domingo, 27 de diciembre de 2009

Mis estrellas y yo

Jamás creí que los franceses fueran capaces de hacer una cosa así. Adherí siempre a la imagen de los franceses laboriosamente creada por la tilinga y pacata aristocracia argentina durante la primera mitad del siglo XX. Según esta imagen, los franceses son el colmo de la civilidad, la elegancia y la cultura. Aunque de acuerdo a la experiencia de los que viajaron, los franceses son mal arriados, sucios y bastante brutos.

Pero demostraron ser también personales (al apellido de Liza lo pronuncian Minnellí y al del querido Bobby, De Niró), de criterio independiente (nombraron, por ejemplo, Caballero de las Artes al gran Jackie Chan por su contribución al entretenimiento, lo cual es innegable, entretuvo tanto como Hitchcock, aunque nunca tendrá su prestigio), y profundamente nacionalistas y patriotas. De allí que viva este film como una traición.

En la comedia teatral tienen una tradición que viene de Moliere, Marivaux y que incluye a Barillet y Grédy, a Jacques Deval, a Feydeau, a Beaumarchais, a Marcel Pagnol, a Jean Poiret, a Jean Anouilh, a Cocteau, a Yasmina Reza. Son los campeones de la pièce bien faite, del vodevil, del Théâtre de boulevard. En cine tuvieron a Sacha Guitry, a Philippe de Broca, a Jacques Tati, a René Clair, a Christian-Jaque, a Marcel Carné, a Francis Bever, a Edouard Molinaro. Tuvieron estrellas cómicas como Fernandel, Louis de Funès, Belmondo the great, los hermanos Charles o Pierre Richard. Menciono nombres al azar, sin duda me olvido de varios nombres importantes en esta apresurada selección. A lo que voy es que tienen una tradición en la comedia larga y sólida. Entonces, ¿qué necesidad tenían de copiar a los yanquis? Y no a los grandes maestros yanquis de la comedia como Howard Hawks, Preston Sturges o Billy Wilder sino a los mediocres e ignotos creadores de productos tan olvidables como Sweet home Alabama (No me olvides), New in town (Nueva en la ciudad) o Bride wars (Guerra de novias). Comedias bobas, insulsas, mecánicas que dependen enteramente de la mucha o poca gracia que sus actores le pueden poner para sobrevivir y que el público llegué al final del balde gigante de pochoclos.

La cosa inicia prometedoramente: Robert (Kad Merad, visto recientemente en La canción de París) es un pobre tipo al que su mujer (María de Medeiros) y su hija abandonan porque ya no soportan su obsesión por tres estrellas de la pantalla, Solange Duvivier (Catherine Deneuve), Isabelle Séréna (Emmanuelle Béart) y Violette Duval (Mélanie Bernier). Promete porque el personaje se emparenta con Robert Pupkin, el inolvidable desquiciado que Robert De Niro creara para El rey de la comedia, maravillosa película de Scorsese, hasta ahora la única reflexión seria sobre la locura de la fama como parámetro para el éxito o el fracaso. Promete, pero pronto se desbarranca en las torpezas típicas de las comedias yanquis a las que toma como modelo.

De vez en cuando hay un chiste módicamente brillante, Denueve y Béart se ríen levemente de su imagen actual y Kad Merad es simpático y carismático. Eso es todo. Laetitia Colombani, la directora y guionista, también es actriz y se reserva el personaje de la psicoanalista de animales, su ocupación es todo el chiste.

Algunos críticos jugaron a armar cuál sería el elenco yanqui si esta película fuera del país del Tío Sam. Pusieron a Meryl Streep en el papel de la Deneuve, a Adam Sandler como Robert, y a Meg Ryan en el personaje de la Béart. Mi contribución sería esta, coincido con la Streep, aunque Diane Keaton también estaría bien, como Robert pondría a Jim Carrey, no pondría a la Ryan en el rol de la Béart, pondría a Renée Zellweger, y en el personaje de la Bernier, pondría a Anne Hathaway. Si ven este entretenimiento más que humilde, háganme llegar cuál sería el casting que proponen.

Franceses de mi corazón, yo que canto a voz en cuello y con todo el sentimiento “Si yo no fuera tan de mi país, tendría un corazón para París”, les pido: no cambien el champagne por la vulgar Coca Cola y la deliciosa baguette de jamón crudo por el grasiento Mac Burger. Que nosotros, cipayos de corazón, olvidemos nuestras tradiciones por un ancestral complejo de inferioridad que nos lleva a considerar como superior todo lo que viene de afuera, simplemente porque viene de afuera, vaya y pase. Pero ustedes, que hicieron del orgullo francés su marca de fábrica, no pueden meterse La Marsellesa en el quinto infierno del alma.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

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