viernes, 31 de julio de 2009

Enemigos públicos

Hollywood no puede prescindir de los gangsters, los nazis y los vampiros. No sólo por las historias que pueden generar, sino por una cuestión estética. Circunscriptos en tiempos y lugares determinados, ofrecen la oportunidad de llenar cada centímetro de la pantalla con juegos visuales glamorosos. Porque más allá de la detestable raíz ética que los hermana (que puede despertar mórbidas fascinaciones), el otro elemento común que los une es la elegancia. Y el mundo del espectáculo, hambriento siempre de “charme” no puede perderse la oportunidad de proyectar figuras masculinas empaquetadas en vestuarios vistosos, y rodeadas de ámbitos seductores.


Y aquí están otra vez los trajes y los abrigos holgados de corte impecable, los sombreros, las metralletas, los autos grandes, cuadrados, cómodos, y la escenografía art decó.


Todo se centra alrededor de los 14 meses de fama de John Dillinger, un asalta bancos de la Depresión del ’30, que supo mantener en vilo a la sociedad de su época. El ciudadano medio le tuvo simpatía. En un punto no era para menos. Imagínense que durante el “corralito” hubiera surgido un bandido que robara bancos, no lo hubiéramos detestado precisamente.


Como en toda película de Michael Mann, hay un intento de equilibrio entre los dos lados del conflicto. El agente Purvis (Christian Bale) será tan relevante para la trama como John Dillinger (Johnny Depp). (Como en Heat en que el policía Pacino tenía su dialoguito con el forajido DeNiro, aquí rejas mediante Depp y Bale tendrán su charlita.)


La película cumple con todo lo que se espera de ella, hay glamour, tiroteos estupendamente filmados, excelentes actuaciones, preciosismos formales y hasta algunos lujos que se apartan de la torpeza general del cine pochoclero: Mann confía en su puesta en escena y no apabulla con la banda sonora (la escena de la segunda fuga de la cárcel es toda una bendición).


Pero el film falla en lo esencial: un punto de vista rector, una idea central que enhebre todos los hilos y lo cohesione. No hay una reflexión sobre los caprichos del destino como en Érase una vez en América, ni un retrato de una sociedad cerrada como metáfora de una realidad mayor como en El Padrino, ni la glorificación de vidas tan alocadas como libres como en Bonnie and Clyde, ni siquiera el retrato de una personalidad compleja como en Bugsy. Parece más bien un telefilm de lujo que cuenta el apogeo y caída de un maleante. (Pasó lo mismo con American gangster de Ridley Scott.)


Y causa extrañeza lo que se le pide a Johnny Depp (quizá porque por una imposición comercial que contradijera la idea primigenia o por haberse pasado de vuelta con el análisis, no tengan en claro su personaje). Depp es uno de los pocos actores que no le teme a las caracterizaciones, es más, ha erigido su carrera metamorfoseándose, perdiéndose en maquillajes bizarros y vestuarios extravagantes para corporizar personajes únicos. Aquí sólo se le pide que proyecte su perfil de estrella, que sea sólo “cool”, apenas un poco más que un galán de telenovela. Y así, si bien su personaje tiene matices, reacciona pasivamente a lo que sucede antes que proponer una personalidad definida. Hay además una contradicción fragrante, se dice todo el tiempo que su personaje es muy inteligente, pero las cosas que hace no son muy inteligentes. Y después de más de dos horas que pasan volando, así de entretenida es, uno se queda con que Dillinger es Johnny Depp con sombrero y un par de tics.


Christian Bale está muy bien, pero tiene que aflojar con su tendencia a hablar con una voz pasada de testosterona, ya comienza a cansar. Billy Crudup (J. Edgar Hoover) ratifica que el teatro hace bien, después de algunos años en Broadway regresa al cine más afiatado, pleno de recursos y con un bienvenido histrionismo. Giovanni Ribisi (Alvin Karpis) hace uso y abuso de su particular rostro, no es para menos, es un regalo de los dioses que hay que explotar. Todos los demás (James Russo, Stephen Dorff, Stephen Lang, Lili Taylor, etc.) muy bien 10, felicitados.


Pero la estrella de la velada es la francesa Marion Cotillard (ganadora del Óscar por su conmovedora Piaf en La vie en rose). Se supone que sólo es la bella de la película, pero se pone a bordar su personaje y entrega una mujer tironeada entre la esperanza y el miedo. Una maestra, la franchuta.


A pesar de sus limitaciones, merece verse. Es el ejemplo perfecto de lo mejor que puede hoy ofrecer Hollywood, un gran espectáculo (adulto esta vez para variar), pero en el fondo leve e insustancial.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 24 de julio de 2009

Confidencialmente tuya

De todos los grandes maestros del cine, François Truffaut siempre fue el más cercano. Al menos para mí. Era brillante sin ser pedante. Era genial y no lo pregonaba con un séquito de chupamedias. Además me perdonó. Bueno, él no personalmente, pero hizo una película Los 400 golpes que me enseñó a perdonarme un pecadito de infancia.


Como ya conté, pasé mi infancia en Catamarca. Vivíamos en San Isidro, a 9 kilómetros de la ciudad capital, San Fernando del Valle de Catamarca. San Isidro tenía una plaza central adonde daban la iglesia, la escuela Normal de Maestros Gobernador José Cubas, el club, la estafeta postal, dos copetines, la panadería, la carnicería y el cine. (En realidad en San Isidro había dos cines, porque los domingos abría el cine de Berón, pero ese cine “fantasma” era tan especial que merece una crónica por sí mismo.)


Del que quiero hablar hoy es del cine oficial, el cine del cura. Llamado así porque era un cine parroquial que quedaba al lado de la iglesia. Era un gran salón rectangular, con sillas durísimas de madera, un par de ventiladores y una pantalla amarillenta que siempre fue vieja. La puerta de entrada tenía dos hojas, que abrían para afuera y era allí donde se colocaban los afiches. La boletería era diminuta con una escalerita que llevaba al proyector. Al lado de la pantalla, a la izquierda, había una puerta que daba a un patio trasero donde había un par de baños raquíticos. Entre los baños, un piletón con pedazos de jabón blanco para lavarse las manos. También junto a la pantalla, pero sobre la pared de la derecha, una gran puerta que daba a la iglesia.


Había funciones nada más que los viernes, sábados y domingos. El viernes, sólo función noche, que empezaba a las 20:30. Los sábados y los domingos, una matiné con un programa para niños y la función nocturna. Sólo dos programas por fin de semana, las dos películas de la matiné y las dos de la noche. Un adepto irredento al cine como yo tenía la oportunidad de acrecentar su experiencia cinematográfica con cuatro películas por fin de semana.


Era lo que se llamaba un cine de cruce, es decir jamás daba un estreno, para eso estaban los cines de la ciudad. Daban antiquísimas películas de Hollywood, clase A, B y C. Y mucho Disney reciclado. Todo estrictamente acto para todo público. Si no les quedaba otro remedio, daban en la función nocturna, algún film inconveniente para menores, y la chatita con los altoparlantes que anunciaba los programas pasaba dos veces, no sea cosa que a alguien no le quedara claro. Nada tan prohibido como una de la Coca Sarli. No, apenas con una insignificancia que sólo notaría una afiebrada mente mojigata. Un beso de más, una mano sugerente o un fundido a negro que inequívocamente proclamaba que los personajes hacían el amor. (Desde los treinta hasta los sesenta, todo el mundo hacía el amor en los fundidos a negro.) Que el cine del cura diera un film inconveniente no despertaba el morbo de nadie, ni traía más público. Ya todos sabían que se trataba del desmedido exceso de celo de la censura eclesiástica, que siempre fue medio estúpida y miope. Era más interesante ver lo que se les “pasaba” que lo que “notaban”.


Para los niños había un sistema de vales. A la salida del catecismo y de misa, nos daban un vale. Cuando juntábamos cinco, podíamos entrar gratis a la matiné. Los que podíamos pagar la entrada, regalábamos las vales a los que no podían y así nadie se quedaba afuera. Eran muy estrictos, cinco vales o nada. Recuerdo que una vez, un compañerito de la escuela había juntado sólo cuatro y no lo dejaban pasar. Habíamos salido del catecismo que era los sábados y para que lo dejaran entrar, yo tuve que jurar que no faltaría a misa el día siguiente y que con mi vale completaría los cinco. Cumplí y a la salida de misa, el cura me dijo: A vos no te toca el vale, porque ya lo usamos ayer.


Frente a la boletería, colgaban los afiches de las películas que darían más adelante. En esa época yo perdía la cabeza por Hayley Mills, una niña actriz dulce y pecosa que actuaba en films de la Disney como Pollyanna, Operación Cupidos, Los hijos del Capitán Grant, etc. Una vez en esa cartelera pusieron fotos de una película suya; Mientras sopla el viento. Mientras pujábamos por entrar a la matiné, yo me tenté y me robé una foto. Era invierno, la puse entre la camisa y el pullover y durante toda la función procuré que no se me arruinara. Llegué a casa feliz y la oculté en los diccionarios que sólo yo usaba. Durante tres días fue mi tesoro.


Al miércoles siguiente, mientras yo hacía los deberes, cayó de visita Don Vera, el Jefe de la Acción Católica, quien era también el administrador del cine. Habló largo rato en el comedor con mi tía Martina, mi tutora, porque mis padres estaban en La Plata. La tía entró en la pieza, me acarició la cabeza y me dijo: Necesito la foto. Yo creí que me moría de vergüenza. No lloré, pero me puse pálido. Sin decir una palabra, fui hacia los diccionarios, miré por última vez a Hayley Mills y Alan Bates y le entregué la foto. Me senté en la cama y me puse a mirar el patio por la ventana. Quería que se desatara un temblor y que me tragara la tierra. O que no, pero un temblor al menos haría que pasara a un segundo plano el robo. Después de un temblor, sólo se hablaba del temblor. Al rato volvió la tía, se sentó a mi lado, me abrazó y me dijo: El “Bragueta Santa” te la cambia por ésta, y me dio una estúpida foto de Sammy, la foca loca. Intenté explicarme, decirle algo, pero no pude. Ella me dio un beso y me dijo: Deje m’hijo, los chupacirios son así. Era devota, pero como vivía en el pecado por compartir la cama de su supuesto “pensionista”, se vengaba de las lenguas santurronas poniéndoles motes. A Don Vera le había tocado el de “Bragueta Santa”.


Al viernes siguiente, no quise ir al cine del cura. (Me dejaban ir a la función nocturna, por que esperaba que cerrara el cine y me venía caminando con Don Vera, que vivía más allá, en Villa Dolores.) Yo te acompaño, dijo la tía, y fuimos. Compró un paquete de Rumba y vimos Artistas y modelos y La última vez que vi París. Con la boca llena de sabor a cacao y almendras de las galletitas, sentí que Don Vera desde la cabinita de proyección ahora también a mí me señalaba, éramos “la concubina” y “el ladrón.” Nunca más me volví caminando con Don Vera. Le pedí a la tía que me dejara venir solo, que casi todos los que iban a la función venían para este lado, que eran dos cuadras nada más, que qué me iba a pasar. Ella me dejó. De todos modos, durante dos años me sentí observado, estigmatizado por Don Vera. Verlo me hacía sentir sucio, yo había robado, no para comer, que podría estar bien, sino por placer, por egoísmo, para hacer daño. Él lo sabía y quién sabe a cuántos más se los había contado. Era otra afrenta que achacarle a la “Niña Martina” y no se la iban a perder. Suponía que todos los de la parroquia lo sabían y que se llenaban de santa indignación. A la tía Martina (después de quedar plantada prácticamente en el altar y haberse recuperado de las anfetaminas para adelgazar, el famoso Diminex) lo que comentaran le importaba un bledo, pero a mí sí. Viví amenazado por los fuegos del infierno hasta que François Truffaut llegó a mi vida.


Los jueves, la Embajada Francesa organizaba un ciclo de películas en el cine Ideal de la ciudad. Fui de casualidad, porque teníamos que ir al zapatero y la tía me dijo: Si querés andá al cine mientras yo visito a mis primas. Acepté encantado. Daban Los 400 golpes. En un momento determinado, el chico protagonista roba una foto de un cine. El cine está cerrado, bloquea el hall una puerta plegable de metal. El chico ata una ganzúa a un palo, acerca una gran cartelera con rueditas, mete la mano por entre un rombo de la cortina y se roba una foto. Y para mí fue la alegría, la revelación, el fin de la culpa. Robar la foto de una película no era una monstruosidad, era el ímpetu infantil de coleccionar algo, el deseo de prolongar en un recuerdo tangible lo que nos había deslumbrado. No estaba solo. Si era un monstruo, era un monstruo como Truffaut. Un nuevo amigo que provocaba alegría hasta con su nombre, porque hacía cosquillas cuando se lo pronunciaba: fransuá trufó.


Confidencialmente tuya es un policial en blanco y negro en clave de comedia. Un homenaje más a su ídolo de toda la vida Alfred Hitchcock (escribió dos libros esenciales sobre él, uno con el análisis de sus películas y otro con las entrevistas que se dio el gusto de hacerle). Al dueño de una inmobiliaria (Trintignant) lo acusan del asesinato de su mujer y del amante de su mujer. Su secretaria (Ardant) con la que se lleva muy mal y que lo ama en secreto lo ayudará a demostrar su inocencia. Es una reformulación pícara y alambicada de Cuéntame tu vida de Hitchcock con Fanny Ardant como una especie de Ingrid Bergman y Jean Louis Trintignant como un improbable Gregory Peck. (Hasta le hace un guiño al fetichismo y al voyeurismo de Hitchcock cuando Ardant camina ante la claraboya. )



El destino determinaría que Confidencialmente tuya fuera la última película de Truffaut. A poco de su estreno le diagnosticaron la enfermedad que en pocos meses se lo llevaría. Es difícil saber si intuyo que sería su despedida, nada hay de melancólico en ella. Sobrevuela todo el tiempo un espíritu burlón. Frívola por momentos, en otros, profunda y reveladora. Exuda alegría y la celebración del gozo de vivir. Como si dijera que la vida es una broma de Dios que en algún momento entenderemos, compartiremos y celebraremos. Consolidaba lo iniciado en su film anterior, La mujer de la próxima puerta: catapultaba a su mujer (Ardant) al estrellato. Ésa quizá sea la clave del film: es un acto de amor.


Ella recibió la noticia de su muerte mientras actuaba en Les enragés. Resolvió seguir filmando para extrañeza de todos. Yo creo que había un acuerdo entre ellos, que él quería que no interrumpiera por algo tan banal como su muerte lo que había amado tanto. Ya habría tiempo de llorar. Además en los últimos momentos, ya no era él, era otro.


Un amigo es un amigo para siempre. Y nunca se van, dejan lo que fueron, lo que compartimos, los recovecos del cariño. Los artistas tienen además una ventaja, dejan una obra concreta detrás. Y uno puede seguir dialogando con ellos a través de los siglos, ¿acaso no seguimos hablando con Flaubert, Jane Austen o José Mármol? No me duró mucho tiempo la tristeza de que se fuera. ¿Cómo podría si hasta pronunciar su nombre me despertaba una sonrisa? fransuá trufó. Nos dejaba sus películas. Vigentes y hermosas como todo clásico. Divertidas, zumbonas, profundas. Siempre dialogo con sus películas y no sólo por que me haya perdonado.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Europa, Europa (el canal 35 en mi cable) da Confidencialmente tuya el domingo 26 a las 12:10 y a las 18:10 y el viernes 31 a las 10:00 y a las 16:00.

viernes, 17 de julio de 2009

Donde las águilas se atreven

Hace unos años, no muchos, fui a visitar a una amiga. Me atendió con los ojos rojos. Le pregunté si le pasaba algo. Sonrió y me dijo que acababa de ver una película. Me contó que se trataba de un film con Anthony Lapaglia, El jardín de la redención. Como yo aún no lo había visto, me refirió brevemente el argumento y concluí que era bueno. No, me dijo, es repedorro. Pero te emocionó, insistí. Sí, contestó, pero tuve que hacer un poco de fuerza, viste como es el cine últimamente, si no ponés algo de tu parte, no pasa nada. Preparó mate y hablamos de nuestras cosas. Pero lo que dijo me dejó pensando.


Es verdad, hoy en día a las películas “industriales”, “comerciales”, uno las tiene que completar. No nos terminan de convencer a menos que uno haga un esfuerzo consciente de que les creemos, de que no vemos las hilachas de hilo chanchero con las que están atadas. Están tan torpemente contadas, que en algún momento, uno elige creerles para no sentirse muy estúpido, para no tener la horrible sensación de que estamos perdiendo el tiempo con algo que no vale la pena, que no es del todo malo, pero que es muy mediocre.


Pero el cine industrial no siempre fue así. Hubo una época en que los ejecutivos se formaban en el cine y lo amaban. No eran egresados de universidades cínicas donde se aprende que todo el cine puede reducirse a fórmulas, que A más B siempre da C. Se les enseña a vender y da lo mismo una película, un antiácido o un candidato político. Piensan en términos de producto, no de narración. A esta gente no le interesa contar historias si no vender pochochos. Los viejos ejecutivos sabían que vendían entretenimiento en forma de historias, eran conscientes de que una buena historia bien contada se vendía bien, y que podría transformarse en inolvidable y mejorar el negocio volviéndonos pendientes de la nueva historia que propusieran. Los nuevos ejecutivos si no odian al cine, al menos lo desprecian. Equiparan un film a un jabón o a un paquete de papas fritas. Para ellos una película es algo que se olvida y se desecha una vez consumido, como una cáscara o un envoltorio vacío. Como el envase de pochochos que a ellos tanto les interesa.


Antes las películas no eran multitarget, o sea, por ejemplo, un policial con interés romántico, interludios cómicos y con una subtrama alrededor de un ídolo teen, para interesar al hombre medio heterosexual y/o homosexual y/o bisexual y/o metrosexual, a la mujer romántica de edad amplia, al adolescente calentón y al niño proclive a la comicidad obvia. El resultado es algo que cualquier cocinero sabe, si uno pone tantas cosas en la olla, lo que sale sólo puede ir a la basura. Pero, claro, después de tanta plata invertida, no importa cuán grande sea el bodrio, se lo vende igual, se le pone más publicidad y sale con fritas.


Bruce Willis y Colin Farell todavía procuran saber a qué género pertenece En defensa del honor. Sandra Bullock (la más castigada por el multitarget) aún se pregunta de qué iban La red, Corazones en conflicto, o Fuerzas de la naturaleza. Halle Berry y Sharon Stone todavía se entrevistan con videntes para saber de que se trataba Catwoman.


No siempre fue así, antes las películas pertenecían a un género determinado. Puro. Eran de amor, de acción, de guerra, de cowboys, policiales, cómicas, dramas o musicales. Y no era que los viejos ejecutivos de los estudios fueran mejores personas que los actuales. No, con las pieles de actores, directores y guionistas estaban tapizadas sus oficinas. Pero cuando elegían una historia, querían contarla lo mejor posible. Y si era un western era un western, en medio del rodaje no querían transformarlo en drama sociológico porque el estudio de al lado ganó un premio con Crash, o en un drama de travestis porque Las aventuras de Priscilla estaba haciendo plata.


De aquella época hermosa, en que uno iba al cine sabiendo qué iba a ver, pertenece Donde las águilas se atreven. Es de guerra, guerra. El tagline o slogan del afiche denunciaba claramente sus intenciones: “Un fin de semana, el mayor Smith y el teniente Schaffer y una hermosa rubia llamada Mary decidieron ganar la Segunda Guerra Mundial. Deben hacer lo que ningún ejército puede hacer, ir adonde ningún ejército puede ir. Tienen que penetrar El Castillo de las Águilas, centro neurálgico de la Gestapo y VOLARLO”. Eso ofrecían y era eso lo que daban. Ni más ni menos. Una aventura apasionante para comerse las uñas o estar más en el borde de la butaca que apoyado contra el respaldo. Caían, claro, en todos los trucos lícitos del género. (Los protagonistas tenían, por ejemplo, una puntería certera, y los otros erraban más que acertaban.) Y en esta película para acrecentar más el suspenso, hay un traidor entre ellos. ¿Quién? Eso generaba inesperadas vueltas de tuerca, no estúpidas y gratuitas como las que plantean los argumentos ahora, sino lógicas y coherentes. Cumplían a rajatabla el mandamiento del viejo Hitchcock: al público hay que engañarlo honestamente. Debo confesar que vi esta película varias veces, pero consciente o inconscientemente olvido quien es el traidor, y así siempre lo disfruto como si fuera la primera vez.


Supongo que ya es obvio que la recomiendo calurosamente. Dura 158 minutos que se pasan volando. Es electrizante. Y es una fiesta verlo interactuar a Richard Burton con Clint Eastwood. Estrellas de cine de la vieja escuela sabían que ante todo debían proyectar sus fuertes personalidades viriles, que las actuaciones y sus sutilezas venían después. Al ser dueños de físicos, edades y temperamentos muy disímiles, el contraste era enriquecedor. Eastwood, aunque había estudiado actuación, se había formado en el set trabajando sin descanso, su escuela era la mejor, la de la experiencia continua. Burton venía del teatro, su trabajo, ligeramente aparatoso, tenía el misterio del dominio de la palabra y de los silencios, una mirada o una pausa contaban más el conflicto que las réplicas. Ojalá la den subtitulada porque Burton tenía una bellísima voz de barítono que moldeaba las palabras como esculturas. (Aunque con el doblaje él tuvo suerte, el actor centroamericano que lo doblaba siempre también tenía una hermosa voz). La rubia mencionada en el afiche era Mary Ure, una bella y talentosa actriz de triste destino. Fue la primera Alison de Recordando con ira. Tuvo matrimonios desastrosos con John Osborne (quien la retrata con insólito desprecio en sus memorias: Casi un caballero) y Robert Shaw (cuyo tremendo ego la hizo relegar su carrera). Murió de una sobredosis accidental de alcohol y barbitúricos a los 42 años.


La da TCM (el canal 38 en mi cable) el martes 21 a las 23:45. Duerman la siesta, preparen un termo de café y trasnochen, vale la pena. O programen la videocasetera y grábenla. Palabra de amigo, no se arrepentirán.


Una de las cosas que odio de ir al cine hoy es que entro y siento que estoy en territorio enemigo. Venden pochoclo y gaseosas, como en los cines yanquis que aparecían en las películas de la infancia. No es que odie los pochoclos, todo lo contrario. Pero eran el “mimo” de la visita a la abuela o la “gracia” de papá y mamá los fines de semana que llovía, la alternativa “light” a las ricas y pesadas tortas fritas, nunca se correspondían con la ida al cine. Ya sé que se impusieron en nuestros cines por culpa de la transculturización, la globalización y la desidia a defender nuestras costumbres. Yo, por rebeldía zonza e inútil, no compro pochoclos ni aunque me muera de hambre, ni bajo amenaza de revolver. Cambio con beneplácito la linda y desangelada joven que ofrece los pochoclos y la coca cola por el viejo caramelero, un poco encorvado, de eterna casaca color té con leche, que proclamaba agresivamente: “¡Maní con chocolate, caramelo, bombón helado!” Ésos son los gustos del cine, o al menos de “mi” cine. Esta película es ideal para verla comiendo maní con chocolate Arcor, caramelos Media Hora o bombón helado Noel. Lo que es, uno ya no lo puede cambiar, pero al menos uno puede no olvidar que hubo una vez un mundo que no era el reino del desencanto si no el de la promesa, que al menos desde la pantalla siempre te cumplían.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 11 de julio de 2009

Guía del viajero intergaláctico

Llegué a la Guía del viajero intergaláctico como a otras cosas buenas de la vida, de pura casualidad. No tenía ni idea que se basaba en el primer libro de una saga de culto entre los aficionados al humor paródico y la ciencia ficción. Douglas Adams es su autor.

Los ingleses tienen una larga tradición en la sátira. Los viajes de Gulliver no eran otra cosa. Bah, no sólo en la sátira, en el humor en general. No en vano se habla del British humour. Si logró una trascendencia que no alcanzaron, por ejemplo, el humor polaco o el islandés, que sin duda deben saber reírse de sí mismos como cualquiera que se precie, es por haber tocado una tecla personalísima que los identifica. Alguien muy politizado me diría: Sí, hicieron conocer su humor porque alguna vez fueron imperio, y así como nos dejaron su idioma como la lingua franca internacional, nos impusieron también su particular visión del humor. Quizá. Pero el humor, como el amor, tiene razones que el intelecto desconoce. Córdoba no fue imperio y es tan democrática como Jujuy, pero conocemos el humor cordobés y no el jujeño.

Sea cual sea la razón por la cual un tipo de humor prevalece, la cuestión con Guía del viajero intergaláctico es que es una sátira que se burla de costumbres muy inglesas y de otras que por desgracia son muy universales. Entre las primeras, está la manía de los almanaques con datos, las enciclopedias y las guías de viaje (según parece los ingleses perecen por la recolección de datos y especulaciones inútiles). Entre las universales figuran la burocracia, la irresponsabilidad de los gobernantes y las irresoluciones del amor. Es una desternillante sucesión de disparates.

Supe que durante años se planeó llevarla al cine. Muchos directores de renombre barajaron el proyecto. Se consideraba infilmable por la estructura del libro (antes de ser una novela, fue un guión para la radio). Aquí recurrieron a un narrador delirante que ilustra teorías acompañadas de dibujitos animados o da información esencial para la trama.

Martin Freeman es el atribulado protagonista al que el argumento lo agarra en piyamas, bata y con una toalla. (No cambien de canal hasta el último crédito final, porque después de los primeros títulos está insertada una alocada explicación del por qué de la toalla.) Mos Def (que se luciera como el prisionero al que debe acompañar Bruce Willis en 16 cuadras) es el amigo extraterrestre que lo salva cuando el planeta se destruye y el que lo acompaña en el periplo por el universo. Mos Def tiene un perfil personalísimo, deberían acuñar monedas con él. Sam Rockwell es el frívolo y narcisista presidente de la galaxia. Zooey Deschanel es la bella damita joven, valiente e intrépida. John Malkovich regala su cara más siniestra en un par de escenas. Bill Nighy es un arquitecto inefable en una escena hermosa y espectacular. Helen Mirren, Stephen Fry y Alan Rickman prestan sus inimitables voces.

En lo personal, me mataron el robot depresivo, la computadora de la nave maníacamente entusiasta y las puertas que suspiran. También me hicieron brotar la carcajada unas cuantas cosas más que no develo para no arruinarles la sorpresa.

Como es de público conocimiento, todos lloramos con lo mismo (hay gente que no se repone del hecho que Disney haya matado a la madre de Bambi), pero no todos nos reímos de lo mismo. Si no le hacen asco al humor delirante, no se la pierdan. Es divertidísima.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

Guía del viajero intergaláctico se exhibe por el canal ISAT (el 27 en mi cable) y va el sábado 18 a las 22hs, el domingo 26 a las 19:45hs, y el lunes 27 a las 15hs.

Addendum
En la crónica de No habrá más penas ni olvido, lamentaba que Miguel Ángel Solá ya no trabajara entre nosotros y que extrañaba su arte. Si les pasa lo mismo, les cuento que podemos mitigar un poco su ausencia. A partir del lunes, de lunes a jueves a las 22hs Canal 7 dará Bruno Sierra, el rostro de la ley, multipremiada miniserie de la televisión española, protagonizada por Solá. Si se pierden algún capítulo o si son ansiosos, les cuento que se la puede ver completa en Internet en esta página (aquí aparece con el título con el que se la conoció en España: Desaparecida)

http://www.rtve.es/television/desaparecida/

viernes, 10 de julio de 2009

Juegos, trampas y dos armas humeantes

Si tuviera coraje subtitularía a esta crónica como ¿Y si hablamos de la gripe porcina? Pero tengo miedo de que todo el mundo deje de leer de inmediato, me mande al diablo y proceda a “erase” este escrito de inmediato.


En el país de la torpeza y la desazón, ante una pandemia, no se puede sino sentir estupefacción y desconfianza. ¿Cuáles son las cifras verdaderas? ¿Debieron postergarse las elecciones? ¿Debieron suspender antes las clases? ¿Es posible creerle al ministro de salud provincial cuyo antecedente más notorio fue representar laboratorios en noticieros? ¡Casi un visitador médico mediático! ¿Es posible creerle al ministro de salud nacional cuyo antecedente más notorio fue reducir el índice de mortalidad infantil manipulando los números? ¿Manejará las cifras de la gripe el Indec? Los medios son corruptos y prostibularios, son empresas privadas que atienden las necesidades económico-financieras de los conglomerados a los que pertenecen. La verdad y el servicio público les importa cuatro carajos, sólo les interesa vender y si lo que vende es la confusión y el pánico, eso es lo que venderán. (Ya lo dijo el querido Castello: “contribuyendo a la desinformación general.”)


La semana pasada fue caótica, en la calle veíamos que la pandemia estaba instalada, pero medios y gobernantes sólo atendían los resultados de la elección. La ciudad de Rosario tomó medidas drásticas, sin consultar a nadie cerró escuelas, espacios públicos y salas de espectáculos. ¿Qué haría el resto del país? En las escuelas, al menos, esperábamos que tomaran medidas o que no las tomaran, pero que hablaran claro. El lunes había renunciado la anterior ministra de salud que, en total sintonía con el cargo, era licenciada en arte. Se reunió un comité de crisis, que por supuesto no resolvió nada. El martes se habló de adelantar las vacaciones escolares, primero dijeron que comenzarían el lunes 6, después que no, que el miércoles 8. Medicina en La Plata, el martes a la tarde, decidió cerrar y mandar al frente a las autoridades nacionales y provinciales. Dijeron: como no deciden nada y la enfermedad está diseminada, nosotros cerramos. El miércoles dimos clases normalmente, bah con los pocos que estaban sanos o no tenían parientes enfermos. El miércoles a la tarde, en una vergonzosa conferencia de prensa (que evidenció falencias graves tanto en los funcionarios como en los periodistas), los ministros de educación anunciaban el cierre de escuelas desde el jueves. (El de la provincia es particularmente impresentable. Es titular de una cartera pública, pero sostiene que la educación privada es mejor para el país, es más, tiene trabajos publicados en los que abiertamente propone la eventual abolición de la educación universitaria pública y veladamente la limitación y erradicación de la educación pública en los niveles inferiores. Que alguien que defiende esas ideas llegue a ser ministro público, no una vez sino dos veces, es algo que excede a mi alocada imaginación.)


El jueves me quedé en casa y me informé por los medios. Debajo de un aparente disfraz de moderación, no hacían más que incentivar el pánico. El viernes tampoco asomé mi nariz a la calle. Me sentía como en la escena de Los 10 mandamientos, en que hay que pintar las puertas con sangre de cordero, porque si no el Ángel de la Muerte matará a los primogénitos. Ese día según los medios, la psicosis colectiva llegó a su punto más alto, que el barbijo, que el alcohol en gel, que el tamiflú. Algunos porteños desesperados cruzaron el río para comprar tamiflú en Uruguay porque en las farmacias locales no se conseguía. El sábado, el tiempo estaba primaveral y como debía aprovisionarme de vituallas, salí. Grande fue mi sorpresa cuando vi que todo el mundo hacía vida habitual. Los supermercados estaban llenos, los bares tenían gente y había muchísimos niños en los locales de juegos y en las casitas de fiestas. ¿Cómo, no era que había que limitar la vida social al mínimo? ¿Me habían mentido otra vez los medios con sus imágenes apocalípticas de desolación y miedo? (En este país, creer la imagen de la realidad que dan los medios y no ver la realidad por la ventana o en la calle es el camino más rápido de ser colonizado y estupidizado por la derecha “empresarial”) ¿O acaso se había llegado ya al límite del terror, pasado el cual ya nada importa? ¿O los padres hartos después de dos días con los niños en la casa, se tomaban un recreo sin importarles la consecuencias?


Ayer decidieron cerrar los teatros por 10 días, y aunque los fundamentos sonaban nobles (el cuidado de la salud pública, etc.) la realidad era otra. Cierran porque no va nadie y si los actores se quedan en la casa no hay que pagarles. (Antes los empresarios teatrales habían pedido al gobierno que los cerraran por resolución del ejecutivo, para poder después hacerle juicio al estado por lucro cesante. No lo consiguieron y no les quedó más remedio que cerrarlos por acuerdo entre ellos. En este país, los empresarios, teatrales y de otro tipo, no son trigo limpio.) Aún no cierran los cines, pero las multinacionales suspendieron los estrenos importantes. De modo que por un tiempo, hablemos del cine que se puede ver en el cable o que se puede bajar de internet. Estemos o no con moquillo, se impone un descanso de la desinformación de la gripe porcina o como dice la retrógrada conductora de TV, que otrora fuera estrella de cine: la grippe (pronúnciese en francés) A. (Desde que volvió a triunfar la derecha, está desatada y más fundamentalista que la Escuela de Chicago.)


Guy Ritchie, antes de casarse con Madonna (y convertirse en Mr. Madonna), ya era un director de cine reconocido. Su debut en el largometraje con Juegos, trampas y dos armas humeantes lo colocó en el mapa como una ráfaga de aire fresco. Venía a reformular el policial. De Tarantino tomó el gusto por los encuadres originales, los cambios de velocidad en el ritmo narrativo, el esquema de la historieta y el uso desprejuiciado de la banda sonora. ¿Qué los distinguía? Tarantino hace uso y abuso de cuánto subgénero se le pone adelante y estiliza el diálogo hasta volverlo original y personalísimo. Ritchie en cambio se apoya en la tradición teatral inglesa de la “farce”, (género que aquí denominamos vodevil) y no se aparta del submundo delictivo londinense al que retrata en su idiosincrásica manera de hablar y vestir.


Ayer volví a ver Juegos, trampas y dos armas humeantes. Sigue siendo muy divertida, pero ya no sorprende como cuando se estrenó. Es que la vanguardia estilística dura cada vez menos. La televisión y la publicidad vampirizan rápido cualquier cosa que parezca novedosa. Vuelven antiguo de inmediato lo que ayer asombraba. Los procesos se aceleran, pero siempre fue así. La vanguardia de ayer es la cultura de masas de hoy.


A pesar de eso, esta comedia policial sigue siendo muy recomendable. Cuatro amigos subvencionan a uno de ellos para que juegue en una pesada partida de poker. Perderá porque le hacen trampa, y todos deberán hacerse cargo de la deuda. Lo que sigue es una concatenación delirante de hechos muy graciosos. La pobladísima galería de personajes evidencia que el film se produce en una cultura en la que reinó alguna vez Charles Dickens, tan ricos y característicos son. Sting, al contrario de Madonna, se mueve en el cine como pez en el agua. Aquí hace de padre del amigo jugador. Como en todos los films en los que participó, está delicioso.


(Escrito el martes 7, aclaro porque la realidad se ha vuelto loca y cada día trae nuevos delirios. San Martín dijo que para los hombres de coraje se hicieron las empresas, sí, pero ni para estos gobernantes ni para estos medios se han hecho las pandemias.)


Juegos, trampas y dos armas humeantes se exhibe en el canal AXN (es el número 33 en mi cable) y va el jueves 16 a las 23, el viernes 17 a las 3 de la mañana (ideal para los insomnes) y a las 13hs y el sábado 18 a las 15:30hs. Si no la vieron, agéndenla, vale la pena.
Un abrazo,

Gustavo Monteros

viernes, 3 de julio de 2009

Crimen en el Expreso de Oriente

Crimen en el Expreso de Oriente es una de mis películas favoritas, no porque sea buena, que lo es, sino por el momento de mi vida al que me remite.

Una película no es sólo una película (las emociones que nos despierta, los sueños que nos evoca, los pensamientos que nos provoca, etc.) Una película es también sus circunstancias (el momento en que la vimos, la compañía que tuvimos, el estado de ánimo que teníamos, etc.)

Si nos metemos al cine a matar el tiempo para llegar a una cita de amor, cualquier bodrio se cubre de gloria. Si aprovechamos la excusa de la penumbra para robarnos besos, el film más pésimo se vuelve querible. O si dos minutos antes nos dicen que ya no nos aguantan más, que hemos agotado la paciencia del amor, el mejor film del mundo se torna insoportable.

A veces, una película equivaldría (y le tomo prestada la imagen a Benedetti) a fundar un recuerdo.

En mi caso, por ejemplo, tres musicales jalonan momentos que no olvido.

Las películas llegaban a Catamarca con un año de atraso, más o menos. Todos habían oído hablar de La novicia rebelde y la esperaban con ansía. En un lugar tan devoto, la palabra “novicia” sumada al adjetivo “rebelde” enfervorizaba hasta la imaginación más lenta. Y que el Papa no sólo no la rechazara sino que la celebrara, excitaba aun más la curiosidad. El film se exhibiría durante un mes en el mejor cine (el cine-teatro Catamarca) en tres funciones diarias (por entonces, la siesta era sagrada, la tele era un aparato que existía sólo en Buenos Aires y la globalización, un disparate impensado de ciencia ficción) y se venderían entradas numeradas para todas las funciones (parecía más una breve temporada teatral que otra cosa.) Hicieron bien porque toda la ciudad y alrededores se preparaban para verla. (Fueron hasta los que irían tres veces en su vida al cine, esos que relataban con orgullo que habían conocido el cine con La guerra gaucha, y como había sido tan buena, la consideraban difícil de superar y no tuvieron más ganas de volver; en los casos que conozco, la tercera película que verían en cine sería Camila.)Mi abuelo materno que tenía un copetín cerca del cine aprovechó su amistad con el boletero para no hacer cola y comprar entradas para toda la familia para la primera función de la noche de un viernes, que era la función más codiciada. Cuando digo toda la familia, digo toda: desde los más cercanos hasta los primos cuartos que veíamos sólo en los velatorios (mis padres, mi hermano mayor, mi hermana Alejandra ya estaban en La Plata y yo estaba a cargo de mi tía Martina, una hermosa morocha argentina, al lado de la cual, la “tía” que se inventó Graham Greene era una tonta inglesa desabrida). Ocupamos como siete filas, Catamarca y mi abuelo eran democráticos a la hora de incluir parientes. No se oyó ni un suspiro durante la primera parte y en el intervalo comentaron hasta sobre la pluma verde de los sombreros tiroleses (tanta atención habían prestado, no se trataba de ir al cine cada muerte de obispo y andar papando moscas.) Cuando terminó todos explotaron en un aplauso cálido, fue la primera vez que oí aplaudir en un cine. Mi abuelo, en plan de patriarca provinciano, nos invitó a todos a comer milanesas con papas fritas a la cantina del Club Defensores del Norte. En el camino, las mujeres mayores contaban (entre risas) que, en la escena en la que se ocultan en el cementerio, habían rezado un Ave María para que se salvaran. Normalmente la cantina tenía un par de mesas tristes al lado de la cancha de básquet, ahora las mesas ocupaban toda la cancha y hasta había gente que comía sentada en las gradas. El cantinero, un turco inmenso como una montaña, con manazas como para aplastar cráneos y un bigotazo retinto como la noche, confesó que ya le había puesto una vela a la Novicia en el altar de la Virgen en agradecimiento al inesperado repunte de su negocio.

Mi papá me llevó a ver Mi bella dama. Esta oración puede que a ustedes no les diga mucho, pero para mí en ella cabe un universo. En realidad él quería verla solo, me había explicado que no me llevaría, porque si bien era apta para todo público, trataba cosas de grandes y que me aburriría. Pero a último momento cambió de idea y me llevó. Me porté bien, porque eso se esperaba de mí, esperé al intervalo para pedir de ir al baño e hice durar toda la película la caja de maní con chocolate para que no tuviera que comprarme otra. Tuvo razón, mucho no entendí, hablaban mucho y rápido y de cosas que me costaba seguir, pero me gustó y mucho, por las canciones y los colores. Y me sorprendió que aunque era como de amor, no terminara con un beso, sino con él acomodándose en un sillón y ella en la puerta. A medida que iba creciendo, la fui viendo varias veces y la comprendía más y más. En el segundo año de la facultad, me pidieron que comparara Mi bella dama de Alan Jay Lerner con la obra de Bernard Shaw en la que se basa, Pigmalión. Y la epifanía terminó de manifestarse, descubrí en todo su esplendor la belleza y la brillantez de la poesía de Jay Lerner y la sabiduría teatral de Shaw. La tengo en video y en DVD, y si fuera rico la tendría en celuloide. Cada vez que me desaliento por el poco interés de los alumnos en aprender inglés, la veo. Me emociona y me divierte siempre. Aunque suene pedante (bien podría defenderme diciendo que lo hago para fortalecer la autoestima) me felicito por haberme esforzado en saber inglés y poder así disfrutar de esta obra tan magnífica en su idioma original.

Gigi fue la primera película que vi solo en horario nocturno. Tenía 12 años y el Cine Ocho la reestrenaba, pero sólo la daba de noche. Pedí permiso suponiendo que me lo negarían. Papá lo pensó un ratito y dijo que sí. Eso sí, cuidate, agregó. Eran tiempos anteriores a los talk shows, las revistas escandalosas y los noticieros victimarios y amarillistas, la palabra pedófilo dormía en los diccionarios, pero nos agitaban tantos fantasmas que era casi un milagro que le habláramos al chofer del micro para pedirle el boleto. Sentí como que emprendía una aventura en el corazón del Amazonas. La casualidad dictaminó que mi primer paso a la independencia tuviera que ver con un film sobre el aprendizaje de ser adulto. Gigi me encantó y me apure en volver para no preocupar más a mis padres. Cuando llegué, dormían a pata suelta. Elegí creer que fingían para que yo no supiera de su ansiedad, pero no, sólo dormían. Comí el sanguche que me dejaron y me calenté la leche. Mientras comía, quizá comprendí que comenzaba a estar por mi cuenta.

Crimen en el Expreso de Oriente se basa en una novela de Agatha Christie, por lo tanto es un “whodunit”, es decir se trata de saber quien es el culpable del crimen. No, no es el mayordomo. La Christie fue una arquitecta magistral en eso de construir tramas ingeniosas, insólitas pero plausibles. En ésta se supera a sí misma, porque el final es uno de los más originales jamás concebidos. El elenco es multiestelar. Había quedado esa moda por las películas catástrofe que llenaban con estrellas hasta los papelitos más diminutos. Como me había formado viendo películas viejas, el elenco para mí era una fiesta que me reunía con amigos de toda la vida. Había viejas glorias del cine norteamericano (Lauren Bacall, Ingrid Bergman, Richard Widmark); próceres del cine inglés (Albert Finney, John Gielgud, Wendy Hiller, Rachel Roberts); un francés recordado y querido (Jean-Pierre Cassell); figuras más o menos jóvenes todavía en carrera por ese entonces (Sean Connery, Vanessa Redgrave, Anthony Perkins, Martin Balsam); y luminarias que el tiempo relegó a los repartos (Michael York, Jacqueline Bisset). La escenografía es el legendario y lujoso tren que unía Estambul con París. El director no es nada más ni nada menos que el gran Sidney Lumet, que aparte de manejarse muy bien en el policial, es un excelente director de actores. La música es hermosa y el vestuario es creativo y elegante. Y la Bergman se despacha con una actuación complicada que le valió el Óscar.

La vi solo, pero estaba enamorado y era correspondido. Después todo terminó mal, como suele ocurrir con algunos romances, pero de eso prefiero no acordarme. El amor es bueno a cualquier edad, pero ser joven y estar enamorado es una gloria incomparable que ni en la amnesia se olvida.

Film&Arts (el canal número 56 en mi cable) da Crimen en el Expreso de Oriente el martes 7 de julio a las 6:00, a las 15:00 y a las 20:00; el viernes 10 a las 17:00 y el sábado 11 a las 3:00.

Un abrazo,
Gustavo Monteros