domingo, 30 de mayo de 2010

Regreso a la mansión Brideshead

Es harto conocido que a los productores no se les cae una idea. Después del éxito de Expiación, deseo y pecado, era esperable que se pusieran a enlistar otras novelas de amores culposos o imposibles nacidos entre guerras y con un desenlace en la segunda guerra mundial. Brideshead revisited, una de las grandes novelas inglesas, llena esos requisitos.


Esta película es un buen ejemplo de lo que se llama cinéma de qualité, término que describe a las superproducciones basadas en novelas célebres u obras de teatro grandiosas que posibilitan la reconstrucción de ambientes de antaño y la presencia de grandes actores vestidos de punta en blanco en papeles jugosos.


Es un buen ejemplo porque exhibe lo mejor y lo peor de los films de este género. Ofrece una cáscara reluciente pero poco contenido. Y eso que en la novela hay sustancia de sobra.


Un joven de clase media Charles Ryder (Matthew Goode), futuro artista plástico, va a Oxford. Allí se deslumbra con Sebastian Flyte (Hayley Atwell), hombrecito disoluto que se comporta como una Marlene Dietrich en un film de Von Sternberg. En lo exterior, en su interior está lejos de la fortaleza de la Venus rubia. Sebastian lo llevará a conocer su casita, la fabulosa mansión Brideshead. Charles se enamorará del caserón y de Julia (Hayley Atwell), la hermana de Sebastian. La cosa no le gustará nada a mamá, Lady Marchmain (Emma Thompson (de regia cabellera blanca y en plan de matriarca impiadosa) y menos a Sebastian, ya para este momento, enamoradísimo de Charles. Tampoco es un atractivo menor para el ateo Charles que todos los habitantes de Brideshead sean católicos. Toda una excentricidad en una clase mayormente protestante. Y en un viajecito a Venecia, Charles conocerá también a Lord Marchmain (el gran Michael Gambon en plan de aristócrata hedonista) y a su amante, Cara (Greta Scacchi, en plan de no me importa verme vieja). Habrá muchas idas y vueltas, con confrontación de prejuicios de clase y dilemas religiosos.


La novela original de Evelyn Waugh es elegante y profunda, toda una proeza literaria ya que esos adjetivos casi nunca van juntos. Esta versión cinematográfica de Julian Jarrold es elegante y superflua. La densidad de los conflictos se ha diluido en vaivenes de telenovela suntuosa. Emma Thompson da una actuación memorable, pero, en un contexto tan vacuo y frío, se parece peligrosamente a una sobreactuación.


Suele rondar por el cable e internet, la versión de la BBC en miniserie de 1981, que convirtió en estrella internacional a Jeremy Irons. Si pueden, véanla. Es mucho mejor que este mamotreto de más de dos horas, tan bello e insustancial como la tan citada bomba de jabón.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 23 de mayo de 2010

El mural

Héctor Olivera siempre contará con mi gratitud y mi afecto, porque es el director de La Patagonia rebelde y No habrá más penas ni olvidos. Últimamente se le ha dado por la recreación de episodios de vida de personas reales. Viene de Ay, Juancito que se centraba en el ascenso, fulgor y muerte de Juan Duarte, el hermano de Eva. Fue un film injustamente ignorado. Entre otras virtudes exhibía un muy buen guión de José Pablo Feinmann (con un diálogo entre Inés Estevez y la Brédice sencillamente antológico). Ahora cuenta la trastienda del mural que el mexicano David Alfaro Siqueiros pintó, con la ayuda de Antonio Berni, Lino Enea Spilimbergo y Juan Carlos Castagnino, más el escenógrafo uruguayo Enrique Lázaro, en el sótano de la quinta de Natalio Botana.


Aparte de los mencionados en el impresionante reparto de celebridades figuran Salvadora Medina Onrubia, la feminista, anarquista y ocultista esposa de Botana, Blanca Luz, la mujer de Siqueiros, Pablo Neruda, Victoria Ocampo y Agustín P. Justo. Más Carlos, el malogrado hijo mayor de Botana, un policía siempre listo para el servicio sexual y una institutriz lesbiana.


Mencionar la sexualidad es relevante porque los entretelones de la pintura implican un novelón erótico de proporciones. Blanca Luz (Peterson) es una chica voraz que no deja títere con cabeza. Inicia una relación con Botana (Machín) y tiene un touch and go con Neruda (Boris). A su vez, la despechada Salvadora (Celentano) se permitirá un ardoroso encuentro con el policía (Palomino). Y Siqueiros (Bruno Bichir) en los descansos de su trabajo se procurará también sus desahogos sexuales.


Se perciben las debilidades habituales de las biografías con reparto de gente famosa. Algunos personajes son sólo un nombre y algunas líneas solemnes y discursivas que los denotan. El que peor parado sale es Neruda. Queda como un baboso cursi. Además el actor que lo encarna da una mala faena y para colmo de males en primer plano se parece a Duhalde.


El mexicano Bichir es seductor y tiene buena voz, pero ofrece un Siqueiros monocorde, clavado siempre en la misma cuerda. Carla Peterson es una buena actriz que aquí sólo a veces está cómoda. Lo mejor, el Botana de Luis Machín y la Salvadora de Ana Celentano.


A las audacias formales y de pintura (una mezcla industrial que posibilitó su supervivencia) del mural, Olivera lo confronta con un fresco nítido de elegancia clásica. Su pertinente uso de la música denuncia la seguridad de los viejos maestros que confían en lo que cuentan y no caen en la berretada yanqui de subrayar todo sonoramente. La dirección de arte de Emilio Basaldúa recrea la época con acierto, y deslumbra el vestuario de Graciela Galán. Elocuente y por desgracia todavía vigente la descripción que Botana hace de la prensa.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Zenitram, hay un argentino que vuela

Zenitram de Luis Barone hace de sus falencias sus mejores virtudes. Y no es un juego de palabras. Basada en un cuento de Juan Sasturain, se centra en el primer superhéroe argentino. Subrayo lo de argentino, porque es muy argentino. Estamos en el 2025. La Argentina padece una tremenda sequía y la reserva de agua ha sido diezmada por empresas extranjeras. Rubén Martínez, un basurero, pierde su trabajo porque en su recorrido se roban las bolsas de basura. En el baño de una estación de trenes, un hombre extraño le dice que si se agarra las partes pudendas y dice su nombre al revés, le sobrevendrán súper poderes. Del resto poco puede contarse sin arruinar las sorpresas.


El primer problema es el guión. Parece estar pensado a lo grande, con una gran producción en mente. Obtuvieron una buena producción, pero no una “grande”, lo que hace que haya varios puntos suspensivos que, si bien se completan, no tienen la contundencia de un desarrollo articulado.


Los actores son otro problema. Algunos están muy bien (Minujín, Fanego, Luque), otros parecen entender la propuesta, pero necesitarían mayor ensayo (Mollá), otros parecen haber sido elegidos por su rostro o su contextura y dan idea de los personajes, pero no los corporizan del todo.


Al salir del cine, me encontré con un amigo que me preguntó qué me había parecido, lo sorprendí contestándole que era un film “querible”. Es que es el adjetivo que mejor lo define. Las intenciones son nítidas, aunque no estén logradas. Presenta desde el delirio un reflejo claro de la argentinidad que es imposible no reconocer y apreciar. Por desgracia somos eso. Pero el relato no nos invita a flagelarnos, sino a tomar distancia y sonreír. La voluntad de cambio también puede venir de la sonrisa y no necesariamente de la elucubración filosa.


No está atada con alambre, está hecha con la dignidad de la creatividad a la que apelamos cuando nos fallan los recursos. Los efectos especiales lucen apropiados y prolijos, aunque algunas escenas tiene la premura de las filmaciones con tomas limitadas. Pero una banda sonora generosa cubre con talento muchos baches de planificación y montaje.


Juan Minujín (el protagonista de Un año sin amor) se divierte a lo grande como el héroe boludón, y la dirección de arte, que recrea lo que sus ejecutores llamaron un “gótico justicialista”, luce espléndida. Y es un hallazgo el uso de un famosísimo tema de Gardel en una escena clave.


No será una muy buena película, pero logra hacerse querer precisamente por eso, por sus cortedades, por no ser irreprochable.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 16 de mayo de 2010

El escritor oculto

Los que nos hemos aquerenciado más de una vez de una butaca de cine, tenemos nuestra película favorita de Roman Polanski. En una rápida encuesta que hice con los amigos y colegas que me fui encontrando, obtuve estas respuestas. Alguno optó por El bebé de Rosemary, otro por La danza de los vampiros, una por Tess, otra prefirió su etapa pre Hollywood no pudiendo decidirse por Cul-de-sac o Repulsión, un hermano prefirió El pianista, y hasta hubo alguien, quien para espanto de otro amigo, eligió Perversa luna de miel. La mía es Chinatown. Sea como fuere, el polémico Polanski viene ahora a poner a prueba nuestra elección con El escritor oculto.


Es una película en la que uno no sabe qué admirar primero o más, si la maestría de la dirección, la esplendidez del elenco, la astucia de la historia, la precisión del guión o las exquisiteces técnicas de la fotografía, la dirección de arte, la música, etc.


Ewan McGregor (impecable) es un escritor fantasma (un negro en la jerga del mercado local), un autor de biografías de celebridades en primera persona, que desaparece en el momento de la publicación para que el famoso en cuestión finja haber escrito una autobiografía. Le piden que complete las memorias de Adam Lang (Pierce Brosnan, perfecto, parece haber nacido para el papel), un ex primer ministro inglés caído en desgracia. Su predecesor ha muerto, no se sabe si por accidente o suicidio. El libro lo mató, dice alguien. La cosa pinta mal, pero por suerte para la gloria del cine, el escritor se mete y ya que está en el baile, baila.


Estamos de buena racha quienes gustamos paladear un buen policial, thriller o enigma. Primero, la espléndida La isla siniestra; después, la magnífica Carancho y ahora la gloriosa El escritor oculto.


Permítanse una siesta reparadora, péguense un baño reconfortante, pónganse la ropa de domingo, perfúmense rico, prepárense para una fiesta de la inteligencia y disfruten el banquete. Es unos de esos deleites irrepetibles que se dan muy de vez en cuando.


En cuanto a mí, el tiempo dirá si me terca fidelidad permanece con Chinatown o si mi preferencia cambia por esta maravilla.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 9 de mayo de 2010

Carancho

Cinco motivos para ver Carancho


Primero. Porque es cine argentino del mejor. En lo personal, una buena película nacional me satisface doblemente ya que tiene paisajes e interiores que reconozco, personajes en los que me veo, una forma de hablar que me es familiar y una cultura que me refleja. Y cuando veo una excelente película como ésta, ni les cuento. Se me hincha el pecho con un orgullo que debe ser lo que se llama patriotismo. Me siento honrado de ser de un país que produce artistas de esta estatura. En una tierra en el que cipayismo es ley, y en la que hay que luchar para desembarazarse de un complejo de inferioridad que desde siempre nos lleva a oler a lavanda cualquier pedo extranjero, cuesta enorgullecerse de nuestros creadores. Pero ya es hora de sacudirse prejuicios y aceptar que el talento es talento y si es nuestro, cuánto mejor.


Segundo. Pablo Trapero. Con seis películas (Mundo grúa, El bonaerense, Familia rodante, Nacido y criado, Leonera y ésta), ha construido una trayectoria de una coherencia encomiable, de una creatividad inclaudicable y ha redondeado un estilo intransferible que sólo puede describirse con su apellido. El estilo Trapero. Si no le tuviera miedo a las palabras, le endilgaría el trato que le corresponde, el de maestro. (Perdón, más allá de mi entusiasmo anterior, aún me cuesta sacarme preconceptos que me fueron impuestos desde que tengo uso de razón.)


Tercero. Martina Gusman. Una magnífica actriz cinematográfica a la que la cámara ama. Y ella le retribuye tanto amor, entregándolo todo, no guardándose nada. Tiene un talento innato, una astucia, una intuición que la hace saber que no sólo se trata de confiar en la fotogenia o en la actuación sensible. Para brillar en el cine, hay que proyectar una personalidad, una manera única de enfrentar la cámara, eso que hace que Audrey Herpburn sea Audrey. La Gusman lo sabe y obra en consecuencia.


Cuarto. Ricardo Darín. Por mal que le pese a su modestia, para abarcar su trabajo hay que caer en los superlativos. No es sólo uno de los mejores actores argentinos, es uno de los mejores actores del mundo. Qué raro decir esto de un actor que uno vio nacer como un galán canchero y poco más. Pero lo vimos crecer, comprometerse con su oficio hasta llegar a ser este actor luminoso que hace cosas dificilísimas con la naturalidad de quien se peina. Un grande.


Quinto. La película en sí. Un policial negro hecho y derecho. Uno de esos en el que sus protagonistas por personalidad, por trabajo forjan un destino que los empuja a estrellarse. Ya se sabe, el azar en el policial negro favorece y desfavorece caprichosamente, pero a la larga la impiedad se impone. Trapero se acerca al policial negro clásico sin dejar jamás de ser Trapero (sobre todo en el trasfondo social, nítido, corpóreo, nunca discurseado, en el que sus historias se inscriben; se podrían escribir gruesos tratados sobre las resonancias de su dibujo social.) Y por si fuera poco, los últimos 10 minutos son de una contundencia narrativa maravillosa. Una secuencia inolvidable.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 2 de mayo de 2010

Todas las vidas, mi vida

A algunos hombres les basta con esbozar algún mérito para ser encumbrados como genios. Dicha injusticia se corrige tarde o temprano porque no pueden mantener su posición en dicha categoría mucho tiempo. Ahora ha llegado el momento de corregir la falaz imprecisión con que críticos apresuradamente deslumbrados calificaron a Charlie Kaufman. Dista tanto de la genialidad como de la medianía, es apenas un hombre de indiscutible talento, sólo eso.

Despertó una más que auspiciosa reacción con el guión de ¿Quieres ser John Malkovich?, una historia que nadie comprendió del todo y que, para no quedar como tarados, muchos se apuraron a decir que era astuta e inteligente. Sí, pero en el fondo ¿qué corno quería contar? De Human nature mucho no me acuerdo, pero fue muy bueno su guión para el debut como director de George Clooney: Confesiones de una mente peligrosa.

Le siguió su guión para El ladrón de orquídeas en el que echó mano al truco más viejo del manual del guionista. ¿Qué hacer ante un libro infilmable? Poner en escena un guionista que no sabe cómo adaptar un libro y hablar de lo infilmable desde su peripecia. Los críticos fingieron desconocer la obviedad del recurso y calificaron a su treta como innovadora y revolucionaria. Por favor, seamos serios.

Vino entonces su trabajo impecable, irreprochable, magnífico. Su guión para Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, film que posibilitó la mejor actuación dramática hasta la fecha del impar Jim Carrey, perdidamente enamorado de una terrena Kate Winslet de pelo imposible. Una maravilla.

Pero la estatura de un genio se mide más por los yerros que por los logros. Decimos que Bergman, Visconti o Fellini, por ejemplo, son genios porque hasta sus films más imperfectos y menores son valiosos y recompensan. Y si medimos la estatura de Charlie Kaufman con Synecdoche, New York, descubrimos que su mito es insustentable. Debuta como director con este bodrio indigerible. Quizá le convenga seguir como guionista y confrontar su escritura con un director.

Su puesta en escena es pedestre, ramplona, carente de imaginación y creatividad. Sus ideas dominantes (la teoría del otro y el argumento de que todo artista cuenta una única historia a lo largo de su vida) han sido tratadas cientos de veces con resultados más encomiables. El tono es deprimente, es como si este aprendiz de genio, subido equivocadamente al Olimpo de los grandes guionistas hubiera descubierto de repente que, no obstante toda su gloria, morirá algún día como cualquier otro perejil. Y no nos deslumbra con un opus luminoso como Cuando huye el día con la reciente adquirida noción de su mortalidad, sino que nos tortura durante 124 larguísimos e insoportables minutos.

Un director de teatro (Philip Seymour Hoffman), ególatra y pedante como pocos, es abandonado, con razón, por su mujer (Catherine Keener) y su hija (Sadie Goldstein). Al tiempito gana una beca que le permite montar donde quiera y durante el tiempo que sea un proyecto teatral. Se embarca en el montaje de su vida, de allí el título. Sinécdoque es un tropo literario en el cual una parte de algo es utilizada para representar el todo. De allí también el aclaratorio título en castellano (Todas las vidas, mi vida), su vida vendría a representar todas las vidas. El único encanto que tiene el trámite es poner a Samantha Morton y a Emily Watson en el mismo personaje. Estas dos notables actrices inglesas puestas una al lado de la otra, si no hermanas, lucen al menos como primas cercanas.

Cuesta creer que en este film haya diálogos y situaciones que salieran de la misma computadora del hombre que escribió Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Y parece también increíble que con tantas películas valiosas que van a parar directamente a DVD, este engendro irredimible llegue a los cines. Más que un bodrio hecho y derecho, es un SÚPER BODRIO, es un MÁXIMO BODRIO, es EL REY DE LOS BODRIOS.
Un abrazo,
Gustavo Monteros