sábado, 19 de septiembre de 2009

Julie & Julia

Nora Ephron, talentosa directora y guionista, desde Tienes un e-mail (1998), busca desesperada un proyecto que la devuelva a los dorados tiempos de Sintonía de amor (Sleepless in Seatle, 1993). No es para menos después de las sonadas patinadas de Lucky numbers (2000) y Hechizada (2005).


Procura esta vez hacer una película basándose en dos libros. Una biografía de Julia Childs (una Doña Petrona yanqui) por un lado y el libro que nació del blog de Julie Powell, por el otro. Le queda una especie de El Padrino II culinario, sólo que aquí no hay un apogeo y una caída sino dos apoteosis. Dos mujeres separadas por circunstancias y épocas distintas reafirmarán su lugar en el mundo a través del amor a la cocina francesa.

Julia (Meryl Streep) casada con un diplomático (Stanley Tucci) recalará en el París de posguerra, se abocará a aprender a cocinar y no parará hasta armar un manual que enseñe a dominar el arte de la cocina francesa.

Julie (Amy Adams), atrapada en un trabajo odioso, contará en un blog la experiencia de hacer todas las recetas del libro de Julia en un año.

No es una película floja o mediocre, pero dista de ser lograda. Como en Tienes un e-mail, más allá de los encantos que se muestran, en algún momento el trámite se hace un poco largo y el interés decae. Quizá el problema sea que Nora Ephron es una intelectual que hace comedias y se siente bajo el peso de no hacer la vista gorda al entorno en el que se desarrollan sus historias. Nunca hace subrayados, más bien trabaja acumulando indicios y si uno se abstrae un segundo del cuento de hadas en primer plano se ve el trasfondo de capitalismo decadente, exitista, hueco que nada ha hecho para que las personas vivan un poco mejor. Y dado que los protagonistas de sus películas son fracasados glamorosos que hallan su final feliz, sería aconsejable que Nora hiciera fluir sus historias y dejara que trabajen por implicancia. Creo que así ganarían en contundencia y se alejarían de los intelectualismos de té con masas. Porque si Vidas privadas de Nöel Coward aun hoy se sigue representando no es por su deliciosa frivolidad sino porque dice lo mismo que algunas obras de Strindberg (que el matrimonio es una prisión inexpugnable) en un desvergonzado tono de comedia. Una comedia que pide disculpas es tan absurda como una prostituta melindrosa.

Pero el as bajo la manga que Ephron siempre tiene es su habilidad para elegir y dirigir actores. No en vano Tom Hanks y Meg Ryan le deben la consolidación de sus carreras.

Amy Adams, que viene de padecer el gorgóneo personaje de Meryl Streep en La duda, vuelve a compartir el protagónico con Streep sin cruzarse con ella en ninguna escena. Le toca la historia menos atractiva, pero le basta con aparecer para que toda nuestra simpatía esté con ella.

Meryl Streep continúa con su racha de grandes éxitos y grandes papeles. No creo que sea casual que le lluevan los buenos personajes. Resolvió sus neurosis equilibradamente. Ya no pelea por el título de la Mejor Actriz De Su Generación. Hace rato que ganó por apabullante knock out. Ni tampoco la desvela ya estar a la altura de su leyenda. Ahora se entrega por entera a celebrar el don que Dios le dio y da actuaciones gozosas que contagian alegría. Ella sí que ya no pide disculpas por ser inmensa y paradójicamente disfruta de su talento con naturalidad y humildad. Verla es un placer.

Stanley Tucci, que trabajara frente a Streep en El diablo viste a la moda, es un partener de primera. Sabe que actuar es contar una historia en equipo y ante el impar histrionismo de Streep ofrece sutileza y contención. Su grandeza reside en crear contraste. Sólo el título de la vieja película de Trinity y Bambino los define con justeza: Juntos son dinamita.

Chris Messina arma un personaje que supera al típico galán y se ganó la lisonja de una de las espectadoras a la función que asistí: Yo quiero un marido así.

Para verla sin hambre, muestran platos exquisitos que hacen agua la boca.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 12 de septiembre de 2009

Mentiras piadosas

Viernes 11 de septiembre de 2009

Me decidí a último momento. Como siempre fui caminando. Apreté el paso porque creí que llegaba tarde. Era en el San Martín a las 21:05. Subí y me encontré con un grupo de unas 8 personas que rodeaban al control de sala, otras 6 personas estaban sentadas en los duros asientos del hall. Pensé que todos esperaban para ver otra película y como ya era la hora, me acerqué y le entregué mi entrada al control. Tenés que esperar, me dijo, van a entrar todos juntos. Está el director y les va a hablar. Ése es, y me señaló con la quijada a un flaco no muy alto, de pelo negro y anteojos, parado en medio del hall. Vestía unos jeans grises de diseñador con muchos cierres y bolsillos, unas zapatillas bonitas y modernas, grises también y un pullover azul claro con una especie de charreteras de cuerina, parecido al que usan los policías, eso sí el cuello era distinto, volcado y con unos botoncitos. Disculpame, me dijo el control y le presentó al director una parejita que acababa de subir. Según pude oír eran periodistas del diario. Eran jóvenes y no los conocía. Me fui a sentar en los duros asientos al lado de dos amigas con problemas sentimentales, una de ellas se estaba hartando del novio y no sabía si largarlo ahora o más adelante. El director y los periodistas se acercaron a donde estábamos y pude oír que hablaban de mandarse mails para intercambiar información. El control de sala, un flaco joven, alto y desgarbado que no parecía cómodo con su cuerpo, como un adolescente que pegó un estirón de golpe, comenzó a ponerse nervioso. Desde un teléfono interno, el proyectorista lo apuraba, la función se estaba atrasando demasiado. Pero como no le quedaba otro remedio, esperó a que la conversación entre el director y los periodistas terminara. Entramos finalmente. Era en la Sala 4, la del fondo del pasillo a la derecha. Nos sentamos todos en tres filas continuas, si nos iban a hablar, al menos que nos pescaran a todos juntos. El control tan incómodo con su rol de maestro de ceremonias como con su cuerpo, entró rápido, se paró adelante y dijo: Buenas noches, el director les va a presentar la película, aplaudan. Y con un gesto torpe, que hacía que toda nuestra simpatía estuviera con él, le pidió al director que se acercara. Y después, mientras el director hablaba, se puso a sacarle fotos con una camarita digital, y como no se animó a sacarnos una foto de frente, se fue hacia atrás y desde allí nos fotografió. Aunque no lo pareciera, el director no podía tener más suerte con un presentador: nada estimula más la solidaridad, la consideración y la atención que ver a alguien exigirse en funciones sociales para las que no está preparado. El control podría ser tímido y sin mucha calle, pero ponía mucha voluntad y lo emocionaba de verdad conocer a un director. De estar más despiertos, alguno de nosotros debería haberse ofrecido a sacarle una foto con el director.


El director, después de saludarnos y agradecernos que hubiéramos venido, nos contó que la película era una coproducción entre una pequeña productora de Argentina y otra más pequeña de España, que contó con el apoyo de San Luis cine; que era una versión libre de La salud de los enfermos de Julio Cortázar que está en su libro Todos los fuegos el fuego, con la interpolación de otros cuentos, también de Cortázar; que fue un proyecto de 9 años; que era su ópera prima y que su único antecedente era un corto; que la presentaba solo porque los actores estaban haciendo teatro; que uno de los protagonistas era Claudio Tolcachir, que había dirigido Agosto, la obra con Norma Aleandro y Mercedes Morán; que Marilu Marini trabajaba generalmente en Francia y que ahora estaba haciendo teatro en la Argentina; que le gusta mucho Torre Nilsson y que agradecía la participación de Lydia Lamaison, que había sido la madre de La caída; que la semana próxima la presentaba en el Lincoln Center de Nueva York; que nos daba una primicia: que hoy había sido invitado al Festival de Bombay; que cada vez que la veía descubría que podría haber hecho las cosas mejor, pero que le decían que eso era normal; que esperaba que la disfrutáramos y que no se podía quedar a verla con nosotros porque tenía que presentarla en otro lado.


Nuestra predisposición no podía ser mejor. El director era un hombre sencillo, sincero, agradable. Andaba solo, sin esos molestos séquitos, como un hombre con una misión. Iba de cine en cine procurando ganar espectadores. Hacía crecer su seguridad mencionando nombres famosos y los logros obtenidos como las invitaciones a festivales. Hasta ahora, todo más que bien.


La película es buena. Gracias a Dios no tiene el vicio habitual de las óperas primas. (Los directores nóveles quieren demostrar que han visto la mitad de la cinematografía mundial y llenan de citas inútiles filmes que incluso están en otro registro; además por las dudas no hagan otras, nos apabullan con todas las gracias que pueden haber absorbido.) Está bien contada, los actores están muy bien y en muchas escenas revela un verdadero talento. Los aspectos técnicos tienen el cuidado, el fervor y el amor de las producciones sin mucha plata. Recrea el estilo de las películas de la época en que transcurre la acción, fines de los 50 y los primeros 60, y desnuda un profundo afecto no sólo por el cine de Torre Nilsson sino también por el de Antín. La habrían favorecido algunos flashbacks menos y el pero mayor es que aún no ha aprendido a comprometer emocionalmente a los espectadores, esa sutil diferencia entre preocuparse menos por expresarse y preocuparse más por quienes completaremos su visión.


Para despedirse repitió el viejo lema del music hall, que como tantas cosas debe venir de los griegos pero que sin duda está en Shakespeare. Cuando uno no tiene medios, lo más difícil es encontrar público. En el final de un espectáculo, yo lo reformulaba así: “Si les gustó, recomiéndenselo a sus amigos; si no les gustó, recomiéndenselo a sus enemigos, pero por favor, recomiéndenselo a alguien.” Su versión era menos irónica, después de contarnos que los cines deciden los lunes según la cantidad de espectadores congregados si una película sigue en cartel, nos dijo: “Si les gusta, hagan correr la voz e insistan para que vengan en el fin de semana; si no les gusta, guarden el secreto.” Como me gustó, aquí estoy escribiendo estas líneas a las apuradas. Su nombre es Diego Sabanés y su próxima película cuenta conmigo como espectador seguro.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

lunes, 7 de septiembre de 2009

Bastardos sin gloria

Como los grandes directores, Quentin Tarantino es un cinéfilo militante. Eso sí, su cinefilia es muy democrática. Abarca de las formas más excelsas a las más bajas, aunque su corazón se inclina más hacia los géneros abyectos y bastardos.


Después de disfrutar las mieles del éxito, ver su testa coronada de laureles y disfrutar el asedio de las reinas de la belleza, todo gracias a su sensacional Kill Bill, se estroló contra el piso con Death Proof, la segunda parte de su proyecto Grindhouse, homenaje al cine berreta de terror de los programas dobles de los cines de cruce (como el viejo, querido y glorioso Belgrano). Dicho proyecto lo compartía con Robert Rodríguez, cuya primera parte, Planet Terror, fue también un gran bodrio.


Fiel a sí mismo, en vez de refugiarse en formas más clásicas como las que practicara en Jackie Brown, que despiertan siempre el unánime beneplácito crítico, duplicó la apuesta de sus excentricidades y entregó una película cuanto menos desconcertante.


Como ante cada estreno de un film de Tarantino se navegaron ríos de tinta, se caminaron kilómetros de papel y se necesitaron eternidades de horas para remontar cada influencia y escalar cada logro. Los pobres pelafustanes como yo, que gustan leer sobre cine, quedamos sepultados por la avalancha de datos. (Pasa algo parecido con los estrenos de Almodóvar.) A lo que voy es que es casi imposible llegar más o menos virgen a un film de Tarantino. Tanta información chamusca la sorpresa.


Yo a mi vez no los fatigaré con erudiciones y sapiencias y procuraré desempolvarme las influencias recibidas.


Como siempre la narración es fragmentaria, hay en este caso cinco capítulos. (Tarantino más que un bordador de tapices, es un joyero que engarza perlas y arma collares deslumbrantes.) Hay diálogos ingeniosos y caprichosos, más artificiosos y rebuscados en este caso porque al tratarse de un film de época, los personajes no pueden discurrir sobre hamburguesas o las canciones de Madonna. Su regusto por la hiperviolencia está presente, aunque en menor medida de lo que podía esperarse. Y es su película con la mayor cantidad de referencias cinéfilas, si esto es posible en un director que hace de las citas y guiños su marca de fábrica. Es larga y se le nota. Es despareja y la menos orgánica de todas sus películas.


No me adentraré demasiado en el argumento, muy mentado en las críticas nacionales e internacionales, lo que arruina la expectativa. Por lo que sigue, sólo diré que un grupo de judíos furibundos más una bellas de armas tomar, después de darle a los nazis una sopa de su propio chocolate, ganan literalmente la segunda guerra volando incluso al mismísimo Hitler.


Ideológicamente plantea un dilema que es imprescindible resolver. ¿Estamos ante un disparate fenomenal o ante la seria elaboración de una metáfora del arte como reparación justiciera de la historia? La mayoría de los críticos optó por la variante de la metáfora (construida con nociones harto inflamables y polémicas) y firmaron sesudas interpretaciones alabando o denostando la instauración de semejante atrevimiento. Unos pocos, a los que adhiero, la consideran una broma colosal, tan nociva o influyente como una historieta desmadrada de la vieja revista El Tony. El tiempo dirá cuál de los dos grupos tuvo razón. (En lo personal digo que no sé si será por pertenecer a un país en el que las Nazarenas Vélez hacen cualquier cosa por los dos minutos de fama, pero me cuesta darle entidad a tamaña concatenación de disparates. Creo que Tarantino sólo se aseguró de volver a ser el eje de la polémica. Y como el payaso genial que es, lo logró.)


Al igual que toda película de un cinéfilo, los rubros técnicos son de primerísimo nivel. La banda sonora, como la de Moulin Rouge! mezcla libremente canciones de diferentes períodos. El reparto incluye actores de distintas extracciones, experiencias y talentos. Va desde el inolvidable villano del austriaco Christoph Waltz, pasando por un irreconocible Rod Taylor como Churchill, los atendibles Michael Fassbender y Daniel Brühl, dos mujeres bellas y talentosas, Diane Kruger y Mélanie Laurent, hasta otros que fueron elegidos por la cara o por ser amigos del director como Eli Roth. Y Brad Pitt, claro. Sorpresivamente, este prototípico muñeco lindo de madera balsa da su mejor actuación y alienta la esperanza de que, después de todo, quizá haya un actor detrás de su celebrada y anodina donosura.


Creo que más allá de los reparos que puedan hacérsele, esta ucronía merece verse. Aunque más no sea porque hay un par de escenas que de tan bien resueltas, rozan la genialidad indiscutida.

Un abrazo,
Gustavo Monteros