domingo, 12 de septiembre de 2010

El baile de la Victoria

El baile de la Victoria no figurará entre las mejores películas de Fernando Trueba, pero como ya lo demostrara, hasta su peor película (Two much tiene ese honor hasta la fecha) es atendible. Es que si se ama el cine y se respetan las enseñanzas de los grandes maestros, no se pierde de vista el derecho del público al entretenimiento y se evita la caída en el bodrio absoluto.


El baile de la Victoria tiene dos problemas fundamentales. Primero, tiene muchas subtramas, lo cual, en sí, no es un problema, sólo que aquí cada subtrama responde a un género distinto. Tenemos un policial negro (ladrón sale de la cárcel y nada ni nadie lo esperan), un melodrama padre-hijo (ladrón mayor con su hijo verdadero y con su hijo de la profesión, el ladroncito), un drama testimonial (chica muda, traumatizada por la desaparición de sus padres a manos de la dictadura pinochetista), un melodrama romántico (ladroncito con chica muda y ladrón con ex mujer), un melodrama con animales (ladroncito-caballo), una comedia de compañeros (ladrón con taxista), una historia de realismo mágico (ladroncito-caballo-cóndor), una comedia de justicia poética (ladroncito-ladrón-contra-los malos), una historia de revancha (ladroncito-alcalde de la prisión) y una comedia dramática de bambalinas (chica muda y bailarina y las dificultades para triunfar). Y si bien a Fernando Trueba le sobra talento para amalgamar todas las subtramas, cada escena que se inicia parece pertenecer a una película distinta, nueva. Trueba, hombre valiente si los hay, no le teme al sentimiento, lo que se agradece, ni al ridículo, lo que podríamos discutir. La subtrama de la bailarina, el concurso y la función a punta de pistola se aproxima al peor Hollywood y en un punto hace que Flashdance sea All that jazz. Segundo, el guión está sobrescrito. Y el que más paga el pato es Darín. Antes de que diga nada, Darín nos comunica su personaje, su conflictiva, sus circunstancias, como el inmenso actor que es, y el diálogo explicativo en demasía resulta redundante. Me hacía acordar a cuando Tinelli presentaba bloopers y recalcaba en off lo que ya estábamos viendo. (Se cae, se cae, sí, no somos tontos, vemos que se cae, decime otra cosa o no digas nada).


Hasta aquí un análisis racional. Así como cualquiera se enamora y no se plantea si el objeto de su amor es pecosa, calvo, o tiene un par de dientes torcidos, uno se enamora y punto, bueno, yo me enamoré perdidamente de El baile de la Victoria. Veía todos y cada uno de sus defectos y sin embargo no me importaba. Reía, me emocionaba, hinchaba por que las cosas le salieran bien al ladrón y al ladroncito. Quizá haya sido Darín o la frescura a prueba de balas de Abel Ayala, el ladroncito (un platense que ya se luciera en El polaquito y El niño de barro) o la ternura que me despertaba la bailarina de Miranda Bodenhofer o la indudable capacidad narrativa de Trueba, o que me divirtiera que este Santiago de Chile en la que transcurre la acción basada en la novela de Antonio Skarmeta fuera más cosmopolita que Casablanca con un ladrón argentino, una profesora de ballet brasileña, un taxista cubano y una ex esposa española. No sé. En el fondo el amor es inexplicable. Sólo sé, que disfruté cada segundo. Tanto que ya la vi como tres veces. (A decir verdad, se estrenó en España un año atrás y desde hace seis meses anda por internet, y yo, trucho como suelo ser, la bajé en el verano y la convertí en una de mis favoritas. A confesión de partes…)

Un abrazo,
Gustavo Monteros

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