domingo, 25 de abril de 2010

La cinta blanca

En los días previos a la entrega de los Óscars, La cinta blanca era el cuco tan mentado. Es que muchos especialistas la daban como segura ganadora en la categoría de mejor film extranjero. Como se sabe, la criollísima El secreto de sus ojos, que recolecta en estos días merecidos y ditirámbicos elogios de la crítica yanqui, terminó llevándose el premio. Ambas son películas magníficas. Que hubiera que decidir cuál era mejor fue el antipático daño colateral de las entregas de premios. Más allá de estilos y temáticas lo que las distingue es la actitud que le exigen al espectador. El secreto de sus ojos seduce y sólo hay que dejarse llevar. La cinta blanca recompensa mejor cuánto más despejado y atento se está a sus detalles.


Michael Haneke (La profesora de piano, Cachè: Escondido) es un moralista provocador que no se anda con chiquitas. Procura indagar nada más ni nada menos que el origen del mal, el germen del terrorismo, del mesianismo, del fanatismo. Desnudar la violencia, la crueldad, el odio, el goce por la aniquilación que se recubre de apariencias civilizadas.


Sus películas son obras de tesis. Echan mano a cuanta técnica de distanciamiento se conoce. La cámara parece denunciar su presencia. Los diálogos evidencian el poder de la incomunicación, de tan precisos se vuelven inaprensibles. Su cine parece la amalgama perfecta de influencias irreconciliables (Hitchcock y Bergman) que genera thrillers metafísicos que juegan con misterios cuyos desenlaces asustan no sólo a la mente sino también al alma.


La cinta blanca transcurre en un pueblito imaginario del norte de Alemania entre 1913 y 1914. La voz en off del maestro de la escuela nos informa que se propone contar algunos raros sucesos que pueden echar luz a lo que sucedió después. Sus alumnitos parecen estar detrás de esos extraños acontecimientos. Formados en las rigideces protestantes crecen desprovistos de ternura o afecto. Y no se necesita ser muy lúcido para comprender que la represión fanática de necesidades básicas sólo puede engendrar monstruosidades, el nazismo es este caso.

Implacable metáfora en blanco y negro que remite al origen de todo tipo de fundamentalismos. No se la pierda, un lujo para la inteligencia, mire.

Gustavo Monteros

domingo, 18 de abril de 2010

Querido John

Querido John es un drama romántico estúpido y nocivo. La cosa es así. Hay un muchacho, el John del título (Channing Tatum), musculoso saludable al que le dieron todas las vacunas y no le faltaron proteínas en la edad de crecimiento, quien conoce en la playa a chica rubia, bonita, de grandes ojos claros, llamada Savannah (Amanda Seyfried). Pianos y violines dulces subrayan la escena. Estamos en el 2001, según cartel informativo. Contrabajo ominoso hace su entrada. Se enamoran perdidamente. Él es un soldado de licencia. En la adolescencia fue un chico violento, pendenciero, pero desde que entró al ejército es noble y dócil. (Por ahí Susy Giménez tiene razón y debe volver el servicio militar para disciplinar indeseables que provocan inseguridad.) (Aunque por ahí no tiene razón, porque John, a la menor provocación, te caga a patadas, y más eficientemente que antes porque ahora tiene entrenamiento de marine.) Ella (Savannah, claro, no Susy) estudia y es tan rica y buena que reconstruye una casa derrumbada por un huracán para una familia necesitada. En el esqueleto de la casa en construcción se darán el primer beso. Bajo la lluvia, porque es más romántico. Violines melosos que dañarían a un diabético de fondo. El papá de John (el gran Richard Jenkins) es medio autista, pero John lo niega. Hay un vecino (Henry Thomas, quien fuera el nene amigo de E.T.), torpe y bueno como pocos o tan bueno y torpe como un personaje encarnado por el querible Henry Thomas puede ser. Al pobre vecino lo abandonó la mujer y arrastra un adorable niño autista. Con tantos autistas dando vuelta, Savannah tendrá la brillante idea de organizar una granja con caballos para autistas. Porque no sé si sabían, yo al menos no, los caballos y los autistas se llevan bien. Por ahí no es cierto, pero autistas y caballos quedan bien en una película. No importa, Savannah abrirá la granja cuando se reciba y todavía falta para eso. Como dijimos estamos en el 2001, John regresa al ejército a realizar misiones por África que parecen ilegales y nada humanitarias. No llama la atención porque el ejército yanqui es cualquier cosa menos casco blanco. Savannah vuelve a la facultad y estudia mucho porque es una niña muy buena. Y de repente, con violines muy dramáticos de fondo, vuelan las Torres Gemelas. A John le queda un mes para dejar el ejército y volver a comer perdices por siempre jamás en la cocina de Savannah, pero ahora se re enlista porque el deber patriótico lo llama. Savannah llora mucho, se resiste y termina por comprender, porque aparte de buena es muy patriota. Carta va y carta viene. Todas de amor. Canciones románticas poperas de fondo. Hasta que al pobre John, que hace desmanes en Afganistán, le llega una carta de desamor. Contrabajo y violines dramáticos, otra vez. Savannah le da calabazas, zapallos y zapallitos. Se va a casar con otro. Parece que Savannah no era tan buena después de todo. (Los que no quieran saber el final de la historia saltéense el próximo párrafo.)

John, despechado, quema todas las cartas de la ahora pérfida Savannah. Más violines dramáticos y canciones poperas cursis. Al pobre John lo hieren, lo mandan a un hospital, se cura y vuelve a la acción. El ejército ahora es su carrera. Acabado el amor, le queda la defensa de la patria. (En este momento se recomienda a los lectores cantar America the beatiful.) John lucha y despanzurra unos cuantos musulmanes. De repente lo llaman de regreso a la madre patria. Papá tuvo un derrame cerebral. Papá vivía su semi autismo coleccionando monedas. John se reconcilia con papá, hay una escena muy pero muy conmovedora, y papá pasa a mejor vida. John, de puro masoquista, va a ver a Savannah. Ella está acariciando un caballo, pero lo de la granja de caballos para autistas fracasó porque era muy cara. Y se viene la gran sorpresa. Savannah se había casado con el vecino Henry Thomas, no porque haya sido el chico de E. T. o el padre de un autista adorable sino porque lo aqueja una enfermedad terminal. Savannah era muy pero muy buena después de todo. Se había sacrificado dejando al joven padrillo musculoso para casarse con el viejo flacucho, peligroso en el fondo como los galanes que hacía Anthony Perkins. Obviamente, el ex vecino está de última y en el hospital. Savannah quiere traerlo de vuelta a casa, pero la impiadosa prepaga no se lo quiere pagar. John, que es muy pero muy bueno también, vende las monedas coleccionadas por papá y le hace una donación anónima (bah, no tanto porque hasta el boletero lo sabe). Lo hace, no porque Henry Thomas haya sido el nene de E. T. sino porque, como a su propio papá, al ex vecino lo abandonó la mujer. Sí, tiempo atrás la mamá de John, de puro mala malísima, había abandonado al marido semi autista y al pequeño John. John regresa al frente a despanzurrar más musulmanes. Hay una última carta con violines y canción pop melosa, después de la cual, John regresa finalmente a comer perdices por siempre jamás en la cocina de Savannah y a cuidar del autista semi adorable (semi porque ya no es niño sino un adolescente medio pesado) que les legó el ex vecino.

En resumen es un film tonto, torpe, conservador y patriotero. Esto último es lo peor porque defiende la teoría de Bush. Los yanquis son el brazo armado de la palabra divina. Dios nos libre y nos guarde. Amén.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 11 de abril de 2010

Ninotchka

Greta Garbo emerge en mi memoria enmarcada de adjetivos hiperbólicos, todos en mayúsculas: LA ÚNICA, LA ENIGMÁTICA, LA DIVINA. Así la conocí, incluso antes de verla por primera vez. Es que en el viejo star system era la estrella de estrellas. La más distante, la más luminosa, la más inalcanzable. Cuando la conocí, no daban sus películas por televisión. Cuando lo hicieron, lo anunciaron como el evento televisivo más trascendente desde la llegada del hombre a la luna. (No se andaban con chiquitas con nada que tuviera que ver con ella.) En mi infancia por suerte se usaban los re estrenos. Volvíamos a ver en cine films destacados de años anteriores. La MGM organizaba de vez en cuando una retrospectiva de la Garbo que incluía La dama de las camelias, Ana Karenina, Reina Cristina, María Walewska y Ninotchka. Las combinaban de a dos, menos a María Walewska que la daban sola con dibujitos de Tom y Jerry porque era más larga. Vi en el Cine Teatro Catamarca todas, menos María Walewska. El día que la exhibían, cuando me fueron a buscar a la escuela, la maestra se quejó de que me había pasado la mañana conversando con Manuelito Moya que era mi compañero de banco y me castigaron no dándome el permiso para ir al cine. La tía Martina intercedió a mi favor, pero fue de poca ayuda. Sabrá Dios por qué, mamá andaba medio peleada con el mundo en general y con la tía en particular. La tía consideró que era toda una injusticia y la vio en la función nocturna para después contármela. A la mañana siguiente, mientras desayunábamos mate cocido con leche y rebanadas de pan cacho con manteca y azúcar, me la contó. Mamá estaba furiosa y le dijo algo muy cruel, que tuviera sus propios hijos y no interviniera en la crianza de los ajenos. La tía se encogió de hombros, me guiñó un ojo y siguió contándomela. Mamá salió de la cocina pegando un portazo que hizo temblar los vidrios. Durante el día la pelea terminó. Esa noche, mamá y la tía jugaron a la canasta con los vecinos y estaban de lo más bien. Tiempo después, en mis primeros años de secundario en La Plata, en otra edición del ciclo Garbo, vi María Walewska en el cine 8. Es la más espectacular de las cinco, pero también la más flojita. Las otras tres son muy atendibles, Reina Cristina por el perturbador manejo del erotismo, La dama de las camelias por la insuperable actuación de la escena en que muere, y Ana Karenina porque la pasión que siente por Vronsky es innegable, con semejante calentura no le quedaba más remedio que abandonar casa, marido, hijo e irse con el amante. Pero de las cinco, bah, de todas las que hizo, Ninotchka es la mejor.


No es para menos, fue dirigida por Ernest Lubitsch, uno de los tres reyes de la comedia parlante estadounidense (los otros dos son Preston Sturges y Billy Wilder). Ninotchka es uno de sus dos film que tienen como telón de fondo a los tiempos de la Segunda Guerra Mundial (el otro es su obra maestra indiscutida To be or not to be (1942), calificarla de joya es quedarse corto). Ninotchka (1939) trata el romance entre un occidental capitalista decadente y una fervorosa camarada soviética. Hay filosos chistes que desnudan las iniquidades de ambos sistemas político-económicos. Pero el humor político no es el eje. Lubitsch, como todo buen comediógrafo, es un humanista. Sabe que más allá de declamadas posturas éticas o políticas, un hombre es un hombre. Un ser proclive a los peores vicios y miserias, pero también capaz de maravillas tales como el amor, la solidaridad y el perdón. Ése es su tema: el movimiento pendular humano entre maravillas y miserias. Y él se ríe. De todo. No como la hiena sino con furibunda ternura. Lubitsch comprende y confía. Apuesta a que un día quizá seamos mejores. Es impiadoso con nuestras debilidades, pero las retrata con la esperanza de que podamos modificarlas. Al analizar en detalle sus comedias vemos que nos hace reír de atrocidades, pero no nos atosiga con moralinas infames, nos invita a comprender para superar.


Dos famosos golpes publicitarios se destacan de la carrera de Greta Garbo en la MGM. Su pase del cine mudo al sonoro fue anunciado con bombos y platillos como GARBO HABLA. Y cuando se estrenó Ninotchka se la promocionó como GARBO RÍE. No es que no se hubiera reído nunca, no, en sus películas se rio y mucho, pero por primera vez dejaba de lado a las sufridas heroínas románticas y se lanzaba a la comedia. Para gloria propia y la del cine. Está deliciosa.


Garbo permaneció siempre incólume en su esplendor, como una esfinge perfecta y eterna. Todas las demás estrellas (Ingrid Bergman, Marlene Dietrich, Katherine Herpburn, Bette Davis, etc.) envejecieron ante las cámaras. Las vimos ajarse y las amamos más. A Garbo, no. Ninotchka sería su penúltima película. Tres años después, tras el fracaso artístico y comercial de La mujer de dos caras (u Otra vez mío) se retiró para siempre y se escondió del mundo. Su imagen se volvió icónica, legendaria. Despertó admiración, pero no mucho cariño. La perfección detenida en el tiempo en el fondo asusta. Sin embargo Ninotchka nos muestra a una mujer asequible a la que es posible amar. Otro mérito del gran Lubitsch, quizá.


El jueves 15 de abril TCM brinda un tributo a Greta Garbo. A las 14 va La dama de las camelias, a las 15:55 Mata Hari, a las 22 Reina Cristina y a las 23:50 El velo pintado. Pero a las 17:30 va la mejor: NINOTCHKA. Si la han visto, véanla otra vez. Es un clásico y los clásicos se resignifican cada vez que uno los visita. Y si no la han visto, falten al trabajo, salgan más temprano, o no cometan ningún pecado laboral y grábenla o bájenla de internet. En esta era de listas, de las 2000 películas que hay que ver antes de morir y esas cosas, diré que figura en mi lista de imperdibles. Vale la pena. Consejo de amigo.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 4 de abril de 2010

Dos hermanos

Todos los años pares, Daniel Burman estrena un largometraje. Así que cada dos años, los degustadores del buen cine argentino estamos de parabienes. Desde su más que auspicioso debut con la bella y sorprendente Un crisantemo estalla en cinco esquinas (1998), el cine de Burman fue siempre atendible, lo evidencian Esperando al mesías (2000) y Todas las azafatas van al cielo (2002), pero desde que inauguró su ciclo de indagación de las relaciones familiares se ha vuelto fascinante: El abrazo partido (2004), Derecho de familia (2006), El nido vacío (2008).


Antes de entrar, el afiche nos informa que seguimos en el universo familiar, pero el eje ya no está puesto en la relación padre-hijo sino en la fraternal. Dos hermanos retoman un trato estrecho después de la muerte de la madre. A Burman más que articular una historia, le gusta narrar desde los personajes. Para ello cumple a rajatabla con un precepto de las artes de representación que en inglés se expresa como God is in the details (Dios está en los detalles). Es decir que cuanto más pormenoricemos una situación en particular más cerca estaremos de hallar una verdad. Burman, más que un pintor de frescos, es un orfebre que engarza gemas en un collar. Cada escena sería una gema. Algunas están mejor pulidas que otras. Sus películas están unidas por apasionantes puntos suspensivos. Tanto en El nido vacío como en Dos hermanos, los personajes se vuelven misteriosos. Los espiamos en momentos intensos, los conocemos en profundidad en circunstancias determinadas, pero no sabemos con certeza qué los llevó a ser así, qué devenir los conformó de esa manera. En Dos hermanos, vemos que Marcos (Antonio Gasalla) reprimió sus impulsos sexuales y supeditó la vida a la de su madre, pero ¿por qué exactamente? Hay pistas, pero nos toca a nosotros completar el retrato. Susana (Graciela Borges) es una manipuladora terrible, pero ¿cuál de todas sus frustraciones la lleva a meterse de ese modo con la vida de los demás? También como El nido vacío, un viaje acelera la peripecia hacia la aceptación y el conocimiento de algunas verdades negadas.


Al ser una película de personajes, los actores adquieren una relevancia suprema. A Gasalla se le pide un personaje muy metido para adentro que lo aleja de sus extrovertidos hallazgos cómicos. Está muy bien, pero por momentos se le escapa su reconocido histrionismo como en la escena en la que le reclama a su hermana la habilitación del celular. Graciela Borges compone un personaje que parece dialogar con toda su carrera. En este personaje conviven las chicas un poco tarambanas que hizo para Torre Nilsson, las señoras paquetas de sus primeros films con Raúl de la Torre y las mujeres patéticas que le dio a Lucrecia Martel y a Luis Ortega. Y agrega ahora el manejo sabio de un negrísimo humor.


Burman vuelve también a coquetear con el musical. Declaró que le encantaría hacer uno, pero que los costos son muy altos. Ojalá encuentre producción y logre concretar esa ambición. En la función a la que asistí, no bien terminó el film, nos prendieron las luces de sala y muchos espectadores que se marchaban tuvieron que volver a los asientos. Esperen los títulos finales, hay una yapa que nos devuelve a la calle con una sonrisa.

Un abrazo,
Gustavo Monteros