jueves, 30 de octubre de 2008

Todo sobre las mujeres

En el mundo del espectáculo, como en el resto de las actividades humanas, la suerte es primordial. Hay materiales sin méritos destacables cuyo destino natural es el reparador olvido. Pero tuvieron suerte y siempre vuelven, alcanzando por prepotencia de buena fortuna un sitial de clásico que no se merecen.

Mujeres (The women) pieza teatral de Clare Booth Luce es uno de esos casos. Pasó a la historia por ser la primera obra de la que se tenga memoria con un elenco compuesto enteramente por mujeres. Las tres razones que determinaron su éxito inmediato son fáciles de deducir. 1) Trata el siempre efectivo y rendidor tema del adulterio. 2) Alimenta la fantasía de que las mujeres en la intimidad son unas brujas irredimibles, que aunque pueden ser solidarias, se la pasan lanzándose unas a otras dardos ponzoñosos. 3) Los personajes pertenecen a la clase adinerada, por lo tanto, las escenografías y el vestuario deben ser lujosos y glamorosos, lo que siempre es atrayente.

El éxito en varios teatros del mundo le auguró un traspaso cinematográfico. George Cukor, un especialista en dirigir actrices, hizo una primera versión en 1939 con un seleccionado de estrellas de la época: Norma Shearer, Joan Crawford, Rosalind Russell, Paulette Godard, Joan Fontaine, Ruth Hussey y Mary Boland. El guión era de la punzante Anita Loos y de Jane Murfin. Hubo después (en 1956) una versión musical con June Allison y Joan Collins francamente deplorable.

Y entonces la magia de la perdurabilidad comenzó. Cada vez que un empresario con poca imaginación, que por desgracia son legión, necesitaba reavivar una boletería alicaída montaban Mujeres. La obra es de fácil acceso, se puede seguir su desarrollo hasta bajo los efectos de la anestesia. Y no hay actriz que se resista a pavonearse por escena, con un vestuario elegantísimo, diciendo alguna que otra línea feliz, que con un poco de buena voluntad hasta puede pasar por inteligente. En Buenos Aires se montó por última vez bajo la dictadura militar, a principios de los ’80, con un elenco variopinto. Lo que recuerdo de esa puesta es que las actrices se movían mucho y hablaban rápido para dar una falsa idea de ritmo (aun en esos lejanos días, la pieza lucía obsoleta). Recuerdo también a la Picchio que le ponía un saludable delirio a su personaje de la perpetua embarazada. En los ’90, un grupo de repertorio inglés la montó con el interés arqueológico de mostrarle al público formas perimidas de teatro. Según la crítica, la cosa era buena porque las actrices se divertían recreando el exagerado estilo de actuación de los ’30.

Y cuando por fin se la creía sepultada en las telarañas de las anécdotas teatrales, Meg Ryan la resucita en un intento de reencaminar su carrera, en acelerada cuesta abajo después de los estrepitosos fracasos de Contra las cuerdas y En carne viva. El argumento es sencillo. A la insulsa Mary Haines (Meg Ryan), el marido le mete los cuernos porque es aburrida dentro y fuera de la cama; y porque lo desatiende dedicándose a tareas de señora rica y descerebrada, tales como dar fiestas de jardín para recaudar fondos ¡pro preservación del Central Park! El marido la engaña con una vendedora de perfumes de una tienda importante, Crystal Allen (Eva Mendes) que es morocha y latina. Porque debe quedar claro que una WASP (White-Anglo-Saxon-Protestant) no puede ser nunca una roba-maridos-destroza-hogares; en cambio una latina, sí. Ya se sabe que las latinas son hermosas, ardientes y voluptuosas, pero también son ladinas, inescrupulosas, arribistas, y muy peligrosas porque tienen hambre de compensaciones, comidas y lujos. A Mary, la sosa, la ayudan a pasar el mal trance una pléyade de féminas. Su madre, Catherine Frazier (Candice Bergen), riquísima y experimentada en llevar cornamenta; su ama de llaves, Maggie (Cloris Leachman), bruta y tonta, pero con un sentido común adamantino; Uta, (Tilly Scott Pedersen), una institutriz suiza o alemana o dinamarquesa, pecosa, poco interesante y con el dudoso encanto de la vieja Europa; y la hija de Mary, la sonsa, Molly (India Ennenga), una adolescente poco angelada y al borde de la anorexia. Pero antes que nadie y por sobre todas las cosas están las amigas: Sylvia Fowler (Annette Bening), una editora de revista de modas, Edie Cohen (Debra Messing), de profesión embarazada y Alex Fisher (Jada Pinkett Smith), una novelista…lesbiana. Que en esta versión, la novelista sea lesbiana debe interpretarse como una concesión al progresismo de los tiempos que corren. Pero atención, la actriz es negra. O sea, el personaje de la novelista es negra y lesbiana. Perfecto, que una minoría (la negra) interprete a otra minoría (la homosexual), es algo que hasta un ama de casa de Texas, reivindicadora fanática del Ku Klux Klan, puede aceptar sin que se le queme la hamburguesa.

En un film de mujeres blancas como la leche, que el rol de la pérfida traicionera sea interpretado por una actriz de ascendencia latina y que el rol de la lesbiana sea interpretado por una actriz negra no es una casualidad ni un pintoresquismo del casting. Responde a la intención de promover y fortalecer prejuicios. Es un error considerar que la derecha extrema en el cine yanqui murió con John Wayne. Está vivita y coleando. Y trabaja por reiteración y acumulación. Generalmente somos muy pasivos ante los roles modelos que nos propone un espectáculo. En líneas generales, algo nos gusta o no nos gusta, no analizamos demasiado. Nos podemos reír de la torpeza de los yanquis para crearse antagonistas cinematográficos. En el cine mudo fueron los negros y los chinos, para citar sólo algunos. En el sonoro, también a modo de ejemplo somero, fueron los alemanes nazis (a los que todos odiamos con justa razón), después los rusos, los vietnamitas, los colombianos, los mejicanos, los islámicos, etc. Es risible, sí. Pero no subestimemos el daño que estos prejuicios pueden generar en mentes no fortalecidas para el discernimiento. Ya lo decían los griegos, ningún arte es ingenuo, fortalece siempre los andamiajes sociales. Lo que proponen los yanquis puede ser un disparate, pero si se lo reitera mucho, a veces a los gritos, a veces con mucho encanto, puede convertirse en una convicción peligrosa. Me detuve en esto, porque la propagación de prejuicios discriminatorios está presente aun en algo en apariencia tan inocuo como esta comedia idiota.

Pero volvamos al argumento. Mary, la boba, aconsejada por su madre, la ex cornuda, primero hace como que no pasa nada, pero cuando no le queda más remedio que asumir los cuernos, lo raja al marido de la casa y comienza los trámites de divorcio. (Todo esto pasa en off, porque como en la obra original, en todo el metraje no aparece un hombre ni en fotos.) Mary, la hueca, llora… mucho, abandona la dieta (sin perjuicios aparentes), y recurre a una clínica de rehabilitación para divorciadas ricas deprimidas, en donde conoce a Leah Miller (Bette Midler), una divorciada reincidente. Toca fondo y con la ayuda de la plata de mamá, Mary, la lela, recuperará su vocación: diseñadora de ropas (¿qué esperaban, que se pusiera a recuperar adictos en el Bronx? Mary será tonta y rica, pero solidaria ni ahí). La colección es un éxito, la autoestima florecerá, fluirá el dinero y mamá recuperará la inversión. El pícaro del marido querrá volver, y ella lo aceptará porque para una buena WASP los lazos del matrimonio son sagrados y eternos. Y una canita al aire es casi un traspié permitido en la longevidad del matrimonio, casi una invitación, una gentileza de la casa, como quien dice.

Los personajes no existen, son estereotipos definidos por la profesión o el status social: el ama de llaves, la manicura, la más o menos rica, la rica con conexiones sociales, etc. Las situaciones huelen a naftalina, los diálogos ya eran vetustos en tiempos del Antiguo Testamento. El chiste más gracioso aparece en los créditos. A este film nocivo, estúpido y retrógrada lo produce ¡Mick Jagger!

La adaptadora del material original y directora es Diane English, la creadora de Murphy Brown. Una de dos, o se le calcinó el cerebro o a los guiones de Murphy Brown se les escribía su abuelita.

Este engendro es altamente conservador, defiende a ultranza los sacrosantos valores del consumismo y del éxito que se mide en términos de producción de dinero. Y es asimismo muy machista, la existencia de las mujeres se define exclusivamente según la función que le proveen al hombre.

Las actrices hacen lo que pueden, que no es mucho. Se cambian todo el tiempo de ropa y pasean zapatos y carteras de diseñadores famosos. Salen mejor paradas las veteranas Candice Bergen y Bette Midler a fuerza de puro oficio. (Perdón, chicas, no se ofendan, les digo veteranas cariñosamente porque tienen mucha experiencia. Ya sé que ninguna de las protagonistas se cuece en el primer hervor… ni en el segundo… ni en el tercero.)Tampoco está mal Carrie Fisher como una escritora manipuladora.

(Esto es para vos, querida Annette Bening: Ya sé que Hollywood es un lugar muy cruel con las actrices y que tenés que estar en producciones comerciales para mantener un status estelar y elegir después producciones independientes con buenos papeles. Pero es preferible que participes en films “de tiros”, como cuando estuviste en Contra el enemigo con Bruce Willis y Denzel Washington, que también era un bodrio, pero al menos generaba una mínima adrenalina. Te perdono estas Mujeres inútiles y te perdonaré otras metidas de pata, es mucho lo que me has dado, pero no sé por cuánto tiempo más podré perdonarte. Michelle Pfeiffer y Julianne Moore que son tan inteligentes como vos, y más o menos de tu edad, no la pifian tanto a la hora de elegir bodrios. Recapacitá, Annette, o cambiá de asesor, sino perderás a este modesto espectador del culo del mundo que tanto te quiere y te admira.)

En resumen, una bosta envuelta en papel de regalo. Por favor, por más atractivo que sea el envoltorio no abran el paquete. Por más que lo intente, la bosta no huele a Chanel Número Cinco.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

jueves, 23 de octubre de 2008

La flauta mágica

El cine se lleva bien con la ópera. No es de extrañar, son parientes cercanos. Sí, el cine es el hijo bastardo del teatro, la novela y la ópera. Cada vez que nos machacan con una melodía dulzona procurando emocionarnos o arrancarnos alguna lágrima, toda vez que el contrabajo ominoso anuncia que los problemas se avecinan, cuando la música chirriante denuncia la presencia del tiburón asesino o que Anthony Perkins matará en la ducha a Janet Leigh, siempre que la marcha triunfal saluda la presencia del héroe, cuando la escena adquiere una espectacularidad grandiosa con cientos de extras en desfile o en batalla, si el escenario es tan amplio que se necesita más de una mirada para abarcarlo, en el momento en que Meryl Streep se permite una emoción extraordinaria y llora con profunda congoja en la camioneta porque Clint Eastwood se va de su vida para siempre, cuando Robert DeNiro toma a lágrima viva la cabeza perforada de Christopher Walken en el final de El Francotirador, se nota clara la influencia de mamá ópera.

En sus escasas apariciones en la pantalla grande, la ópera lució oronda, magnífica y aseñorada. Francesco Rosi (Carmen), Joseph Losey (Don Giovanni) y Frédéric Mitterrand (Madama Butterfly) la llevaron a los escenarios naturales en los que transcurren sus argumentos. Franco Zeffirelli (La travista, Otelo) la retrató en su opulenta artificiosidad.

La flauta mágica de Mozart se cimienta en la fantasía para elaborar una metáfora que habla de la superación de los males para lograr la hermandad del hombre. Dicha fantasía posibilita la multiplicidad de lecturas y La flauta mágica ya tuvo la suerte de llegar dos veces al cine. Ingmar Bergman no ahondó en la metáfora, pero (teatrero como pocos) la aprovechó para celebrar la teatralidad y el poder de la imaginación. Puso a la luminosa hija (una adolescente por entonces) que tuvo con Liv Ullman a ver una representación y dejó que la imaginación de la joven jugara con la puesta en escena, modificándola a su antojo. (La primera escena es inolvidable, los músicos tocan la obertura y la cámara toma la cara de la hija y del resto del público que la acompaña. Los rostros reflejan la expectativa que se tiene ante un espectáculo que se ansía ver. ¡Gracias, Ingmar! Bergman no tenía una opinión muy halagüeña del género humano, pero creía que el teatro era algo que hacíamos bien.)

Kenneth Branagh habla en esta versión de la superación de los conflictos bélicos y pone como punto de partida la lucha de trincheras de la Primera Guerra Mundial.
Su concepción es audaz, imaginativa, bella y espectacular.

Si nunca se han aventurado en el mundo de la ópera, esta película es una excelente posibilidad introductoria, aunque algunas aclaraciones son necesarias.

La ópera es una forma antigua de entretenimiento y exige una canal de acceso. Se dice que disfrutarla es un gusto adquirido, no natural ni espontáneo. Ante cualquier expresión musical contemporánea, uno accede directamente y se deleita o la detesta de inmediato. Pero uno no se expone a casi tres horas de música de otro tiempo y la aprecia instantáneamente. Para empezar, es mucha música toda junta; para seguir, a veces las modulaciones de sus partes son muy sutiles (al oído no entrenado le parece tres horas de lo mismo) y para finalizar, está cantada a toda voz (a los gritos dirá el oído no iniciado) y en idiomas extranjeros. Familiarizarse con ella requiere paciencia, constancia y la intuición de que tanto trabajo deparará recompensa. Algunos quedan a mitad de camino y dicen: esto no es para mí. Otros llegan hasta el final y la aman para toda la vida.

Gustar de sus arias destacadas no demanda mayor esfuerzo. Son como los hits de un álbum contemporáneo (¡si hasta podemos bailar con el brindis de La traviata o con La donna è mobile de Rigoletto!) Pero seguir un argumento teatral musicalizado y cantado en una lengua desconocida puede resultar árido y desalentador. (Al comienzo de mi iniciación en la ópera más de una vez me pregunté: ¿qué le pasará a esta gente?) Además, aunque los operómanos puristas me tilden de bárbaro, apóstata o blasfemo, diré que no contribuye a ganar nuevos adeptos que a menudo en las óperas haya largos pasajes de relleno que no dicen nada y son reiterativos y muy poco creativos.

Es que en los tiempos pasados, no se iba a la ópera exclusivamente a escuchar música. Era también un rito de sociabilidad. Se iba a mostrarse, a afianzar vínculos comerciales, a ratificar una posición social, a concertar matrimonios, a lucir galas y joyas. Sabedores de que eso pasaba, consciente o inconscientemente, los compositores no se esforzaban por crear tres horas de música imperecedera. Mostraban chispazos de genio entre parrafadas de cháchara musical como acompañamiento a las desviaciones de atención y a las conversaciones en voz más o menos baja del público. Pero la tradición sacralizó al compositor y no se permitió nunca la revisión crítica del material.

En el teatro de prosa, ninguna obra de teatro clásica se representa hoy tal como fue escrita o estrenada. Siempre hay una adaptación. Los gustos, los hábitos, las necesidades han cambiado, y el espectador hoy es distinto. Si nos dieran Casa de muñecas hasta con la última coma que puso Ibsen, nos moriríamos de aburrimiento, y lo que Ibsen quiso decirnos no nos llegaría con claridad y contundencia. Al público del siglo XIX era necesario darle lata y tiempo para que comprendiera los conflictos que se le planteaban. Hoy estamos mucho más duchos y captamos más rápido. El radioteatro, el cine y la televisión hicieron que decodifiquemos mucho más velozmente el arte de la representación. Además, toda historia representada ambiciona la popularidad y allana los caminos.

La ópera no pasó ni pasa por similares adaptaciones o modificaciones. Al ir perdiendo popularidad, las clases adineradas la defendieron como si fuera una prerrogativa cultural propia. La preservaron intacta. La convirtieron en un deporte para iniciados, dejando afuera a la mayor cantidad de gente posible. La disecaron. La embalsamaron. Quizá sólo se trató de otro ejemplo del recalcitrante conservadurismo habitual de las clases acomodadas. Así como existe un Romeo y Julieta de Shakespeare según la traducción de Pablo Neruda, Un enemigo del pueblo de Henrik Ibsen según Arthur Miller o Las troyanas de Eurípides según Jean Paul Sartre, no existe un Barbero de Sevilla según tal o cual puestista o director musical.

Perdón, la historia contemporánea registra una excepción. Hace algunos años, Peter Brook montó una Carmen como si se tratara de una obra teatral clásica. Se tomó todas las libertades. Eliminó secciones enteras de la partitura, cambió el orden de las arias y pidió reorquestaciones. Fue un experimento solitario e inútil. Los que la vieron la apreciaron mucho, pero extrañaron la versión acostumbrada que tanto conocían. (Convengamos que con Carmen, Bizet se permitió poca cháchara, lo que acentuaba la audacia de Brook.)

Y así padecemos otra ironía en nuestras vidas. Ahora que vamos al teatro sólo para disfrutar del espectáculo, soportamos estoicamente maratónicas sesiones musicales de la época en que la gente iba al teatro a hacer sociales, negocios o de levante. (Hoy también podemos ir al teatro para hacer estas cosas, pero las hacemos a la entrada, la salida o en los intervalos, nunca durante la representación.) En Amadeus, Milos Forman nos muestra como el público popular vivía la ópera. Esto se ve claro tanto en la escenificación de la bufonada sobre Don Giovanni como en el estreno de La flauta mágica. El público le grita a los actores, se ríe a carcajadas, interrumpe la acción, pide bises. El clima que se vive es similar al que se experimenta hoy en día en un concierto de rock. ¡Qué distinto del envaramiento con que se ve hoy una ópera, con esos códigos estrictos que prohíben la espontaneidad!
Aun si un cantante o los músicos nos emocionan, no podemos expresar nuestro entusiasmo, debemos reprimirnos y esperar la pausa para el aplauso que dicta la tradición. (El purista, como todo fanático, es un poco estúpido.)

Una última cosa, así como la de Bergman estaba cantada en sueco, esta Flauta mágica está cantada en inglés. En la actualidad, en Inglaterra las mismas óperas se cantan tanto en sus idiomas originales como en inglés. A las primeras, se las designa óperas clásicas, a las segundas óperas populares. Traducirlas al propio idioma implica la voluntad de hacerlas asequibles a la mayor cantidad de público, privilegiando la propia cultura y el sentido del espectáculo.

Otro absurdo institucionalizado. Aquí no representamos a Ibsen en noruego o a Chejov en ruso, pero oímos óperas en francés, italiano o alemán, aunque no entendamos un corno de esos idiomas. (Una vez le pregunté a mi profesora de canto, que era una cantante lírica, por qué aquí las óperas no se cantaban traducidas. Muy simple, me dijo, porque los maestros (o sea los directores de orquesta) lo vivirían como una traición a los compositores y a los valores literarios de los libretistas. Sí, todo muy bonito. Ahora bien, el canto lírico exige hacer malabares sosteniendo la emisión en vocales y consonantes, y así el alemán suena como japonés, el francés parece el ronquido de un perro con moquillo, y el italiano suena como el español mal aprendido, y los que dominan a la perfección esos idiomas no entienden ni jota de lo que dicen y les parece que cantaran en kurdo. En cuanto a las virtudes literarias de los libretos, salvo honrosas excepciones, ahora que tanto en las emisiones televisivas como en las teatrales contamos con subtítulos, nos enteramos que en realidad dicen una sarta de obviedades y pelotudeces, que imaginábamos profundas y elocuentes cuando no las entendíamos.)

Los ingleses fueron, son y serán piratas. Pero defienden su patrimonio cultural y su herencia lingüística, por eso las traducen. Saben que lo que viene de afuera puede ser bueno, regular o malo. No tienen complejos de inferioridad ni son cipayos. No dan por sentado que todo lo que viene de afuera es mejor, sólo por el hecho de ser extranjero.

En resumen, si ya gustan de la ópera disfrutarán de esta versión enjundiosa y vital que nos regala Kenneth Branagh; y si no la conocen, atrévanse e insistan. Más allá de los excesos y limitaciones, la ópera cumple con lo que promete y nos da la recompensa de acariciarnos el alma.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 18 de octubre de 2008

La cámara oscura

El arte de la representación (el teatro, el cine) más que el arte de la evocación (la literatura, la plástica) necesita de la suspensión de la incredulidad para celebrarse. ¿Qué corno es esto? Cuando nos sentamos en una platea, sabemos que nos van a contar un cuento con las apariencias de la realidad, que los actores juegan a hacer de personajes y que no aman a sus coprotagonistas (es más, es probable que se odien en la vida real) y que, por supuesto, (¡Dios nos libre!) no morirán de verdad. Sólo se trata de un artilugio que jugamos a creer para poder entretenernos.

En el arte de la representación, una vez que tenemos la historia a contar, nuestro aliado fundamental es el actor. Él debe corporizar el personaje que lleva adelante la historia. Y para que la historia se cuente bien, es imprescindible saber dirigirlo. Por ejemplo, si en la primera escena, el personaje recién levantado sólo debe descubrir que su madre no ha recogido los platos de la cena ni preparado el desayuno como siempre, y el actor en vez de estar medio dormido, está más despierto que un dogo al ataque, la película está en problemas. ¿Tan difícil es pedirle a dicho actor que se recueste media hora antes de la filmación de la escena con los ojos cerrados y que se relaje lo más profundamente que pueda respirando hondo, para que su rostro esté ligeramente abotagado y su cuerpo ligeramente tieso y lento como cuando dormimos mal, o distendido y medio descoyunturado como cuando dormimos bien?

Actuar es un juego complicado, lleno de matices. Pero hay dos áreas primordiales que el actor debe tener siempre presente: el personaje y su conflicto. El conflicto en teatro es esencial, si no hay conflicto no hay obra. En cine, el personaje puede no estar condenado a la lucha de voluntades, puede no tener un conflicto determinante. En cine, hay otros elementos que contribuyen a que el personaje cuente su historia: la fotografía, la música, el vestuario, la dirección de arte, la planificación de la secuencia, etc. Pero el conflicto, aunque no esté omnipresente, anda siempre merodeando, porque vivir es un problema.

En nuestra vida cotidiana, aunque no enfrentemos conflictos definitorios como en la tragedia griega, enfrentamos constantes conflictos mínimos. Nuestra voluntad enfrenta sus circunstancias todo el tiempo. Por ejemplo, me levanto porque sonó el despertador, pero me hubiera gustado seguir durmiendo. Debo bañarme o afeitarme, pero no tengo ganas. Me gustaría desayunar con facturas y tengo sólo galletitas humedecidas porque le paquete quedó abierto. Debo ir a trabajar, pero me gustaría quedarme viendo series en el cable. Me visto y ¡mierda! la ropa me aprieta, tengo que hacer otra dieta, o la ropa me queda grande ¡carajo! parezco un huérfano de hospicio con ropa ajena, etc. etc.

Si actúo, cuantos más elementos de estos tenga en cuenta, más nítida será mi presencia y más sentido tendrá mi permanencia en escena. Y si soy un actor medio boludo, entrenado sólo para actuar en obras de teatro expresionista, el director, valga la redundancia, debe dirigirme.

Ésta es una historia de época, transcurre en 1892 y en 1929. El vestuario es muy bonito, pero los actores están enyesados en él. No respiran ni conviven con el vestuario, parecen recién salidos de una casa de disfraces con trajes que les quedaron chicos e incómodos. Si mi personaje usa corsé o una faja, se supone que estoy tan acostumbrado que debo llevarlo con la naturalidad con que llevo hoy mis jeans. No digo que viva fajado todo el tiempo del rodaje, pero al menos habituarme un poco como para lucir natural y cómodo.

Otro error frecuente en las películas con mala dirección de actores es lo que llamo “el mal de la claqueta”. La claqueta es esa pizarrita dividida en dos en la que se especifica la escena y la toma que se están filmando y que se hace sonar para indicar el inicio de la acción.

Si la escena comienza con un living vacío y alguien llega de la calle y otro personaje sale del baño y se saludan, no hay mal de la claqueta.

Pero si la escena comienza con varios personajes que la cámara sorprende en plena conversación, y en vez de haber la dinámica de toda conversación múltiple con los roles asignados y los cuerpos acomodados según esos roles (el que habla, el que escucha con atención, el que no escucha, el que escucha a medias, el que no participa, el que está dispuesto a interrumpir, etc.), tenemos actores con cuerpos muertos y una conversación sin ninguna dinámica (como si los actores sólo estuvieran ubicados esperando que digan acción para comenzar a repetir un diálogo sin ningún espíritu previo), estamos ante el mal de la claqueta.

En esta película, llena de escenas grupales, el mal de la claqueta no es un caso esporádico, sino toda una pandemia.

Las relaciones son importantes. Si tal actriz hace de madre de tal otra actriz, se supone que se conocen de toda la vida, que una (generalmente la madre) parió a la otra, que la vio crecer, por lo tanto no pueden comportarse como si recién acabaran de presentarlas. Si este actor y esta actriz son marido y mujer y han tenido cinco hijos, se supone que hay cierta comodidad corporal entre ellos, ya que esos hijos no nacieron de repollos. Aquí, estos esposos de veinte años se van a acostar con la incomodidad de dos actores que, por problemas de alojamiento, fueron obligados a compartir la habitación y es la primera noche que dormirán juntos.

La historia transcurre en Entre Ríos, con personajes que trabajan el campo. Una señora a la salida decía: “¿Te diste cuenta, Estercita? Trabajaban en el campo, ni sudaban ni estaban sucios y le tenían miedo a los caballos.” La señora no podía tener más razón.

El dueño del campo trabajaba a la par de los peones, araba, talaba árboles, hacía leña, le tiraba fardos a los animales, etc. En un momento, la cámara lo toma dándose un baño después de un día de trabajo y el actor tiene una tonicidad muscular casi nula, como si acabara de salir de un coma prolongado y el único esfuerzo que hubiera hecho fuera llevarse la cuchara a la boca. No digo que tuviera el cuerpo de Schwarzenegger, que es una falacia inventada con anabólicos, pero ¿no convendría haber mandado al actor un par de días al gimnasio para que tonifique algún músculo?

Algunos de estos personajes, supuestos labradores curtidos, templan en un momento un instrumento musical y sus manos están más manicuradas que las de Bruno Gelber que en su vida regó una planta o peló una papa. Un delirio, están tan lejos de la leptopirosis como de que los elogie Diane Keaton, la reina de la creación de circunstancias. (Tomemos el peor film de Diane, para no entretenernos con otras virtudes, y veámosla como maneja la ropa que lleva puesta como si hubiera nacido con ella, como maneja los elementos de la escena como si los hubiera manipulado toda la vida, como convive con el ambiente en el que su personaje deambula, juraremos después que esos adornos que aparecen por ahí no los eligió el escenógrafo, si no que los compró el personaje de Diane, y si nos apuran hasta podremos aseverar dónde y cuándo los compró, y el precio.)
Hay momentos actorales bochornosos. Un personaje es sobreviviente de la batalla de Gallipoli (de la que hay hasta una gran película de Peter Weir con un joven Mel Gibson) y cuenta esa traumática experiencia con la levedad de alguien que está contando una batalla de tizas, perdida en la memoria de un recreo u hora libre.

Cosas más sutiles como intenciones o matices en el texto, brillan por su ausencia. Todos recitan como chicos de escuela en ensayo de fiesta de fin de curso. (Digo ensayo porque cuando llega el momento de enfrentar al público, los chicos evidencian alguna forma de verdad, que aquí no aparece por ningún lado.) Y estos actores ni siquiera declaman con gracia, repiten inexpresivamente como si elaboraran la lista de compras para el supermercado. (Pobrecitos los actores. Cuando lo hacen bien, uno los quiere y hasta puede convertirlos en amigos para toda la vida. Pero cuando lo hacen mal, uno los odia y quisiera ejecutarlos al amanecer o desterrarlos a Isla de los Estados.)

¿De que se trataba esta historia que no pude creerme ni un instante? Una variación de El patito feo, según un cuento de Angélica Gorodischer. Una mujer fea, odiada por su madre por fea, despreciada por sus compañeritos de escuela por fea, detestada por sus hermanas por fea, se casa con un viudo que no la ama, pero la elige como esposa por fea, porque su anterior mujer era hermosa, coqueta y ardiente y le metía los cuernos hasta con el pulpero. (La actriz que hace de la esposa muerta aparece en una sola escena ante un tocador y tiene los pechos y la espalda bronceados. ¿Cómo hizo si en esa época los vestidos cubrían hasta el cuello y las mujeres le temían al sol más que a la peste? Vaya a saber.)

Veinte años después y con cinco hijos ya grandes, viene un fotógrafo a sacar fotos familiares. Es rengo porque arrastra una herida de guerra. Sus fotos personales se enrolan en el surrealismo. ¿Y a quién puede apreciar más un surrealista que a una mujer fea, fea? La cuestión es que la fea descubre alguna forma de autoestima, se valora un poco y se va con el fotógrafo.

El relato en sí, es tan atractivo como para hacer entrar en empatía a Valeria Mazza, que ni remotamente tuvo jamás ese problema. Pero está tan mal actuado que no entra en empatía ni la Picchio a la que el director de fotografía de Breve cielo (film con el que debutó en el cine) le dijo que no servía para la cámara porque era muy fea.

Detrás está la idea de que la fea es más bella e interesante que los supuestos lindos, y que nada es feo o lindo per se, sino que todo es cuestión de la mirada, pero tal como está contada no le interesa a nadie.

La fotografía y la música ayudan a que la historia no se desbarranque del todo, pero no pueden hacer milagros. La secuencia de animación sobre bocetos de Rocambole y la recreación de fotos surrealistas son buenas, pero muy breves. Con las torpezas de la dirección de arte no quiero meterme para no aburrirlos. Mencionaré sólo un ejemplo, si la acción transcurre en 1929, no puedo crear verosimilitud usando un auténtico libro de 1929, porque hoy es viejo, pero en 1929 era ¡nuevo!

La directora María Victoria Menis si no quiere tomar clases de dirección de actores está en su derecho. Cada uno toma los cursos que se le da la gana. Pero si al menos viera la escena del fogón de Las aguas bajan turbias y se preguntara cómo hizo Hugo del Carril para lograr tanta verdad en un plano secuencia con casi 150 personas entre actores y extras, nosotros, los sufridos espectadores, se lo agradeceríamos. Y mucho.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

viernes, 17 de octubre de 2008

El gran golpe

El gran golpe es el tipo de película que en la jerga cinematográfica anglosajona se denomina una “heist movie”. “Heist” en inglés es robo o atraco a mano armada, pero en la primera acepción es robo de una bóveda bancaria o de una caja fuerte, es decir un robo con la violación previa de algún mecanismo de seguridad.

Rififí (1955) de Jules Dassin, el film modélico sobre robos, no inauguró la tradición (en el cine mudo hay antecedentes de todo lo que vino después), pero llevó al subgénero a su primer pináculo de gloria.

En 1971 se robaron las cajas de seguridad de una sucursal del Lloyd’s Bank en un barrio de Londres. Se lo llamó el “walkie-talkie robbery” porque un radioaficionado oyó conversaciones entre un campana apostado fuera del banco y un ladrón que se suponía estaba dentro. El caso fue famoso porque a cuatro días de conocido el hecho, desapareció de todos los diarios de repente. Se rumoreó que el gobierno pidió que callaran la noticia porque comprometía la seguridad nacional.

Treinta y tantos años después, los detalles y las implicancias políticas siguen sin aclararse. Los guionistas Dick Clement y Ian La Frenais, y el director Roger Donaldson ensayan una solución mayormente plausible y muy interesante. La hipótesis central que manejan dice que una de las cajas de seguridad guardaba fotos comprometedoras de la princesa Margarita en pleno y gráfico menage à trois. En los ’50 y ’60 la princesa era una fiestera bárbara en constante tren de joda. A la hora del placer sexual, todos los colectivos la dejaban bien. Se retiraba a la isla de Jamaica y agitaba la matraca como loca. Al ser las fotos muy peligrosas, el gobierno se propuso rescatarlas a cualquier costa, haciendo honor de la famosa moral británica: no está mal hacer lo que sea, siempre y cuando no se entere nadie.

Las demás hipótesis de los creadores de este film implicarán a delincuentes de poca monta, voceros del poder negro que son en realidad tremendos criminales, damas de sociedad seducidas por la izquierda, espías, modelos, policías corruptos, reyes de la pornografía y políticos de renombre entregados a prohibidos placeres en burdeles de lujo.

En un comienzo la cosa es un poquito complicada y difícil de seguir. Hay muchos personajes y subtramas, pero después las fichas comienzan a caer en su lugar y uno puede armar el cuadro general con toda claridad.

El director Roger Donaldson tiene un probado oficio y manipula las cuerdas con destreza. Jason Statham se postula para el trono vacante de superhéroe de acción, ya que los que calzaban la corona están entrados en años y medio retirados para el género. Condiciones no le faltan, de pasado olímpico (fue saltador para el equipo de Gran Bretaña y participó de Barcelona ‘92) tiene presencia, carisma y una voz filosa. Tiene dos contras: es petiso y muestra una simpatía extraña que no termina de conectar con la platea. Como en toda película inglesa, los secundarios, del primero al último, están impecables.

Las “heist movies” me provocan siempre dos reflexiones. Estos robos requieren inteligencia, astucia, sagacidad, creatividad y una tremenda capacidad organizativa. Están perpetrados por personas que están fuera del sistema. Obviamente es su venganza contra una sociedad, que por distintos motivos, los marginó. Cuánto mejor sería la vida de todos si individuos de tanto potencial y talento hubieran permanecido dentro del andamiaje social protector, que aunque lo neguemos con prejuicios varios, no nos cobija a todos.

Y la otra reflexión es que en las historias de robo, particularmente si se basan en hechos reales, se percibe claramente cómo opera el azar en la vida. Planes perfectos pueden desmoronarse por detalles minúsculos, intrascendentes. Mientras que planes torpes pueden triunfar por una sucesión aparentemente gratuita de hechos fortuitos. El azar es una fuerza misteriosa que interviene constantemente en nuestras vidas.

A veces, camino de mi trabajo, en días que tengo ganas de quedarme en casa porque siento que mis cosas me llaman, me pregunto qué posibilidades me estoy perdiendo al no contestar esa llamada equivocada o al no atender aquel timbre que sonó por error. O si decido no ir a último momento a ese lugar adonde había planeado concurrir, me pregunto de qué cadena de circunstancias aleatorias no estoy participando y adónde me hubieran llevado de haber ido. Como en muchos otros campos, son cosas que nunca sabré.

Volviendo al film que nos ocupa, concluiremos que aunque entretenido, meritorio y audaz no pasará a la historia del cine (será a lo sumo una nota al pie de página) ni figurará entre nuestros films favoritos de todos los tiempos. Pero es como un buen caramelo cuando necesitamos algo dulce. No equivale a un gran postre, pero es sabroso mientras dura.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

domingo, 12 de octubre de 2008

Entre la vida y la muerte

Pasé mi niñez en Catamarca. Entonces estaban de moda las películas de cowboys. Sólo que no las llamábamos así, correctamente. Les decíamos películas de “conbois” que era como creíamos que se pronunciaba.

Íbamos a la escuela normal Gobernador José Cubas, que era una escuela granja. A la mañana, hacíamos la primaria común en un edificio colonial muy bonito, de espaciosas galerías con grandes arcadas que daban a un patio central custodiado por macetones de barro. Almorzábamos en nuestras casas. Y a la tarde íbamos en bicicleta a la granja que quedaba pasando la ermita de la Virgen en San Isidro. En la granja, hacíamos almácigos de verduras y hortalizas, cuidábamos árboles frutales y aprendíamos sobre las abejas. Después nos llevaban a un quincho enorme con una larguísima mesa de roble en la que hacíamos los deberes. Nos daban mate cocido con leche y rodajas de pan cacho untadas con manteca y espolvoreadas con azúcar. Y quedábamos libres para jugar a los “conbois” hasta que oscureciera o el portero se cansara y nos echara. El pedregal, los cactus y las montañas agrestes se prestaban como el escenario ideal para que nos perdiéramos en nuestra fantasía. Nuestros juegos se desarrollaban en una jeringoza que remedaba el inglés. Lo único que pronunciábamos con fidelidad era “come on”. Pero a mí no me bastaba, por eso comencé a molestar con que me mandaran a inglés porque yo quería hablar como en las películas.

Con el tiempo dejaron de interesarme las películas de cowboys, a mí y a mucha gente más, por eso dejaron de hacerlas. De vez en cuando vuelven, como ahora.
Jeremy Irons y sus secuaces aterrorizan el pueblo de Appaloosa, cuyos representantes contratan a dos pistoleros (Ed Harris y Viggo Mortensen) para que impongan la ley y el orden. Jeremy es un villano con recursos y les complicará bastante la vida. Aparecerá en escena una viudita (Renée Zellweger) que deparará más de una sorpresa y conquistará el corazón de uno de los pistoleros.

Ed Harris en su segundo film como director (antes hizo Pollock, sobre la vida del gran pintor norteamericano Jackson Pollock) muestra destreza narrativa y un buen manejo de la puesta en escena. Su actuación es sólida como siempre. A Viggo Mortensen le sientan bien los héroes que hablan más con la mirada que con las palabras. Jeremy Irons en un personaje no muy definido por el guión, como no tiene mucho de donde agarrarse le aporta misterio a su villano. Renée Zellweger juega hábilmente a su viudita y expone lo difícil que les resultaba a las mujeres sin dinero, marido y familia sobrevivir en un mundo de hombres. Su sentido de la lealtad es volátil, pero ¿qué otro remedio le quedaba? Ariadna Gil como una prostituta aparece poco, pero ilumina la pantalla con su sensibilidad y belleza. La fotografía y en especial la música son de primer nivel.

El western más que ningún otro género fue cargándose de significación lo que quizá aceleró si no su deceso, al menos, su alejamiento de las pantallas. John Ford lo transformó en un espacio metafísico en el que el bien y el mal se sobredimensionaban. Clint Eastwood, Fred Zinnemann y John Huston trasladaron al oeste la tragedia griega con todas sus reglas y fundamentos. Sergio Leone llevó la ópera italiana al Far West y especuló con grandilocuencia sobre los caprichos del destino.

Los tres últimos intentos de revitalizar el género: éste, Pacto de justicia de Kevin Costner, y El tren de las 3:10 a Yuma de James Mangold son excelentes films, pero cargan sobre sus espaldas la impronta de imponer trascendencia y resignificación a lo que se cuenta, lo que les quita soltura y fluidez.

Los dos pistoleros de Entre la vida y la muerte (Appaloosa en el original) hablan poco, pero lo hacen con claridad y elocuencia. Pero el guión los carga con tantos psicologismos que este film bien podría llamarse Ingmar Bermang va al oeste.

En los viejos tiempos, los westerns tenían alegría, enjundia, desfachatez, espontaneidad y una profunda vitalidad. La trascendencia y significación surgía de lo que contaban, no se superponían a la historia para fuera sólo un reflejo de ideas rectoras importantes.

Las viejas películas de vaqueros fluían con la alegría del arroyito que salta entre las piedras.

Las nuevas películas del viejo oeste fluyen con la pesadez de un río helado.

Entre la vida y la muerte gusta, y mucho, pero no invita a jugar a los “conbois”.

Un abrazo

Gustavo Monteros

viernes, 10 de octubre de 2008

Noches de tormenta

El romántico, más que ninguno otro género quizá, es fantasía pura. Los príncipes no andan con el zapato en la mano buscando a la bonita que los flechó en la fiesta. Menos que menos son azules, si lo fueran serían pitufos y nadie los querría. Y las mujeres que en la vida real se comportan como las heroínas románticas, pendientes sólo del amor, terminan enganchadas con machistas de poca autoestima que las cagan a palos o las torturan psicológicamente, dándoles en ambos casos una vida de mierda.

Pero la ficción, como su nombre lo indica, no es la realidad.

Y ahí andan por las novelas, las sacerdotisas del amor inmolándose por galanes tan buenmozotes, palurdos y fronterizos, por los que en nuestro plano de vida cotidiana si una mujer con dos dedos de frente les diera algo más que la hora o el saludo sería un milagro.

Pero es injusto referir este tipo de ficción al mundo real. Se trata de idealizaciones exaltadas que habitan un universo paralelo.

Nicholas Sparks, el autor de la novela en que se basa este film, tiene su quiosquito. Es una especie de Corín Tellado, no tan prolífico y con ambiciones de grandeza literaria. Su página web oficial dice que es cinturón negro de karate y aparece fotografiado en jardines floridos con remeras ajustadas que le marcan sus músculos. Sus dientes son blanquísimos, sus rasgos son parejos y tanto su pelo como su jardín fueron podados con la misma prolijidad. La página menciona entre sus méritos literarios el haber sido elegido el hombre más sexy del año por no me acuerdo qué revista. Es como un personaje muy armado para satisfacer la fantasía de la norteamericana media. ¿Qué más podría desear un ama de casa no muy culta, atiborrada desde la cuna con rosquillas, pollo frito y fundamentalismos republicanos, que tener un marido exitoso, atlético, con look de marine y de probada sensibilidad por haber escrito novelas rosas (que como son pretenciosas diremos que son más bien de color rosa Dior)?

Anteriormente, tres novelas suyas ya fueron llevadas al cine. Mensaje de amor (Message in a bottle) con Kevin Costner, Robin Wright Penn y el inolvidable y tan lamentado en estos días, Paul Newman). Diario de una pasión (The notebook) contó con la participación de los inmensos Gena Rowlands y James Garner, el prometedor Ryan Gosling, el siempre simpático James Mardsen, y la no tan conocida por mí, Rachel McAdams. Un amor para recordar (A walk to remember) pasó directamente a DVD por no tener figuras de renombre en su elenco que justificara por estos pagos su estreno en cine.

A las dos primeras las vi por partes, nunca enteras y menos que menos de un tirón. Creo ser un hombre razonablemente romántico (los boleros me emocionan, hincho siempre por que la parejita termine junta en las comedias románticas, y mientras estudiaba en la facultad almorcé religiosamente con Rosa de lejos y no tuve paz hasta que Rosa se quedó con el maestro y no con el pérfido de Pablo Alarcón, que cuando era joven hasta tenía pinta de nazi). Pero la cursilería (que no es nada más que la sensibilidad que se pasó de azúcar) me empalaga.

Tanto paisaje bonito, tanta musiquita de piano y violín, y tanta gente linda que sufre impoluta como recién salida de la peluquería, me dan ganas de deponer.
Son como fantasías para gente que tiene todas sus necesidades satisfechas, no para mí que a duras penas tengo a veces satisfechas sólo las básicas. Tengo demasiado ajetreo cotidiano como para identificarme con una señorita y un señor cuya única preocupación en la vida es saber si finalmente serán amados como ellos creen que les corresponde. El amor es esencial, claro. Pero si uno no llega a fin de mes, si en el trabajo me va horrible, si el perro del vecino ladra toda la noche y no me deja dormir, y si en la última lluvia se me arruinaron los zapatos nuevos, el amor se relativiza un poco. Y valga la paradoja, digo de que algo sea esencial y a la vez se relativice.

Pero vayamos al grano. Diane Lane tiene un presente de lo más convulsionado. Su hija adolescente (parecida a Cinthia Fernández, pero sin tanta pinta de “loquita”) la contradice y le cuestiona todo (¿Acaso no es a lo que los adolescentes se dedican? ¿No hicimos eso en esa edad tan problemática?) (Tiene otro hijo que es como el hermano menor de Harry Potter con anteojos incluidos, pero como es chico todavía no le da dolores de cabeza).Pero bueno, Diane es muy sensible. Para colmo su ex marido, un infiel consuetudinario (Christopher Meloni, el detective alto de La ley y el orden U.V.E.) está arrepentido y quiere volver al hogar. (No le creas, Diane, aunque parece sincero, el hombre tiene pinta de que las minitas se le tiran encima y así no hay resolución que aguante).

Para que no se le salte la térmica, la pobre Diane necesita reflexionar. Decide entonces hacerle el favor a su amiga. (¡No sean mal pensados!). Se trata de cuidarle el hotelito del que es dueña por el fin de semana. El hotelito queda en Rodanthe (de ahí el título de la novela y del film en inglés: Nights in Rodanthe). Jean (Viola Davis), la amiga, es negra, lo cual es re-cool. No hay nada más progre para el yanqui bien pensante que las amistades o las relaciones interraciales, que equivale al colmo del entendimiento, la integración y la superación de los prejuicios. (¡¿Aguante Obama?!). La simpática negrita (¿o debería decir afroamericanita?) se va a pasar un fin de semana de sexo con un exitoso basquetbolista. (¿Dónde quedó la supuesta fantasía de la mujer con miembros más proletarios del sexo masculino, tales como el lechero, el cartero, el mecánico? Si ya no basta con ser un semental de sex appeal que parte las baldosas, si sólo hay que tener mucho pero mucho dinero, entonces el Tío Rico es más sexy y afrodisíaco que George Clooney. ¿La versión yanqui de El sodero de mi vida sería El jugador de la N.B.A de mi vida?). Retomo, como se anuncia una tormenta terrible (de ahí el título en castellano) Diane tendrá un solo huésped.
Paul Flanner es un cirujano prestigioso, maneja un autazo y es Richard Gere. El pobre Richard, para no ser menos que Diane, arrastra una desestabilizadora crisis de conciencia. Una paciente se le murió de repente en el quirófano. Vino a Rodanthe a ver al viudo para superar un problema tanto personal como legal (bochornosa escena de Scott Glenn, de la que no sale a flote ni con su probado oficio). Luego Richard tomará su autazo y su Rolex y seguirá camino a rescatar a su hijo de un destino peor que la muerte: ¡¡¡el muy descarriado le presta asistencia médica a los negritos pobres de Ecuador!!!

Diane y Richard son sólo dos almas sensibles atribuladas por conmocionantes vicisitudes. Se desatará la tormenta, pero ellos no se preocuparán por los postigos batientes, se dedicarán a hacerse el amor. No como posesos hambrientos de cariño y de placer si no lenta, tierna, sabiamente, como dos viejos amantes que conocen los resortes secretos que al otro le dan el máximo placer. Se aman tan gozosamente que vuelven inútiles las clases de sexo tántrico que tomó Sting, quien se hubiera ahorrado una fortuna en instructores con tan sólo leer una novela de Nicholas Sparks. (Que no sean torpes ni acaben precozmente es la forma que tiene Hollywood de decirnos que son el uno para el otro desde el inicio de los tiempos, o del guión que es lo mismo). Se amarán en medio de rugientes violines y pianos estentóreos que dejan en cuarto plano el furor de la tormenta que se desfoga inútil sobre el hotelito. (¿Para qué darle más importancia, si después de todo era sólo una excusa para meterlos en la cama?)

Sé que estoy dando una idea equivocada, pero ahora me corrijo. Las escenas de sexo son cuatro fotogramas mal iluminados con muchos puntos suspensivos. Sólo lleno los puntos suspensivos para divertirme un rato. Esos cuatro fotogramas tienen un erotismo tan blando que no escandalizaría ni a las hermanas carmelitas de clausura. Es más, hay más erotismo tórrido en La novicia rebelde porque al menos Julie Andrews y Christopher Plummer nos “vendían” que se amaban.

Prosigo, lo que para el sentido común no es más que una aventura pasajera que se comienza a olvidar ni bien se acaba, para ellos por decreto de la boletería será una experiencia que cambiará sus vidas para siempre.

Lo que sigue es fácil de adivinar, y si lo que imaginan no se cumple al pie de la letra, tampoco se sorprenderán mucho. El final llegará en medio de grandes lecciones de vida vociferadas y reiteradas, no sea cosa que nos hayamos dormido, ahogado con un pochoclo o simplemente no entendido las tremendas obviedades que proponen.

Diane Lane y Richard Gere son dos profesionales experimentados en estas lides del romance, saben que para la historia sea vendible debe haber química entre ellos. Le ponen garra al asunto, pero no pasa nada. Se miran como si se amaran, se tocan como si se desearan, pero sólo están pensando en el suculento monto que engrosará su cuenta bancaria por hacer esta película.

En resumen es mala, con conflictos de plástico, un guión armado con frases robadas a un libro de autoayuda, actuaciones de cartón piedra y una banda sonora machaconamente dulce. Lo mejor: el hotel y la fotografía de postal de vacaciones.

Para verla cuando la dé el cable, siempre y cuando sea domingo, llueva a cántaros, no haya aceite para tortas fritas, el equipo del que somos hinchas haya perdido por goleada vergonzante ante su histórico rival y la única otra opción posible sea una película con Palito Ortega hecha durante la dictadura militar.

A menos, claro, que se sea fanático o fanática de Richard Gere y se entre en síndrome de abstinencia si no se ve un film con este actor cada 3 o 4 meses, en cuyo caso le perdonarán cualquier pecado, incluso éste que es sumamente mortal. Porque hasta del ridículo se vuelve, pero del aburrimiento, no

Un abrazo


Gustavo Monteros

viernes, 3 de octubre de 2008

El reino prohibido

Jackie Chan es una auténtica estrella cinematográfica. Quizá no sea un gran actor, aunque eso a nadie le interesa. Del mismo modo que a nadie desvelaba si Humphrey Bogart lo era o no. En cine, el magnetismo de una personalidad que nos compele a simpatizar con ella es a veces tan esencial como la mismísima cámara.

Entre los que lo conocen, basta que se diga Jackie Chan para que los rostros se deshagan en sonrisas y los ojos se iluminen con las reminiscencias de sus proezas.

Llegó al estrellato un poco por casualidad. Fue primero doble de riesgo y coordinador de combates de artes marciales. Un buen día terminó frente a la cámara, la cámara amó su inefable simpatía y aquí estamos todos sonriendo con cara de estar abriendo regalos.

No es casual que su película favorita sea Cantando bajo la lluvia, en la que el personaje de Gene Kelly obtiene su primer protagónico después de destacarse como doble de riesgo.

Consciente de que con su donosura o sex appeal no llegaría muy lejos, Chan tomó como referente a los cómicos del cine mudo que conoció en su niñez (Buster Keaton, Charles Chaplin y Harold Lloyd) y se abocó con pasión a la comedia física.

Sus gags no son los de la torpeza, si no los de la habilidad. Sus acrobacias son la celebración de la destreza humana, la exploración gozosa de lo que el cuerpo en movimiento puede lograr. La alegría con la que cabriolea lo emparenta con los héroes de la acción física, Errol Flynn, Burt Lancaster y Jean Paul Belmondo. En los films en los que es protagonista absoluto (a los productores yanquis les gusta ponerlo siempre con una contrafigura) no hay muertos ni sangre. Todo se resuelve a patadas y puñetazos limpios. Sus contrincantes y él se encuentran siempre en igualdad de condiciones, no es el héroe imbatible, cobra que da gusto y si logra imponerse es por su astucia y su imaginación. Le ha encontrado usos impensados a una silla, una escalera, un saco o un pantalón. Es el terror de las compañías de seguros, porque se arriesga mucho y a veces se lastima.

Los que han trabajado con él, toman la lira y le cantan loas de alabanza a su permanente buen humor, la bonhomía de sus bromas blancas a sus compañeros y a la felicidad con que hace su trabajo.

Los que no trabajaron aún con él, dan vueltas carnero en el aire cuando los llaman. Actores que habitualmente participan de proyectos “intelectuales” ponen como única condición tener una escena de humor o una pelea con Jackie para aceptar.

Recibe tributos inesperados. Steven Spielberg interrumpió una conferencia de prensa importante que se realizaba en un hotel porque desde el escenario vio pasar a Jackie por el lobby y quería su autógrafo. Como los fotógrafos lo siguieron, posó con Jackie y pidió por favor que le enviaran las fotos.

Los franceses, poco prejuiciosos a la hora de definir lo que es cultura, lo nombraron Caballero de las Artes y de las Letras, equiparándolo en honores con otros notables como Robert De Niro, Clint Eastwood o Jack Nicholson.

Anda amenazando con retirarse, dice que se está poniendo grande para esos trotes (nació en Hong Kong, el 7 de abril del ‘54), pero yo creo que su sabiduría en la comicidad se ha acrecentado tanto que la comedia de texto lo espera con los brazos abiertos. Él me contradice expresando que es probable que esto sea así, pero que su público de siempre se sentiría estafado si no desafía la lógica de la gravedad con una pirueta genial. (Claro, las palabras son mías, porque como todo verdadero grande además es modesto)

Mientras tanto está en nuestras pantallas con El reino prohibido. Un adolescente de nuestros días (Michael Angarano) es transportado a la China ancestral con la misión de devolver una vara al Rey Mono, convertido en estatua de piedra por el malvado General Jade (Collin Chou). Ayudarán al joven un monje borracho (Jackie Chan), un monje silencioso (Jet Li) y una chica apodada El Gorrión Dorado (Yifei Liu). Nada muy original, pero los adeptos al género de las artes marciales quedan muy satisfechos. Hay films que logran su cometido cumpliendo con lo que se espera de ellos. Lo que para el resto de los mortales son lugares comunes, los adeptos a un género determinado los ven como los pasos necesarios (y hasta imprescindibles) para que la historia se cuente bien y sea más disfrutable. Como todo film de explotación es un pastiche de cosas que funcionaron bien. Tiene algo de The karate kid, El tigre y el dragón, El señor de los anillos, y hasta de El mago de Oz. En las viejas épocas del programa doble (triple en algunos cines platenses) hubiera hecho un excelente aperitivo para el plato principal de una película clase A con todos los sabores.

Jackie, como siempre, devuelve el precio de la entrada. Es que se maneja con la ética del payaso (que a veces los actores “serios” olvidan): entretener por sobre todas las cosas.

En un momento, Jackie dice una línea que no es graciosa, pero con la que me reí mucho, porque por obvias razones, la imaginé el lema de vida de mis “alumnitos” de octavo y noveno: “El hombre que honra a su maestro, se honra a sí mismo”.
Los que no están yendo mucho al cine, no creo que rompan la racha yendo a ver un film de Jackie Chan. No se preocupen, El reino prohibido llegará pronto al DVD, legal o trucho. Mientras tanto, si no lo conocen, cuando se lo crucen en el cable, quédense con él. Las películas pueden ser obvias, tontas, formulaicas, pero pronto llegarán a una escena cómica o una pelea delirante y eso compensará el resto. Ya lo dijo el poeta Keats: A thing of beauty is a joy forever (Algo hermoso es una alegría para siempre).

Sé que esto más que una crítica es un homenaje y que más que una recomendación es un cúmulo de recomendaciones. Es que estoy seguro de que conocerlo equivale a simpatizar de inmediato con él y admirarlo. Habrá alguien a quien le caiga pésimo, pero encontrarlo debe ser tan difícil como ver una violeta de los Alpes en el Trópico.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

jueves, 2 de octubre de 2008

Escondidos en Brujas

¿Puede un asesino profesional respetar tanto la vida como para estar dispuesto a inmolarse? ¿Puede un asesino profesional ser noble, bueno y solidario en su vida privada? ¿Puede un asesino manejarse con una ética tan inclaudicable como para avergonzar al resto de los mortales por volubles e irresponsables? No lo sé, no conozco a ningún asesino profesional para preguntárselo. Ni tampoco quiero conocer alguno, de modo que quedaré sin respuestas y dejaré las preguntas en el campo de lo retórico.

Aunque, por ejemplo, Una pistola en venta, una novela de Graham Greene y Escondidos en Brujas ensayan especulaciones al respecto.

Escondidos en Brujas es la primera película de Martin McDonagh, un dramaturgo angloirlandés muy talentoso. De él acabamos de conocer su obra The Pillowman en una buena puesta de Enrique Federman, con logradas actuaciones de Carlos Belloso, Carlos Santamaría, Vando Villamil, y con Pablo Echarri en el protagónico. En un rol muy exigente, Echarri desnudaba todas sus limitaciones actorales, pero también exhibía una encomiable voluntad de superarlas. Creo que era consciente de no redondear una actuación destacada, pero su trabajo evidenciaba disciplina, rigor, humildad y una confianza ciega en el director. Actitudes que tarde o temprano hacen llegar a buen puerto.

A juzgar por The Pillowman y Escondidos en Brujas, a Martin McDonagh le obsesionan la naturaleza del relato, la violencia y el abuso infantil. Le gusta hacer reflexionar sobre cómo se articula el relato a medida que lo cuenta. Para él, todo relato es un engaño y quiere ser lo más honesto posible en la preparación de la trampa en la que nuestra ingenuidad y apetencia de entretenimiento nos harán caer.

Sus personajes pueden ser dignos, contenidos y civilizados, pero se expresan mejor en el caos y la locura de la violencia.

Y debe haber tenido una infancia terrible o la pérdida de su inocencia debe haber sido muy traumática. Sus niños son siempre brutalmente maltratados física o psicológicamente. Los asesinos de Escondidos en Brujas son más piadosos que los padres de The Pillowman, pero sin proponérselo le hacen un daño irreparable a una criatura.

El punto de partida es idéntico al argumento de la celebrada y muy representada pieza de Harold Pinter, El montaplatos. Sólo que aquí, los dos asesinos ingleses (Brendan Gleeson y Colin Farrell) esperan las órdenes de su jefe (Ralph Fiennes) “de vacaciones” en Brujas. Vienen de un trabajo que salió mal y cuando las órdenes lleguen, se desatarán los conflictos y abundarán las sorpresas.

Como buen angloirlandés a Martin McDonagh le encanta provocar. Elegirá un camino distinto al del genial dramaturgo angloirlandés George Bernard Shaw, sumo pontífice de la provocación y la polémica. Bernard Shaw daba vueltas nuestras creencias y convicciones más arraigadas para echarnos en cara el absurdo y las contradicciones de las mismas. Martin McDonagh opta por un método más visceral, no tan intelectual: procura escandalizarnos. Casi no hay línea en la que no utilice un insulto o una mala palabra. Sus personajes expresan pensamientos alejadísimos de lo políticamente correcto. Como en las obras de los adolescentes, se habla impúdicamente de detalles de la práctica sexual, algo que en una edad más madura aprendemos a callar, no por timidez, censura o represión, si no por delicadeza, pudor o buen gusto. Y los efectos de la violencia se muestran en toda su desagradable y sangrienta tangibilidad, a veces un poco gratuitamente.

No cabe duda de que ésta es la película de un dramaturgo. El armado de las escenas es impecable, el diálogo es magistral en su desmesura y carnalidad, y no hay personaje, por pequeño que sea, que no termine integrado armónicamente en la trama.

Brendan Gleeson es un actor enorme, su expresividad es tan potente como rotundo es su físico. Colin Farrell, como en El sueño de Casandra de Woody Allen, demuestra ser un muy buen actor en pleno dominio de sus recursos actorales, preparado para enfrentar cualquier desafío. El uso que hace aquí de su voz es singular y muy creativo. Ralph Fiennes confirma lo que ya sabemos, que el actuar bien no tiene secretos para él.

La dirección de arte es maravillosa. No es para menos. Brujas es una ciudad bellísima y los cuadros clásicos que nos muestran son devastadores en su maestría.

En resumen, un film excelente. Y cosa extraña en estos días, un entretenimiento para adultos sumamente inteligente. El único pero sería que algunos espíritus sensibles podrían ofenderse por algunos dichos y la representación tan gráfica de alguna escena de violencia. Aunque es necesario aclarar que estas escenas no son arrojadas sorpresivamente para asestar golpes bajos, hay siempre una preparación previa y es posible evitarlas mirando la parte inferior de la pantalla.

Cantémosle piedra libre a estos Escondidos en Brujas, se lo merecen por tanto despliegue de talento.

Un abrazo,

Gustavo Monteros