domingo, 17 de enero de 2010

Sherlock Holmes

Leía por ahí que, si se lo analiza bien, contrariamente a lo que se cree, Sherlock Holmes no es un personaje con una caracterización sólida y rotunda, sino un individuo ficcional con una colección de rasgos. Si se sigue este razonamiento, ¿qué hace que Sherlock sea Holmes? Ser pagadísimo de sí mismo, tocar el violín, ser un maestro del disfraz, poseer una observación aguda, tratar a todo el mundo, en especial al Dr. Watson, con una condescendencia feroz y propender a la megalomanía, la depresión, la droga, el poco aseo personal.


Se sostiene entonces que, si estos elementos están presentes, tendremos a Holmes. De allí que los numerosos actores que lo interpretaron en otras tantas películas y obras de teatro, sólo tenían en común estas características. Su espíritu variaba según el actor y el director. En oposición a, por ejemplo, el detective belga creado por Agatha Christie, Hercule Poirot, que exige una interpretación unívoca de sus manías para ser corporizado cabalmente.


La contribución más notoria que hace Guy Ritchie a la tradición del personaje es transformarlo en un super héroe de acción. No es que en el pasado no haya pegado un par de trompadas para neutralizar a algún malo, pero ahora no tiene nada que envidiarle a Bruce Willis. Sigue tan arrogante como siempre, pero esta vez nuestra simpatía está con él. Antaño Sherlock despertaba nuestra admiración, respeto o comprensión pero nuestro cariño estaba puesto en el Dr. Watson. Ahora si el famoso detective mete la pata, le importa, como con el chiste del carruaje y el policía. Por primera vez, Watson comparte la empatía que despierta con Holmes. Ritchie también extrema la cuerda del homoerotismo. No se hagan cruces, todo es simbólico, entre ellos todo sigue tan casto como siempre, pero esta vez claramente parecen una pareja mal avenida en la forma y bien avenida en lo esencial. Se coquetean, se celan, se tiran ingeniosidades. Son lo más parecido a Cary Grant y Rosalind Russell en His girl Friday que se haya visto en años. Sherlock sigue siendo el chico más listo de la cuadra, pero ahora Watson no le va a la zaga en malicia e intencionalidad. Más que tocar el violín, ahora lo rasca. Es como el equivalente para el detective de la pelotita de goma que al apretarse, distiende y ayuda a concentrarse. De la droga ni se habla, no es necesario. La presencia de Robert Downey Jr. lo dice todo. El actor trae consigo la mística de su turbulento pasado de drogas. Y sus poderes de observación acentúan más lo fantasioso que lo lógico.


El maridaje de Guy Ritchie y Hollywood ha probado ser muy conveniente para ambos. Ritchie pone sus juegos de acelerar o desacelerar sus fotogramas al máximo, la precisión quirúrgica del montaje sonoro, el gusto por ser cool y Hollywood le brinda toda la potencia de su parafernalia técnica. Gracias a Dios no se les dio por la pavada del 3D, pero le dan a la digitalización con alma y vida. Lo irónico de la digitalización es que cuanto más avanza, más se parece a los telones pintados que se usaban en los montajes teatrales a fines del siglo XIX.


La historia ronda por las misteriosas sectas milenarias estilo Dan Brown, pero la anécdota es secundaria. Importan más los personajes y los jueguitos de la puesta en escena que los vericuetos del argumento. El archienemigo de toda la vida, Moriarty, aparece en las sombras y preanuncia la continuación, que será bienvenida, porque esta presentación les abre un buen crédito.


Robert Downey Jr y Jude Law se divierten y contagian. El gran Eddie Marsan es el torpe Lestrade y Mark Strong, de sugestiva caripela, es el malo de turno. Rachel McAdams y Kelly Reilly son las bellas de la velada. En lo personal me quedo con la morocha McAdams.


Un retorno que no será la mar de glorioso, pero que si es muy gozoso.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

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