domingo, 29 de noviembre de 2009

El corredor nocturno

Leonardo Sbaraglia parece condenado al conflicto de Fausto. En la televisión ya lo padeció en El garante. Ahora el cine le pide que vuelva a pelear por su alma.


A pesar de su galanura, no es extraño que los demonios de ficción prefieran el alma a su carnalidad. Es que en él prima esa cara de cachorro perdido, de niño bueno con dolor de muelas que la naturaleza le dio.


Eduardo López Barcia (Sbaraglia), ejecutivo de una empresa multinacional, se encontrará en el aeropuerto de Madrid con Raimundo Conti (Miguel Ángel Solá) a quien cree conocer de algún lado. De regreso a Buenos Aires, Conti comenzará a acecharlo, a interferir en su vida profesional y personal. Se revela como un hombre peligroso que sabe demasiado. ¿Se trata del típico psicópata acechador de las películas pochocleras? ¿Es el demonio en trajes de diseñador? ¿O acaso es otra cosa?


El inicio es excelente. Eduardo parece estar bajo los efectos del jet lag. Hay en él una desorientación seductoramente enigmática que se contagia al espectador. El entorno adquiere relevancia. La compañía atraviesa una crisis que se propone morigerar despidiendo gente. Su esposa (Érica Rivas) se muestra propensa a controlar, a manipular.


Eduardo no parece ser el que era. Se infiere que antes era inescrupuloso, despiadado y que ahora es considerado, solidario. Valores despreciables en un ámbito laboral de competitividad feroz. Peligra el estilo de vida con que ha acostumbrado a su mujer y a sus hijos.


La historia viene en plan de thriller, hubo una muerte en el pasado en la que Eduardo quizá tuvo alguna responsabilidad. Y hay otras dos en el presente en las que quizá estuvo envuelto Conti.


Muchos stress para un solo hombre. Crisis laborales, de conciencia, demandas de su mujer e hijos, acoso, muertes misteriosas. Pero ¿hacia dónde vamos?
A medio metraje, la trama se empantana, comienza a girar sobre sí misma, a morderse la cola.


Es que los creadores (Hugo Burel, el autor de la novela y Gerardo Herrero, el director) se proponen hacer algo muy difícil: no revelar el juego (¿es un thriller a secas o uno metafísico o qué?) hasta el final. Y si bien no triunfan apoteósicamente, tampoco fracasan estrepitosamente. En su intento de emular a los malabaristas chinos ponen muchos platos a girar en el aire, pero algunos se hacen añicos contra el piso y uno empieza a vislumbrar para qué lado va la cosa. Y entonces el final no llega como una gran sorpresa, sino como la confirmación de la sospecha más insistente.


Sbaraglia está muy bien en su atribulado protagonista. Érica Rivas, que saltara a la popularidad como la vecina detestada por Francella en Casados con hijos, se mueve bien en el drama.


Al Pacino(El abogado del Diablo), Robert DeNiro (Corazón satánico) o Lito Cruz (El garante) ensayaron variantes mefistofélicas con gran despliegue de histrionismo. Miguel Ángel Solá optó por un camino más sutil e impone su demiurgo diabólico con contenida autoridad y fuerza. Un gran trabajo.


Un film imperdible para los admiradores de Solá, los demás pueden esperar pacientemente para espiarla cuando llegue al cable. Porque si bien es un film ambicioso y honesto que devuelve la plata de la entrada, no satisface con plenitud el apetito por un entretenimiento excelente.


Por favor, no crean que al hablar de Faustos, Mefistófeles y esas cosas, revelé más de lo que debía, porque no es así. Aunque lo parezca, el mayordomo no es el asesino.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

lunes, 16 de noviembre de 2009

Sangre del Pacífico

¿Cómo me iba a perder una película que se llama Sangre del Pacífico? El título me resulta hilarante. Bien, antes de que certifiquen mi insania, mejor aclaro el chiste interno. Sabía que el film trata un drama latinoamericano, pero el título me remite a las viejas películas de la Segunda Guerra Mundial (con Van Heflin y esa gente antigua incluida). Y en mi cabeza la superposición de temas muy nuestros con imágenes de temas tan ajenos me parece gracioso.


Por favor, antes de tildarme de boludo alegre, categoría en la que sin duda merezco estar por la confesión anterior, recuerden todas las veces en que una tontería inesperada les resultó graciosa.


Sangre del Pacífico está escrita y dirigida por Boy Olmi, un actor que me cae muy bien. Pasea con talento del drama a la comedia y hasta recala en el show de Tinelli para dar pasos de baile sin perder un ápice de dignidad y elegancia.


Eso sí, esperaba que alguien tan ducho en las lides del espectáculo superara el trauma de las operas primas. Los directores en su película debut suelen poner muchísimas cosas como si temieran no hacer otra.


He aquí otro ejemplo. Hay numerosos elementos que dispersan continuamente la trama y cuando la historia se cierra, no todas las partes encajan satisfactoriamente.


Todo se centra (bueno, más bien se bifurca) en tres personajes principales. Jorge (Delfi Galbiatti) un actor y director cinematográfico, viejo y enfermo, que sueña con hacer una película sobre las guerras de la Independencia antes de morir. Sara (Ana Celentano), su hija, una antropóloga que hace un trabajo sobre las mujeres que dejan hijos detrás para ser mucamas y terminar criando hijos ajenos. Y Charito (Picky Paino), una hermosa mujer que deja a su hijo en la selva peruana para adentrarse en la jungla urbana porteña.


En sus historias gravitan Martín (Ezequiel Díaz), un granadero que le enseña esgrima a Jorge, Carmen (China Zorrilla), una dama patricia que emplea a Charito, y Norma Argentina como la dueña de una pensión y jefa de una agencia de colocación de mucamas.


La trama se mueve en dos planos, uno realista y otro onírico, feérico, (“lisérgico” lo definió Boy Olmi en los reportajes previos al estreno). Y es en este último plano en el que el film se vuelve muy bello, pleno y logrado. Contribuyen a eso la hermosísima fotografía de Ricardo de Ángelis, la expresiva dirección de arte de Federico Mayol y la conmovedora música de Mariano Otero.


El otro punto a favor de la película son las actuaciones, todos están muy bien. Destaco, eso sí, a mis favoritas. Norma Argentina es un dechado de humanidad. Y hay una excelente composición de la legendaria China Zorrilla, como la calificó recientemente un periodista. (Lo tomo como un halago, dijo la China, pero en el fondo me están diciendo viejísima.) Se despacha con un personaje que es a la vez cálido y cruel, sí, la China es tan grande que puede abarcar hasta las contradicciones de términos.


Lo extraño es que a pesar de las salvedades hechas, el film es entrañable, se sigue con interés y se disfruta bastante. El cine tiene esas sorpresas. Menos mal que me topé antes con esas sorpresas, si no pensaría que me estoy reblandeciendo.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 15 de noviembre de 2009

La extranjera

Hace años hubo una telenovela llamada Muchacha italiana viene a casarse. La extranjera de Fernando Díaz bien podría tener como título alternativo Muchacha argentina viene a San Luis a descubrir las posibilidades comerciales del arrope de chañar.


La cosa es así. Una argentina de unos treinta y tantos largos, no muy bonita y flaca (ya se sabe que las flacas de protagonistas dan más chic) (María Laura Cali) trabaja en el guardarropas de una disco de Barcelona. La chica se aburre o se deprime tanto que es un milagro que no se haya suicidado antes (una pena, nos hubiera evitado este despropósito). Un abogado la obliga a volver a San Luis a que compruebe el abandono en que ha quedado su herencia, una chacra que era de su abuelo, y decida si la pone a la venta o la remata. El dueño del almacén de ramos generales (Roly Serrano) manifiesta su voluntad de comprarla. Pero San Luis es tan lindo y además pagó la película que nada revelo si digo que se queda. El rico del lugar (Arnaldo André en plan de hacendado aparato) la ayudará a instalarse. Su sirvienta (la gran Norma Argentina, el hallazgo cinematográfico más interesante de los últimos años) la mirará con desconfianza, no sea cosa que le birle el patroncito. La chica llegaría sin duda a finalista de un reality de supervivencia, porque demuestra ser un genio autodidacta en el tema. Sin ayuda de nadie y con sólo mirar las costumbres del lugar, se vuelve una chacarera de la primera hora, y de una aprende a hacer fatay y arrope de chañar. Se le ocurre entonces para salvar la chacra formar una cooperativa que comercialice el arrope.


La película exhibe un conservadurismo que haría palidecer de vergüenza a Enrique Carreras.


El bueno (Arnaldo André) no hace nada porque vive de las rentas que le da participar en un pool sojero. Juega a hacerse el gaucho en San Luis y tiene una esposa en Buenos Aires (que uno imagina viviendo en un country y patinándose la guita en los shoppings) e hijos en la universidad (que uno imagina convenientemente privada).


El malo es Roly Serrano, el pulpero ladino. Un hijo de su madre que si bien medra con las miserias de los lugareños, lo hace por necesidad e imitando las estrategias de los pulcros hacendados. (En una obra de Bertold Brecht o de George Bernard Shaw no llevaría la peor parte, Bertold y George sabían distinguir a los culpables de las injusticias sociales.)


Pero el film no sólo es conservador sino también insultante y condescendiente con los lugareños. Sus costumbres ancestrales y su sabiduría práctica pueden ser duplicadas por la primera paracaidista ex guardarropera de una disco barcelonesa. Y son tan caídos del catre que tiene que venir una citadina para explicarles que con una bolsita de arpillera como packaging pueden llegar a hacer pingues negocios hasta con su insípido arrope de chañar.


Hay además una ironía elemental, cuando nos enteremos de la historia de la muchacha, sabremos que aunque los lugareños la ven como una tilinga, fue tan humilde como ellos ya que es hija de una sirvienta y hasta ella misma fue mucama.


Y el guión hasta se permite banalizar innecesariamente tópicos dolorosos, la chica dice ser hija de un sindicalista asesinado por la dictadura.


La planificación es inexpresiva y el montaje espasmódico. Alterna escenas breves tirando a elocuentes con otras eternas que parecen filmadas en tiempo real. En una secuencia tuve tiempo de contar las nubes y ver cuáles eran las que el viento sacaba de cuadro.


María Laura Cali no es mala actriz, pero el protagónico le queda inmenso. No despierta ni empatía ni simpatía. Por momentos uno tiene ganas de que la agarre el puma que anda dando vueltas, a ver si otro asume el protagonismo y la cosa se pone más interesante. Y hay un par de secuencias en que da pena por los motivos equivocados. Se supone que halló su lugar en el mundo y debe exhibir la alegría liberadora de Alterio cuando gritaba: La puta que vale la pena estar vivo. Pero no, ella exhibe la alegría liberadora de alguien que en una fiesta aprovecha el airecito del balcón para tirarse un pedito.


Arnaldo André está muy bien, arma un personaje claro y llamativo. Lástima que empañe su trabajo un monólogo final imposiblemente torpe y discursivo. Pero ya se sabe, los patriarcas ricos tienen la verdad final y deben instruir a los humildes según su conveniencia. La de los ricos, claro.


Roly Serrano da una lectura impecable de su personaje. Y Norma Argentina tiene tanta vida interior, espesor y misterio que le basta con estar y mirar para darle contundencia a su personaje.


Un bodrio hecho y derecho. Y si no fuera tan ideológicamente enojoso, sería mortalmente aburrido.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 13 de noviembre de 2009

Una historia de violencia

De vez en cuando a propósito compro golosinas que ya existían en mi tierna y lejana infancia (galletitas Rumba, Tita, alfajores Jorgito, pastillas D.R.F., caramelos Media Hora, etc.). Lo hago para comprobar si tienen el mismo gusto que tenían en la antigüedad. Inútil y frustrante ejercicio de memoria emotiva. No saben cómo sabían. No porque mi memoria sea quisquillosa o amnésica sino por la sencilla razón de que las firmas que las producían fueron absorbidas por compañías multinacionales a las que les importa un bledo y tres pepinos el sabor, la calidad y la tradición.


Me va mejor cuando hago el mismo ejercicio con películas que en su momento me gustaron mucho. De tanto en tanto vuelvo a verlas para comprobar si están envejeciendo bien.


A history of violence de David Cronenberg sigue tan perfecta y potente como en su estreno en el 2005. Es un cóctel delicioso del western del héroe misterioso y el policial negro retinto del pasado turbulento que vuelve.


Sam Stall (Viggo Mortensen) es un padre de familia irreprochable que atiende un bar. Cuando dos maleantes llegan a asaltarlo, revela una pericia inusitada para matar gente. Este hecho acabará con su bajo perfil y la fama hará que enfrente algunas deudas pendientes.


La clave está en el título porque no es una story sino una history. Ambas pueden traducirse como historia, pero story en su primera acepción es cuento mientras que history en su primera acepción es historia. Esto viene a cuento no porque tenga un ataque de etimología pelotudo sino porque en este relato cinematográfico hay un recorte de tiempo con principio y final. Un círculo, válgame la redundancia, redondísimo entre la escena familiar de apertura (la pesadilla de la nena) y la escena familiar de cierre (la cena). Más un perturbador prólogo que delimitará magistralmente el ámbito en el que se desatará la violencia.


Es una parábola ejemplar que no nos dejará indiferentes y que más allá de su simpleza suscitará tantas interpretaciones como espectadores tenga. Porque cuando las ideas son claras, no hay nada más profundo que lo simple.


Los caballeros confirman su derecho a portar todos los adjetivos admirativos que les han tributado. Viggo Mortensen es el candidato ideal para retratar a este hombre que es tanto un padre soñado como un asesino implacable. A Ed Harris le bastan tres o cuatro escenas para ratificar su estatura de actor inmenso. Y un audaz William Hurt camina por el precipicio de la sobreactuación sin desbarrancarse jamás, regocijándonos con su histrionismo sin par. Pero la sorpresa la da la dama, María Bello se revela como una actriz talentosísima y personalísima. Sincera, plena, segura, una auténtica maravilla. Muy hermosa, además.


Si no la han visto, no se la pierdan. Y si ya la han visto, vuélvanla a ver: vale la pena. La da ISAT, las próximas emisiones son el jueves 19 de noviembre (La Plata Day) a las 22hs y el domingo 29 a las 0:00 y a las 22.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 6 de noviembre de 2009

A Homero

Durante casi 30 años fui amigo de Homero y nunca le conocí la cara. Hace poco vi una fotografía suya, pero mi memoria no registró sus facciones. No porque fuera diferente a como lo había imaginado, más bien porque cualquiera o todos pueden ser Homero. Después de todo, Homero es el que escribe como Homero.


Me apasioné con el cine con naturalidad, como quien se apasiona con el fútbol o con coleccionar cosas. Cuando estábamos en primer año del secundario, de repente y sin que viniera a cuento, la profesora de matemáticas, una mujer desorbitada, como lo están quienes trabajan con gente todo el tiempo, nos dijo: Procuren saber todo de lo que les gusta, sea lo que sea, sépanlo todo, eso los hará siempre felices. Me pareció un buen consejo y decidí seguirlo. (En esa edad impresionable, la sensatez inesperada pega fuerte.) Fui a la librería Juvenilia y después de pasear entre las mesas, compré Crónicas de cine. Un libro de Homero, claro.


Intuitivamente ya podía distinguir qué era bueno. Podía afirmar que El ciudadano era una gran película aunque no tenía herramientas para sustentar mi afirmación. Sabía que La diligencia, A la hora señalada o Lo que no se perdona decían más cosas y eran mejores que las películas de Trinity y Bambino, por más divertidas que fueran. Mi ignorancia era suprema.


En Crónicas de cine, Homero reseña la carrera de algunos directores y describe películas insignes. Pero no se parecía a nada de lo que había conocido o leído. No eran críticas como la de esos críticos siempre trepados al púlpito, con el dedito en alto, diciendo esto es bueno por esto o esto es malo por aquello. Siempre por encima de lo que hablaban. Jueces superiores y eunucos que bajaban el martillo con la insolencia de los mediocres. No, Homero no. Él ejercía otra autoridad. Hablaba desde el amor, desde la pasión. Cada película era suya también porque vivía con ellas, porque soñaba con ellas, porque lo rebelaban o lo acariciaban.


Leer a Homero fue un deslumbramiento, fue entregarse a la ceguera de la admiración, fue encontrar al Maestro. Lo leí como no volví a leer, con la sed de aprender, de superarme. Nunca presté ese libro ni lo prestaría. Se puso amarillento en mis manos lo cual es lógico porque yo también perdí vigor.


Cuando apareció su nuevo libro (Cine sonoro americano) quise tenerlo, pero era muy caro. No, dijo mi madre, que el cine, que el teatro y ahora libros caros, tus hermanos también tienen derecho a sus gustos y sus lujos.


Como siempre fui a veranear a Catamarca. Una tía dijo querer regalarme un pullover. No, dije yo, quiero un libro. Aceptó inocentemente. Yo sabía que la librería Sarmiento, donde compraba mis Puigs y mis García Márquez, lo tenía. Llegamos y cuando vio el precio en la vidriera, empalideció. Procuró persuadirme, pero me mantuve firme. La dueña la conoce, seguro que se lo da a pagar en dos o tres veces, insistí. Los libreros conocían a un buen cliente, sabían cuando un libro había encontrado su lector. No sólo lo dejó en tres cuotas sino que hasta nos hizo un descuento. Es hermoso, tiene un dibujo del rostro impar de Greta Garbo en la tapa.


Aunque es gordo como una enciclopedia, lo leí en tres días. Durante ese tiempo no hice otra cosa que leer, comer poco y dormir menos. Me maravilló. Ya conocía someramente mis Hustons, mis Zinnemanns, mis Wylers, mis Wilders, mis Fords, mis Leans. Pero él, aparte de enseñarme muchísimas cosas que no sabía, los ponía en perspectiva, los emparentaba, los hermanaba, los hacía herederos de tradiciones por estilos, por géneros, por épocas.


No bien terminé de leerlo, comencé otra vez. Lo absorbía todo, con fruición, con desesperación, con hambre.


Se convirtió en mi Biblia. Película norteamericana que veía, corría a buscarla en el libro. Corroboraba datos, fechas, la circunscribía al período cinematográfico y a la realidad histórica y social en que había surgido. Ni al diccionario en inglés consulté tanto. Todavía lo hago.


Después, primero en las clases teatrales de memoria emotiva y más tarde en las de programación neurolingüística, cuando preguntaban qué libro llevaríamos a una isla desierta, aunque hubiera que elegir uno, yo siempre hacía trampa y elegía tres: los dos de Homero y los 100 años de soledad del Gabo.


Homero era uruguayo, así que sus artículos nos llegaban esporádicamente como colaboraciones para distintas publicaciones.


A principios de los 80 apareció su Enciclopedia de datos inútiles, que como su título lo indica es un registro de datos inservibles que su memoria tenaz se resistía a borrar. Lo hojeé, pero no lo compré. Yo admiraba al Homero que admiraba al cine. Este otro Homero me dejaba indiferente, no tenía relación con él.


Eso sí, cada vez que iba a la Cinemateca o a la Lugones a rever un Bergman, me arrebataba la envidia porque el programa transcribía fragmentos de Bergman, un dramaturgo cinematográfico, el libro que Homero escribió con Emir Rodríguez Monegal. Es que para mí es un tesoro inhallable que busqué y todavía busco. De ese libro sólo existe una edición uruguaya, de unos dos mil ejemplares. Más de una vez estuve cerca, pero no lo suficiente. Conocí a personas que lo tenían, que estaban dispuestas a prestármelo para que lo fotocopiara, pero cuando iban a buscarlo descubrían que lo habían perdido. No importa, todo llega, hasta lo bueno.


En los 90 el cine cambió, se volvió banal y estúpido. Homero rumbeó para otros lados, para otros temas. Lo bien que hizo, nadie puede apasionarse con el cartón grasoso que envuelve los pochoclos. Porque el cine yanqui en su gran mayoría ahora es eso, un contenedor o un acompañador de pochoclos.


La noticia de su muerte me llegó en uno de esos momentos difíciles que solemos tener todos. Con los sentidos embotados por las penurias que me dominaban, no lo lloré. Eso sí, le prometí que nunca lo olvidaría.


Jurarle fidelidad a su memoria me pareció importante porque en estos países a los hombres de la cultura apenas mueren ya se los comienza a olvidar. Además, iluso de mí, me creía uno de los pocos que todavía lo recordaban. No, gracias a Dios, somos legión. José Martínez Suárez acaba de anunciar que el festival de cine de Mar del Plata publicará cuatro tomos con sus escritos dispersos, este año presentarán el primero. Los bautizaron Obras Incompletas.


Casi no escribo estas líneas, aunque cuando una amiga me instó a que iniciara un blog ensayé varios nombres, pero me quedé con Crónicas de cine. Por Homero, claro.


El domingo pasado Página 12 le dedicó su suplemento Radar. Como la sigla de su nombre (Homero Alsina Thevenet) da H.A.T., sombrero en inglés, ilustraron la tapa con hermosos sombreros. Esa noche mientras remoloneaba con un libro que me costaba terminar, me puse a pensar si le debía a Homero una crónica. A esa misma hora, otra amiga me enviaba un mail con la nota de Página. La “casualidad” me decidió.


No sé si escribo bien sobre cine. Bah, no sé si escribo bien en general, si el sujeto coincide siempre con el predicado o si siempre elijo el adjetivo más elocuente. Quizá a Homero no le hubiera gustado como escribo, mucho sentimiento, diría. No importa, escribo de cine desde el amor, desde la pasión, porque las películas también son mías, porque vivo con ellas, porque sueño con ellas. Gracias, Homero. Gracias, Maestro.

Gustavo Monteros

domingo, 1 de noviembre de 2009

Se suspende por mal tiempo

Siempre hay una época del año en la que hallar una buena película es tan difícil como encontrar la tan mentada aguja del pajar. No busco una película que sea estimulante intelectualmente, particularmente conmovedora o entretenida singularmente sino una que no sea tan mediocre, mala o aburrida.


Y cuando las opciones son entre poco interesante o menos interesante, uno se neurotiza.


Desde Moonlighting soy socio vitalicio del club de admiradores de Bruce Willis, y si bien Identidad sustituta no deslucirá en su currículum tampoco le aportará nuevos laureles. Ya cumplí con mi membrecía en el club, la vi. Para verla dos veces, no da…


Y con gusto inauguraría el club de admiradores de Rachel Weisz filial La Loma, pero aunque está deliciosa en Los estafadores, ésta es una película tan vistosa como vacía, lo que de ningún modo amerita una segunda visita.


Y de Robert Downey Jr no soy hincha, soy directamente barra brava. Es un artista con mayúsculas y su pelea contra las adicciones me conmueve tanto que si rezara lo incluiría en mis oraciones. Y ¡pobrecito! en El solista le toca decir algunas líneas imposibles, pero se las apaña y sale adelante. El que no pie con bola es Jamie Foxx, hace lo que puede pero se hunde sin remedio, junto con la película, un bodrio bien pensante, bienintencionado y mortalmente aburrido.


Porque duraron una mísera semana en cartel, no llegué a ver Homero de Eduardo Spagnuolo ni Horizontal/Vertical de Nicolás Tuozzo que prometían elementos de interés.


En vano esperé que llegara a los cines locales Nunca estuviste tan adorable, la versión cinematográfica de Mausi Martínez de la maravillosa y excepcional obra teatral de Javier Daulte. Y más vale que me vaya despidiendo de la esperanza de ver Lejano del director turco Nuri Bilge Ceylan, en Buenos Aires se exhibe en DVD.


Y no estoy tan libre de prejuicios como me gustaría imaginarme: Las viudas de los jueves y Cuestión de principios me dan miedito. A pesar de los buenos antecedentes de Marcelo Piñeyro, Las viudas mucho no me atraen porque leí la novela y no me gustó nada, nada. Y respecto a Cuestión de principios se me fue la curiosidad de verla porque en los reportajes previos al estreno los actores y el director la desmenuzaron tan al detalle que no dejaron sorpresas por descubrir.

A Papá por un día, la vería si me pagaran… mucho. Nicolás Cabré es un actor tan limitado como sobrevaluado, por Dios, sáquense las anteojeras y devalúenlo de una vez. Entre nosotros parece buena y está multipremiada. Pero es sobre problemas de pareja y alemana. La pareja en sí es un problema y no tengo nada contra los alemanes, pero últimamente los prefiero en comedia. Hablando de comedias, Nia Vardalos, ¿qué te pasó, perdiste la gracia con los kilos? Si ése es el precio, la silueta no te sienta. Mi vida en Grecia es tan divertida como contar moscas en el cielo raso.


Hablando de actrices, Hiam Abbass es una actriz talentosa y muy hermosa a la que vi en Visita inesperada y Paradise now. Ahora está en El árbol de lima. La vería pero dos cosas me rebelan. Vi las colas los últimos dos meses que fui al cine y parece tan cargada de alegorías que ya me resulta pesada e indigesta. Y segundo, mi infancia catamarqueña me obliga a que diga: no, muchachos, ésas no son limas, ¡son limones!


Si exceptúo las películas de terror (no, gracias) y las infantiles (muchachos de Disney, por respeto a la salud mental de las niñas del planeta, córtenla con la saga de Tinkerbell que ya dan ganas que exista el Raid mata-hadas-y- polillas), me queda El corredor nocturno. La veré por gratitud a Miguel Ángel Solá… en otro momento.


Cuando voy a salir, el cielo se oscurece y se raja un trueno. El mentiroso canal TN insiste con el alerta meteorológico. Decido creerle, miente en muchas cosas, pero en el pronóstico todavía no. Desensillo y me voy a dormir la siesta. Porque como dice la hermosa canción de Kevin Johansen que ahora usan en una propaganda: “¡Qué lindo que es soñar! Y no te cuesta nada más que tiempo…”
Un abrazo,
Gustavo Monteros