domingo, 31 de octubre de 2010

RED

RED de Robert Schwentke es el típico delirio pochoclero semanal, con tiroteos ensordecedores, persecuciones vertiginosas, carísimos efectos especiales, ya amortizados porque los hemos visto miles de veces, y “sorprendentes” giros argumentales que vemos venir antes de que se le ocurran al diseñador de la historia. Más una módica cuota de humor. Lo de siempre. Sólo que esta vez redimido por un elenco de notables en plena forma. Bruce Willis, aunque maduro, sobrelleva todavía con credibilidad el cetro de superhéroe de acción. Su carisma sigue intacto y su timing para la comedia, impecable. Morgan Freeman es Morgan Freeman y está todo dicho. Haga lo que haga obtiene nuestra incondicional adhesión y siempre se las arregla para devolver con su inconmensurable humanidad la plata de la entrada. John Malkovich se ríe del paso de los años y de su aura de actor intelectual. No le preocupa verse gordo, viejo y pelado. Se encoje de hombros y bromea, c’est la vie. Mary Louise Parker, como en la serie Weeds, hace de la frescura su principal artificio actoral. Y no intento una contradicción de términos sino la descripción del uso de su talento. Así como Carina Zampini logra que el empaque melodramático sea su marca de fábrica, la Parker exhibe la frescura como la principal impostación actoral que la define. Es el interés romántico del personaje de Bruce Willis y por suerte para el espectador la química entre ellos es buena. Se respetan y amalgaman bien la simpatía que despiertan. La gran Helen Mirren saca de paseo un glamour otoñal que papeles más comprometidos no le permiten. Se la ve muy hermosa y elegante. El rojo carmesí en los labios le sienta muy bien. Y en las réplicas demuestra que aprendió la lección que Maggie Smith nos enseñó a todos: el remate, ya sea de gesto o inflexión, en el último segundo, casi como un reflejo tardío o una súbita inspiración incontenible. Una pirueta que demanda una confianza ciega en los propios medios y una inteligencia aguda y despierta. Otra impostura, claro. Pero actuar, como repetía Marcello (Mastroianni, claro) es antes que nada y por sobre todas las cosas, un juego.


Una película que cumple con el onceavo mandamiento del viejo Hollywood: un proyecto puede ser trillado, pero si le da a las estrellas que lo llevarán a cabo la oportunidad de lucir sus galas y renovar su romance con el público, se volverá respetable y, con un poco de suerte, hasta inolvidable.


Tiene además dos características notorias que parecen estar volviéndose tendencia. El título es una sigla R(etired) E(xtremely) D(angerous) o sea jubilados extremadamente peligrosos. Como pasaba en Los indestructibles de Stallone, Bruce Willis y sus amigos son jubilados de la CIA u organismos afines que regresan a la acción con mañas sazonadas por años de experiencia. Una excusa para reciclar estrellas que todavía pueden producir un dólar. Algo así como Aguanten Los Jubilados. Y dos, los enemigos pertenecen a esferas cada vez más alta (muy bien Rebecca Pidgeon de trajecito y tacos agujas como la yegua (en sus dos acepciones populares: mala y sexy) de Jodie Foster en El plan perfecto). Si siguen así, el próximo enemigo será el mismísimo Dios. Ah, simpatiquísimas las participaciones de Richard Dreyfuss y Ernest Borgnine.


Si le caen bien algunos de estos actores, provéase de sus golosinas favoritas, desparrámese en la butaca y deje que lo entretengan, que no sólo de películas serias, profundas e independientes, vive el hombre.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Cine y política


Cuando David Niven murió, en el sepelio recibió una inmensa corona de flores. Digna de un capomafia, se rio The Times. Sorprendía aun más quienes se la habían mandado: los changarines del aeropuerto Heathrow de Londres en agradecimiento por su don de gente. El viernes 29, a eso de las 10 de la mañana, cuando se cerraron las puertas de acceso a la capilla ardiente por primera vez, aparecieron los mozos de la Casa Rosada, dolidos y emocionados, a presentar los últimos respetos. Y yo, al menos, tuve la corroboración de lo que ya sospechaba, que Néstor, como David Niven, era un buen tipo. Es ante los que, por su modesto trabajo, no se los considera testigos, cuando las máscaras caen y la verdad se revela.


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