viernes, 29 de mayo de 2009

No habrá más penas ni olvido

Prefiero las librerías de viejo a las que venden libros nuevos. En las librerías comunes no hay magia. Uno halla lo que se publica hoy y se publicita en las páginas literarias de los diarios. Las librerías de viejo, en cambio, son misteriosas, azarosas, sorprendentes. Uno se para ante las bateas y no sabe qué libro aparecerá detrás del que estamos barajando. Uno puede encontrar el libro aquel que leyó, amó y perdió, en la misma edición que uno tuvo. O aquel libro que uno siempre quiso leer y dejó pasar y que hoy está fuera de imprenta. O mejor aún, aquel libro que uno desconocía que existiera o del que hay una fugaz mención en un doblez de la memoria.

Internet, a veces, se parece a una librería de viejo. Uno de mis tesoros es un portal turco con links para bajar películas. Los títulos, por suerte, están en inglés. Como casi en todos lados están los estrenos, pero también films antidiluvianos. Entré buscando La millonaria, la vieja película sobre la obra de Bernard Shaw con Sophia Loren y Peter Sellers. Quería compararla con una puesta del National Theatre que había visto con la inmensa Maggie Smith. Mientras buscaba, me choco con Funny dirty little war. El título me sonaba, pero no había más información que el año de producción: 1982. Seguí persiguiendo a La millonaria, intrigado, ¿de dónde me sonaba ese título. Volví atrás para guardar los links y descubrí que era el título con el que se había conocido No habrá más penas ni olvido en Inglaterra y USA. Me puse a bajarla, cuando la descomprimí, allí estaba, con un bloc de notas con los subtítulos en inglés.

En 1982, cuando era inminente el advenimiento de la democracia, Héctor Olivera filmó la versión cinematográfica de la novela de Osvaldo Soriano (mi favorita de las suyas, Triste, solitario y final y Cuarteles de invierno me gustan mucho, pero no tanto como ésta.) El film se estrenó el 22 de septiembre del 83, un mes y monedas antes de que votáramos a Alfonsín. Eran días de alegría. La cultura nunca fue más alegre que durante el fin de la dictadura y en la primavera alfonsinista. Se acababa la censura, el oscurantismo, la idiotez represora. Se podía respirar con libertad otra vez.

Me puse a verla, expectante, porque no había planeado verla y porque quería ver qué pasaba cuando la confrontaba con mis recuerdos. Hacía más de quince años que no la veía. Me llenaba de felicidad reencontrármela. Así, inesperadamente.

Transcurre en 1974, en un pueblo ficticio de la provincia de Buenos Aires y refleja el enfrentamiento de las facciones extremas del peronismo. De un lado, la derecha; del otro, la izquierda; en el medio los peronistas “inocentes”, los que creen estar todavía en el 45 defendiendo al general de los “gorilas”. La trama se nutre del amor de Soriano al cine sonoro norteamericano; hay mucho de western, de comedia lunática y de policial, atravesado por eso tan nuestro del fatalismo tanguero y la chantada consuetudinaria. Y es tanto una farsa como un grotesco o una tragedia. Se nota nuestra filiación española e italiana. Somos nosotros, pero también nuestros ancestros. Ratifica que para el humor no hay temas prohibidos. Sólo se trata de encontrar el punto de abordaje.

El film, ganador del Oso de Plata del Festival de Berlín, mantiene su frescura y su mordacidad. Es acción pura, no hay datos sobre los personajes, no son necesarios, los definen sus actos, los reconocemos de inmediato, siguen estando entre nosotros. Hay tal precisión en la trama y en los personajes, que sólo bastan 80 minutos para contar implacablemente un pedazo de nuestra historia. Sólo la musicalización original suena un poco antigua, muy ochentona; no el valsecito zumbón que acompaña las secuencias del avión, ése será eterno como los laureles.

Nos reencontramos con actores que se fueron de gira al cielo: Ulises Dumont, Arturo Maly, Lautaro Murúa, Emilio Vidal, Tacholas, Julio de Grazia. Otros, por suerte, nos siguen deparando emoción y risas: Luppi, Ranni, Bidonde, Laplace, Rizzo, Contreras, Salo Pasik, Graciela Dufau.

Y le dedico un renglón aparte a Miguel Ángel Solá, por eso tan latinoamericano de los exilios. Se fue desesperado por nuestra eterna incapacidad a aprender de nuestros errores. Comprendo que se haya ido, sé lo que le costó tomar esa decisión, pero eso no me hace extrañarlo menos. Que nuestro medio haya perdido a un artista tan inmenso me desconsuela. Aquí está inolvidable en su borracho Juan. Verlo actuar es una gloria, una celebración de nuestra humanidad.

A los méritos de la novela se suma el lujo de que en la adaptación y guión, junto al director, haya participado Roberto Cossa, nuestro dramaturgo máximo.

Después de verla, me preparé un café y me puse a pensar por qué el webmaster del portal turco la calificaba de imperdible. No tardé en tropezar con la respuesta. Las circunstancias son irremediablemente nuestras, sólo nosotros podemos abarcarlas en su totalidad, pero hay algo inherente al hecho de ser humano. Los prejuicios, las diferencias ideológicas y el hambre de poder fueron, son y serán las excusas favoritas de los hombres para desatar la belicosidad y el ímpetu asesino. Pero si la guerra es la estupidez del hombre, son también reveladores los roles que Soriano, Cossa, Olivera le asignan a las mujeres ante esta estupidez. El personaje de María Socas participa activamente de las acciones de sus compañeros, el de Graciela Dufau quizá no tuvo el hijo que Luppi reclama para que no se lo mate en la guerra, y las dos vecinas (descerebradas o quizá todo lo contrario) saludan contentas a quien sea que vaya ganando.

Cuando volví a entrar a mi portal turco descubrí que, vaya uno a saber por qué, había expirado. Una de mis fuentes de placeres “truchos” se había agotado. Sonreí, se había despedido devolviéndome una muy buena película argentina. Salud.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

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