domingo, 25 de julio de 2010

Partir

Suzane (Kristin Scott Thomas) tiene todo lo que una burguesa cuarentona puede desear: un buen pasar, una linda casa, un marido médico y dos hijos adolescentes sanitos, varón y mujer para mayor equilibrio y perfección. Pero como anda medio en crisis, la edad y esas cosas, ha decidido volver a su profesión de fisioterapeuta, para lo cual necesita un gabinete. Samuel, (Yvan Attal) el marido, un poco machista, bastante pedante y totalmente condescendiente, le autoriza la remodelación del cuarto de trastos viejos. Entra en escena, Iván, el albañil (en la forma de Sergi López, que no será el más apuesto de la cuadra, pero que por personalidad es sin duda el más atractivo del barrio). Y no se necesita develar arcanos para suponer que Suzane sucumbirá a la pasión con el constructor español.


Partir, título que por estas comarcas remite al Volver gardeliano, arranca, bien, como un melodrama de cuernos, pero, de repente, Suzane le cuenta su devaneo amoroso al marido. ¿Por qué?, preguntará el ibérico Iván. Y nosotros agregaremos: buena pregunta. De la multiplicidad de respuestas nos quedamos con: porque tiene que comenzar el melodrama de ideas, que discute algo así como que la mujer nunca es libre y está atada al devenir económico. Bueno, dirán ustedes, no sólo la mujer, el hombre también, pero eso no parece interesarle a la directora, Catherine Corsini. La cosa es que el pérfido marido les hará la vida imposible a los amantes. Quiere a toda costa que ella vuelva. ¿Por qué? ¿Para qué? Nunca queda del todo claro porque el marido es pintado como un villano de radioteatro que interesa nada más que para hacer maldades. Pareciera que porque considera que la mujer le pertenece ya que la pagó o algo así, lo que se relacionaría con el melodrama de ideas.


Partir no es un bodrio hecho y derecho, pero se le aproxima bastante. Comienza promisoriamente, pero no tarda en tirar las promesas a la basura. Kristin Scott Thomas y Sergi López son dos actores talentosos e interesantes que luchan a brazo partido con un guión absurdo que los hace tomar posturas increíbles. (Todo bien con el amor fou que subvierte las conductas, pero si las locuras no están en consonancia con la idiosincrasia de los personajes, es cualquier pavada. Como ejemplo de lo contrario ver La mujer de la próxima puerta de Francois Truffaut, modelo perfecto del amor fou, del que la Corsini “tomó” la música a modo de “homenaje”).Yvan Attal, actor más que atendible en otros films franceses, se ve aquí reducido a monigote caprichoso. Creo que es la primera película de la Corsini que veo y francamente no me dio ninguna gana de profundizar en su carrera. Ah, la única virtud indiscutible que ostenta es que sólo dura unos módicos 82 minutos. Al ser breve no es tan odiosa.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 18 de julio de 2010

Miss Tacuarembó

Siempre son bienvenidas las experiencias que se atreven a lo diferente. Aunque también, como dice el clisé, de “buenas intenciones está lleno el camino del infierno”. Miss Tacuarembó no arderá en los fuegos del infierno, pero tampoco tocará la lira en las nubes del paraíso. A lo sumo la espera un purgatorio amable, donde se felicitará por haberlo intentado y se lamentará por no haberlo logrado.


La película está armada en base a guiños y homenajes a los ochenta. Que sean muchos no es el problema, sino que no hayan pasado por el tamiz del camp para trascender la mera exposición. Tal como están estimularán el regocijo nostálgico de los que añoran esa época. Los que no, sonreímos ante el absurdo de lo pasado de moda y nos preguntamos para qué evocarlos si no se va a resignificarlos. Por sí solos mucho no dicen, porque convengamos que los ochenta no son precisamente “el siglo de Pericles”.


Más allá de estos reparos, atribuibles a su director, Martín Sastre, creo que debe verse. Porque la historia de Dani Umpi es sólida, tiene una gran voluntad de contar, desgrana secretos de a poco y aunque desaprovechados, abunda en los delirios gozosos. Asimismo siempre seducen e identifican las desventuras de los perdedores tan obstinados como equivocados. Y se instala, persiste y envuelve la suprema ironía de ver a una perdedora de ley interpretada por una triunfadora de aquéllas.


Después de Música en espera y Francia, Natalia Oreiro me convirtió en su fan. Con lo que hace aquí, dos papeles a falta de uno (la protagonista y su antagonista, una catequista brujísima de dibujo animado) sigo lejos de arrepentirme de haberle puesto unas fichas. Es una actriz talentosa e inteligente que resplandece en el cine. El numeroso elenco está bien, salvo Diego Reinhold que ya pudre con la repetición de su personaje de siempre, que a esta altura ya parece la imagen pública que quiere dar de sí mismo. Y curiosamente, la coreografía que ideó es muy pero muy mala. Algunas de las canciones de Ale Sergi (el chico de Miranda) son buenas, otras piden a gritos que las eliminen. Tarda en llegar, pero casi justifica el film la iconoclasta secuencia con Mike Amigorena.


Con el tiempo, quizá, como Grease (1078) o Xanadú (1980), Miss Tacuarembó se convierta en objeto de culto. Como los ejemplos mencionados, claro, y perdonen la rima, por los motivos equivocados. En el cine, los yerros también son motivo de veneración.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 11 de julio de 2010

La pivellina

La pivellina es de esas películas que dan ganas de invertir los términos del diálogo y decir: véanla y después cuéntenme. No es por pereza sino porque creo que se disfrutará incluso más si se la ve y se la va descubriendo sin preconceptos. Probemos, entonces, hacer el trabajo de la manera más objetiva posible.


Respecto al argumento, transcribiré lo que dice la página web de los cines de La Plata: Mientras deambula por los suburbios de Roma en busca de su perro Hércules, Patty se encuentra con una niña abandonada. La pivellina tiene dos años y dice llamarse "Aia" (por "Asia"). Como no hay ni rastro de sus padres, Patty decide llevársela con ella a la caravana en la que también vive Walter, su compañero sentimental y laboral, pues ambos trabajan juntos como artistas de circo. Aunque dudan seriamente si dar parte de lo sucedido a la policía, pronto comenzarán a encontrarse a gusto cuidando de la encantadora Asia. Algo similar le ocurrirá a Tairo, el joven hijo de otra familia de la zona, que se convertirá en un amigo inseparable de la pequeña.


Sus directores, el matrimonio integrado por Tizza Covi y Rainer Frimmel, (italiana, ella; austríaco, él), vienen del documental. Proponen con La pivellina una reformulación del neo realismo. (Plenamente lograda, déjenme añadir). Más de un despistado ha dicho también que hay algo felliniano. Un disparate, Fellini usaba el circo como una imagen desmesurada del mundo que llamamos “normal” o como una corte de los milagros de la que no podía prescindir. Sospechar de felliniana a toda película italiana que tenga algo que ver con el circo es un despropósito. A las pruebas me remito, véase con atención, el show que presentan. Es tan felliniano como La guerra gaucha.


No es gratuito que los personajes tengan los mismos nombres que los protagonistas, Patrizia Gerardi, Tairo Caroli, Asia Crippa, y Walter Saabel. Es que en la vida real son lo que representan en la película.


Insisto, véanla y cuéntenme que les “pegó” más. En lo personal, me “mató” la imagen de familia que dan. En estos días en que se discute la ley de matrimonio igualitario y la posibilidad de la adopción, y muchos insisten (¡todavía!) en que el único modelo de familia posible es el de La familia Ingalls, ver que una familia puede definirse también como cualquier ámbito humano en el que se da el amor, la contención, el compromiso, el hacerse cargo del otro, es muy conmovedor.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Chéri

A Michelle Pfeiffer le iba bien con el corset. Dos de las mejores películas en que participó (Relaciones peligrosas y El fin de la inocencia de Martin Scorsese) tuvieron que ver con esa torturante prenda femenina. Aquí se reencuentra con el director (Stephen Frears) y el guionista (Christopher Hampton) de Relaciones peligrosas para transcribir al cine las novelas de Colette sobre Chéri. Estamos en la Belle Epoque y Consolata Boyle, la diseñadora de vestuario decidió que el personaje de la Pfeiffer se adscribiera entre las vanguardistas de la moda que abandonaban el corset. Michelle no debió aceptarlo. Debió insistir con el corset. Por cábala.


Chéri no es una mala, pero llama la atención, por los antecedentes de los nombres involucrados en el proyecto, que sea tan leve, tan insustancial, tan incorpórea. La historia está contada, los conflictos son claros, todos actúan bien, los rubros técnicos son irreprochables, pero el tono elegido es muy superficial. Hay elegancia, cinismo, sabiduría erótica, educación sentimental, sin embargo la historia no seduce, no nos hace partícipes. Quizá la línea que dice la Pfeiffer sobre el personaje de Chéri defina asimismo al film: No puedo criticar su carácter porque no parece tener ninguno.


Eso sí, no sé si será que el Art Nouveau me puede, pero me pareció una de las películas más bellas desde la dirección de arte que vi este año. El cuarto de la Pfeiffer, bah, toda la casa, son deslumbrantes. Y el hotelito de Biarritz, ni les cuento. Ah, y la música de Alexandre Desplat acaricia los oídos. Al fin un poco de melodía y no los colchones sonoros atmosféricos con que nos tortura el cine comercial contemporáneo.


No se padece, entretiene, pero no convive mucho con nosotros, se la olvida pronto.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 4 de julio de 2010

Cartas a Julieta

A los 12 años vine a La Plata y viví unos años en casa de mis abuelos. En la esquina de la calle donde vivíamos, había un chalet de dos plantas, casi siempre cerrado, que ostentaba un nombre femenino en la barandilla de su mirador. Nombre femenino que se le adjudicaba también al hombre solitario que lo habitaba. Eran tiempos difíciles para ser homosexual. La sociedad era rígida, cerrada, pacata, prejuiciosa. Se decía que levantaba conscriptos en la estación o en el cine Roca con los que se daba “festicholas” a cambio de dinero. Se trataba de un hombre serio, discreto, para nada afeminado, de unos cuarenta y tantos años, lo que a mí en ese tiempo me parecía una edad matusalémica. Saludaba fría y secamente a los vecinos que se encontraba por la calle, en el almacén o la panadería. Se lo veía amargado. Una madrugada de invierno en que tenía que estar en la escuela a las 6 porque íbamos de excursión a Monte Grande, lo vi despedir a dos conscriptos. Vestía una robe de chambre bordó. Los conscriptos le hicieron por lo bajo un chiste amable que no oí, pero lo oí dar una carcajada fresca y cantarina. En algún momento comprendí que era un hombre feliz y que el vecindario lo despreciaba, pero en el fondo lo respetaba y quizá lo envidiaba. Porque se animaba a ser lo que era, sin vergüenza y sin que le importara nada lo que los demás opinaran.


Cartas a Julieta de Gary Winick me hizo acordar de ese hombre. No disimula y se la banca. Es una película romántica a más no poder. Cursi le dirían los vecinos que llamaban a aquel hombre La Manuelita. Estas cartas tienen dos ases bajo la manga: transcurre en la Toscana (que es más fotogénica que Catherine Deneuve), y actúa Vanessa Redgrave. Después de un inicio horrible que vaticinaba lo peor, de a poco entrelaza dos historias: la de un amor que no es, pero puede ser y la de un amor que no fue, pero que 50 años después podría ser. El único obstáculo es que hay que aceptar que la protagonista (Amanda Seyfried) es inteligente, cuando en realidad se la ve tan ingenua, crédula y aniñada que parece una boba redomada. Aunque no es un obstáculo muy grande tampoco. Las princesas de los cuentos deben creer en los finales felices. Y como yapa, la Redgrave y Franco Nero se animan a exhibir el gran amor que se tienen. Se separaron chiquicientas veces pero siempre vuelven a estar juntos. A esta altura del partido, ya son el hombre y la mujer de sus vidas.

No es una buena película en el estricto sentido del término, pero es un entretenimiento menor logrado. Como aquel hombre, es lo que es, no pide disculpas y le importa cuatro cominos lo que yo u otros piensen. Y por eso se ganó mi respeto.

Un abrazo,
Gustavo Monteros