domingo, 29 de agosto de 2010

Casablanca

Como saben, generalmente elijo una de las películas que estrenan para hacer una crónica. Esta semana había un par de opciones potables (leí por ahí que Agente Salt es un disparate disfrutable y que El hombre solitario con sus peros tiene lo suyo), pero no tenía ganas de ir al cine.

Como hago también generalmente, tomé la revista del cable para buscar una película de la que hablar. Hallé un par de opciones El velo pintado, con uno de mis amores, Naomi Watts, y Casablanca. Me dije: no bromees, ¿qué podés decir de Casablanca que no se haya dicho? Nada en realidad. Si hasta Umberto Eco se ocupó de ella. Aunque, como para mucha otra gente, Casablanca es una de las películas de mi vida.

Pero antes, para los que no están al tanto de los míticos pormenores, hablemos de ellos. Se filmó en un menjunje de escenografías construidas para otras películas, el guión se reescribía continuamente, ni los actores ni el director sabían cómo terminaría, Paul Henried (Lazslo) se comportaba como una prima donna y lo odiaron, el director Michael Curtiz era húngaro y hablaba un inglés macarrónico así que actores y técnicos intuían más que entendían sus órdenes, Humphrey Bogart era más bajo que Ingrid Bergman por lo que tenía que actuar subido a tarimas, ladrillos o sentado sobre gruesos almohadones cuando estaba con ella, Max Steiner, el compositor, eligió una vieja canción que no había tenido éxito cuando supo que no habría tiempo ni presupuesto para escribir una propia, dicha elección (Según pasan los años) se volvió una de las canciones más interpretadas de la historia de la música popular, Sam (Dooley Wilson) el pianista era en realidad baterista y no sabía tocar el piano, casi todos los extras y personajes secundarios eran verdaderos exiliados y refugiados lo que explica la fuerza de las escenas grupales, y todos, desde el últimos utilero hasta los productores jerarcas sentían, mientras la filmaban, que estaban armando un bodrio mayúsculo que con suerte sería a lo sumo una de las tantas películas pasables que salían de la fábrica de chorizos que también era el viejo Hollywood. Sin embargo desde la primera exhibición de prueba fue venerada. Casi un milagro. O el triunfo de gente que amaba lo que hacía y no escamoteaba talento aunque la cosa pintara para desastre.

Todos juramos alguna vez haber oído a Bogart decir: Tócala de nuevo, Sam. Frase que no está, que no existe, hay líneas parecidas, pero no ésa. (Algo similar pasaría con ¿Qué pretende usted de mí?, línea que, por más que porfiemos, la Coca Sarli nunca dice en Carne).

Más que ríos, océanos de tinta se escribieron sobre ella. La sometieron a sesudas interpretaciones. William Donnelly habla que Rick (Humphrey) es un homosexual reprimido y cita las relaciones que establece con Sam y el Capitán Renault (Claude Rains). Harvey Greenberg dice que Rick no puede regresar a los EEUU por un complejo de Edipo que comienza a resolverse cuando Rick ve en Laszlo una figura paterna. Sidney Rosenzweig se concentra en la multiplicidad de modos en que es llamado Rick a lo largo de la trama, lo que evidencia la ambigüedad y los muchos significados que tiene su figura según sea quien le hable. Eco se empeña en odiarla, para terminar amándola.

Vi Casablanca por primera vez a mis impresionables 12 o 13 años. Mis mayores hablaban de Casablanca. Si eran mujeres el título venía precedido de un suspiro y seguido de un ¡Qué película! Si eran hombres, no suspiraban, pero decían: Un peliculón. Yo hallé que no sólo estaba a la altura de los antecedentes sino que me encantó. Durante semanas cada vericueto de la historia me daba vueltas por la cabeza, se me metía en los sueños y alimentaba mis ensoñaciones.

Cuando llegué a La Plata, vi que en una tienda de ropa había un impermeable con cinto muy parecido al de Bogart. Era bastante caro. Hice que mis padres sacaran un crédito y me lo compraran. Fue una buena inversión, lo usaba casi todo el tiempo, me lo saqué cuando ya se deshilachaba. No lo repuse porque para esa época yo era personajes de Jean Paul Belmondo o El farsante de Burt Lancaster. Pero mi período Bogart fue el más importante y entrañable, soporté humillaciones y desdichas, imaginando que era el Rick de Casablanca, un cínico de corazón de oro que enloquecía de amor a un minón como Ingrid Bergman. No fue un mal modo de sobrellevar una adolescencia dolorosa. En alguno de esos momentos me hice actor. Comprendí que era eso o Melchor Romero.

Todas las veces que pude la vi en el cine (cuando éramos jóvenes las películas se reestrenaban), y por televisión (donde por suerte la pasaban seguido). Después coleccioné el video, el DVD y lo haré en los formatos que aparezcan. Como en los libros de aprendizaje de inglés se la menciona con frecuencia, bromeo con que no aprobaré al alumno que no la haya visto. Y ahora como con la computadora copiar es fácil, por cada grupo que enseño hago circular DVDs truchos, que disfruto perder porque sobreviven entre destinatarios ignotos. Me divierte sobremanera la devolución de los alumnos jóvenes que en su vida oyeron hablar de Humphrey Bogart o de Ingrid Bergman. Coseché comentarios como: el chabón (o sea Humphrey) es un maestro y la chabona (o sea Ingrid) se actúa la vida (compartimos); o una cagada que la deje ir porque el otro flaco (o sea Paul Henried) hace cosas importantes, pero es más ganso que un patovica (¿quién no lo pensó? aunque no sé si en esos términos); o: tan mal no termina porque para mí esos dos (Bogart y Rains) se van de putas (no me pregunten de dónde sacó esa idea, no me atreví a indagar).

A veces pienso si con el tiempo alguno se pondrá del bonete con las películas como yo, y si es así, cuál será su Casablanca. Por más que me esfuerce no me hago una idea de cuál puede ser, Hollywood tiene hoy tan poca magia.


A través de los años seguí dialogando con Casablanca. Imaginé una precuela y una secuela. Y en un verano en el que me aburría me puse a seleccionar canciones para hacer una versión en comedia musical. Y cuando parece que ya la superé, que por fin la dejé atrás, me sorprende. Un día cuando acomodaba una biblioteca me choqué con la cajita del video, me puse a pavear y a leer lo que decía con detenimiento, y surgió la idea de la última obra que escribí y ahora ensayo. Si no la vieron o la quieren volver a ver, hoy TCM (canal 38) la da a las 20:05. Yo no la voy a ver porque estaré ensayando. Si no me tendrían sentado frente al televisor y atestiguarían un espectáculo patético. Porque por más que conozco cada truco, cada manipulación, cada error y casi todas las líneas de diálogo, en algún momento me gana y me emociono como la primera vez.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 22 de agosto de 2010

La mirada invisible

Hace un par de años tuve el gusto de leer Ciencias morales de Martín Kohan, la novela ganadora del Premio Herralde en la que se basa La mirada invisible. Me interesó leerla porque las escuelas funcionan muy bien como metáforas de la realidad social en que están inmersas. Un micromundo que remite con elocuencia al momento político social que lo contiene. Cuando me enteré que Diego Lerman haría la versión cinematográfica, me puse a esperarla con ansía. Valieron la pena la expectativa y la espera.


La trama ocurre en 1982, el año de la guerra de Malvinas. Hay un corrimiento temporal entre novela y película. La novela comienza en abril y dura mientras transcurre la guerra. La película comienza en marzo y termina cuando empieza la guerra.


María Teresa, su protagonista, es ingenua, un poco corta de pensamientos y virgen. Tres características que la hacen tierna presa para que la degluta el rígido y militarizado Colegio Nacional en el que trabajara de preceptora. Hará lo posible para ganarse la admiración del jefe de preceptores, el sinuoso Biasutto. El celo con que trabaja la lleva a esconderse en el baño de varones para descubrir a los que van allí a fumar. Me detengo para no revelar más de la cuenta.


La película es tan controlada y estricta como sus personajes. Es maníacamente detallista y en eso reside su grandeza. Cuánto más se aboca a lo nimio, más resuena el exterior que omite. El ambiente que pormenoriza es siniestro, cruel, deshumanizado como la asfixiante sociedad de la dictadura.


La precisa dirección de Diego Lerman exuda talento por los cuatro costados. No es un mérito menor el rompecabezas de edificios que se vio obligado empalmar para evocar el Colegio Nacional de Buenos Aires porque las autoridades se negaron a cederlo como locación. (Mal, señores directivos, no hacerse cargo de la historia es estimular a que se repita).


Quizá no diga nada nuevo a los que fuimos testigos de ese tiempo nefasto (que los represores son reprimidos, monstruos de careta amable, que lo que se reprime, explota, y que toda institución fue una dictadura en miniatura), pero creo que es útil para los jóvenes para quienes ese momento es historia pasada (o sea tan antigua com el Medioevo). A las pruebas me remito. No escudándome en la índole de la materia que enseño, (soy profesor de inglés), cumplo a rajatabla, porque lo creo importante, con la reflexión sobre los desmanes de la Dictadura en la semana del 24 de marzo. En los cursos de adolescentes, más de una vez me han dicho: Profe, no nos hable de la Junta y los vuelos de la muerte, de eso nos hablan todos, cuéntenos cómo era la vida cotidiana, cómo era ser joven en la Dictadura. Tangencialmente esta película viene a llenar esa inquietud. De ahora en más me servirá para fortalecer el debate entre esa realidad y la que ellos conocen.


Si bien cerca del final es posible prever las acciones de los personajes, los actores hacen que el desenlace sea contundente, porque Lerman cuenta con dos protagonistas de excepción. Osmar Núñez está perfecto en el untuoso Biasutto. Y Julieta Zylberberg, a los 26 años, se consagra como una de las mejores actrices de la Argentina. Su impecable actuación la coloca en el podio de las mejores caracterizaciones del cine nacional, junto a la Marilina de La Raulito, la Goris de Eva Perón o la Manso de Boquitas Pintadas. (Qué difícil va a estar este año dar el Cóndor de Plata a la Mejor Actriz, creo que lo más justo sería un ex aequo entre Erica Rivas de Por tu culpa y la Zylberberg por esta película.


A los coleccionistas de datos les cuento que el vendedor de la disquería es Martín Kohan, el autor de la novela. Lerman se sorprendió de su soltura, cuando se lo confesó, Kohan le contó que de niño había participado en publicidades. Así cualquiera.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 15 de agosto de 2010

Chloe

Chloe es un despropósito. Una de esas películas que al terminar de verlas, uno se pregunta: ¿por qué la hicieron?, o lo que es peor: ¿para qué la vi?


Se trata de una remake de un buen film de Anne Fontaine: Nathalie con Fanny Ardant, Gérard Depardieu y Emmanuelle Béart. Ante una remake que no reformula ni mejora el original, una pregunta se impone: ¿por qué corno se tomaron la molestia? La respuesta que generalmente se da es: porque el público yanqui detesta leer subtítulos. Ahora bien, gastarían la tercera parte que cuesta una remake doblando el original e imponiéndolo con una agresiva campaña publicitaria. Pero, en fin, la mente de los productores es un misterio insondable.


La trama se centra en una esposa despechada (Julianne Moore) que contrata a una prostituta (Amanda Seyfried, la Chloe del título) para que ponga a prueba los límites de la fidelidad de su marido (Liam Neeson). Las insospechables (bah, es una forma de decir) derivaciones de esta situación mutarán el melodrama de celos (intenso) a drama psicológico (leve) que desembocará (¡otra vez!) en thriller con psicópatas.


El egipcio-canadiense (siempre me divirtió que sus nacionalidades remitan a países tan distintos, uno tan soleado y el otro tan nevado) Atom Egoyan es famoso por su erotismo y sus climas hipnóticos y sugerentes. Aquí parece que se autoparodiara. El erotismo le salió estilo soft porno de los setenta (sin las desmesuras gozosas de una de Armando Bo con la Coca Sarli), y la atmósfera resulta tan hipnótica y sugerente como el show de Tinelli (Bueno, Tinelli no será hipnótico ni sugerente, pero sí peligrosamente adictivo, hace como 20 años que muchos no pueden dejar de verlo).


Uno le agradece siempre a Julianne Moore que inunde sus personajes con intensidad emotiva, pero aquí, sin una historia plausible que la contenga, parece una diva de ópera desmelenada y absurda. (Estos triángulos tan raros son más creíbles en francés). Amanda Seyfried, que ensayó todas las variables de la chica buena en ¡Mamma mía!, Querido John y Cartas a Julieta, se calza los tacos de la perversita y se revela como una actriz prometedora. Lo que no quiere decir que redondee el personaje, aunque la chica le pone garra y es un placer ver a alguien en la pantalla con un cuerpo normal con morbideces ante tanta flaca falsa, víctima de dietas abusivas. Y ésta es la película que Liam Neeson rodaba cuando perdió a su esposa en un estúpido accidente de esquí, la querida Natasha Richardson. Mientras la cosa se pone obvia, uno puede jugar al detective emocional y discernir si la escena que le vemos fue antes o después del infausto cercenamiento, eso se nota porque no hay profesionalismo que disimule el dolor de una ausencia inesperada.


No es un bodrio a secas. Es algo mucho más nocivo: un film que nadie necesitaba.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 8 de agosto de 2010

Pájaros volando

Desde hace años, por suerte, pertenezco a los seguidores de Diego Capusotto, secta en expansivo crecimiento. Por suerte, insisto y enfatizo, congenio con su humor. De no ser así, me hubiera perdido la oportunidad de disfrutar del talento de uno de los tipos más creativos de este país. Por suerte, digo, porque al contrario del diálogo con los actores dramáticos, la relación con los cómicos es mucho más visceral. A los actores dramáticos, uno puede odiarlos hasta el desprecio, pero les concederemos, con un mínimo de tolerancia, un resto de ecuanimidad. A los cómicos, uno puede quererlos hasta perdonarles todo, y si no nos causan gracia, pobres, los detestamos como a monigotes ridículos negados a toda redención. Algo así como que las reglas del romance se aplican a nuestra relación con los cómicos: o tenemos química o nada. Las tibiezas de los términos medios no existen.


De ahí a que vayamos a ver las películas de nuestros cómicos favoritos como quien visita a un amigo. Vamos a profundizar la relación, a constituir nuevos recuerdos, a fundar nuevas gracias que no nos cansaremos de repetir sin que fallen la sonrisa o la carcajada.


Pájaros volando es la segunda película de Néstor Montalbano que reúne a Diego Capusotto y Luis Luque. Antes habían hecho la deliciosa Soy tu aventura en la que también participaba Luis Aguilé, figura insoslayable de la infancia televisiva de los que pasamos los cuarenta.


Pájaros volando, que tiene guión de Damián Dreizik, es una de risa, muy efectiva, que rebasa talento cómico. Montalbano se mueve en una zona en la que conviven un costumbrismo exacerbado y un absurdo desequilibrante. Sabe construir logradísimos momentos hilarantes y los cinco para el peso que le faltan quizá tengan que ver con la falta de una orquestación más definida de los 20 minutos finales que lleven su film a la excelencia indiscutible. Este exceso de celo crítico de mi parte no impidió que disfrutara a lo grande cada minuto de la película.


El elenco mezcla a actores (Capusotto, Luque, Dreizik, Vanesa Weinberg, Juan Carlos Mesa, Osqui Guzmán, Verónica Llinás, Alejandra Flechner, Lola Berthet, Atilio Pozzobón, Eduardo Calvo) con no actores (Antonio Cafiero, Víctor Hugo Morales, Miguel Zabaleta, Claudia Puyó, Miguel Cantilo, Adolfo Sánchez, Norberto Verea). De la mayoría de ellos, me fui con una secuencia que me desternilló y que creo que no olvidaré.


Luque es un actor inmenso. De Capusotto, a quien los elogios excesivos lo incomodan, sólo diré que está a la altura de sus antecedentes, lo que es muchísimo. Y a riesgo de ser injusto con Osqui o con Dreizik, me es imposible no destacar en esta crónica a Mesa. Un deleite, mire.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Vincere

Ida Dalser, como la protagonista de un bolero, sólo fue culpable de amar hasta el delirio. Al hombre equivocado. Error que en el bolero y en la vida se paga caro. Ida se deslumbra con un joven Mussolini enardecido, quien todavía milita en el socialismo. Le entregará todo a ese hombre de ojos que echan fuego. Cada milímetro de su cuerpo y todos sus bienes. Malvenderá su negocito para que él pueda editar un periódico. Le dará un hijo. Y él, un poco por conveniencia política y un poco por hijo de puta, la relegará a un trágico destino, que la pobre desandará terca y dignamente, arrastrando a su hijo a horas negras y amargas.


El gran Marco Bellocchio nos da una película magnífica que será difícil olvidar. Operística, visceral, emocionante. Rica en implicancias psicológicas, sociales, políticas, que se inscribe entre lo mejor del cine italiano. Y no sólo el de ahora, el de todos los tiempos.


Se basa en una historia hasta no hace mucho ignorada. Y de las muchas resonancias que despierta el título (vencer es su traducción), me quedo con la que le da la victoria final a la sufrida Ida, rescatada postreramente del silencio, del olvido, del desamor.


Giovanna Mezzogiorno, como la mejor Sophia Loren o la sublime Anna Magnani, no se guarda nada y es pura fidelidad a lo que siente, a lo que le pasa a su personaje, a lo que lo hace ser quién es, lo que lo define: ese amor tan apasionado como ciego. Intentar adjetivar esta actuación es empequeñecer el deslumbramiento que provoca. Tan portentosa es. Además su presencia subyuga. Cuando no está en pantalla, se la extraña.


Filippo Timi pauta primero con exactitud la personalidad del futuro líder fascista, que los noticieros registran como un cartoon desaforado. Después encarnará con sensibilidad al hijo malogrado.


Lo más cercano a una obra maestra que hayamos visto este año.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 1 de agosto de 2010

El origen

Desde el principio de los tiempos, el universo de los sueños ha desvelado a más de un creador. Freud escribió sobre ellos un tratado famoso. Shakespeare y Garcilaso armaron con ellos metáforas irrepetibles. Calderón escribió una de las obras capitales del teatro mundial con una definición como título: La vida es sueño. Y Borges entretuvo al mundo con la ilustración de la idea de que quizá seamos el sueño de alguien.


Demás está decir que la plástica y el cine, por su visualidad eminente, se han aventurado en el mundo onírico incontables veces.


Christopher Nolan se suma a la tradición con un thriller de ciencia ficción, visualmente saludable, pero intelectualmente anémico. Leonardo Di Caprio lidera una banda de especialistas en meterse en los sueños de empresarios para robarles secretos. En la primera misión que vemos, algo sale mal y el contratista (el gran Ken Watanabe) los obliga a ir más allá: quiere que implanten una idea en la mente de alguien.


Nolan, que desde Memento tiene el complejito de ser el más inteligente de la clase, se pone a estratificar varios niveles en su historia, lo que podría ser muy interesante si no resolviera el trámite con persecuciones, tiroteos y explosiones que en el fondo no interesan porque el enigma pasa por otro lado, pero que están puestas para regocijo del deglutidor de maíz inflado. Todo al son de una de las partituras más insoportables, estilo musiquita de juego de computadora, que se recuerden. (Jubilate, Hans Zimmer, ya)


A Nolan le encantan los efectos especiales y tiene talento para la imaginería visual, combinación que fructifica mayormente bien durante los 148 minutos que dura la película. Duración que no se siente demasiado porque el hombre tiene ritmo y sabe contar. Pero le da tantas vueltas al ovillo y los actores están obligados a vociferar tantas explicaciones que uno comienza a sospechar de la supuesta multiplicidad de lecturas y termina comprendiendo que la idea central es elemental y bastante pobretona. Para colmo, Nolan insiste en su tendencia a tomarse a sí mismo muy en serio y el tono dominante es solemne, pedante e “importantoso”. Lo que no quita que entretenga y hasta por momentos seduzca. (En lo personal, disfruté la escena en la que homenajea al Fred Astaire que caminaba por las paredes en Boda real de Stanley Donen)


Di Caprio, quien en la adultez busca sin suerte papeles que le reverdezcan los laureles ganados en su niñez y adolescencia, vuelve a estar lacerado por la culpa como en su film anterior, La isla siniestra de Martin Scorsese. Joseph Gordon-Levitt, Ellen Page, Tom Hardy, Dileep Rao, como los integrantes de la banda, hacen lo posible por pasarla bien. Cillian Murphy, Tom Berenger y Pete Postlethwaite están en la trama de la idea implantada y se ganan el mango con honestidad. Lukas Haas hace un papelito. Ken Watanabe y Michael Caine revisten a sus personajes con algo parecido a una vida. Y la sencillamente maravillosa y apabullante Marion Cotillard, en un personaje que en los términos del cuento no es en rigor un personaje si no una proyección de la mente de Di Caprio, justifica por sí sola la visión de la película. El afiche bien podría resumir así el film: un concepto, acción, efectos especiales, pochoclos y Marion Cotillard.

Un abrazo,
Gustavo Monteros