domingo, 14 de marzo de 2010

La isla siniestra

"Quien ama el cine, ama la vida" René Clair

Martin Scorsese es el director norteamericano al que el adjetivo genial no le queda grande. El hombre padece de una creatividad crónica, indómita y tangible. Sufre también de una cinefilia incurable. Y, para beneficio de todos, ama la vida a través del cine.


Como todo genio, firma obras desparejas, que no están exentas de errores, pero llega siempre a límites insospechados para el resto de los mortales. Cada paso que da, lo aleja de los demás y los nuevos caminos que descubre son transitados después por los cineastas menores que nunca lo alcanzan para pisarle el poncho.


No lo arredran los géneros. Su cinefilia le ha enseñado que la grandeza no se mide por las minucias mezquinas de considerar a un thriller, por ejemplo, como a un hijo bastardo del Cine con mayúsculas.


Los thrillers (Cabo de miedo, Los infiltrados o éste) le evitan caer en la tentación de cambiar de caballo en mitad del cruce del río. Sí, su creatividad suele jugarle malas pasadas. Sobre todo cuando lo ataca en mitad de un rodaje y comienza a apartarse del plan inicial para terminar cayendo en el pantano de las ideas confusas, poliformes y galimáticas. Eso le pasó con Pandillas de Nueva York, una película suya que odio frenéticamente, porque cometió con ella el máximo pecado que puede cometer un cineasta: aburrir. Pandillas arranca como una protohistoria de las mafias y en la mitad gira y comienza a coquetear con la idea que maneja Borges en su cuento El muerto. Y claro, no es ni chicha ni limonada. Además, la razonable falta de paciencia de los productores lo llevó a incluir detalles bochornosos como las mutantes heridas de DiCaprio, quien es lastimado una vez pero cuyas heridas cambian misteriosamente de lugar en cada nueva escena. Se parece al chiste de Mel Brooks de la giba movible en El joven Frankenstein o al lunar que no puede quedarse quieto en la cara del villano de Las locas, locas aventuras de Robin Hood. De todos modos el film pasará a la historia como el último filmado en Cinecittá con auténticos extras. Sí, todas las personas que se ven en las escenas multitudinarias son reales y no duplicaciones hechas por computadoras.


Hasta Pandillas, yo había sido su acólito ferviente. Pandillas casi le pone fin a mi devoción. Las dos películas que le siguieron encausaron nuestra relación, pero ya nada parecía ser igual. De El aviador me enojó su adhesión a la simplista creencia yanqui que las complejidades de una vida pueden cifrarse en un vulgar trauma de infancia. Los infiltrados me gustaron mucho, pero no me deslumbraron. Y cuando todo parecía que se desenvolvería por los carriles del respeto y del fulgor pasado, vuelve a enamorarme como la primera vez. Lo cual se agradece enormemente porque venía de la depresión y el desengaño que me había provocado el SÚPER BODRIO de Synecdoche. Ya desesperaba y juraba dedicarme sólo a rever clásicos de antaño. Claro que seguiré reviendo clásicos, pero La isla siniestra me devolvió la fe en el cine contemporáneo.


Poco puede decirse sin dar muchas pistas. Sólo diré que transcurre en los cincuenta y que dos funcionarios de la ley llegan a una isla escarpada y de difícil acceso donde funciona un instituto psiquiátrico de locos peligrosos para investigar la desaparición de una interna. Lo que sigue es una película maravillosa que puede ser amada u odiada por los mismos motivos. Por su puesta en escena operística, exacerbada, desbordada por momentos, pero siempre grandiosa; por la sabiduría con que se manejan los diferentes niveles de la historia, por su montaje sonoro y visual ejemplares, por la descarnada crudeza de las escenas finales.


Me da gracia la cautela con la que se manejaron algunos críticos que dijeron que no está entre sus mejores películas. Seamos sinceros, con el hombre que hizo El toro salvaje, cualquier proyecto que emprenda será sospechado de ser menor. Creo que esta Isla es de una maestría imperecedera, el tiempo dirá si tengo razón.


Se basa en una novela de Dennis Lehane, un novelista de suerte. A su Río Místico lo llevó al cine el gran Clint Eastwood. Con Gone baby gone/Desapareció una noche, sorprendentemente Ben Affleck hizo un peliculón. Y ahora nada menos que Scorsese versiona cinematográficamente su Shutter Island.


Se demoró su estreno en los Estados Unidos y perdió la oportunidad de ser considerada para los Óscars, Berlín la recibió fríamente. Todo hacía prever que sería otro film maldito, pero el público yanqui, en general bastante zonzo, la convirtió milagrosamente en un éxito. Es la que más recaudó del ciclo Scorsese/Di Caprio. Después de tantos fuegos de artificios con la pavada del 3D, no es de extrañar que el público quedara con hambre de cine, de buen cine a secas.


Un viaje por la desesperación, la culpa y la paranoia absolutamente fascinante. Imperdible.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

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