viernes, 21 de noviembre de 2008

Más extraño que la ficción

Me resulta muy difícil, casi imposible escuchar radio. Casi nunca lo hago. Siempre estoy pensando, razonando, imaginando, concibiendo algo. Las voces de la radio interfieren con los ruidos de mi cerebro. En broma digo a veces que nací con una radio incorporada, o que mi cabeza está llena de amigos invisibles, o que, como Juana de Arco, escucho voces. Si las tengo, por suerte, ni me envían en místicas misiones salvadoras, ni me indican qué hacer, más bien me sugieren a qué delirios entregarme.

Harold Crick (Will Ferrell) no oye voces, así en plural, sino una sola, y femenina además. Esa voz lo describe, le dice lo que hace, lo que siente. Nosotros sabremos, mucho antes que él, que no sólo es uno de los individuos más aburridos, mediocres e insignificantes del mundo, sino que es también el personaje de un libro y que su autora está pensando cómo matarlo mejor. La desesperación, en la que lo hunde la voz en su cabeza, lo hará peregrinar por un par de “curalocos” (Tom Hulce y Linda Hunt) y un profesor de literatura (Dustin Hoffman) antes de acceder a la autora de su destino (Emma Thompson). En el camino aprenderá a disfrutar de la música (una guitarra Fender), la amistad (Tony Hale) y hasta del amor (Maggie Gyllenhaal). Y a nosotros nos inquietará saber si logra que le perdonen la vida.

El asunto tendría influencia de Borges si no viniera después de las aventuras de Charlie Kaufman (Being John Malkovich, Adaptation, Confessions of a dangerous mind, Eternal sunshine of a spotless mind), de modo que es más “kaufmaniano” que borgeano.

El elenco es un sueño hecho realidad. Will Ferrell tiene la magia y la sensibilidad de los grandes cómicos. Hace creíble y sobre todo querible un personaje que en la vida real nos dejaría absolutamente indiferentes. (Para colmo ejerce una de las profesiones más odiadas desde que se inventó la economía: es agente del fisco, un contador especialista en impuestos.) Emma Thompson le disputa aquí a Diane Keaton el trono de la Reina Neurótica del Cine Mundial. Gana Diane por varios papeles, pero Emma se queda impecablemente con el cetro de la Primera Princesa. No creo que le importe, Diane tiene un histrionismo muy característico, pero Emma tiene un registro más amplio. Tom Hulce y Linda Hunt no tienen mucho para hacer, pero traen consigo el esplendor de su pasado y le dan a sus personajes matices personalísimos. El gran Dustin Hoffman, tomando en cuenta sus últimas apariciones, está irreconocible. No sólo no pretende sobresalir (mal) sino que está concentrado, medido, adorable. Will Ferrell, en la conferencia de prensa de presentación de este film, dijo que si tuviera que tener una voz en su cerebro querría que fuera la de Emma Thompson. Yo, por mi parte, digo que si fuese un novelista profesional con un bloqueo creativo, quisiera que mi editor me mandara a esa negra bellísima, exuberante, de voz acariciadora, que es Queen Latifah, para que me pusiera en vereda, me tuviera paciencia y me dijera que me dejara de embromar y me pusiera a escribir. Tony Hale y Maggie Gyllenhaal cumplen con su cometido irreprochablemente.

El excelente guión es de Zach Helm y la ajustadísima dirección es de Mark Forster. La fotografía, la dirección de arte y la banda sonora son ejemplares.
Si somos hijos de Dios, quisiera que Él llegara a la misma conclusión a la que llega el personaje de Emma Thompson. Dejaríamos de arruinar este mundo y le devolveríamos la categoría de vergel que se supone tuvo en un principio.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

viernes, 14 de noviembre de 2008

El puente de San Luis Rey

¿Cuándo una película es esencialmente mala? Cuando la distancia entre lo que se quiere contar y los logros es tan insalvable como alcanzar el horizonte.

Durante años se dijo que las películas más malas del mundo eran las que había dirigido Ed Wood. Pero como bien lo demostró Tim Burton en el film que le dedicó (Ed Wood, 1994, con Johnny Depp, Martin Landau, etc.), Wood compensaba su suprema ineptitud con una pasión tan desmesurada y un amor tan inmenso por el cine, que lo que lograba, aunque pésimo según los parámetros tradicionales, era asimismo entretenido, tierno, vital, rarísimo. La obra de Wood ratifica el absurdo lógico que tanto divertía a Borges: el Todo y la Nada son absolutos, por lo tanto en un punto son lo mismo, son iguales. Inferimos así que el cine de Wood al ser malísimo es al mismo tiempo excelente, excelso, glorioso. Por ser inclasificable, se pensó en el adjetivo bizarro para describirlo, iniciando así una categoría donde van a parar los films que podríamos denominar de creatividad negativa.

Pero hay películas que simplemente son malas y no exhiben ninguna virtud redimible. Son malas a secas. Y para colmo cometen el peor pecado que puede cometerse en el mundo del espectáculo... son aburridas.

El puente de San Luis Rey es una novela fascinante de Thorton Wilder que indaga con gracia, exhuberancia, astucia y talento el sentido del destino. Es una novela esplendorosa, deslumbrante, imperdible. Si se la cruzan, no dejen de leerla. No es muy larga, es apasionante y deja muy buenos recuerdos.

Pero es una gran novela sin ninguna suerte en el cine. La versión que nos ocupa es la tercera y está lejos de ser la vencida. Es más, parece ser la peor.

El guión es el modelo perfecto de como no elaborar un guión. Puebla los silencios de palabras altisonantes, difíciles de seguir, que no dicen nada. Las situaciones dramáticas ocupan muchos minutos para contar lo menos posible. Los personajes nunca se corporizan, son actores con vestuario de época con un nombre que los identifica, que bien podría ser un número, tan anodinos son.

La cámara parece estar siempre buscando el ángulo que peor justicia le haga a la escena. Los actores, entre los que se cuentan ¡Robert De Niro, F.Murray Abraham, Gabriel Byrne, Kathy Bates, Harvey Keitel, Geraldine Chaplin, Dominique Pinon y Pilar López de Ayala!, no sólo dan las peores actuaciones de su carrera, dan algo más... mucha pena.

Como saben, también soy actor. Y como todos los actores sostengo una aseveración que no por obvia es menos verdadera: De Niro es el Maradona, el Einstein, el Freud, el Shakespeare, el Picasso, el Mozart, el Aristóteles de los actores. Ha hecho maravillas por las que el adjetivo genial le queda corto. Pero es un actor y por prodigioso que sea necesita ser dirigido. Si se lo deja solo, lee su personaje como puede, trastabilla y hace un papelón. El oficio lo salva del espanto, pero lo bordea peligrosamente. Por suerte, al estar sin guía, elige la cautela y la mesura y nos evita a los que lo respetamos la vergüenza de verlo desbarrancarse sin remedio.

La dirección de arte es dudosa. La acción transcurre en el Perú del virreinato, pero fue rodada en España. No soy un experto en el barroco, pero lo que se muestra parece pobretón al lado de lo que se ve en las fotos de Perú. El vestuario es estándar, lo que no es de extrañar, Europa está llena de sastrerías teatrales que proveen ropas del siglo XVIII. La música de Lalo Schifrin es bella, pero más que auténtica o plena de color local, parece pintoresca en el estilo de los compositores yanquis cuando quieren sonar “latinoamericanizados”.

A veces los astros se conjuran para encaminar a la gloria a empresas que parecían destinadas a la desventura. Y a veces es todo lo contrario, lo que nos lleva a la pregunta del millón: ¿cómo diablos semejante bodrio llegó a producirse?

La culpable principal es la guionista y directora, Mary McGuckian. Por favor no la contraten ni para que les filme el cumpleaños. Si lo hacen, se verán sólo los pies de los invitados. Y encima, mal iluminados.

Cuando leo una crítica muy descalificadora, me da curiosidad. Si les pasa lo mismo, reprímanse. Créanme es tan mala y aburrida que no vale la pena ni espiarla dos minutos.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

jueves, 6 de noviembre de 2008

Un plan brillante

El afiche no es nada del otro mundo. Las carotas de Michael Caine y Demi Moore y en el medio un diamante enorme. Pero el lema publicitario que antecede al título es bueno. En realidad está sacado del guión. En la película es una línea que dice Michael Caine. Es así: “A veces para hacer algo bueno hay que hacer algo malo”. Desde la lógica es un disparate. Desde la moral, que no es tan rigurosa ni estricta, la cosa puede tener sentido, validez, relevancia. Ésta es la historia de una venganza o más bien de una reparación. Los personajes de Michael Caine y Demi Moore no son el colmo de la bondad, pero son seres dignos, éticos, íntegros. Han sido desprotegidos, ignorados, marginados. En la empresa para la que trabajan, las reglas de juego son crueles, injustas, y el desquite adquirirá la forma de un robo, de una estafa. Desde el primer momento, nuestro corazón está con ellos. El enemigo es una corporación explotadora de diamantes. Como toda compañía multinacional es fría, impersonal, deshumanizada. Las ganancias desmesuradas lo son todo. Y cuanto se interponga en el camino de la prosecución de las riquezas avariciosas, debe ser arrollado y aplastado. Pero estos cuatros de copas estampillados contra las gruesas y mullidas alfombras, como en los dibujitos animados, se sacudirán las pisoteadas, adquirirán volumen y se pondrán a devolver las afrentas.

Michael Caine es un encargado de limpieza que oculta un secreto que tiene que ver con las mezquindades burocráticas de las políticas empresariales. Demi Moore es una ejecutiva que, aunque le entregó su vida a la empresa, es permanentemente relegada de ascensos, beneficios o promociones por ser mujer (estamos a fines de los ’50).

Michael Radford es un buen director. Hizo una de las películas más amadas de la historia, Il postino, y una de las más deprimentes (porque así debía ser) 1984. Al comienzo de su carrera retrató crudamente la decadencia moral de los imperialistas ingleses en Pasión incontrolable (White mischief), Y en su proyecto inmediato anterior le disputó a Kenneth Branagh la corona de mejor adaptador contemporáneo de Shakespeare con una interesante versión de El mercader de Venecia con los magníficos Al Pacino y Jeremy Irons.

Aquí Radford maneja muy bien el suspenso, las escenas tienen la necesaria crispación y marca muy bien a los actores. El guión es bueno y las sorpresivas vueltas de tuerca no son gratuitas, y aunque la justificación final del personaje de Demi Moore es un poco melosa, no empaña los logros precedentes.

Michael Caine es un actor talentoso que ha ejercido su oficio con creatividad, lucidez y responsabilidad, y con el tiempo ha alcanzado una maestría inclaudicable que bordea la genialidad. Logra aquí otra composición inolvidable plena de sutilezas, matices y profundidad. Es tal su compenetración que logra el raro milagro de perderse en el personaje. Por momentos es imposible distinguir entre el actor y el personaje, dándonos no un personaje vivo, sino un individuo identificable, astuto y complejo. Un crítico yanqui se lamentaba que el film se hubiera estrenado tan lejos de la temporada de premios y que semejante actuación pasara desapercibida. (En los Estados Unidos se estrenó el 28 de marzo y la temporada de los films que se consideran Oscareables, etc. comienza recién en diciembre.) Pero si la Academia ejerciera algún tipo de justicia, deberían darle no uno, sino un coantainer lleno de Oscars para que los reparta como souvenirs con cada autógrafo que firma.

A Demi Moore la edad y el vestuario de los ’50 le sientan muy bien. Las arrugas le dan suavidad y ternura y le quitan la severidad y adustez que tenía de joven. Además es un placer ver un rostro natural y no inflado de bótox o colágeno, que hace que las actrices veteranas parezcan las hermanas de Miss Piggy. Las ropas de los ’50, con sus cinturas ajustadas y las faldas amplias le dan glamour y femineidad, dos cosas que siempre le hicieron falta.

Como actriz da la mejor actuación de su carrera. Registra la dureza, la furia, la impotencia y la vulnerabilidad de su personaje y demuestra que puede hacer cosas muy buenas si se lo piden.

Como en toda película inglesa, los actores secundarios están espléndidos, y se podrían ejemplificar clases de actuación con cada una de sus intervenciones.

Véanla, pasarán un rato de lo más entretenido. Y aunque no rebose de quilates ni tenga la perfección sin mácula a la que hace referencia su título en inglés (Flawless), es un diamante legítimo.

Un abrazo

Gustavo Monteros