domingo, 26 de septiembre de 2010

Una pareja despareja - I love you Phillip Morris

Ya se sabe, la realidad supera siempre a la ficción. La ficción debe ser ordenada, plausible y a veces hasta verificable para ser creíble. La realidad, en cambio, se da el lujo de ser voluble, caótica y hasta increíble, libre de todas las presiones que encorsetan a la ficción. Steven Jay Russell, el personaje que interpreta Jim Carrey, hasta la fecha lleva vividas como 14 vidas en una y el máximo mérito de I love you, Phillip Morris es haber encontrado un registro prolijo en su desmesura para abarcarlas todas. ¿Prolijo en su desmesura? Que convide lo que anda tomando, dirán ustedes. Pero no estoy enajenado, demente, borracho o drogado. Por desatinada que parezca, la cosa es así. Conviven en este film la sátira de costumbres, el melodrama familiar, la comedia de estafas, el drama romántico y el testimonio carcelario. Y por extraño que resulte, la convivencia es armónica porque (y juro que no estoy bajo el embrujo de la primavera) la gobierna el amor. Ya que ante todo y por sobre todo es una historia de amor. Me niego a ahondar en el argumento para no arruinarles la diversión. Además contarlo, enumerar las peripecias es simplificar, acotar, reducir, algo que los directores Glenn Ficarra y John Requa, gracias a todos los cielos, se niegan a hacer. No recalcan estúpidamente que el personaje es así por tal o cual trauma de infancia. No, sólo cuentan y que cada espectador saque sus propias conclusiones. El mejor camino para desandar desde la ficción una vida real tan llena de cambios, dobleces y vericuetos. (Eso sí, la draconiana sentencia que cumple el protagonista, sólo puede explicarse en la híper capitalista sociedad yanqui, en la que el pecado imperdonable no es atacar otra vida humana sino atentar contra el poder del dinero.)


Jim Carrey es un cómico genial y no embromen los que lo odian. Sean sinceros, hay que ser genial para ametrallar con cara de goma cientos de morisquetas a la velocidad de la luz y retorcer el cuerpo en gags prodigiosos en su multiplicidad, efectividad y rapidez. Su deseo de agradar, inherente en todo cómico, lo llevó a dividir su carrera en dos vertientes. La cómica, desvergonzada en su hambre de contundencia y repercusión (un cómico, al revés de un actor dramático, será popular o no será nada) y la dramática, afanosa en su seriedad y preocupación por conquistar a los espectadores que lo desprecian en su versión cómica. La faz dramática registra ya una maravilla (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos), una excelencia (The Truman show), una obra interesantísima (El hombre en la luna) y un melodrama logrado aunque un poco largo (El Majestic). De la faz cómica, huelga mencionar los títulos por harto conocidos. Mérito justificadísimo. Si alguien se merece la popularidad ganada es el Sr. Carrey. En I love you Phillip Morris, puede unir las dos vertientes. El registro elegido para el film exige que ponga en juego su histrionismo y su sensibilidad. Y apabulla. Hay que ser psicópata para no quererlo un poco al final de esta película. Ni los Romeos, los Armandos Duval, los Prisioneros de Zenda son capaces de amar como ama el personaje, equivocado en su magnificencia de macho proveedor, que corporiza Carrey. Y valiente porque el objeto de amor es otro hombre. Condenado, eso sí, a la injusticia crítica como todo cómico. Cuando lo logra Heath Ledger en El secreto de la montaña, todos se hacen pis de la emoción, cuando lo logra Jim Carrey, sólo le palmean el hombro y le dicen: Muy lindo lo tuyo, pibe, con una condescendencia insultante. Y bueno, así es la vida.


Ewan McGregor también se atreve y está a la altura del reto. El hombre que supo jugarla de galanazo en más de una oportunidad (en esa vena, Moulin Rouge! es mi favorita) se pone ahora en un rol que lo equipara con el de la “damita joven”. Lo juega con entrega, desprejuicio y creatividad. Es inolvidable la réplica que conjuga candor y comicidad, amor y lujuria en la escena de la cárcel cuando hacen el amor por primera vez.


Y el brasileño Rodrigo Santoro, que ya cargara perlas y plumas en la testoterónica 300, se mueve con fluidez en los gaycismos.


En Yanquilandia no saben cómo venderla, temen una reacción negativa y ya postergaron cinco veces el estreno. Imbuido de ese temor, quizá, a un descerebrado marketinero local se le ocurrió cambiar el preclaro título original por el de Una pareja despareja, que huele a eufemismo en naftalina. Muchacho, por si no te enteraste, somos la sociedad que supo poner en su lugar la homofobia atávica y conceder el matrimonio igualitario, así que bien podemos aceptar Te amo Phillip Morris sin que se nos caiga un anillo.


Película en el fondo inclasificable es a la vez jocosa y conmovedora. Como sólo puede serlo su estrella.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 19 de septiembre de 2010

Mis días con Gloria

Le guste a quien le guste, Isabel Sarli es el mito cinematográfico argentino más importante, en realidad quizá el único, porque es auténtico. Muchos otros se erigieron y mordieron pronto el polvo por ser fabricados, inflados, manipulados. En la sociedad pacata, moralizante y pueblerina de hace unos años, sus redondeces exquisitas, que merecieron un piropo hasta del mismísimo Ingmar Bergman, representaban el triunfo de una sensualidad innegable, irreprimible, vasta. Y es curioso que en un país con complejo de inferioridad como el nuestro, en que cualquier reconocimiento externo es saludado con salva de cañones, la vigencia del mito Sarli en el extranjero es ignorado olímpicamente. Las cinematecas y/o los institutos cinematográficos de Francia, Inglaterra e Italia tienen un ciclo anual del cine Sarli/Bo. Y el mes pasado el Lincoln Center programó una retrospectiva que obtuvo una amplia cobertura mediática en Yanquilandia que aquí no saludaron ni con un suelto. El mito se funda no sólo en el busto panorámico de la Coca sino también en una estética delirante y una narrativa subversiva del atorrante Armando Bo, que fue, sí, un ladrón de gallinas, pero asimismo un creador inteligente de absurdos gozosos. En el 81, cuando murió Armando Bo me lamenté de que no hubiera más películas de Isabel Sarli, por suerte me equivoqué. El mito abrazó a otros, directores de cine ellos, que como uno, prosecionaron a los templos del pecado en los que se adoraba a la voluptuosa diosa, los viejos cines de cruce, como el Roca. Fue perfectamente lógico que Jorge Polaco, buceador de represiones varias, hiciera un film con la Coca. El resultado, La dama regresa, interesante y maldito, en el que desde una perspectiva personalísima Polaco dialogaba y reformulaba la estética Bo, fue condenado por calificación y distribución a los cines de segunda que por entonces todavía existían. Los dinosaurios pacatos, negadores eternos de la cultura popular, ejercían los raídos lazos de poder que les quedaban y se vengaban. La Sarli, envejecida aunque aún esplendorosa, seguía molestando, porque podía remitir con potencia a lo que había sido: el triunfo del deseo, de la sensualidad, de la vida. La fallida y dificultosa aventura desalentó a otros directores, cuyos proyectos quedaron en bosquejos de cuaderno. Otra vez parecía que no habría otra película de la Sarli. Desde hace unos años, San Luis Cine, organismo del cuestionable feudo de los Saa, se propuso alentar otro homenaje a la Coca, al que no pude menos que adherir. (Quien esto escribe, que pasó su infancia en otro feudo provincial, aprendió a apreciar las buenas medidas de cualquier gobierno y a criticar las malas, el rechazo sistemático por prejuicio y/o falta de discernimiento conduce a una miopía inoperante que no le sirve a nadie y que retrasa el ahondamiento de medidas imprescindibles para el mejoramiento social de la mayoría, avances sobre los que muchos prefieren cacarear machaconamente a ver llevados a cabo; perdón por la bajada de línea, pero hay una estupidez intelectuosa que me rebela.) Juan José Jusid levantó el guante y se atrevió al reto. Jusid, como Alberto Lecchi, se embarca en proyectos, que sin ser personales, celebran la profesión elegida.


Se armó un policial B con veleidades negras con sus más, sus menos y sus en-el-medio, que adquiere relevancia y trascendencia porque está la Sarli.


La Sarli, se sabe, es una presencia y no una actriz, y hay que hallar el modo de que hable con su mito. Mis días con Gloria comparte con La dama regresa la idea de una vuelta. Para una venganza en la de Polaco, para un ajuste de cuenta final en la de Jusid. Gloria Satén, una vieja estrella de los 60, condenada por una enfermedad terminal, regresa a su pueblo natal para corregir un error de juventud. Se topa con un falso remisero (Luis Luque), un asesino a sueldo con ganas de dejar el oficio, decisión cuestionada por un policía corrupto (Nicolás Repetto). Sus más: la Coca, su mito, la música de Federico Jusid, que conforman un espacio seductor en la escena final; la recreación de una caligrafía cinematográfica decididamente setentista, la persecución automovilística, los tiroteos. Sus en-el-medio: Repetto que no hace un papelón, pero tampoco aporta nada interesante que justifique la no presencia de un actor, la voluntad de la Sarli de pasarle la antorcha del erotismo familiar a su hija Isabelita Sarli, la chica es linda y sensual, pero contrastada con el pasado de la madre, pierde por goleada; la historia, que no es el colmo de la originalidad, pero que tenía posibilidades aunque más laconismo y sequedad le hubieran venido bien. Sus menos: algunos diálogos sobrecargados que empañan la buena labor de Luque y anulan todo lo bueno que puede hacer Carlos Portaluppi, que José Luis Alfonzo tuviera que llorar inútilmente en su única escena, que el dechado de humanidad que es Norma Argentina no tuviera mucho para hacer; la obviedad y los lugares comunes de la trama de Isabelita. Con todo, el film es digno, correcto, bueno sin exagerar.


Le guste a quien le guste también, la Sarli respira cine. En los reportajes previos al estreno mencionó los nombres de los directores argentinos actuales, demostrando estar al día con lo que se hace y quienes lo hacen; interrogada sobre lo que mira en televisión, confesó ser abonada a Europa Europa. No sorprende, Armando Bo sentía una admiración desprejuiciada y filosa por los grandes maestros europeos. Eran socarronamente pertinaces sus opiniones sobre Fellini, Antonioni, Buñuel, Pasolini o Bergman. Los que la consideran limitada de entendederas son los que creen que la inteligencia es elucubración erudita y no, también, perspicacia. Que se jodan, ellos se lo pierden. Confieso que en un espectáculo le rendí un homenaje, del que me siento (y abuso del oxímoron) modestamente orgulloso. Ver esta película es casi un acto político: sostener o no sostener el mito. Yo lo sostengo porque me liberó de prejuicios y me dio unas cuantas horas de felicidad. Califíquenme de lo que quieran. Muchos motes me los tendré merecidos, pero no incluyan el de desagradecido porque eso seguro no soy.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 12 de septiembre de 2010

El baile de la Victoria

El baile de la Victoria no figurará entre las mejores películas de Fernando Trueba, pero como ya lo demostrara, hasta su peor película (Two much tiene ese honor hasta la fecha) es atendible. Es que si se ama el cine y se respetan las enseñanzas de los grandes maestros, no se pierde de vista el derecho del público al entretenimiento y se evita la caída en el bodrio absoluto.


El baile de la Victoria tiene dos problemas fundamentales. Primero, tiene muchas subtramas, lo cual, en sí, no es un problema, sólo que aquí cada subtrama responde a un género distinto. Tenemos un policial negro (ladrón sale de la cárcel y nada ni nadie lo esperan), un melodrama padre-hijo (ladrón mayor con su hijo verdadero y con su hijo de la profesión, el ladroncito), un drama testimonial (chica muda, traumatizada por la desaparición de sus padres a manos de la dictadura pinochetista), un melodrama romántico (ladroncito con chica muda y ladrón con ex mujer), un melodrama con animales (ladroncito-caballo), una comedia de compañeros (ladrón con taxista), una historia de realismo mágico (ladroncito-caballo-cóndor), una comedia de justicia poética (ladroncito-ladrón-contra-los malos), una historia de revancha (ladroncito-alcalde de la prisión) y una comedia dramática de bambalinas (chica muda y bailarina y las dificultades para triunfar). Y si bien a Fernando Trueba le sobra talento para amalgamar todas las subtramas, cada escena que se inicia parece pertenecer a una película distinta, nueva. Trueba, hombre valiente si los hay, no le teme al sentimiento, lo que se agradece, ni al ridículo, lo que podríamos discutir. La subtrama de la bailarina, el concurso y la función a punta de pistola se aproxima al peor Hollywood y en un punto hace que Flashdance sea All that jazz. Segundo, el guión está sobrescrito. Y el que más paga el pato es Darín. Antes de que diga nada, Darín nos comunica su personaje, su conflictiva, sus circunstancias, como el inmenso actor que es, y el diálogo explicativo en demasía resulta redundante. Me hacía acordar a cuando Tinelli presentaba bloopers y recalcaba en off lo que ya estábamos viendo. (Se cae, se cae, sí, no somos tontos, vemos que se cae, decime otra cosa o no digas nada).


Hasta aquí un análisis racional. Así como cualquiera se enamora y no se plantea si el objeto de su amor es pecosa, calvo, o tiene un par de dientes torcidos, uno se enamora y punto, bueno, yo me enamoré perdidamente de El baile de la Victoria. Veía todos y cada uno de sus defectos y sin embargo no me importaba. Reía, me emocionaba, hinchaba por que las cosas le salieran bien al ladrón y al ladroncito. Quizá haya sido Darín o la frescura a prueba de balas de Abel Ayala, el ladroncito (un platense que ya se luciera en El polaquito y El niño de barro) o la ternura que me despertaba la bailarina de Miranda Bodenhofer o la indudable capacidad narrativa de Trueba, o que me divirtiera que este Santiago de Chile en la que transcurre la acción basada en la novela de Antonio Skarmeta fuera más cosmopolita que Casablanca con un ladrón argentino, una profesora de ballet brasileña, un taxista cubano y una ex esposa española. No sé. En el fondo el amor es inexplicable. Sólo sé, que disfruté cada segundo. Tanto que ya la vi como tres veces. (A decir verdad, se estrenó en España un año atrás y desde hace seis meses anda por internet, y yo, trucho como suelo ser, la bajé en el verano y la convertí en una de mis favoritas. A confesión de partes…)

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 5 de septiembre de 2010

El hombre de al lado

Ya se sabe, los vecinos pueden ser una bendición o un castigo (aunque después de la individualista década del noventa, el modelo más frecuente es el del vecino indiferente, que no hará nada por más que te desollen vivo).


El hombre de al lado de Gastón Duprat y Mariano Cohn con guión de Andrés Duprat es una comedia negra que responde a la tradición cinematográfica del vecino intrusivo. Leonardo (Rafael Spregelburd) un diseñador industrial exitoso, vive con su mujer, una instructora de yoga para clientas exclusivas, su hija, una adolescente encapsulada en su empeño por sacar una coreografía, y una mucama, ligeramente paraguaya, en la casa Curutchet, único proyecto de Le Corbusier en América. Su vida es desahogada, coherente, redonda. Un día Víctor (Daniel Aráoz) un vecino expansivo, bronco, rústico abre un boquete en la medianera para instalar una ventana, que arruinará el equilibrio de la famosa casa y representará una invasión a la intimidad de la familia. Las idas y vueltas por la ventana en cuestión son el quid de la película y desnudarán unas cuantas miserias e hipocresías.


Son claves la muy comentada imagen inicial y unas líneas de diálogo. La película se abre con la pantalla dividida que muestra los dos lados de una pared, en un extremo una maza golpea y en el otro se ven los efectos de los golpes. Se informa así que se tomarán en cuenta ambos costados del conflicto. Y en la primera confrontación, cuando Leonardo increpe por la abertura, Víctor dirá: Sólo quiero unos rayitos de sol, vos tenés muchos. La puja entonces sería sobre algo que alguien tiene de más y al otro le falta.


La película es llana, de muy fácil acceso y aunque no haya un crescendo marcado al estilo tradicional, se la sigue con interés todo el tiempo. Sin embargo son profundas las lecturas que pueden hacerse. Desde las psicológicas o antropológicas como la construcción de la otredad a las sociológicas como la supremacía del integrado. Lo maravilloso es que esas sesudas interpretaciones posibles surgen de las alternancias de la trama, nunca están sobreimpuestas a ella. De modo que uno puede seguir el sencillo argumento y tomarlo “at face value” (es decir literalmente) o enredarse en intrincadas y deliciosas discusiones en el café o la cena post cine. De las múltiples interpretaciones posibles, yo aventuro que revela una sociedad forjada sobre prejuicios y no sobre valores.


El elenco actúa impecablemente bien, pero nada funcionaría sin Daniel Aráoz. Este histrión impar (que queremos desde que irrumpió con la contundencia de una fuerza de la naturaleza a mediados o fines de los ochenta en el mejor período televisivo de Gasalla, el de El mundo de Antonio Gasalla) es el único actor que puede hacer la transición sin fisuras de la simpatía a la amenaza. Su trabajo para el que me faltan adjetivos vertebra el film y lo hace inolvidable.


Ah, para los platenses tiene un encanto adicional, ver a la ciudad que habitamos convertida en un escenario cinematográfico siempre seduce.

Un abrazo,
Gustavo Monteros