domingo, 28 de noviembre de 2010

Vacaciones

En este momento del año, como en ocasiones anteriores, nos tomaremos vacaciones. En las próximas semanas no se anuncia nada que parezca a priori particularmente interesante o imperdible. Aunque con gusto interrumpiremos nuestro descanso si tal anomalía se produjera. Volveremos con la avalancha de estrenos pre-Óscares y esas cosas que suelen depararnos los distribuidores. Hasta entonces mis mejores deseos para ustedes y todos los que los acompañan. Y si se aburren o se deprimen, no olviden el pequeño remedio casero que siempre tenemos a mano: no hay nada que un buen clásico o una película querida no puedan emocionalmente remediar.


Un abrazo grande,
Gustavo Monteros

miércoles, 17 de noviembre de 2010

La última estación

Una película que retrata los últimos días de León Tolstoi, ¿puede ser una comedia? Sí, claro. El humor, por supuesto, por aquello de la estupidez que se enmascara de gravedad, está más cerca de Chejov que de una de Olmedo y Porcel, aunque, nobleza obliga, hay un par de chistes sexuales bastante gruesos que bien podrían haber suscripto nuestros cómicos.

Michael Hoffman debe estar orgulloso de haber logrado un film amado y odiado por las mismas razones (el tono de la historia y el registro de los personajes). No importa, en el arte, que te amen o te odien es secundario, lo primordial es que nadie permanezca indiferente.

Sofía (Helen Mirren), esposa del gran Tolstoi (Christopher Plummer) pelea con el manipulador discípulo del escritor, Vladimir Chertkov (Paul Giamatti) por el legado espiritual y material del autor de La guerra y la paz. Atestiguará la batalla, el nuevo y joven secretario Valentin Bulgakov (James McAvoy). Si bien el guión del propio Hoffman parte de una novela de Jay Parini, incluye innumerables detalles reveladores y fidedignos, que todos los protagonistas reales de esta historia registraron en diarios, cartas, libros y artículos periodísticos. Sorprende el abismo que media entre las ideas y el hombre que las concibió. Se cumple a rajatabla la observación de Madame de Cornuel: No hay hombre grande para su valet. Tolstoi, antecedente de la superestrella mediática de hoy (lo que hiciera era noticia), posaba para el público como un filósofo, un gurú, un santón, pero en privado, al menos al final de su vida, era un pichón de Lear, caprichoso, egoísta, desconsiderado. Hablaba hasta los codos del amor y amaba muy poco. La anécdota de la esposa y la peregrinación a última estación (circo periodístico incluido) puede ser conocida, pero los entretelones son apasionantes. (Como se verá, el reality show es más viejo que el tranvía.)

Sin duda, en lo que a mí respecta, cuando yire por el cable, se convertirá en mi opción favorita del zapping imprevisto. Al margen de sus logros formales, disfruto enormemente el festival de grandes actuaciones que ofrece. Paul Giamatti hasta se permite alisarse el bigote como los villanos del cine mudo, pero el chiché no molesta, desde nuestra modernidad continúa con una tradición y la resignifica. James McAvoy, como en la película que lo ubicara en el mapa, El último rey de Escocia, vuelve a ser un testigo involuntario de honduras desconcertantes, sólo que aquí las monstruosidades son más espirituales que físicas. El chico tiene talento y oscila bien entre la comedia y el drama. Su inocentón es creíble y deleita. El inmenso Christopher Plummer, como el inteligentísimo actor que es, no juzga a su personaje y expresa con nitidez las contradicciones. Consciente de tener un personaje extraordinario, larger than life en todo sentido, echa mano al oficio teatral curtido por tanto Shakespeare y Shaw y se lanza a un histrionismo sabio y deslumbrante. Helen Mirren tiene un personaje desmadrado, desbordante, ruso (para colmo o para más datos) y lo perfila con una intensidad hiperteatral, romántica, operística. Uno no puede menos que coincidir fervorosamente con Plummer cuando le dice: No necesitas un esposo, necesitas un coro griego.

Es una pena que una película tan entretenida y vendible no pase por los cines y salga directamente en DVD, cuando todas las semanas se estrenan bodrios irremontables. Hubiera sido hermoso verla en pantalla grande. Pero, bueno, parafraseando a Gabo, vivimos no El amor en los tiempos del cólera sino El cine en los tiempos del pochoclo yanqui. (Disponible en el DVD club de su barrio o el puesto callejero más cercano a su trabajo).

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 7 de noviembre de 2010

Ágora

No sé qué me conmovió más, si la trágica historia de amor que culmina consumándose atrozmente o que la película termine con el advenimiento de uno de los ciclos más oscuros y miserables por los que ha pasado este pobre mundo.


Estamos en Alejandría en el siglo IV DC. Soplan vientos de cambio. Y cómo soplan. Como no puede ser de otro modo, la coexistencia de paganos, judíos y cristianos es conflictiva. El ágora, plaza pública en la que se debaten las ideas es el ámbito natural de Hipatia (Rachel Weisz) filósofa neo platónica, astrónoma y matemática. Y el film se centrará en su relación con los hombres y la ciencia.


Alejandro Amenábar (Tesis, Abre los ojos, Los otros, Mar adentro) se vale de la transición de la Antigüedad tardía a la Edad Media para hablar de la injerencia del odio y el fanatismo en las resoluciones políticas. (La relevancia que adquiere en estos días el nuevo Tea party yanqui ratifica que Alejandrito no está equivocado en plantear estas metáforas). Poco se sabe con certeza de la Hipatia real (las razones para este desconocimiento se patentizan en el film: la destrucción de todo vestigio de cultura antigua) por lo que Amenábar con su coguionista Mateo Gil se montan tanto en la verdad como en la leyenda para contar la historia. Insuflan de un bienvenido espíritu romántico a la mítica figura de Hipatia, pero lejos están de elaborar una elegía ciega del mundo perdido. Y sabiamente no resuelven la dicotomía entre una antigüedad culta y esclavista y un cristianismo solidario y fanático.


Amenábar se aleja de los ámbitos cerrados e íntimos que son su especialidad y nos entrega una película de largo aliento bella e inteligente. Sermonea por momentos, pero no tanto como para irritar. Otras veces bordea lo obvio, pero lo hace para ser claro, no para tratarnos de tarados.


En lo personal, la película tiene un imán irresistible: Rachel Weisz. Debo confesar que la chica es una de mis debilidades. Su voz grave y oscura me seduce hasta lo indecible, me erotizaría aunque me leyera la tabla de logaritmos. Por suerte es además una actriz espléndida por lo que no me reduce a un pajero irredento.

Un abrazo,
Gustavo Monteros