noviembre de 2011
La hora del crimen
La
hora del crimen (2009) es un thriller astuto y creativo del que no
conviene hablar mucho para no arruinar las sorpresas que depara. Sólo podemos
decir que Sonia (Ksenia Rappoport), una mucama de hotel conoce en un club de
citas a Guido (Filippo Timi), un ex policía. Habrá romance, pero también unas
cuantas complicaciones. Giuseppe Capotondi en ésta, su película debut, exhibe
destreza, seguridad narrativa, inteligencia visual y una buena mano para
dirigir actores.
Ksenia Rappoport, actriz rusa muy
hermosa que por momentos tiene un aire, sólo un aire, a Martha Bianchi joven,
aunque sin la bella voz grave de Martha, está estupenda. Que la actriz sea rusa
no es un capricho, su personaje nació en Rusia, de madre rusa y padre italiano.
Y Filippo Timi, el Mussolini de la genial Vincere
del maestro Bellocchio, es un actor de la puta madre. En realidad, ésta es la
película que filmó a continuación de Vincere,
de modo que el 2009 fue un muy buen año para el feo y seductor Timi.
Una curiosidad que ofrece la película
es que el puente de Puerto Madero tiene su importancia en la trama.
Esta crónica está saliendo brevísima,
no por mi proverbial pereza sino porque decir media palabra más es meter la
pata. Sólo me resta recomendarla calurosamente, bueno entusiastamente porque
calor ya hace de sobra; si pueden véanla, pasarán una hora y media de lo más
entretenida.
Ah, el título original es La hora doble, que no será muy vendible
para la cabeza de los distribuidores, pero que es certero y relevante con la
trama. La hora del crimen puede que
sea un poquito más evocador, pero es impreciso y confunde, ya que el juego con
las horas nada tiene que ver crimen alguno.
Insisto, si pueden, véanla. Los
yanquis parecen los dueños del género, pero como lo demostrara Sorín este año
con El gato desaparece, cuando otras
cinematografías se ocupan, en este caso la italiana, tiene un gusto y un color
que se disfruta mucho.
sábado, 12 de noviembre de 2011
Un amor
Perdón, resolveré esta crónica por
excesos. No tengo otro modo de decir lo que siento. Un amor
es de esas películas de las que parece imposible hablar sin referirse al
argumento. Me resisto a hacerlo porque es dificilísimo contar un argumento sin
dar una interpretación tendenciosa del mismo. Y Un amor es de esas películas de las que es mejor saber poco y nada,
dejarse ganar por las emociones que despierta y disfrutar las sorpresas que
depara. Como algo tengo que decir, diré que es el relato de un reencuentro. A
tres adolescentes (dos chicos y una chica) les queda trunca una relación de
amor y amistad. Ahora mayores vuelven a encontrarse y a pasar en limpio lo que
fue y lo que no fue.
Un
amor es de esas películas en las que los silencios, las pausas, lo que no se
dice pesa más que lo que se expresa en palabras. Una de esas historias en las
que todo y nada puede pasar y a veces pasa. Y la emoción fluye y nos domina
porque nada conmueve más que el amor que pudo haber sido y no fue. Y me callo
porque estoy haciendo lo que dije que no haría: interpretar, influir,
condicionar. Pero como algo tengo que decir, diré que emociona porque resuena a
verdad, a muertos que todos tenemos en el placar, a esos desvíos que la vida no
tomó porque nos llevó por otro lado.
Ahora sin que se me caigan los
anillos ni la cara de vergüenza, jugaré con sinónimos del mismo concepto y diré
que Un amor tiene una linda historia,
bellamente contada y hermosamente actuada. Y si insisto en que destella el fulgor
de la belleza es porque tiene autenticidad a pesar de ser ficción pura, que es
la mayor de las imposturas.
De Diego Peretti y de Luis Ziembrowski nada podemos decir que no se haya dicho antes. Actores inmensos que deslumbran en cine, teatro o televisión. Aquí, con su buen arte, nos toman de la mano y nos acercan a conductas muy reconocibles por su torpeza humana. Y se los agradecemos no olvidándolos ni en la amnesia, porque quien te acaricia el alma, se gana tu corazón de una vez y para siempre. Elena Roger tiene tanto talento como suerte para lucirlo. En su debut cinematográfico no pudo contar con guía mejor que esta directora, que la contiene, que la protege. De Greta Garbo a Robert DeNiro, los actores dicen siempre que en cine no hay que actuar, sino que hay que seguir el juego y confiar en que la cámara haga el resto. La Roger se deja amar por la cámara, y nosotros si no la amábamos de antes, la amamos ahora con el deslumbramiento de las primeras veces, aunque tengamos circuitos de robot en vez de sentimientos.
Dirigió Paula Hernández que ya
dirigió dos películas entrañables como pocas: Herencia y Lluvia.
Confieso que Herencia es uno de los
recuerdos más gratos de mi experiencia como espectador. Cuando un alumno
esgrime el consabido prejuicio de No-veo-cine-argentino-porque-es-malo, si me
acuerdo y la persona mal no me cae, a la clase siguiente le llevo una copia de Herencia. Al devolvérmela, le pregunto
si todavía puede sostener el prejuicio. Hasta la fecha, nadie falló en
agradecerme y en reconocerme que hablaba sin saber. Juego sucio porque hay que
ser venusino para no encariñarse con las peripecias de la cocinera y el alemancito
de Herencia. Ahora no sé si amo más a
Herencia que a Un amor.
Tendría que concluir, pero no digo
nada, porque si no se dieron cuenta de que la recomiendo ampliamente,
estuvieron leyendo otra cosa o yo soy un inútil que no debería escribir una
palabra más.
Un abrazo, Gustavo Monteros
sábado, 5 de noviembre de 2011
La piel que habito
En la sección de espectáculos de The Guardian de Londres, después de los estrenos importantes de teatro, se publican unos artículos que llevan por título Qué decir (What to say) en los que se resumen las distintas críticas de los diarios principales. Por cobardía, haré lo mismo con la última película de Almodóvar. Me concentraré en las de dos de los críticos que respeto: Luciano Monteagudo de Página 12 y Fernando López de La Nación. Digo por cobardía, cuando debería decir por la más absoluta cobardía, lo resuelvo de este modo porque tengo amigas cercanas que respetan a Almodóvar más que a sus maridos y no quiero pelearme con ellas. Por eso me escudo en palabras ajenas. Cuando coincida plenamente con los críticos citados introduciré cursivas o negritas en esos conceptos. Empecemos.
Monteagudo arranca así: Un poco como en Los abrazos rotos, su film inmediatamente anterior, no hay una sino varias películas dentro de La piel que habito, nuevo melodrama noir de Almodóvar, protagonizado por Antonio Banderas y Marisa Paredes. Las historias dentro de otras historias, los racconti, las digresiones siempre fueron un sello distintivo en su cine de los últimos años y aquí reaparece una vez más ese barroquismo, aunque escondido debajo de una superficie límpida, ascética y gélida como la de un laboratorio, escenario central del que quizá sea el experimento más complejo, oscuro y autorreferencial de Almodóvar hasta la fecha.
Mientras que López lo hace así: Para componer esta mezcla de thriller glacial, melodrama rocambolesco, film de horror y variación sobre Frankenstein, Pedro Almodóvar se inspiró en una novela francesa ( Tarántula de Thierry Jonquet), a la que introdujo las modificaciones necesarias para convertirla en un producto con su sello reconocible, incluida su actual tendencia hacia lo tenebroso. Además del refinamiento visual de todas sus películas y de sus incuestionables dotes de narrador, La piel que habito expone rasgos característicos de su cine: su voluntad de provocar, su actitud transgresora, la infaltable dosis de perversidad, atmósferas cargadas de perturbadora sexualidad, transformismo, madres dominantes, referencias a la cultura pop, inverosímiles enredos folletinescos, excentricidades varias y el atrevimiento que tanto se le celebra. Esta vez, el humor asoma poco y se lo extraña sobre todo cuando el realizador se aproxima a lo camp . Quizá porque a esta altura de su carrera el manchego ha perdido parte de su frescura y ha empezado a tomarse demasiado en serio. Si hasta se da el gusto de poner en escena a un Prometeo encadenado aunque el rebuscamiento de la situación resulte excesivo.
Continúa Monteagudo de este modo: Cirujano plástico reconocido internacionalmente, Ledgard es una suerte de Dr. Frankenstein redivivo, un genio perverso que en su quirófano, aislado del mundo y con la sola ayuda de una agria gobernanta llamada Marilia (Paredes, en plan Igor), intenta desarrollar un nuevo tipo de piel, sensible a la caricias pero mucho más resistente que la piel humana. El problema es que esa experiencia no la lleva a cabo trabajando sobre cobayos, como declara en una conferencia pública, sino sobre un ser humano que tiene recluido contra su voluntad –en una lujosa finca de Toledo, la misma que usó Buñuel para encerrar a Tristana– y al que somete a las más diversas intervenciones quirúrgicas, capaces de alterar por completo su fisonomía.
Toma la posta López: El protagonista de la oscura historia es un genio de la cirugía plástica que tras la trágica muerte de su mujer (se suicidó después de sufrir un accidente que la dejó desfigurada) se consagra obsesivamente a la creación de una piel artificial tan sensible como la verdadera pero resistente al fuego. Claro que en el sofisticado laboratorio que tiene en su residencia-clínica, el hombre lleva sus experimentos bastante más allá de lo que la bioética (y la autoridad científica) permiten. En secreto, este moderno Frankenstein de escasos escrúpulos ha estado investigando en la transgénesis. Sólo su asistente sabe de la existencia de la criatura que el científico loco tiene encerrada bajo llave mientras dura el extensísimo tratamiento. Quiénes son estos tres personajes y por qué hacen lo que hacen es algo que Almodóvar irá revelando de a poco, sobre todo en un retorno al pasado que ocupa el sector más interesante del film y que no conviene revelar.
Sigue ahora Monteagudo: Hay un afán manipulador en Ledgard, una pulsión de someter –de la manera que sea– la voluntad de su víctima, que no es muy distinta de la manipulación que Almodóvar, a su vez, practica sobre el espectador. Es como si cada incisión, cada vejación incluso que Ledgard practica sobre su víctima, Almodóvar a su vez (en la que quizá sea su película más perversa) la practicara también sobre el espectador, que asiste indefenso a la desmesurada ambición demiúrgica del cineasta. Como Ledgard, Almodóvar también parece persuadido de que todo lo puede. Que uno lo haga en nombre de la ciencia y el otro en nombre del cine, no exculpa a ninguno de ambos. Sin embargo, y en tren de interpretaciones, la secuencia final quizá dé alguna pista de la autoconciencia del director: el quién mata a quién es muy revelador, de la misma manera que lo es el último, callado grito de auxilio de uno de los personajes, en un pueblecito de La Mancha no muy distinto quizá del que salió el propio Almodóvar.
Y López dice: Pero sí puede decirse que no se le ha escapado ningún tema de los que se han ocupado largamente las publicaciones de actualidad en los últimos tiempos: de las violaciones o la inexplicable desaparición de jóvenes a los trasplantes de cara o las operaciones de cambio de sexo y de los casos de abuso (los de padres que mantuvieron encerradas a sus hijas o los de figuras públicas que aprovecharon de su poder) a las perturbadores esculturas de Louise Bourgeois y sus fantasías incestuosas. Quien quiera reparar en las referencias cinematográficas, que suelen ser abundantes en el cine de Almodóvar, tendrán aquí bastante trabajo. Son muchísimas y van de vagas inspiraciones a citas directas -Franju y Hitchcock- son los más notorios, pero no los únicos.
Concluye Monteagudo: Más allá del virtuosismo con el que filma Almodóvar, de la fluidez que le confiere a su película, a pesar de la infinidad de recodos que tiene la trama, y del lujo de su paleta cromática, cada vez más sofisticada, La piel que habito hace extrañar al primer cine de Almodóvar: un cine más abierto, más libre, menos asfixiante y menos pendiente de ese solitario experimento de laboratorio que es siempre un guión de hierro.
Y concluye López: En esta historia que es tanto de amor obsesivo como de venganza y cuyo elenco incluye destacables labores de Antonio Banderas, Marisa Paredes y la muy sugestiva Elena Anaya, conviven los hallazgos visuales (hay refinamiento en la puesta y también en la pulcritud casi publicitaria de la fotografía de José Luis Alcaine), con giros artificiosos que pueden resultar irritantes o bordear el ridículo. Lo que resulta menos perdonable es que el film, que sabe cómo alimentar la curiosidad, no logre comprometer al espectador con la historia y generarle alguna emoción.
Y dos lectores contribuyen a la crítica de López con este comentario: 1) Si bien el cine de Almodóvar nunca estuvo entre mis preferidos, creo que últimamente se pinchó bastante y se tornó obvio y sin sustancia. 2) Error del articulista. El film genera emociones como disgusto, repugnancia e incredulidad. ¡Pésimo!
Monteagudo califica con números y Almodóvar saca un 7.
López califica con concepto y le pone apenas un Bueno.
No puedo con el genio. Agrego tres cositas. ¿Por qué dos conferencias de Banderas al principio? Con una bastaba y sobraba. La escena de Zeca (Roberto Álamo) con Marisa Paredes en la cocina tiene una escenificación tan torpe que sorprende por lo mala. Después de la cirugía nocturna, el final se ve venir a dos cuadras de distancia ¿por todos los cielos, por qué tomarse ¡40 minutos! para llegar a él si no hay ningún as bajo la manga?
sábado, 29 de octubre de 2011
Los tres mosqueteros en 3D
No necesitamos otro héroe, cantaba
Tina Turner al final de Mad Max III.
La afirmación era irónica, casi no habría cine sin héroes. Ahora bien, hablando
de necesidades y de héroes. ¿Quién necesita otra versión de Los tres mosqueteros? Nadie salvo los
productores que necesitan alimentar el 3D antes de que el público se harte de
los anteojitos o se dé cuenta de que es un cazabobos de circo o de parque de
diversiones tan magnético como la mujer barbuda. ¿Cuántas veces puede seducirse
al público con la mujer barbuda? Ya hartaron una vez con el 3D y es cuestión de
tiempo antes de que harten otra vez. Mientras tanto a explotar la supuesta
novedad. La Disney que es capaz de vender los cubitos de la criogenia de su
fundador con tal de ganar otro dólar, hace un par de semanas relanzó El rey león en 3D y en cualquier momento
relanzan Blancanieves para que
podamos ver los enanitos en volumen o el volumen de los enanitos. ¡Qué genial! Productores
de la Argentina, ¿para cuándo la versión 3D de La guerra gaucha, La Patagonia rebelde o Los bañeros más locos del mundo? Aunque pensándolo bien, Isabel
Sarli en 3D debe ser todo un espectáculo.
Toda esta perorata es para decir que
el único y muy módico encanto de los nuevos tres mosqueteros es la parte final
de su título o sea el bendito 3D. Todo, desde el mapa con edificios para
ilustrar los recorridos hasta los anacronismos o actualizaciones están pensadas
para lucir el 3D. Aunque, claro, los aspectos no escenográficos no lucen bien
ni en 2D, 3D o 4J. El guión gana el premio a la peor adaptación de la novela de
Dumas. Es elemental, ramplón, torpe. No enoja porque es tan tonto que da
lástima. Los personajes, para seguir con el juego de las D, están reducidos a
1D. Son como las siluetitas de los jeroglíficos. D’Artagnan gana el premio (y
no es culpa del actor) al peor D’Artagnan de la historia. El poco humor que
destila es involuntario, porque el que propone el film es más malo que azotar a
Lassie o lanzar a Dakota Fanning por un precipicio (esto último, no se lo digan
a nadie, yo lo haría con gusto; sé, sin embargo, que está mal, muy mal, pobre e
insoportable Dakota). Si los trucos de Milady de Winter se parecen a los de Matrix no es pura coincidencia, un
homenaje o un replanteo superador, no, es un afano a mano armada. Tampoco es casual
que haya un look Piratas del Caribe,
no, es la deliberada y poco imaginativa decisión de darle al público algo que
conoce, no sea cosa de que se desoriente o tenga que descifrar una nueva
estética. Pero, contra todo pronóstico, las actualizaciones no me molestaron
tanto. Tanto, remarco. Hay un prólogo en una bóveda inventada por Da Vinci (y
sí, vampiricemos a El código Da Vinci,
después de todo es una novela y una película que conocen hasta las piedras del
camino). Y hay una nave aérea que es mezcla de barco y zeppelín. Creo que este
artefacto no me molestó porque cuando hace su entrada, estaba tan aburrido que
así hubiera entrado una nave extraterrestre con ET incluido me hubiera parecido
bien.
El elenco hace lo que puede, que es
muy poco de todos modos ante un guión tan pobre y una dirección empeñada en los
efectos. Christoph Waltz (Richelieu), Mads Mikkelsen (Rochefort) y Orlando
Bloom (Buchingham) procuran sobreactuar para darles un poco de espesor 3D a sus
personajes. De Logan Lerman (D’Artagnan), Luke Evans (Aramis), Ray Stevenson
(Porthos), Freddie Fox (Luis XIII), Gabriela Wilde (Constance), Juno Temple (la
reina) y James Corden (Planchet) mejor ni hablar, aunque, insisto, no es culpa
de ellos. Y con mucha buena voluntad, mucha, mucha, podríamos decir que Matthew
Macfadyen (Athos) (que fuera el inolvidable Mr Darcy de Orgullo y prejuicio) y Milla Jovovich (Milady de Winter), (que
fuera la inolvidable Leeloo de El quinto
elemento) dan algo parecido a una actuación, lo que en el contexto no es
decir mucho.
Dirigió Paul W. S, Anderson, cuyo
máximo mérito cinematográfico es ser esposo en la vida de real de Milla
Jovovich. Al menos algo tiene indiscutible, su buen gusto para las esposas.
Ah, como corresponde, la historia de
Milady de Winter queda inconclusa y abierta para la consabida venganza.
¿Todavía estará de moda el 3D cuando la hagan? Ojalá que no.
Un abrazo, Gustavo Monteros
sábado, 22 de octubre de 2011
Aquel martes después de Navidad
Hace un tiempo ya, tomábamos café con
una amiga. ¿Qué estás escribiendo ahora?, me dijo de pronto. Una obra sobre
adúlteros, contesté. ¡Qué plomo!, comentó, el adulterio ya pasó, es un tema
agotado. Sonreímos y cambiamos de tema. No le dije que para mí no lo era, que
las relaciones familiares de todo tipo y color, las relaciones de pareja de
toda laya, la soledad, el desamor y esas cosas eran como el music hall y la
Judy Garland de la Walsh o sea eternos como el sol. Al final, condicionado o no
por la respuesta tan tajante de mi amiga, no escribí la obra sobre aquellos
adúlteros sino cuatro obritas en un acto sobre infidelidades, traiciones,
dobleces y duplicidades varias.
Ahora, el rumano Radu Muntean le da
un tratamiento radicalizado al tema. En un reportaje, a la pregunta de qué tema
le interesaba abordar en Aquel martes
después de Navidad, contestó: La historia de un hombre
enamorado de dos mujeres. Con mis coguionistas nos propusimos contar una
situación que no es la que los clichés habituales describen. No es que el
protagonista, que está casado, tenga una amante: se enamora de otra mujer. Ese
es su conflicto. Tampoco que esté harto de su esposa, que ya no la quiera, que
le parezca que se puso gorda o vieja, que la relación entre ellos esté acabada.
Nada de todo eso. Lo que sucede es que su relación con Raluca es más apasionada
que la que tiene con la esposa. Pero eso no quiere decir que haya dejado de
querer a Adriana. Tampoco es que él pretenda engañar a la amante con la mentira
de que se va a separar de la esposa e irse con ella. La amante tampoco lo
presiona para que lo haga. O sea que no hay ninguno de los clichés habituales.
A confesión de partes, relevo de pruebas. Sólo resta
concluir que logró con creces lo que se propuso. Más que el melodrama habitual
del triángulo esposo-amante-esposa, hay un conmovedor drama ético, que se
maneja desde la planificación y la puesta en escena con sumo cuidado para que
no prime el punto de vista de alguno de los personajes sobre el de los demás.
Eso sumado a una actuación carente de todo artificio y la ausencia de los
típicos subrayados musicales nos da la sensación de estar espiando a unos
vecinos. No somos manipulados esta vez para ponernos de parte de tal o cual
personaje sino que se nos insta a ver el dolor de todos. Y como cuando uno
espía, comprendemos que bajo la superficie de lo que vemos hay mucho más que no
termina de revelarse.
Mimi Branescu (Paul), Maria Popistasu (Raluca) y
Mirela Oprisor (Adriana) nos desarman y conmueven por la naturalidad con la que
se manejan. Logran el milagro de no dejarnos ni sospechar que están actuando.
Piensen como mi amiga o no, vean Aquel martes después de Navidad. Radu Muntean nos demuestra que
no hay temas agotados sino maneras agotadas de tratar un tema.
sábado, 15 de octubre de 2011
El árbol de la vida
Haré algo que jamás pensé que haría.
Transcribiré una crítica ajena. No por vagancia, desidia o cansancio sino
porque creo que describe bastante cabalmente lo que la película es. Después,
como corolario, expondré mi humilde opinión.
EL ARBOL DE LA VIDA, DE TERRENCE MALICK, CON BRAD PITT Y
SEAN PENN, PALMA DE ORO DEL FESTIVAL DE CANNES
Acerca del
origen y el destino de las especies
De una ambición desmesurada, la nueva película del
director de La delgada línea roja es una suerte de poema sinfónico-religioso que
toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50
y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica.
Por
Luciano Monteagudo
7
EL ARBOL DE LA VIDA
The Tree of Life,
Estados Unidos/2011
Estados Unidos/2011
Dirección y guión: Terrence Malick.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Música: Alexandre Desplat.
Efectos especiales: Douglas Trumbull.
Diseño de producción: Jack Fisk.
Intérpretes: Brad Pitt, Sean Penn, Jessica Chastain.
Fotografía: Emmanuel Lubezki.
Música: Alexandre Desplat.
Efectos especiales: Douglas Trumbull.
Diseño de producción: Jack Fisk.
Intérpretes: Brad Pitt, Sean Penn, Jessica Chastain.
Brad Pitt
es el padre terrible que, a la manera de Dios, inspira tanto amor como temor.
En los afiches, al frente del elenco, figuran Brad Pitt y Sean Penn, pero en El árbol de la vida, la estrella es el director, Terrence Malick, y su protagonista es nada menos que el misterio del universo, desde el origen de los tiempos hasta estos días. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?, son algunas de las preguntas que se hace la nueva película de Malick, un film de una ambición desmesurada, una suerte de poema épico-sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica.
En los afiches, al frente del elenco, figuran Brad Pitt y Sean Penn, pero en El árbol de la vida, la estrella es el director, Terrence Malick, y su protagonista es nada menos que el misterio del universo, desde el origen de los tiempos hasta estos días. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos?, son algunas de las preguntas que se hace la nueva película de Malick, un film de una ambición desmesurada, una suerte de poema épico-sinfónico-religioso que toma como eje la vida de una arquetípica familia estadounidense de los años ’50 y la pone en perspectiva con una dimensión cósmica.
Con
tantos defensores como detractores desde que en mayo pasado se alzó con la
Palma de Oro del Festival de Cannes, The Tree of Life es esa clase de obra en
la que el cineasta –para bien o para mal– se asume plenamente como artista. Y
más aún, como pensador. En el caso de Malick, eso significa arrogarse la
herencia de los llamados “trascendentalistas estadounidenses” (Whitman,
Thoreau, Emerson) y su noción de la naturaleza como expresión de la unidad del
mundo y de Dios. Y ponerla en crisis con toda una tradición cristiana que se
remonta al Antiguo Testamento, al enfrentar la idea de naturaleza contra la de
gracia divina.
Esa lucha interior está en el centro de la familia O’Brien, oriunda de la pequeña localidad de Waco, estado de Texas. Padre (Brad Pitt), madre (Jessica Chastein) y tres hijos varones llevan una vida relativamente feliz en una localidad arquetípicamente estadounidense, aunque esa existencia no está exenta de fuertes conflictos internos. Figura brillante pero a la vez severa y autoritaria, el padre impone su ley y su orden en esa casa, donde se escuchan Brahms y Bach y se reza en la mesa antes de empezar la cena. Quien sufre particularmente este peso del padre, esta sombra, es el hijo mayor, Jack, que de adulto –perdido en la gran ciudad, lejos de la Madre Naturaleza– estará encarnado por un cariacontecido Sean Penn.
Hay amor y también odio en esa relación padre-hijo, pero la película –a contramano del cine que suele producir Hollywood– reniega no sólo del realismo, sino de la linealidad del relato. La película va y viene en el tiempo de la manera más libre, al punto de que ni siquiera es necesario establecer si se está frente a ensoñaciones o recuerdos. Y en un gesto de audacia retrocede salvajemente hasta el comienzo del mundo, cuando la Tierra parece estar en formación y las aguas se funden con los magmas de lava y se forman lagos y montañas y los meteoritos sacuden la superficie del planeta.
De ese
caos y de esa energía –materializados en la pantalla por Douglas Trumbull, el
legendario técnico a cargo de los efectos especiales de 2001: Odisea del
espacio, de Kubrick, un film que funciona como referente para Malick– provienen
también los O’Brien, parece decir la película, donde la naturaleza está siempre
presente como una fuerza creadora eterna. Y está incluso en los momentos más
banales de la vida de esa familia, que Malick pinta siempre con una estructura
fragmentaria, con trazos aislados, como si lanzara líricos brochazos de sol
sobre la pantalla.
El árbol
de la vida no siempre puede estar a la altura de semejantes ambiciones y, por
momentos, es de una puerilidad absoluta, como cuando se empeña en representar
algo así como el alma universal con una especie de abstracción con forma de
ameba, que se agita hacia el comienzo y el final del film. Otras instancias
están más logradas, pero resultan redundantes, como cuando en ese viaje hacia
la historia pre-humana Malick –gracias a la tecnología digital– parece recorrer
en apenas unos minutos la distancia que va de 2001: Odisea del espacio a
Jurassic Park, con dinosaurios y todo. Se diría que las cimas y abismos en la
creación del mundo que describe el film también los alcanza la película misma,
donde el mejor cine también convive con el peor.
La
evocación del mundo de la infancia, por ejemplo, no podría ser más perfecta,
como si Malick hubiera abrevado en sus propios recuerdos familiares para
encontrar allí una suerte de verdad esencial, que es capaz de transmitir con el
vuelo lírico de un auténtico poeta. De hecho, y aunque Malick es famoso por el
celo con el que guarda su vida privada (no otorga entrevistas desde su primera
película, Badlands, en 1973), se sabe que el director pasó su infancia en Texas
y que perdió un hermano siendo muy joven, como aquí le sucede al conflictuado
Jack O’Brien. (No es una casualidad que sus iniciales remitan al Libro de Job,
citado en el prólogo del film.) Pero lo que importa, en todo caso, es la
sensorialidad, la manera con que el director consigue despertar en cada
espectador sus propios recuerdos, un poco como sucedía también en El espejo
(1975, Andrei Tarkovski), otro film que trabajaba a partir de la memoria
fragmentada de las experiencias y sentimientos fundantes de la infancia.
Por el contrario, todas aquellas escenas ubicadas en el presente, donde Sean Penn interpreta a Jack de adulto, parecen en comparación torpes, obvias, remanidas, con el personaje poniendo cara de sufrimiento en una jungla de cemento y cristal, perdido en su propia confusión espiritual. Ni qué decir de esa secuencia a orillas del mar, con una estética publicitaria estilo New Age, en la que Jack atraviesa una suerte de portal y se reencuentra con una infinidad de ánimas errantes, entre ellas las de sus padres y hermanos, todos fundidos en un abrazo de amor universal.
Es que El
árbol de la vida finalmente es un film estructurado a partir de oposiciones a
veces tan tajantes como maniqueas, desde el conflicto religioso entre los
conceptos de naturaleza y gracia divina que se manifiesta en el prólogo hasta
los contrastes entre padre y padre, infancia y madurez, comienzo y fin. No
parece casual entonces que esa lucha se dé también en el corazón mismo de la
película, en su contenido tanto como en su forma.
(Publicada el Jueves,
29 de septiembre de 2011 en Página 12)
Sí, coincido en muchos
aspectos con lo que se transcribió. Terrence Malick (Malas tierras, Días de gloria, La delgada línea roja, El nuevo mundo) que se ponía fichas como artista, se asume como
tal. Y ¿eso qué corno significa? Lanzarse a la propia interioridad, bucear en
ella y sin ninguna concesión hacia el público, expresar el mundo propio, con la
convicción de que lo surja, personal e intransferible será, sin embargo,
relevante y significativo para el resto de los mortales. Grandes artistas que
en el mundo han sido: Bergman, Fellini, Kurosawa, Billy Wilder no se asumieron
como tales, nunca prescindieron del público y prefirieron que el tiempo que se
mide en historia les dijera si lo habían sido o no, y en vida gozaron de
laureles y homenajes. Otros, Goddard, Pasolini, Antonioni, Kubrick se asumieron
como artistas y lograron resultados dispares. En la plástica, asumirse como
artista es el único camino, pero en las disciplinas de representación (cine,
teatro) puede ser suicida, o lo que es peor masturbatorio.
Pero ¿cómo le fue a Malick?
No sale mal parado, pero tampoco se sostiene con firmeza. El árbol de la vida es una experiencia única que puede ser vista
como una genialidad o como una auténtica bosta. En mi caso, pasé por ambas
percepciones alternativamente. Cuando se concentra en la familia, en la
relación amor odio entre padre e hijo, en el pasaje de la niñez a la
adolescencia, el film respira plenitud y talento; pero cuando le agarra el ataque
metafísico que se traduce en una especie de documental National Geographic me
pareció insoportable, aburridísimo, larguísimo, agobiantemente absurdo. El
ataque más New Age, la parte que le corresponde a Sean Penn, me resulto más
soportable, pero de una obviedad y superficialidad preocupantes, sobre todo en
alguien que se autoerige en filósofo de la imagen.
Actoralmente, a Jessica
Chastein le va mejor, tiene algo para hacer y lo hace muy bien. Brad Pitt da
una buena actuación, quizá porque el modo oblicuo, tangencial que elige Malick
para filmarlo le conviene a su más que limitado talento. Y como mi maldad no
tiene límites, me indispondré con sus admiradoras y diré que por momentos se le
nota mucho el bótox, el colágeno o lo que sea que se use para inflar mofletes y
borrar arrugas. El pobre Sean Penn, al que le toca la parte simbólica deambula
con cara de santo que se le pasó el día.
En definitiva, una película
atípica a la que hay que ir advertido. Esperamos haber sido útiles.
Un abrazo, Gustavo Monteros
sábado, 8 de octubre de 2011
Pina 3D
Pina es una película que casi no fue. Durante
veinte años, Win Wenders y Pina Bausch hablaron de hacer un film juntos. Cuando
Wenders decide que el proyecto sería una buena oportunidad para que él
experimente con el 3D, al que consideraba un fenómeno de feria (sic) (sí, Win,
el 3D es un truco berreta de parque de diversiones) y está todo listo para
empezar, Pina muere. Wenders decide suspender el proyecto, pero los bailarines
lo convencen que no. El film que iba a ser una celebración de las coreografías
de Pina pasa a ser un homenaje para Pina (sic, otra vez).
Pina es un documental estructurado sobre
fragmentos de la obra de Pina, recuerdos de sus bailarines y escenas de archivo
con la coreógrafa. Lo mejor, la escenificación de las distintas piezas; el
resto, muy discutible. Que las coreografías no estén completas da un pantallazo
más abarcador a la obra, pero les resta emoción y las reduce a un puro
esteticismo. La parte documental luce muy “armadita”; los bailarines enfrentan
la cámara en silencio y en off se oye lo que dicen, todo muy panegírico, nada
que ilumine el trabajo o la relación que tenían con ella, la glorifican, la
santifican, la endiosan; parece que nunca los agotó, los sacó de quicio, los
incomodó. No es que esperara chusmajes o broncas, sino algo que le diera
espesor humano a Pina, la dinámica de una relación más terrestre. Para airear
lo teatral, de tanto en tanto se les pide a los bailarines que expresen en un
movimiento, una imagen o un trazo coreográfico lo que Pina representa para
ellos y eligen o son puestos “casualmente” en escenarios en los que el 3D queda
más “bonito”. Y, perdón, pero la insistencia con el tren aéreo parece querer
vendernos turísticamente la ciudad. Y, perdón, otra vez, pero una de las
escenas en el cruce de calles parece una propaganda de MacDonald’s, la gran M es
el único cartel visible y el ojo se va hacia él una y otra vez, además cuando
hay un cambio de plano, el cartel persiste, espero que les hayan regalado
algunas hamburguesas. Respecto a la secuenciación de las coreografías, Wenders
no da siempre en tecla. Editar algo que está pensado para verse por completo y
elegir con la cámara un punto de vista es siempre un riesgo, porque puede darse
la sensación de que lo que quedó afuera es más relevante que lo que se muestra.
Y la inclusión del material de archivo es poco feliz, en vez de conmover crea
un frío distanciamiento. Wenders declaró que en un principio pensó en poner
sólo danza, pero que prefirió lo que ahora vemos. No sé, creo que la imagen
pura hubiera sido mejor. De todos modos, la obra de Bausch, aunque fragmentada
es muy bella y compensa lo demás.
Un abrazo, Gustavo Monteros
sábado, 1 de octubre de 2011
Vaquero
Si pudieran oír los pensamientos de Julián
(Juan Minujin), quizá no lo meterían preso ni lo internarían en un
psiquiátrico, pero sin duda tendría que dar unas cuantas explicaciones. Y si
pudiera expresar aunque más no sea un poco de lo que piensa, por ejemplo decirle
a su padre (Daniel Fanego) que se la pasa elogiando a sus compañeros y nunca a
él, y a su colega de filmación (Leonardo Sbaraglia) que lo admira y que lo
envidia, sus neurosis no desaparecerían, pero al menos pasaría de ser un rey de
los neuróticos a un neurótico vasallo, (en algunos casos la pérdida de privilegios
es una bendición).
Aunque no lo parezca por lo que acabamos de
decir, a Julian Lamar no la va nada mal. Es un actor profesional en ascenso con
trabajo en teatro y cine, la familia lo quiere y lo apoya, pero el pobre no
puede disfrutar de su presente porque tiene la cabeza quemada por la obsesión
de estar en un lugar en el que por ahora no está, un sitio de más éxito,
prestigio y reconocimiento. Por fuera es un tipo amable, bastante integrado,
pero por dentro maneja un furia visceral que vuelca contra el que se le ponga a
tiro y, principalmente, por una cuestión de cercanía, contra él mismo.
Ese contraste entre el monólogo interior que
oímos y el afuera que vemos estructura la película. La neurosis galopante que
padece le impide establecer vínculos afectivos, una sexualidad plena y
capitalizar sus logros profesionales.
Hay una observación pormenorizada del mundo de
los actores, donde las inseguridades, las vanidades, las envidias, y las ambiciones
pueden que se patenticen más, pero que no
son exclusivas de los mismos y ahí radica la relevancia de la película, donde
la pintura del mundillo propio se vuelve universal.
El personaje no es ningún bastión de simpatía,
pero es imposible no empatizar con él. Sus impulsos autodestructivos serán
feroces, pero el patetismo que despierta es conmovedor.
Esta opera prima de Juan Minujín denota que es
la obra de un actor. El elenco que se completa con Guillermo Arengo, Esmeralda
Mitre, Esteban Lamothe, Sergio Pángaro y Julieta Vallina, aparte de los ya
mencionados, está perfecto. Mención especial para Pilar Gamboa, sensible y
deliciosa. Y Minujín, el gran protagonista de Un año sin amor y Zenitram, como
actor es hipnótico.
Una muy buena película argentina que desnuda
la trastienda de los actores y que ilumina conductas tan equivocadas como
humanas.
sábado, 24 de septiembre de 2011
Juan y Eva
Esta vez comenzaremos por el final: Juan y Eva
de Paula de Luque es una buena película. Ayuda, y no poco, a consolidar sus
méritos el haber elegido un período acotado para contar la historia. El film va
desde el terremoto de San Juan, el 15 de enero de 1944, al 17 de octubre de
1945. Eso le permite profundizar aspectos y circunstancias que otras películas
dan por sentado o repasan a vuelo de cóndor, y nos da la oportunidad de atisbar
cómo nació, creció y fructificó la historia de amor entre estos dos personajes
históricos. Íntima, como toda historia de amor, y pública, porque la relación
entre el secretario de trabajo del gobierno de facto del general Ramírez y una
actriz en ascenso no podía pasar desapercibida. Eufemismo para el rechazo que
algunos cuadros militares sentían, Perón en un tramo del film dirá: Dígale a
esos tipos que le mandan a hablarme que la bragueta me la prendo yo.
La evidente simpatía que la directora y
guionista siente por los personajes no le nubla la vista para resaltar aristas
poco halagüeñas que evidencian sus personalidades. Se equivoca el que quiera
ver que hay aquí un retrato idealizado. No pormenorizo porque los detalles
hacen a la gracia o al placer de ver la película. Pero los dobleces y máculas
son evidentes, están bien a la vista.
El guión, salvo la primera cena que comparten
en la que hay un exceso verborraico, es elocuente y fluido. La primera parte
está narrada con maestría y la última tiene la fuerza necesaria, pero por el
medio hay una caída de ritmo que tiene más que ver con la dirección que con el
guión. Hay decisiones estéticas acertadísimas como la de los dos números
musicales (la gran Karina K como una apasionada cancionista en el recital a
beneficio de las víctimas del terremoto en el Luna Park, y Carlos Casella como
el cantante del cabaret), los ambientes claustrofóbicos en que crece el
romance, y otros muy discutibles, como
el abuso del cigarrillo; sí, lo muestran las películas de la época, la gente
fumaba mucho, pero aquí los personajes fuman más que Humphrey Bogart en todas
sus películas juntas. Dicho así parece exagerado, pero hay momentos en que
tanto cigarrillo distrae de la acción principal. Y salvo la protagonista, las
demás actrices tienen un corte de cara muy parecido, lo que a veces dificulta
identificar a sus personajes. Puede que esto sólo sea problema mío, pero como me
pasó, lo cuento. Juro que estaba descansado y atento cuando la vi. Y, lamento
decirlo, la música es francamente fea.
Julieta Díaz está muy bien y aprovecha la
ventaja de tener que interpretar a Eva cuando todavía no es Evita, lo que le
permite apartarse de la paradigmática, magistral e insuperable encarnación de
Esther Goris en la película de Desanzo. Pero el film, sin duda, marca la consagración
de Osmar Núñez como un gran actor y protagonista. Su Perón es magnífico por
donde se lo mire. También se luce y mucho Fernán Mirás, tiene un par de escenas
inolvidables. Y Alfredo Casero le da a Braden un bienvenido y sutil toque
pintoresco.
Ratificamos, entonces, el inicio de esta
crónica. Juan y Eva es un film bueno y valioso que ilumina un hueco hasta hoy no
explorado por el cine: la historia de amor detrás de la foto icónica de la gala
del Colón con Perón de impecable uniforme y Eva con el strapless blanco.
Un abrazo, Gustavo Monteros
sábado, 17 de septiembre de 2011
Paul
Simon Pegg es un cómico inglés tan talentoso
como completo. No sólo actúa como los dioses sino que ha firmado los guiones de
sus películas más personales entre las conocidas por estos lugares. En la
fabulosa Muertos de risa (Shaun of the dead )(2004) se ríe de los films de
zombies. En Arma fatal (Hot fuzz) (2007), mi favorita hasta la fecha, se burla
de los policiales estilo Arma mortal, Duro de matar y hasta de los ambientes
cerrados plagados de asesinos de Agatha Christie. En Corre, gordo, corre (2007)
se divierte a lo grande a expensas de la comedia romántica. Como se ve, al
hombre le gusta la parodia, pero se diferencia de la escuela de ¿Dónde está el
piloto? (la saga de La pistola desnuda, Scary movie, etc.) y se acerca a
algunos de los mejores films de Mel Brooks (El joven Frankenstein, La última
locura del Dr. Mel Brooks, Los productores) porque elige desarrollar una
historia antes que supeditarse a gags sueltos o a diálogos brillantes pero
deshilvanados. Prefiere ceñirse a personajes bien armados que caen en
situaciones que van corriéndose de lo real y se expanden en el absurdo;
privilegia historia, personajes y situaciones antes que un efecto cómico
gratuito; persigue la sonrisa constante antes que la carcajada ocasional, que
también llega, pero como consecuencia natural, por acumulación, explosión o
desenlace lógico.
En Paul, escrita en conjunto con su co-equiper
actoral de Shaun of the dead y Hot fuzz, el gordito Nick Frost, le ha tocado el
turno a los films con alienígenas. Dos amigos ingleses (Pegg y Frost) llegan a
los EEUU para una convención de cómics de ciencia ficción y afines, y se
embarcan luego en un itinerario que deambula por los lugares míticos de
encuentros de extraterrestres y esas cosas. Se chocan con Paul, un alienígena
que huye de la NASA y que debe ir al encuentro de una nave que lo devolverá a
su mundo de origen. Paul, que fuera asesor de Spielberg para ET (se oye la voz
del vero Steven en una conversación telefónica; Nick Frost, fana de verdad del
cine de ciencia ficción confesó que casi muere de la emoción cuando conoció a
Spielberg), no se parece en nada al personaje de ET. Es cínico, bebe como un
cosaco, fuma más que Humphrey Bogart (en su caso, no sólo cigarrillos de tabaco
ya que también lo pierden los porros) y es un experto en malas palabras. Los
dos ingleses y el alienígena conocerán a una fanática religiosa que usa una
remera inolvidable y serán perseguidos por un trío de hombres trajeados que se
las traen.
En consonancia con los modelos elegidos, Shaun
of the dead y Hot fuzz son ácidas y chirriantes, pero Corre, gordo, corre y Paul
son más tiernas y hasta ingenuas. Paul divierte de punta a punta y hasta regala
algunos momentos altamente gozosos. Maneja varios running jokes (chistes
continuos con variación de reacciones) desopilantes, en especial, el de la
cubierta del libro de historietas que hizo el gordito, el del autor que adoran,
pero que casi nadie conoce, y el de que todos los toman por una pareja gay.
Las películas con cómicos exigen prerrequisitos
para su completo disfrute: que se guste del cómico en cuestión, que se acepte
su estilo (no es lo mismo Jacques Tati que Olmedo), y que se esté dispuesto a
entregarse al juego que proponen y a las convenciones y características del
género. Uno no debe sentarse a ver una película cómica con la misma actitud y
expectativa que enfrentamos un film de Bergman. Perdonen si lo que digo les
parece de una obviedad supina que los insulta, pero conozco espectadores y
críticos que se olvidan de esta premisa básica, y se sentaron a ver La pistola
desnuda como si estuvieran por ver un Visconti. Por algo hay dos caretas
representando al teatro, la de la risa y el llanto; usar los mismos parámetros
para analizar un bufón y a un trágico es como pretender que es único lo que es
doble. Ya demasiado castigo tienen los cómicos con ser ignorados en las
premiaciones como para encima cargar con el equívoco crítico de que deben
hacernos reír con las prolijidades del drama épico.
En resumen, una de risa, muy pero muy buena.
Un abrazo, Gustavo Monteros
Invasión a la privacidad
Juliet (Hilary Swank) es una cirujana que cose
corazones destrozados a cuchillazos con la misma destreza con que mi mamá
zurcía medias, o sea es una chica moderna y profesional. Duerme en un hotel
porque descubrió a Jack, su media naranja (Lee Pace) en su propia cama con
otra. Jack se disculpará después diciendo que se sentía dejado de lado, y… la
modernidad es así, ahora son los hombres los que se sienten relegados. Como la
pobre Juliet no puede dormir en un hotel por tiempo indeterminado está buscando
departamento. Y ya se sabe, hallar departamento en Nueva York es más difícil
que hallar una virgen en una orgía. Le muestran pocilgas con camas empotradas y
ventanas que dan a muros ciegos y le dicen que son comodísimas y con grandes vistas;
y encima le quieren cobrar un ojo de la cara, cosa que no puede dar porque es
cirujana. Como puso un cartelito en el hospital diciendo que busca
departamento, recibe una llamada ofreciéndole uno. Lo va a ver, y es un
tremendo piso, grande como Versalles, amplio como la cintura cósmica del Sur,
con una arrebatadora vista de tarjeta postal, y barato como una liquidación. El
dueño (Jeffrey Dean Morgan) es apocado, sensible, un poquito desencajado y algo
encantador… como Norman Bates, pero de cuarta. El muchacho le dice a la chica
que es barato porque es ruidoso ya que pasa un traqueteante tren a toda hora y
tiene mala recepción para los celulares. Y como en el afiche, el muchacho la
está agarrando del cogote a la chica, uno supone que el ruido del tren ahogará
sus gritos y que no le andará el celular cuando más lo necesite. Para colmo de
males, en el departamento de al lado vive el abuelo del muchacho, Christopher
Lee, que en la vida real es más bueno que Lassie y que mata de amor a las
actrices recitándoles dulces poesías románticas, pero que en la pantalla es más
malo que jerarca del FMI; entonces uno supone que jugarán con la ambivalencia
que el viejo Christopher puede crear y que no sabremos si en el momento
culminante ayudará a la chica o contribuirá a que la despanzurren. Error,
error, error. El tren no ahogará ningún grito, el celular funcionará de lo más
bien y el viejo Christopher tendrá tanta relevancia como un cactus en sala de
espera. Y no porque quieran revolucionar el género creando expectativas falsas,
no, quieren respetar todas las convenciones y los lugares comunes, pero no
saben cómo hacerlo. El guión es tan malo que parece escrito por alguien que vive
en Alaska, vio muy pocas películas e hizo un curso por correspondencia y perdió
las últimas clases por una huelga de carteros. Y el director, el finlandés
Antti Jokinen, parece no dominar mucho el inglés y no hacerse entender muy
bien. Preferimos darle ese beneficio de duda a decir que es un inútil que no
puede ni dirigir una fiesta escolar.
Invasión a la privacidad es un intento muy
fallido de resucitar el subgénero paranoico que hacía furor a principio de los
noventa, el del enemigo cercano, el del peligro al otro lado de la puerta del
living, el de los locatarios locos como Michael Keaton que hacía la vida
imposible de Melanie Griffith y Matthew Modine en El inquilino o el de la
compañera de departamento desquiciada, Jennifer Jason Leigh, que desbarataba la
vida de la pobre Bridget Fonda en Mujer soltera busca, etc. etc. etc. Sorry,
muchachos, el subgénero se agotó porque aburrieron. La vida no te deparará
vecinos que te dan la bienvenida con el pastel, pero tampoco hay un psicópata
talentoso por cada ciudadano paga- impuestos-integrado.
Sorprende que con tanta película interesante
que podría venderse muy bien y que pasa directamente al DVD sin recalar en los
cines, se estrene esta bazofia sin remedio. Azares de la muy azarosa
distribución cinematográfica, una ratificación más de que los yanquis están del
bonete.
Un abrazo, Gustavo Monteros
viernes, 9 de septiembre de 2011
Habemus Papam
No es mi intención ofender a sus seguidores,
pero si he de ser sincero, debo confesar que el cine de Moretti no me va ni me
viene. Lo conocí en los ochenta en un ciclo de cine italiano inédito en la
Argentina, e incluso en esas primeras películas se evidenciaba una
característica que se convertiría en su marca de fábrica: un narcisismo militante. Me resulta inútil dialogar con un narcisista, (es mi falencia),
porque no pretende otra cosa que le demos la razón por adorarse y nos
convirtamos en sus satélites. Prefiero cruzar de vereda y seguir mi camino. De
allí que dejé de ver las películas de Moretti sin que se me moviera un pelo y
sin sentir que perdía nada importante. Pero esta película me atrajo desde que
supe de su existencia. Primero, por su título. Habemus Papam, junto con Quo
vadis, Ubi sunt, In media res y alguna que otra frase que no me viene a la
mente en este instante, es el poco latín que sé, pero que uso y abuso para
chistes cotidianos tontos. Puedo decir, por ejemplo, Esta noche habemus pizza… Y
bueno, con algo hay que divertirse. Volviendo a la película, después, cuando me enteré de qué iba, me
atrajo más aún. Coincido a pie juntillas con la teoría de un amigo que dice que
no hay nada más apasionante que las historias en que alguien dice que no a una
cosa por la que otros asesinarían a sus madres. Y si se arrancó de monaguillo,
se pasó por cura, obispo y se llegó a cardenal es lógico suponer que alguna vez
se fantaseó con ser Papa, pero a Melville (Michel Piccoli) ni se le cruzó por la
cabeza. Mientras los favoritos rezan para que no los elijan, él fuma bajo el
agua, se sabe muy de perfil bajo. Pero no van y lo eligen. Azorado, presionado
por la danza roja de prelados aliviados, contesta que sí, cuando le preguntan,
después de la votación, si acepta ser Papa. Pero cuando le dan las ropas del
oficio y van a sacarlo al balcón para que se presente, le agarra tal pánico que
hasta hay que recurrir a lo impensable, un psicoanalista (Nanni Moretti). Y
hasta ahí cuento, sin revelar demasiado porque son sólo los primeros cinco
minutos.
Habemus Papam es una comedia inclasificable.
Es satírica pero tierna. Es sencilla pero densa. Lineal pero compleja. Y no
tengo un ataque de oxímoron compulsivo. Para acceder a alguna pretensión de
claridad, concluiré que es misteriosa en su aparente simplicidad. ¿Acaso nos
dice como Shakespeare y Calderón de la Barca que el poder es sólo una ilusión sostenida
por rituales, y que la vida no es sino una representación? ¿No ya un “cuento
contado por un idiota” sino una obra conocida representada por un actor
desquiciado que sabe todos los parlamentos? ¿Insinúa acaso que el psicoanálisis
no es sino teorías muy creativas que satisfacen la angustia de lo que nunca
llegaremos a conocer o sea nosotros mismos, nuestras elecciones y nuestros
caminos? ¿Cuando el curita dice, en medio del torneo de vóley, que el psicoanalista ateo no irá al infierno
porque es un lugar desierto, acaso nos quiere decir que muchas cosas no son
como se han supuesto? ¿Hay un paralelismo entre el papa reacio y el
psicoanalista exitoso, dos perdedores disfrazados de ganadores? ¿Es casual que
la obra que ve el Papa sea La gaviota de Anton Chejov, autor incomprendido por
excelencia porque escribió comedias que todo el mundo vio como dramas
tremendos? ¿Acaso lo más revolucionario que se puede hacer en estos tiempos es
decir “no sé”, como el experto que en la tele reconoce no tener ni idea de qué
corno está hablando? ¿Hay incorrección política mayor que no imitar a Cristo,
porque si éste pedía fuerza para soportar el sufrimiento deparado por su
destino redentor, este hombre pide fuerza para apartarse de un destino de
grandeza? Son sólo algunos de los interrogantes que despierta este entramado
simple y conmovedor que pergeña Moretti.
Piccoli está supremo en su Papa fugitivo y
Moretti, dicen los que lo han seguido que siempre se interpreta a sí mismo, será
así, no podemos rebatir lo que desconocemos, pero aquí está simpatiquísimo en
su psicoanalista locuaz, altamente italiano.
Y sí, lo han dicho todos, pero ¡cómo no
mencionarlo!, en una escena clave se oye a la Negra Sosa cantar Todo cambia y
se nos eriza de emoción hasta el último pelo de ya saben dónde.
Habemus Papam no me reconcilia con el cine de Moretti,
pero sería un necio si no reconociera que disfruté cada segundo de esta
película madura, serena, segura, diestra, elocuente, elegante. Sin lugar a
dudas, una de las mejores películas que veremos este año.
Un abrazo, Gustavo Monteros
Sin límites
Yo iba a verla tarde o temprano, porque está
De Niro, y por una ley personal que obedezco a rajatablas veo todo, pero todo, todo,
todo, lo que hace De Niro. Taxi driver, El francotirador, El toro salvaje, New
York, New York, El rey de la comedia, Érase una vez en América, Buenos muchachos, Casino, Mad dog y
Gloria y La familia de mi novia 1 me han dado la fe inquebrantable, que me
permite jurar sobre 7 Biblias sin que me tiemble el pulso, de que el Tito De Niro
es el más grande entre todos los grandes.
Limitless es la típica película pochoclera
multitarget y multigénero que Hollywood cocina últimamente con la esperanza de
agradar a todos los paladares y que la mayoría de las veces termina en un bodrio
indigerible. Arranca como un policial negro, pasa por un leve registro
realista, se enrola en la ciencia ficción, atraviesa un momento amoroso, se
pierde en las trapisondas de la bolsa y termina en los tejemanejes de la
política estadounidense. En algún momento, hay un autor con la inspiración en
blanco al que le dan una pildorita que te hace usar toda la capacidad de tu
cerebro. El resultado final quizá no sea bueno, pero contra todo pronóstico, la
peli interesa y se le perdonan las incongruencias, los saltos de género y un
desenlace medio apurado, como si a último momento se hubiera apurado la cocción
elevando la temperatura del horno.
Esta película de Neil Burger, conocido por El
ilusionista, al margen de ser visible sin daño cerebral permanente, solidifica
la carrera de Bradley Cooper, visto en las dos ¿Qué pasó ayer? y en Brigada A.
El muchacho se revela como un protagonista carismático y un actor de recursos
de noble cuño. Y De Niro, ¿quién podría negarlo?, hasta en estado de
sonambulismo, como se lo acusó por ahí por esta película, es interesante.
Véanla bajo su cuenta y riesgo, Dios me libre
y guarde de recomendarla, pero si de algo les sirve mi experiencia, les diré
que me entretuvo mucho.
Un abrazo, Gustavo Monteros
sábado, 3 de septiembre de 2011
La verdad oculta
Kathryn (Rachel Weisz) es una policía de alma,
tanto que hasta pierde la custodia de su hija adolescente por desatender su
vida privada. Cuando el pedido de traslado falla, el jefe la anoticia de un
puesto en Bosnia como agente de paz. Hacia allá parte la pequeña y no tarda en
hacerse notar. Por su sexo termina ocupándose primordialmente de los casos de
violencia de género. Y no va y se topa con una red de explotación sexual.
Pareciera que involucra a unos cuantos oficiales corruptos, pero no, la
organización se enraíza en esferas más altas, incluso de la ONU, oops! ¿Cuándo
frenar? ¿Hasta dónde llevar la denuncia? Nunca y tan lejos como se pueda porque
es una policía de alma y porque las víctimas no son sólo prostituidas y
explotadas sino que torturadas física y emocionalmente, laceradas y a la
postre, asesinadas.
La verdad oculta es un drama de denuncia
basado en hechos reales. Los dramas de denuncia suelen pecar de ingenuos.
Alientan la fantasía de que con un poco de voluntarismo y un mínimo de heroísmo
pueden desarmarse tremendas trapisondas de reverendos sátrapas (Erin Brockovich)
Sí, sí, contamela. La verdad oculta no cae en esos desatinos. La victoria es
pírrica, el hilo se corta por lo más delgado, caen las cabezas de turcos de
costumbre y el mundo sigue andando.
Rachel Weisz se pinta sola para el papel,
tiene la mezcla ideal de fortaleza y sensibilidad. Su cara es un prodigio de
expresividad y su voz grave y hermosa tiene más matices que un atardecer.
¿Queda claro que la chica me parece el colmo del talento, no?
Esta ópera prima de Larysa Kondracki es tersa,
vibrante y muy cruda por momentos. Algunos críticos la acusan de regodearse en
lo que critica: el salvajismo con que se trata a las chicas, a las que un
cínico personaje llama “putas de guerra”. Histericones, los señores críticos.
Si haces una película sobre la trata de personas y mostrás las vejaciones
físicas y morales a las que son sometidas, te acusan de sadismo; y si no las
mostrás, de no estar a la altura del tema tratado. Activos-pasivos, que le
dicen.
Un abrazo, Gustavo Monteros
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