viernes, 15 de enero de 2010

La joven Victoria

Desde los tiempos de Shakespeare (y quizá antes si incluimos la tragedia griega) el público sintió debilidad por las historias de las testas coronadas. Era una posibilidad de espiar la intimidad de los poderosos y de disfrutar del pageantry (la pompa, el boato, el esplendor del lujo). (Sí, antiguamente las obras con reyes eran como el equivalente de la comedia musical tradicional, mucha gente, mucho vestuario, mucho cambio de escenografía, el sinónimo del gran espectáculo).

El cine recurrió a los reyes con el mismo propósito y el público respondió con igual morbo. Se generó prácticamente un subgénero: el drama histórico regio. Se trata de melodramas que endiosan más que denostan a algún miembro del club real.

La joven Victoria de Jean-Marc Vallée cumple con todos los requisitos del subgénero. La infancia triste de la niña poderosa encerrada en su jaula de oro, las intrigas palaciegas, la costosa ascensión al trono, el enamoramiento del príncipe azul, y dificultades varias para poner un punto final en algún momento más o menos feliz. Todo para que nos convenzamos de que nuestra suerte no es tan mala si se la compara con el sufrimiento de los poderosos (algo así como Los reyes también lloran).

Es una buena película, pero su principal mérito, la mesura, es también su trampa. Estos films caen generalmente en dos categorías, que podríamos llamar: la del ad libitim; la libertad de mandar la precisión histórica por el inodoro y armar un drama romántico y desmesurado (como en Elizabeth (1998) y Elizabeth: The Golden Age (2007) de Shekhar Kapur) y la del de profundis o sea ahondar en el período histórico para ver qué verdad reveladora puede desentrañar (como en Nicholas and Alexandra (1971) de Franklin J. Schaffner o la bellísima miniserie The Lost Prince (2003) de Stephen Poliakoff).

Hasta dónde puedo recordar de lo aprendido en Historia de Inglaterra en la facultad, Jean-Marc Vallée se atiene fielmente a los hechos, pero a su exposición correcta y bienintencionada le falta pasión. Lo que no quita que su película se siga con atención y entretenga todo el tiempo.

El elenco, integrado en su mayoría por actores ingleses, es impecable. En las academias de arte dramático inglesas debe de haber una materia que se llame Aristocracia, Nobleza o Realeza, porque los actores “respiran” los conflictos de los hombres de encumbrada prosapia como si fueran de sangre azulísima y nacido en cunas de oro, cosa que doy fe que no es así por haber espiado en sus biografías.

Pero quien más contribuye al espectáculo es Emily Blunt como Victoria. Se merecía el gran protagónico en cine que ya había disfrutado en televisión y teatro. Más que nada recordada como la primera asistenta de Meryl Streep en El diablo viste a la moda, la Blunt vuelve hipnótica a Victoria. Es hermosa, intensa, misteriosa y una gran actriz, a pesar de su juventud. Y… el talento es el talento. Hay una escena de “sueño” en la que Emily mira a la cámara, o sea nos mira a nosotros, y entramos en una perturbadora y seductora intimidad con ella. Un momento inolvidable.

A la regordeta y feucha Victoria de la vida real le hubiera encantado tener la silueta y la cara de la Blunt. No en vano, el cine es un paraíso de la fantasía.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

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