domingo, 31 de octubre de 2010

RED

RED de Robert Schwentke es el típico delirio pochoclero semanal, con tiroteos ensordecedores, persecuciones vertiginosas, carísimos efectos especiales, ya amortizados porque los hemos visto miles de veces, y “sorprendentes” giros argumentales que vemos venir antes de que se le ocurran al diseñador de la historia. Más una módica cuota de humor. Lo de siempre. Sólo que esta vez redimido por un elenco de notables en plena forma. Bruce Willis, aunque maduro, sobrelleva todavía con credibilidad el cetro de superhéroe de acción. Su carisma sigue intacto y su timing para la comedia, impecable. Morgan Freeman es Morgan Freeman y está todo dicho. Haga lo que haga obtiene nuestra incondicional adhesión y siempre se las arregla para devolver con su inconmensurable humanidad la plata de la entrada. John Malkovich se ríe del paso de los años y de su aura de actor intelectual. No le preocupa verse gordo, viejo y pelado. Se encoje de hombros y bromea, c’est la vie. Mary Louise Parker, como en la serie Weeds, hace de la frescura su principal artificio actoral. Y no intento una contradicción de términos sino la descripción del uso de su talento. Así como Carina Zampini logra que el empaque melodramático sea su marca de fábrica, la Parker exhibe la frescura como la principal impostación actoral que la define. Es el interés romántico del personaje de Bruce Willis y por suerte para el espectador la química entre ellos es buena. Se respetan y amalgaman bien la simpatía que despiertan. La gran Helen Mirren saca de paseo un glamour otoñal que papeles más comprometidos no le permiten. Se la ve muy hermosa y elegante. El rojo carmesí en los labios le sienta muy bien. Y en las réplicas demuestra que aprendió la lección que Maggie Smith nos enseñó a todos: el remate, ya sea de gesto o inflexión, en el último segundo, casi como un reflejo tardío o una súbita inspiración incontenible. Una pirueta que demanda una confianza ciega en los propios medios y una inteligencia aguda y despierta. Otra impostura, claro. Pero actuar, como repetía Marcello (Mastroianni, claro) es antes que nada y por sobre todas las cosas, un juego.


Una película que cumple con el onceavo mandamiento del viejo Hollywood: un proyecto puede ser trillado, pero si le da a las estrellas que lo llevarán a cabo la oportunidad de lucir sus galas y renovar su romance con el público, se volverá respetable y, con un poco de suerte, hasta inolvidable.


Tiene además dos características notorias que parecen estar volviéndose tendencia. El título es una sigla R(etired) E(xtremely) D(angerous) o sea jubilados extremadamente peligrosos. Como pasaba en Los indestructibles de Stallone, Bruce Willis y sus amigos son jubilados de la CIA u organismos afines que regresan a la acción con mañas sazonadas por años de experiencia. Una excusa para reciclar estrellas que todavía pueden producir un dólar. Algo así como Aguanten Los Jubilados. Y dos, los enemigos pertenecen a esferas cada vez más alta (muy bien Rebecca Pidgeon de trajecito y tacos agujas como la yegua (en sus dos acepciones populares: mala y sexy) de Jodie Foster en El plan perfecto). Si siguen así, el próximo enemigo será el mismísimo Dios. Ah, simpatiquísimas las participaciones de Richard Dreyfuss y Ernest Borgnine.


Si le caen bien algunos de estos actores, provéase de sus golosinas favoritas, desparrámese en la butaca y deje que lo entretengan, que no sólo de películas serias, profundas e independientes, vive el hombre.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Cine y política


Cuando David Niven murió, en el sepelio recibió una inmensa corona de flores. Digna de un capomafia, se rio The Times. Sorprendía aun más quienes se la habían mandado: los changarines del aeropuerto Heathrow de Londres en agradecimiento por su don de gente. El viernes 29, a eso de las 10 de la mañana, cuando se cerraron las puertas de acceso a la capilla ardiente por primera vez, aparecieron los mozos de la Casa Rosada, dolidos y emocionados, a presentar los últimos respetos. Y yo, al menos, tuve la corroboración de lo que ya sospechaba, que Néstor, como David Niven, era un buen tipo. Es ante los que, por su modesto trabajo, no se los considera testigos, cuando las máscaras caen y la verdad se revela.


domingo, 24 de octubre de 2010

Lengua materna

Estela (Claudia Lapacó) es una señora de barrio, convencional e integrada, que un día coquetea inconscientemente con que le digan la verdad. Y se la dicen. Su hija, Ruth (Virginia Innocenti) le confiesa que es lesbiana. Después de la hecatombe, Estela adopta una postura de mujer superada que le queda un poco grande y que no hace más que desnudar los convencionalismos que rigen su mundo. Ningún cambio es tan completo de inmediato. Menos el de la aceptación de lo que se ha negado toda la vida. Sobre el final se verá que Estela, a pesar de todos sus esfuerzos, todavía lucha con la idea de que el mundo ya no será como lo imaginó.


Lengua materna de Liliana Paolinelli es una comedia dramática que apunta, por suerte, más a la sonrisa que a la lágrima. Digo por suerte porque en el fondo el humor es siempre más piadoso, generoso que el drama. Y hay tonterías humanas que merecen el perdón de una sonrisa y no la pesadez de la culpa de las piedras del drama.

Es una muy buena película que paradójicamente al lucir sus logros, denuncia sus defectos. Las situaciones están muy bien armadas, los diálogos son precisos, pero todo está hilvanado con demasiados puntos suspensivos y uno termina con la impresión de que se basa un guión incompleto. Aunque si estableciéramos una comparación con la literatura, el modelo elegido pareciera ser el cuento y no la novela, uno extraña un mayor desarrollo. Quizá porque lo que vemos es tan bueno que nos quedamos con las ganas de más. Entre las objeciones figuran unos encuadres discutibles que no son ni elocuentes ni expresivos. Y entre los logros inobjetables raya en lo alto el trabajo de un elenco (Virginia Innocenti, Claudia Cantero, Ana Katz, Mara Santucho, María Simone) impecable y talentoso.

Pero es Claudia Lapacó, quien convierte a Lengua materna en un hecho cultural inolvidable e imperdible. Por fin el cine le permite mostrar lo que los teatreros hace rato que sabemos: que es una protagonista exquisita, dueña de inagotables recursos. Creativa, sensible, sutil, elegante. Una auténtica maravilla, mire.

Importante: si deciden ver esta película, recuerden que hay que verla pronto. El cine nacional está desprotegido ante la avalancha de basura pochoclera yanqui. Si no consigue una media de espectadores respetable en los primeros días desaparece de los cines con una celeridad fantasmal.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Mi familia

Ser pionero es difícil, pero si se sortean las dificultades del desafío con inteligencia se puede quedar bien parado. Lisa Cholodenko se propuso hacer la primera película industrio-comercial sobre una familia diversa. Le fue bien de crítica y de público. Combatió con astucia el prejuicio que generan estas propuestas en el público masivo. Mezcló dos fórmulas argumentales harto probadas. La de los hijos que quieren conocer a sus padres biológicos (hasta la argentina reciente Igualita a mí abreva en esa fórmula) y la del intruso bienvenido que termina desbaratando el nido al que es invitado. Comienza por establecer un lazo de adhesión con un modelo de deseabilidad social ampliamente aceptado. La casa es grande, hermosa, de buen gusto. No hay apremios económicos. Hay dos camionetas estacionadas en la puerta. Los hijos son sanos y lindos. Una de las mamás es una exitosa ginecóloga y en la primera cena que se muestra, hay afecto, comprensión y comida saludable. Imposible no sentirse cómodo como espectador con un modelo sobre el que el cine yanqui martilla desde su inicio. Que en vez de un papá y una mamá haya dos mamás es presentado con naturalidad, sin subrayados y sin explicaciones innecesarias. La identificación con los roles tradicionales es tal que bien podríamos tener a Bruce Willis y Michelle Pfeiffer en vez de a Annette Bening y Julianne Moore. Es obvio que detrás de esta armonía hay pequeñas grietas de insatisfacción y frustración, pero ¿en qué familia por ideal que sea no existen? (De no existir hasta La familia Ingalls sería un embole supremo.) Y se establece, casi de inmediato, una audaz ironía: las mamás están preocupadas porque el nene pueda ser homosexual. Será la primera de una serie que incluirá algo que contado es grosero, pero que visto es hasta tierno. La mayor trasgresión en el argumento es el adulterio de una de ellas con un hombre, vuelta de tuerca que generó controversia entre los grupos homosexuales más radicalizados. Pero es donde la astucia y la inteligencia de Cholodenko juegan su carta de triunfo. Su intención, clara desde el principio, insisto, es acercar la problemática homosexual a un público masivo, mayoritariamente prejuicioso y cerrado, y era imprescindible que este público pudiera relacionar el conflicto central con experiencias que le fueran habituales, al menos en el mundo cerrado de las películas. Y esto está asociado a otro de los logros de la película: la no idealización militante de ninguno de los personajes. Como cualquiera de nosotros tienen sus más y sus menos. Esta democratización de defectos y virtudes garantiza siempre la adhesión del espectador. Porque, seamos sinceros, más allá de la honestidad y llaneza con que se presenta el conflicto, no hay nada en esta película que no hayamos visto cientos de veces antes, resignificado, eso sí, por tratarse de una familia diversa. E incluso en este marco, el monólogo componedor final de Julianne Moore es declamatorio y pedestre, más cercano a La tribu Brady que a otra cosa. Aunque es allí donde la ideología de la película se hace evidente. Es una visión conservadora, burguesa, tradicional. ¿Está mal que así sea? Creo que no si se trata de volver cercanas problemáticas por las que el grueso del público debe vencer preconceptos muy arraigados. Porque son las propuestas conservadoras las que ayudan a crear consciencias en las mayorías sobre temas ríspidos. ¿Acaso el sufrido y adelgazado Tom Hanks no hizo más por la comprensión del flagelo del SIDA al ganarse el respeto de Denzel Washington y dejar viudo a Antonio Banderas en Filadelfia que muchas películas queers más combativas? ¿Acaso no contribuyó más a la comprensión del amor homosexual la reformulación de Romeo y Julieta en clave de vaqueros gays de Secreto en la montaña con Heath Ledger y Jake Gyllenhaal? ¿Acaso no combatió más la homofobia poner a Kevin Kline en el lugar reservado a Doris Day o Meg Ryan en ¿Es o no es?? El camino está abierto. Una película sobre una familia diversa tuvo mucho éxito. Merecido. Queda tomar el guante y adentrarse en senderos no tan seguros.

domingo, 17 de octubre de 2010

El ocaso de un asesino

Pobre George Clooney, produjo una película para su lucimiento que se define mejor por lo que no es. No es un thriller, aunque haya tiros, una mínima intriga y un módico suspenso. Tampoco es una indagación sobre la imposibilidad de la redención, aunque haya coqueteos metafísicos, una mínima angustia existencial y un módico simbolismo vergonzantemente obvio. Pues entonces ¿qué es? Veamos si podemos dilucidarlo.


El bueno de George, carismático y glamoroso como siempre, arranca como nada bueno. Es un asesino profesional, frío y despiadado. O sea que en el folklore cinematográfico básico es un malo típico. El siempre bueno de George, ahora en plan de malo de película, debe bajar su perfil y se refugia en la Bella Italia, más precisamente en Castel del Monte, un pintoresco pueblito de los Abruzzos. Se hace pasar por fotógrafo mientras le prepara un arma de largo alcance a Mathilde (Thekla Reuten), otra asesina fría y despiadada, con quien sostiene una relación en la que se mezclan por igual el deseo y la desconfianza. El malo de George anda con ganas de ser bueno, y por esos andurriales de los argumentos se relaciona con el cura del lugar, que se apellida Benedetto, pero que no es pariente de Leonor. Y se enreda también, primero carnal y luego sentimentalmente, con Clara, una prostituta. Que el padre Benedetto (Paolo Bonacelli) sea un curita amigo de los placeres de la cama y de la mesa y que Clara la putita (Violante Placido, sí, es hija de Michele) tenga, perdón por la falta de delicadeza, unas tetas tan grandes como las ganas de casarse no es casual, es puro cliché. Nótese además la significancia, un tanto redundante, que cobran los nombres y apellidos elegidos para estos personajes: Benedetto y Clara. Y volviendo a la escuálida intriga del sicario atado a su pasado, ayuda poco que las traiciones se vean venir a cuatro cuadras de distancia.


Lo más difícil de aceptar es el eje de la trama: el cambio de George de asesino a sueldo a proyecto de marido burgués. Sí, ya sé, hay jurisprudencia al respecto. En más de una veintena de películas, los asesinos dejaron de serlo, pero aquí hay una falsedad, una impostura irremontables.


El director Anton Corbijn, un reputado fotógrafo holandés, juega con el western metafísico y con un declarado homenaje al cine de Sergio Leone (en una escena hasta se ve en un televisor a Henry Fonda en Érase una vez en América), pero le falta pólvora y se queda en la tarjeta postal. En definitiva más que un thriller filosófico es una telenovela solapada de dudoso cuño.


Esta película no debería calificarse como Apta para todo público o como Inconveniente para menores sino como Sólo apta para admiradoras y admiradores de George Clooney. El hombre conserva su atractivo y se lo ve en el 98% del film. Para esa franja etaria, su magnetismo bastará para sortear todas las cosas que esta película no es.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 10 de octubre de 2010

Sin retorno

Se dice que un buen policial radiografía la sociedad que lo cuenta mejor que cualquier otro género. No es que se proponga semejante tarea Ibseniana. No, lejos de ello. Sólo quiere contar una historia con tiros, sangre, pasión, criminales y policías. Pero si está bien hecho, surge como consecuencia directa una lectura social descarnada y, oh sorpresa, generalmente inapelable. Porque al plantearse la plausibilidad del nudo a contar, la lógica para que el argumento se sostenga, la carnadura de los personajes que trasgredirán la norma, las motivaciones que justifiquen el conflicto, el entorno que contenga o repela, el policial refleja, sin querer, las claroscuros del pequeño rincón del mundo en que la historia se deshilvana.


No es muy halagüeño el retrato que queda de la sociedad argentina actual después de ver esta película. Y lo terrible es que todo es tan reconocible, y lo que es peor tan verificable, que no hay de donde agarrarse para contrarrestar, rebatir o refutar este cuadro de situación.


La historia es una variante, excelentemente planteada, de la tradición iniciada por La bestia debe morir. En la emblemática novela de Nicholas Blake, llevada al cine varias veces, incluso en la Argentina hay una versión de 1953 con Narciso Ibáñez Menta, alguien arrolla, mata y se da a la fuga. Como aquí. Pero son las derivaciones y las consecuencias las que cuentan y las que revelan. Aunque en este caso, hasta el hecho inicial desnuda irresponsabilidades varias, hasta de la víctima, de las que, como el título informa, no hay retorno. La riqueza del planteo es tal, que se acerca a lo que se conoce como el conflicto perfecto, o sea aquel en que por turnos, todos los personajes tienen razón y todos están profundamente equivocados. No desarrollaré o ejemplificaré más este tema para no contar más de lo debido y arruinar las sorpresas del argumento. Pero si ven esta película, los ejemplos de los aciertos y los yerros de los personajes surgirán a borbotones.


Otra característica destacable de este film es, que aunque lo sea, no parece ni remotamente una ópera prima. No se evidencian las debilidades habituales. No hay encuadres raros ni preciosistas, 14 subtramas superpuestas, tres películas en una, homenajes a 700 maestros del cine, ni la voluntad de ser más felliniano que Fellini, más bergmaniano que Bergman, o más hitchcockiano que Hitchcock. No. Hay como una madurez expresiva que llama la atención. La estructuración es clásica, plano corto, plano largo, fundido a negro con puntos suspensivos elocuentes, nada de berretas estridencias musicales o la idiotez de la tan de moda cámara en mano para cualquier cosa. El guión es preciso, y gracias al cielo, no hay subrayados declamatorios ni bajadas de línea obvias. Sólo un director, Miguel Cohan, que cree en su historia, que sabe cómo contarla, cómo hacerla crecer con detalles apropiados y la sequedad que le conviene al género. Y acierta. Logra atrapar, atenazarnos a la butaca y que le entreguemos una atención constante, hasta llegar a un desenlace antológico con un arma que no hace lo que prevemos hará y que juega sabiamente con nuestra voluntad de catarsis. Cohan firma el guión con Ana que lleva su mismo apellido. Elijo pensar que son hermanos, como los fabulosos Coen yanquilándicos.


Ninguna historia, por buena que sea, se termina de contar sin el auxilio de los actores. El elenco es impecable y los tres protagonistas seducen. Federico Luppi, que fuera el rostro de otros retratos argentinos como Tiempo de revancha o El arreglo, se presenta como la opción ideal e insustituible para el personaje que le toca en suerte y que acrecienta su aura. Martín Slipak, que nos hiciera reír cuando era chico en el Magazine For Fai de Mex Urtizberea, se ha convertido en un actor joven de apreciable talento. Y nobleza obliga, Leonardo Sbaraglia, a quien siempre consideré un actor con más suerte que talento, me desmiente con rotundez y entrega un trabajo sin fisuras.


Pensar que tentado estuve de no ir. Suerte que encontré un hueco en mis horarios y fui. Es una muy buena película. Con el agregado de un comentario social que molesta como la picadura de un jején. Ojalá alguna vez nos pongamos a pensar en cómo eliminarlo y no sólo en cómo rascarnos.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 3 de octubre de 2010

Tony Curtis




















Tony Curtis no fue uno de mis actores favoritos, pero me caía bien. No seguí su carrera sin perder pisada como seguí la de Humphrey Bogart o la de Burt Lancaster. A lo que voy es que su sola presencia no bastaba para que corriera al cine, aunque su participación en tal o cual película sumaba puntos de interés al espectáculo en cuestión. Es que uno siempre accede al cine a través de los actores. Sin que nos preguntemos por qué, nos identificamos con este o aquel actor y lo seguimos y hasta hinchamos por él como si fuera un club de fútbol al que le damos nuestro amor. Después si la droga que es el cine nos vuelve adictos, nos adentramos en las sutilezas y nos aficionamos por este o aquel director, este director de fotografía, aquel compositor, tal guionista y ya en los colmos de la erudición tal vestuarista o cual director de arte. Pero en un principio, como la luz o el verbo en La Biblia, es el actor el que nos acerca al mundo del cine. Recuerdo dos espectadores que no superaron esa etapa primigenia del futuro cinéfilo: un tío que dejó de ir al cine porque se acabaron las películas con Errol Flynn y un compañero de catecismo que regalaba los vales que nos daban para la matinée del cine del cura cuando no exhibían películas con John Wayne. Bueno, Tony Curtis no habrá sido mi cicerone en el séptimo arte, pero en mi infancia era una de las estrellas más rutilantes y andaba por todas partes. Era un actor con el sí fácil, participaba en el primer proyecto que le ponían delante, llegó a estar en cientos de films, muchos muy olvidables.


Cuando una celebridad muere, en los grandes diarios del mundo, aparecen prolijos obituarios, más fríos que una biografía de diccionario. Es que están preparados con antelación. Sí, hay una oficinita que mata celebridades antes que la muerte: en esos grandes medios hay especialistas que actualizan obituarios mientras los famosos aún están vivos, para que ni bien se comunique el deceso y con el cadáver aun tibiecito, aparezca el recuento más completo de hechos y obras del susodicho. Como estos obituarios son muy eficientes, pero, insisto, más secos que el Martini de James Bond, los grandes diarios les piden a los cronistas más avezados en la especialidad del muerto que escriban semblanzas más cálidas e inmediatas, sacando ventaja de la rapidez que da la internet y esas cosas. De modo que al ratito, al lado del obituario, aparecen notas más sentidas y humanas hilvanadas con los recuerdos que quedaron del muerto. Me propongo hacer lo mismo. Más que jugar al erudito repasando una carrera insoslayable para el cinéfilo por la prepotencia del número de películas en las que actuó, enhebraré mis recuerdos de Tony.


La primera película que recuerdo de él es El gran Houdini, que vi en el cine del cura. Todavía revivo la angustia que me dejó la escena en que no puede hallar la salida del agujero de hielo en el río helado en que se metió. Después vino el revuelo que se armó con Taras Bulba, que se rodó en la Argentina y que cuando finalmente vimos, era apenas entretenida. Ya en La Plata, en una inolvidable función del Cervantes, vi esa maravilla, sin duda la mejor de todas sus películas, Un Eva y dos Adanes, joya de la corona de Billy Wilder en la que comparte cartel y gloria con Marilyn y Jack Lemmon. Salí hablando pavadas, un pibe totalmente deslumbrado ante lo genial que se podía ser en un género, la comedia, que yo en mi ignorancia asociaba con las películas de Delfín y Mojarrita y las de Trinity. En el Coliseo vi Trapecio en una matinée en que una lluvia copiosa “bombardeaba” el techo. La recuerdo como un melodrama circense largo, largo, largo (este es un chiste privado para los actores que actualmente trabajan conmigo) pero que veía con atención porque estaba Burt Lancaster y, adolescente calenturiento al fin, las redondeces turgentes de Gina la Lollobrigida. En una tarde de sábado en el Select, triste niño pobre, porque adonde fuera que iba, era sapo de otro pozo, me devolvió las ganas de vivir La carrera del siglo, buen film de Blake Edwards en el que estaba con Jack el maestro Lemmon y la hermosísima Natalie Wood (si me habré perdido en esos ojos oscuros). Y como en las clases de inglés acababa de leer una versión abreviada de El prisionero de Zenda, entendí las referencias a la novela de Hope y me sentí cultísimo. El viejo Mundo del Espectáculo de canal 13 me mostró Fuga en cadenas, en la que está con Sidney Poitier y por la que ganó un Óscar, terminé emocionado, sorbiéndome los mocos, que es lo que la peli quería. En el Ocho, me dejó atornillado a la butaca de espanto la locura de El estrangulador de Boston, film que marcó el camino a todas las películas de psicópatas que vinieron después. Su actuación fue excelente. En el viejo Gran Rocha vi en un reestreno con bombos y platillos Espartaco. Chico todavía pero avivado, me pareció ver algo raro en las escenas de Curtis. ¿Era yo el malpensado o pasaba “algo” entre Laurence Olivier y Tony Curtis? No, pasaba. Filmada en tiempos de censura rígida, el director Stanley Kubrick con la ayuda de esos dos actores, con sutileza pero de frente march y sin esquivar el bulto, sobre todo eso, hablaban de la homosexualidad. En el Select también, vi La maldita mentira (Sweet smell of success), durísima y desencantada pero tan buena, acompañando de nuevo a Lancaster (¡todavía te extraño, Burt!) que componía un hombre poseído de un amor malsano por su hermana y le pagaba a un despreciable Curtis para que le ahuyentara un novio. El viejo canal 7 nos deleitó una tarde de domingo con El gran impostor, un film sobre un camaleón, esos seres que asumen profesiones de las que nada saben, pero que llegan a desempeñar con eficiencia. La vi con mi hermana Alejandra e “hinchábamos” para que no lo descubrieran. En casa se veía Dos tipos audaces, la serie televisiva que coprotagonizó con Roger Moore, en los tiempos de un solo televisor, de los de perilla (el control remoto era aún ciencia ficción), cinco canales, y los programas nucleaban a las familias a su alrededor, de modo que Tony y Roger celebraron por un tiempo una pequeña y amable ceremonia familiar. Su última gran actuación se la dio, creo, a Elia Kazan en El último magnate donde corporizó a un desesperado galán envejecido frente a Robert grande entre los grandes / padre del aula DeNiro inmortal. Después, zorro viejo, desplegó oficio hasta que se retiró y se dedicó a la plástica. Coqueto, resistió la caída del pelo con “gatos” evidentes y furibundos. Dicen que en los últimos años se volvió un delicioso contador de anécdotas. Y cuando ya no importaba, sin faltar a su código de caballero, ratificó lo que todos sospechábamos: que tuvo un romance con Marilyn durante el rodaje de Some like it hot (Una Eva y dos Adanes).


Los obituarios me contaron cosas que de haber sabido antes pudieron haberme hecho quererlo un poco más. Por ejemplo que tuvo una infancia Dickensiana. Huía de las tremendas palizas que le propinaba su madre esquizofrénica refugiándose en el cine, previo sortear el acoso de banditas barriales antisemitas. Y que durante toda su vida peleó con adicciones serias al alcohol y a las drogas. Esas amargas experiencias le deben haber enseñado a pararse, de allí que a pesar de su lindura de muñeco y sus cejas depiladas siempre perfiló una reciedumbre de “machito”. Tuvo la muerte de los justos, una mañana simplemente no se despertó. La vida compensó la traición del cine. Protestó hasta hace poco que el cine no le había dado lo que él se merecía.


La semana pasada me negué a escribir una necrológica de Claude Chabrol y aquí estoy hablando de lo que Tony Curtis nos dejó. Y… No queda otro remedio. Recordar también exorciza la tristeza de lo que ya no será.

Un abrazo,
Gustavo Monteros