viernes, 19 de junio de 2009

Visita inesperada

Richard Jenkins es un nombre que no nos dice nada, pero su cara nos informa que lo vimos muchas veces en decenas de películas. Pertenece a la liga de excelentes actores secundarios que fortalecen y dignifican los proyectos en los que participan.

¿Qué es lo que lleva a un buen actor a ser protagonista o actor de reparto? La personalidad, quizá. El protagonista es el que se anima a pararse en la luz, el que tiene el coraje de mostrarse más, el que acepta cargarse un proyecto sobre los hombros y llevarlo a buen puerto o estrellarlo contra las rocas. Tiene más para ganar, pero también mucho que perder.

En el reportaje público de Inside the actor’s studio, James Lipton le preguntó a Lee Grant por qué nunca se había atrevido a ser protagonista, ella le contestó que por temor a perder el cariño del público. A los actores de reparto, aclaró, el público los quiere siempre y nunca les da la espalda. A los protagonistas se los quiere con intensidad una temporada, continuó, y se los rechaza con igual ímpetu a la siguiente.

Es verdad, los protagonistas no tienen carreras estables, pasan por ciclos. Hay momentos en el que el público se cansa de ellos y deben reinventarse para seguir contando con el favor popular. Robert De Niro y Meryl Streep probaron con la comedia cuando el público se cansó de verlos sufrir. Goldie Hawn se refugió en el policial y el drama cuando el público se fatigó de su impronta cómica.

Mientras esto pasaba, los eternos secundarios, caras que nos son familiares, nombres que no recordamos nunca, siguieron trabajando sin conocer jamás el rechazo ni la crítica lapidaria.

El actor de reparto, alejado de las presiones de ser permanentemente exitosos, debe tener un temperamento estable, amable, paciente. No le están permitidos los desplantes, las rabietas, los divismos. Como lo aclara la palabra que lo designa en inglés, debe ser “supporting”, debe apoyar, respaldar, ser solidario con las figuras que convocan al público, los cortaboletos como se les dice ahora.

Como en cualquier otra actividad de la vida, están los que se atreven a ser líderes, los que saben que sus decisiones serán cuestionadas, criticadas, vilipendiadas, y se sienten con autoridad para defender y afrontar las consecuencias de lo que deciden. Y están los que prefieren el perfil bajo, la tranquilidad de no tomar decisiones ni afrontar críticas, los que disfrutan de separar el trabajo de su vida privada, los que llegan a su hogar ligeros de equipaje.

Ser o no ser protagonistas, ésa no es la cuestión. Quizá sólo se trate de aceptar lo que es afín a nuestra personalidad, nuestras apetencias, nuestra comodidad.

Richard Jenkins es un actor de reparto de raza. Se sorprendió gratamente cuando lo eligieron de protagonista, pero lo vivió como una excepción, como un regalo. En los reportajes previos al estreno de la película decía que aunque el film tuviera éxito, no creía que su protagonismo fuera a repetirse. Es decir que no haría nada para continuar en esa situación. Nominado al Oscar como actor protagónico por esta labor, se lo veía incómodo, fuera de lugar en la ceremonia. Los Brad Pitt, los Sean Penn, los Mickey Rourke, los Frank Langella estaban en su elemento. Él, como el actor que hacía Robin Williams en Los problemas de Harry de Woody Allen, estaba fuera de foco. No estaba entre los favoritos y no ganó. Los otros perdedores mostraban fastidio, a él se lo veía aliviado. De haber ganado, su carrera tendría que dar un vuelco que parecía no estar dispuesto a considerar. Parece que no está en su naturaleza ser protagonista.

Ironía suprema, en su primer protagónico le pidieron lo que hace mejor: no hacerse notar. (Convengamos que el protagonismo generalmente involucra la exhibición de la mayor cantidad de virtudes que se tengan a disposición.) Como su personaje es un hombre gris, triste, un muerto en vida, su contención y sutileza venían como anillo al dedo. Revivirá, claro, porque el film es una variación del eterno tema del intruso. La irrupción de la “visita inesperada”, su entorno y sus circunstancias le sacudirán el letargo, la monotonía y la indiferencia.

El film de Thomas McCarthy bordea los lugares comunes de las historias Hollywoodenses de la “segunda oportunidad”, pero no cae en ninguno de ellos, siempre pega un volantazo que lo salva del almíbar y la ñoñería.

Más allá de la manipulación lícita de nuestras emociones (perdón, cometí un Perogrullo, todo arte es manipulación), el film luce honesto y sincero.

Y es profundamente entrañable porque pone en primer plano lo que de mejor tenemos los humanos: la solidaridad.

A Jenkins el protagónico ya le reportó dividendos. Puede elegir proyectos en vez de ordenarle a su agente que acepte lo primero que le propongan. Y se dio el gusto de trabajar con Johnny Depp, a quien admira (¿quién no?)

No sé si finalmente se parará en la luz o seguirá al costado del cuadro. Como en este film aprendí a quererlo, le deseo lo mejor que uno puede desearle a quien se quiere: que haga lo que quiera, que sea lo que quiere ser. Yo, desde mi butaca, lo apoyaré.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

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