sábado, 10 de enero de 2009

El baño del Papa

31 de diciembre de 2008, mientras languidecía frente al televisor, me topé con una nota del noticiero de Telefe. Desarrollaban el tema de la irresponsabilidad social ante la pirotecnia. El cronista, con cámara oculta, ingresaba a una remisería de las afueras de La Plata que tenía una mesita con cohetes en la puerta. El cronista le contaba al dueño que quería vender pirotecnia en su barrio y no sabía cómo hacerlo. El dueño, con generosidad, le explicaba lo que tenía que hacer, dónde comprar, etcétera y le alertaba que tenía que pagarle a la policía una coima de 100 pesos. El cronista se retiraba, agradecido. Minutos después, el cronista reingresaba a la remisería acompañado por inspectores de la Municipalidad, revelaba su identidad con las pelotas de Telefe bien a la vista y confrontaba al remisero, que quería que lo tragara la tierra. El pobre tipo negaba todo lo que había dicho, en especial lo de la coima a la policía (sabrá Dios qué consecuencias tendrá que enfrentar ahora con los muchachos uniformados). El cronista con sacrosanta saña insistía en confrontarlo con la grabación de lo que había dicho antes. Y yo pasaba de la modorra a la indignación. El remisero, que sólo había sido solidario con otro “supuesto” desgraciado, se hundía más y más en la desesperación, mientras veía que los inspectores no sólo le incautaban la mercadería sino que además le clausuraban la remisería. El cronista cerraba la nota orgulloso de haber hecho justicia. En estudios, los conductores desde sus púlpitos mediáticos pontificaban a sus anchas.

Telefe, la perla de la corona de un multimedio monopólico, es ostentador, integrante, cómplice y amante del poder. Y el poder no se muerde la cola. Sí, está mal vender pirotecnia trucha, semi trucha o legal sin impuestos. Pero Telefe atacaba el problema desde el costado más débil, el más desprotegido. No atacaba las circunstancias que llevan al remisero (ciudadano integrado y pagador de impuestos, dado que la remisería estaba habilitada) a ponerse por un par de días al margen de la ley para hacerse de una diferencia que lo ayude a vivir mejor. No se atacaba al Estado ausente y cómplice que permite que la pirotecnia trucha se manufacture y se venda. Y menos que menos a las instituciones que coimean para hacer la vista gorda. Es más, hasta los inspectores que tendrían que haber actuado sin que un cronista los llamara, quedaban como héroes por clausurar el local. Tampoco se indagaban las causas que llevan a la gente a comprar mercadería peligrosa, aun cuando se entrevistaba a la pasada a clientes que decían que así podían compra mucho más con la misma plata con la que se llevarían mucho menos en las casas “legales”.

El poder que conocemos es esencialmente hipócrita: golpea y esconde la mano. En estudios, los conductores se desgarraban las vestiduras por la irresponsabilidad social, denostaban al pobre remisero y de paso alimentaban el prejuicio y el desprecio de las señoras gordas de barrio norte y de los “bienpensantes” de la clase media contra los “negros” de la periferia. Y untuosos de superioridad moral iban a la pausa a vender un estilo de vida que cada vez a más gente le cuesta mantener.

¿Qué tiene que ver esto con El baño del Papa? Mucho. El protagonista es un contrabandista de poca monta (bagayero, los llaman) que traslada en bicicleta mercaderías desde el Brasil al Uruguay. Esas mercaderías no son de él ni para él, se las encargan los comerciantes locales para hacer una diferencia. El poco dinero que gana duramente pedaleando kilómetros pasa por sus bolsillos, nunca permanece. Ni bien llega a su casa, se lo entrega a su mujer para que compre la comida del día. Es un fuera de la ley, más por obligación que por elección.

La anécdota se centra en una circunstancia histórica real: la visita del Papa Juan Pablo II a Melo, localidad de Uruguay fronteriza con Brasil, en 1988.

Los habitantes de Melo creen que la visita acercará a miles de fieles. Se disponen pues para atender sus necesidades que, suponen, les significará una notable recompensa económica que los saque adelante. La bendición papal les importa, pero espíritu tienen de sobra, de lo material están carenciados hasta la desesperación.

Algunos venderán su casa para comprar un par de vaquillonas para faenar. Otros permutarán sus camionetas por máquinas de hacer chorizos. Algunos sacarán préstamos bancarios leoninos para poner kioscos de pasta frola. Otros comprometerán sus ahorros para confeccionar recuerdos papales.

A nuestro protagonista, Beto, se le ocurrirá hacer un baño para cobrarles a los peregrinos la evacuación de sus necesidades fisiológicas.

Beto cuenta con el amor de su mujer, pero ambiciona que su hija se sienta orgullosa de él. Lo logrará a un amargo precio, que hipotecará el futuro de sus sueños.
Si bien se centra en una peripecia individual, el film, interpretado por actores profesionales, no profesionales y habitantes de Melo, cuenta la historia de un pueblo. Tanto las heroicidades como las traiciones serán perdonadas. Ellos saben que un semejante es un semejante y que la salvación económica o espiritual es un asunto de todos, nunca un atajo individual.



Esta película de César Charlone y Enrique Fernández fue muy festivalera. De los festivales de cine donde se presentó, no sé si se trajo algún premio mayor. Pero se vino siempre el amor y los premios del público y con el beneplácito de la crítica (es libre y sincera hasta en sus desprolijidades y exhibe momentos inolvidables como el del fin de fiesta, un ejemplo de precisión y síntesis). Es una obra cálida, humana, cercana de la que es imposible no enamorarse. Es un homenaje a la dignidad de los que no bajan los brazos porque si no hacen verdad el dicho popular: se los comerán los piojos. Tiran siempre para adelante, quedarse quietos o atrás es la muerte. Y sobreviven con alegría, es como si nos dijeran que cuando no queda otro remedio, amargarse es al pedo.

Si prestan atención al personaje del notero del noticioso, comprenderán una suprema ironía. El establishment para caer siempre parado hasta de la miseria interpreta un triunfo. Y en algún momento, todos deberíamos hacer lo que hace el protagonista con el televisor del bar. Las mentiras sociales no son veniales, son sangrientas.

Un abrazo,
Gustavo Monteros


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