sábado, 30 de agosto de 2008

Corre, gordo, corre (Run, fatboy, run)

Los cómicos son seres extraños, maravillosos y valientes. Su oficio es hacer reír. Nada más ni nada menos. Parece fácil, pero en realidad no lo es. Ratifica aquella verdad de Perogrullo: todos lloramos por lo mismo, pero no nos reímos de lo mismo.

Todo buen cómico es un reformador, un moralista. Ridiculiza personajes y situaciones con el afán implícito de erigir una utopía, un estado ideal en que esos personajes y esas situaciones ya no existan.

En general, la crítica los maltrata, los malinterpreta y los desprecia. Raramente se los premia. Se los homenajea póstumamente, como si su importancia sólo se percatara en ausencia. Y se los considera muy inferiores a sus hermanos "trágicos" o "dramáticos". Pero viven para siempre en el afecto de la gente.

Ya casi nadie recuerda a Fredrick March, Ralph Richardson, Jean Marais o Lautaro Murúa, pero basta que se mencione a Niní Marshall, Los tres chiflados, Peter Sellers o Louis de Funès para que se produzca una descarga endorfínica y nos asalten miles de buenos recuerdos.

Hay hoy en Inglaterra un buen movimiento "cómico". Se puede comprobar sintonizando ISAT y viendo Little Britain, Shameless o Extras.

Conocí a Simon Pegg en Shaun of the dead o Muertos de risa, una parodia deliciosa de los films de zombies, con burlas certeras al matrimonio, las convenciones sociales y la idea de la realización personal. Y me reí francamente con él en Hot Fuzz, una divertidísima sátira a las películas yanquis de parejas desparejas à la Arma Mortal. Los primeros cinco minutos de Hot Fuzz son inolvidables. Pegg es un policía tan perfecto que hay que sacarlo de Londres porque con su eficiencia sólo le trae vergüenza al resto de la fuerza y porque podría acabar con todo el delito en unos cuantos días más. Recala entonces en un pueblito que le hace honor al género policial inglés. Detrás de una fachada de impecable civilidad se ocultan sofisticadísimos asesinos.

Pegg protagoniza ahora esta comedia romántica dirigida por David Schwimmer (el flaco alto de Friends).

Pocos géneros hay tan difíciles como una buena comedia romántica. Es imprescindible contar con una pareja carismática de buena química, un conflicto plausible, líneas ingeniosas, situaciones muy bien armadas y una banda de personajes secundarios tan característicos como encantadores. Y primordialmente, un todo lo suficientemente seductor como para que nos interesemos en que los protagonistas solucionen los entuertos y desavenencias y arriben al anhelado final feliz.

Para mencionar sólo ejemplos de las últimas décadas, por cada Cuando Harry conoció a Sally, Sintonía de amor, Cuatro bodas y un funeral, Notting Hill, El objeto de mi afecto, La boda de mi mejor amigo, El diario de Bridget Jones (la uno, claro, porque la dos es impresentable) o La verdad sobre perros y gatos, ¿cuántos bodrios declarados o intentos fallidos hubo que soportar?

Varias características sobresalen en el film que nos ocupa. El punto de vista dominante es el del protagonista masculino. Salvo Notting Hill, en los ejemplos mencionados predomina la visión de la protagonista.

Pegg ha cometido un craso error. En un ataque de pánico, por aquello del terror al compromiso afectivo, dejó plantada en el altar a la bellísima Thandie Newton ¡embarazada! Convengamos que el género prescribe que sea la protagonista la que plante al novio.

Cinco años más tarde, Pegg es un buen padre, pero sigue tan tarambana y enamorado de Thandie como el primer día. Ahora reconquistarla es más difícil porque, aparte del irremontable error cometido, está saliendo con un norteamericano exitoso en más de un sentido (el talentoso Hank Azaria).

Las vueltas del argumento lo envolverán en una maratón benéfica (de ahí el título) para demostrarle a Thandie que puede cambiar y comprometerse en algo. Pero, claro, Pegg carece de la fuerza de voluntad y del sentido de la disciplina para estar a la altura de sus propósitos e intenciones, lo que provocará más de una carcajada.

El argumento no es muy original. Es una mezcla de La boda de mi mejor amigo con Rocky, con algunos toques de Realmente Amor.

Pero aquí lo que importa es el desarrollo porque prima lo cómico sobre lo romántico.

Pegg, si bien técnicamente es aquí el galán, es lo menos "galán" que pueda imaginarse. Está siendo muy rendidor hacer que los cómicos hagan de galanes, esta veta ya se probó aquí cuando se puso a Dady Brieva como contrafigura de Andrea del Boca en El sodero de mi vida.

Y es imposible no entrar en empatía con Pegg. Como la mayoría de los cómicos está más cerca de nosotros, la gente real, que de las estrellas cinematográficas. Se parece muy poco o nada a esos seres de perfección anormal que pueblan ese universo de ilusión que es el cine.

En resumen, si se le perdonan algunas obviedades, es una comedia ampliamente recomendable. Además Simon Pegg, si no se lo conoce, merece una visita. Es un actor creativo, carismático, dueño de un irresistible talento cómico.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

sábado, 23 de agosto de 2008

Lars y la chica real

Hay películas a las que comienzo a ver con la casi absoluta certeza de que voy a odiarlas. Las sigo viendo por inercia o apostando por el momento en el que voy a apretar stop o salir del cine. Aunque a veces me equivoco y por alguna rara alquimia que esas películas tienen, termino amándolas e incluyéndolas entre mis clásicos personales favoritos.

Lars y la chica real es una de esas películas.

Todo empezó mal. El pueblito yanqui en el que transcurre la acción es tan bueno y noble que parece salido de una tapa del Saturday Evening Post pintada por Norman Rockwell. No es que no crea que algunos norteamericanos puedan ser buenos y nobles, pero la política exterior que manejan me invita a desconfiar cuando se ponen a celebrar las "humanitarias" virtudes de su pueblo.

Para colmo, promediando el metraje, el pueblito de Lars parece darle la razón a las críticas de South Park. El vitriólico dibujito dice que los yanquis adhieren ciega e irreflexivamente a cualquier consigna o slogan que les tiran. El pueblito de South Park responde a consignas feroces e inhumanas, el de Lars responde a una consigna de solidaridad ejemplar. Sin embargo, vence sus pruritos y prejuicios con tanta facilidad que resulta sospechoso.

Pero si yo ya había aceptado que pudieran ser buenos y nobles, tenía que admitir también que fueran solidarios y contenedores.

Y no sé si fue el obstinado amor de la rubita o la belleza del paisaje eternamente invernal, pero la historia comenzó a ganarme, la compré, me enamoré perdidamente de ella y terminé embelesado con una sonrisa de oreja a oreja.

Lars es un buen pibe al que todo el mundo le tiene simpatía. Es un poco sufrido debido a un pasado doloroso (del que nos enteraremos oportunamente) y por eso arrastra unos cuantos traumas (de los que nos darán algunas pistas certeras). Se encierra peligrosamente en sí mismo. Un buen día compra una muñeca de placer, no de las inflables sino una de esas más sólidas, de las que de lejos parecen maniquíes. Pero lo que Lars hace no es mórbido ni oscuramente sexual porque es un inocente, poseedor de una profunda religiosidad. Entonces… no digo más, el resto disfrútenlo ustedes por su cuenta.

Ryan Gosling, el protagonista, anda sacando patente de gran actor. Emily Mortimer tiene un juego de comedia tan encantador como conmovedor. Paul Schneider expresa su culpa latente con tanta sinceridad que dan ganas de perdonarlo. La gran Patricia Clarkson, actriz poderosa de personal estilo, es la psiquiatra. Kelli Garner es la rubita luminosa.

El sensible guión es de Nancy Oliver y la ajustada dirección es de Craig Gillespie.

Y ¿cómo resolví mis preconceptos iniciales? Preguntándome: ¿qué culpa le puede caber al pueblito de Lars por las decisiones de Bush, la Condoleezza Arroz y toda esa caterva de criminales? Si sin ir más lejos, nosotros, después de haber sido gobernados por los asesinos de la dictadura, no parecemos haber perdido las muchas o pocas virtudes que como pueblo podamos tener.

Un abrazo,
Gustavo

viernes, 22 de agosto de 2008

Mamma Mia!

Mamma Mia! es como una bomba de crema. Irresistible y deliciosa para algunos, empalagosa e indigesta para otros. Primero fue una obra de teatro que respondía a la estrategia comercial de armar un musical con la mayor cantidad de canciones de ABBA posibles. Parece fácil, pero no es moco de pavo. Catherine Johnson, la autora, tomó como punto de partida una vieja película de Gina Lollobrigida, Buona sera, Mrs Campbell. Gina había quedado embarazada al final de la Segunda Guerra Mundial y no sabía cuál de los tres soldados norteamericanos (Telly Savalas, Peter Lawford, Phil Silvers) con los que había salido era el padre de su hija. A la hija, le dice que su padre murió en la guerra, y a cada uno de los posibles candidatos, que era el verdadero padre, para que le envíen dinero para la manutención de la niña. Un módico entretenimiento que era una reformulación bastarda de Filomena Marturano, la genial obra de Eduardo de Filippo.

Filomena tiene tres hijos, uno de los cuales tiene como padre a Domenico Soriano. Domenico trata de descubrir cuál es. Filomena no se lo dirá porque quiere que los acepte a los tres como propios.

Filomena Marturano es una de las mejores obras de teatro jamás escritas, una obra maestra destinada a perdurar. Buona sera, Mrs. Campbell y Mamma Mia! la vampirizan y viven a su sombra. Las tres abrevan (y he ahí quizá la razón de su éxito) en la eventual incertidumbre del hombre sobre la auténtica paternidad y la fantasía de la mujer de tener la última palabra, el control total. ¿Existe acaso golpe más duro para la supremacía del hombre que no saber si su progenie lleva o no su sangre? Ahora el ADN establece certezas, pero hasta que el resultado del análisis llega, es posible jugar con el poder de la duda.

En Mamma Mia! es la hija de Donna (Amanda Seyfried) la que quiere saber cuál de estos tres posibles contendientes (Pierce Brosnan, Colin Fith, Stellan Skarsgärd) es su padre. Como no hay desarrollo de personajes ni conflictos, todo es absurdo, disparatado, ridículo.

Esta concebida como una celebración de la vida a ultranza, con una alegría militante de libro de autoayuda para hiperdeprimidos. Propone un optimismo fascista: hay que sentirse bien sí o sí.

Donna y su hija tienen cada una un coro de dos amigas. Importan las de Donna (Meryl Streep) porque son las fabulosas y personalísimas Julie Walters y Christine Baranski, que como siempre se hacen notar y se lucen.

Meryl Streep tira la chancleta y se divierte como chico con juguete nuevo y nos entrega una actuación rebosante de histrionismo desaforado. Siempre es un placer ver como los grandes se alejan del terreno seguro que ya tienen fertilizado y se internan en territorios nuevos no transitados por ellos.

Pierce Brosnan se da el lujo de cantar cuando no sabe hacerlo, para beneplácito, identificación o venganza de los que en la platea no pueden ni entonar el Arroz con leche.

Phyllida Lloyd que la dirigió en teatro la lleva ahora al cine.

Transcurre en una isla griega, así que hay muchos paisajes como en las películas de Elvis Presley o en las de Enrique Carreras. Y hay también unas cuantas coreografías democráticas en las que todos bailan sin importar la edad, la contextura o las habilidades dancísticas. Esto es muy bello, convengamos que siempre es endorfínico ver bailar a todo un pueblo.

Si no les gusta el musical, Meryl Streep o ABBA, ni se acerquen. Si adoran estos tres elementos, esta recomendación es inútil porque ya la habrán visto. Si no tienen particular adhesión o aversión, pueden pasar un buen momento. Y si andan medio cabizbajos y meditabundos, y necesitan un producto maníacamente eufórico, entre lo que les recetó el médico, éste es el remedio ideal.


Un abrazo,
Gustavo Monteros

jueves, 21 de agosto de 2008

La mujer sin cabeza

Lucrecia Martel hace un cine muy personal, que exige la total entrega por parte del espectador. No le interesa contar historias sino hacernos partícipes de un mundo de sensaciones. Sus films tienen una anécdota mínima y evidencian una conclusión clara, si no de una peripecia determinada, al menos de un ciclo. Pero lo que prima es acercarnos a las vivencias de sus personajes de la manera más directa posible.

Le gusta describir mundos cerrados, claustrofóbicos, llenos de negación e hipocresía.

Trabaja aspectos negativos; la depresión y la inmovilidad (La ciénaga) o los efectos de la represión sexual y de la desviación de los instintos naturales (La niña santa). Para lograr una cabal sintonía con esos aspectos negativos, debe trabajar las emociones negativas.

Moverse en el campo de las emociones negativas implica un gran peligro. Casi todo el cine, el teatro, y la literatura de ficción en general, trabajan con las emociones positivas. La identificación con el héroe, el rechazo al villano, y la liberación que provoca el desenlace de la confrontación final (si se trata de un drama de hechos de sangre). O el deseo de que los protagonistas superen los obstáculos y lleguen al ansiado final feliz, superador o equilibrado (si se trata de un drama sentimental).

Pero cuando se trabaja con las emociones negativas, no existe liberación o catarsis al final. Todo se centra en un lento y paulatino hundimiento en un estado de hastío, depresión o angustia.

El trabajo con las emociones positivas se inserta en la voluntad de entretener, conmover, divertir o emocionar. En cambio, el trabajo con las emociones negativas se inscribe en la ambición de despertar un estado de ánimo similar o análogo al que padecen los protagonistas. En la historia del cine, hubo ejemplos notables de esto en trabajos de Michelangelo Antonioni (La noche, El eclipse, El desierto rojo), Robert Bresson (Una mujer dulce) y Eric Rohmer (El rayo verde).

El peligro de trabajar con las emociones negativas es que el espectador puede no estar predispuesto a ser llevado, en una sala de espectáculos, a un viaje por emociones que le pesan en su vida cotidiana. Negándole encima la posibilidad de la catarsis, se puede provocar un rechazo pleno en el espectador que se maneja racional o intelectualmente; o un odio visceral hacia el creador si dicho espectador ha sido ganado emocionalmente por la propuesta.

Por suerte, la sangre nunca llega al río. El profundo disgusto por habérsele manipulado una emoción negativa se diluye de a poco, y ese enojado espectador a lo sumo jura nunca más volver a ver otra obra de ese creador. Pero existe el peligro de que alguna vez, un espectador mal arriado sepa donde vive el creador, lo vaya a buscar, lo saque a rastras de su casa y lo cuelgue del árbol más alto de la vecindad.

Sin exagerar, en líneas generales, el espectador medio disfruta del eventual alejamiento de las formas narrativas tradicionales. Otro cantar sería, si el buceo en las emociones negativas fuera la constante y no la excepción.

En La mujer sin cabeza, Martel explora la culpa, o la ausencia de la misma, en la conciencia de la protagonista. Ella puede, o no, haber atropellado y matado a una persona con su auto. El problema es que no se detiene a comprobarlo y sigue adelante. A partir de ese momento, su mente oscilará entre saber lo que pasó o negarlo de cuajo.

Desde el accidente, el punto de vista dominante es el de la protagonista. Es como si Martel nos ubicara en la conciencia de esa mujer. Todo lo veremos desde su visión, desde su perspectiva. Y no nos sorprenderá la imagen distorsionada en el espejo del final.

Por vía indirecta esta vez, nos quedará claro que las clases privilegiadas siempre cerrarán filas para proteger a uno de sus miembros, sin importar que sea lo que haya cometido.

Martel tiene un buen ojo para el detalle revelador, pero su estilo la lleva a caer en reiteraciones evitables que pueden provocar la más negativa de todas las sensaciones: el aburrimiento. Conviene ver los films de Martel en el cine. Se captan mejor sin interrupciones o posibilidades de distracción. Además trabaja sus bandas sonoras con precisión de orfebre y el Dolby por fin sirve para algo más que para meter ruido.

Vi La mujer sin cabeza en la sala chiquita del Cinema Ocho, íntima como un microcine. La casualidad dictaminó que me sentara entre dos tipos opuestos de público. De un lado, dos amigas tan absortas por lo que veían, que dejaron intactos los pochoclos y las gaseosas que las acompañaban. Del otro lado, un matrimonio de edad intermedia. Él la había convencido de ver este film. Ella suspiró y bufó a lo largo de todo el film. Él cabeceó estoicamente la primera mitad y se entregó a un sueño reparador durante la segunda mitad. Por suerte no roncaba. Cuando el film terminó y mientras yo activaba mi celular, ella le dijo: “Te voy a matar”. Él se rió y le contestó: “¿Qué, ya terminó? Qué lástima, tenía un sueño buenísimo”. Las dos amigas y él disfrutaron a su manera del film. Pero la Martel debería cuidarse de la señora. Es de las que podría llegar a colgarla del árbol más alto de la vecindad.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

jueves, 14 de agosto de 2008

Un novio para mi mujer

Adrián Suar, al margen de sus virtudes actorales, pasará a la historia del espectáculo por ser un productor talentoso.

Llegó a ser un hombre poderoso de la televisión por su habilidad para elegir historias, seleccionar colaboradores y armar elencos tan eclécticos como ideales. Como actor de cine se da todos los gustos. Probó el policial de pareja despareja à la Arma Mortal en Comodines, la farsa desaforada à La jaula de las locas en Cohen vs. Rossi, la comedia romántica à la Cuando Harry conoció a Sally en Apariencias y el drama de conflictos psicológicos à la David y Lisa en
El día que me amen.

Ahora ataca de nuevo la comedia romántica, aprovechando el excelente guión de Pablo Solarz (Historias mínimas, ¿Quién dice que es fácil?, El frasco) y el talento para el género desplegado por el director Juan Taratuto en No sos vos, soy yo y ¿Quién dice que es fácil?

El título lo dice todo. El Tenso (Suar), un hombre más o menos satisfecho con su vida, está casado con la Tana (Valeria Bertuccelli), una mujer en crisis, multifóbica, mal hablada y decididamente antisocial. El Tenso quiere divorciarse, pero no se anima a proponérselo. Opta por un plan descabellado: contratar a un seductor infalible (Gabriel Goity) para que la conquiste y se la saque de encima.

Suar, Goity y todos los secundarios están muy bien, pero para los despistados que no la notaron en Alma mía, Luna de Avellaneda, XXY o Lluvia, ésta es la ratificación inapelable de que la Bertuccelli es una actriz maravillosa.

Las buenas comedias, además de entretener, divertir y hacer reír, tienen una virtud adicional: retratan con precisión los tiempos en que fueron concebidas. Sombrero de copa o Ritmo loco, con su afán desesperado de evasión, describen los efectos de la crisis económica de los 30 mejor que sesudos tratados sociológicos. Ser o no ser o Ninotchka (ambas del gran Ernst Lubitsch) o Las tres noches de Eva (del inmenso Preston Struges) establecen el espíritu reinante en los 40 con mayor profundidad que cualquier enciclopedia. El quinteto de la muerte, La gran guerra o Los desconocidos de siempre marcan las profundas contradicciones de los 50. Piso de soltero, Uno, dos, tres, Irma, la dulce, Bésame, tonto o Por dinero, casi todo (todas del genial Billy Wilder) desnudan los cambios de los 60. MASH, El joven Frankenstein, y las otras comedias de Mel Brooks de esta década radiografían la locura de los 70. Entre nosotros, Esperando la carroza, más allá de poner bajo la lupa constantes que hacen a la argentinidad, tiene la euforia, la liberación, la ebullición y la alegría de nuestro regreso a la democracia en los 80. Las comedias de Jim Carrey y Ben Stiller se circunscriben en el clima enrarecido del neo capitalismo de los 90.

Un novio para mi mujer, como la buena comedia que es, no es la excepción. Lo primero que me sorprendió es que, por el título, los actores y el argumento, esperaba que fuera una comedia brillante. Y no, más allá de las abundantes risas y sonrisas que provoca, es un poco tristona, bastante melancólica. Hay un trasfondo de frustración, desilusión, insatisfacción y ausencia de solidaridad. Y eso quizá sea lo que atrae a tanta gente, porque de algún modo se conecta quizá con lo que la gente siente.

Parafraseando los dichos de la Tana al principio de la película, el film vendría a decirnos que, hoy por hoy, como sociedad, en el manejo de nuestros asuntos estamos “para el orto”.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

miércoles, 6 de agosto de 2008

En el 66

Pinta tu aldea y serás universal. León Tolstoi.

Los ingleses son más inteligentes que los yanquis a la hora de celebrar los valores familiares. Los norteamericanos aspiran a la generalidad y por las dudas muestran una alarmante profusión de banderas. Proponen siempre el mismo modelo de familia numerosa y anodina. Film tras film, dichas familias son tan similares que parecen intercambiables. Y si tienen una bandera en el porche y otras más pequeñas en cada habitación, es porque evidencian un temor a ser considerados antipatriotas y condenados al escarnio público.

Los ingleses, en cambio, se apoyan en la singularidad y no muestran ni una bandera. Retratan familias pequeñas e irrepetibles. A modo de ejemplo, piénsese por un segundo en esa nueva joya de la corona británica que es Billy Elliot.

En el 66, escrita y dirigida por Paul Weiland, no vuela tan alto, pero tampoco sobrevuela a ras del piso. Bernie Reubens espera con ansia su Bar Mitzvah para ser el centro de la atención que el mundo le niega. Aspira a que su fiesta sea más lujosa que la de su hermano mayor, lo que no podrá ser por los inesperados problemas económicos que su familia enfrenta. Querrá entonces que la celebración tenga la preponderancia en la comunidad que le augura el rabino, lo que tampoco ocurrirá porque el rito coincidirá con la final de la Copa Mundial de Fútbol entre Inglaterra y Alemania.

Pobre Bernie, es demasiada frustración para alguien tan joven. Pero entre tanta espina, habrá también alguna rosa. Porque aunque no lo parezca por este resumen, se trata de una comedia y muy divertida además.

Sobre el final, el film polemizará el dicho popular y dirá que el dinero no hace la felicidad ni tampoco ayuda, que son las cosas mínimas a las que no se le da importancia las que adquieren la jerarquía de felicidad cuando son hechas con cariño.

Los futboleros extrañarán la evocación del partido en cuartos de final entre Argentina e Inglaterra, en el que se dice que nos robaron con un árbitro vendido. Quizá la mala conciencia los haya hecho omitirlo. Como consuelo quizá baste que se menciona a Rattin como un peligro a tener en cuenta.

Claro, en este film se verán muchas banderas inglesas, pero corresponden a la parafernalia de la pasión por el fútbol y no a la intención de promover un patrioterismo patotero.

Los créditos iniciales nos dicen que es una historia casi verdadera. Pero en los títulos finales, el reparto de personajes y actores no se hace sobre fotos de los mismos, sino sobre las fotos de las personas reales que vivieron esta historia. Sabremos entonces que se trató de una recreación fidedigna de las experiencias del director, y por qué cuando más minucioso y detallista se puso, más abarcador y universal se volvió, lo que ratifica una vez más la célebre cita de Tolstoi, la cual no por trillada es menos verdadera.

Debo confesar que entré en empatía con Bernie desde el primer fotograma. Por suerte pasé mi infancia en Catamarca. Allí la religiosidad es omnipresente. Formado en el catolicismo, mi primera comunión participó de la belleza y de la unicidad de lo que se supone trascendente. De modo que creo haber comprendido lo que siente Bernie fehacientemente. Estos ritos de iniciación nos marcan y nos deslumbran no sólo por la espiritualidad religiosa implícita en los mismos, sino también porque nos regalan un momento de protagonismo absoluto. Nobleza obliga, debo confesar que mi fiesta tuvo un poco más de brillo, pero careció de la hermosa epifanía que la vida le regaló a Bernie.

En el 66 se exhibe en el canal de cable Cinecanal y va el viernes 8 de agosto a las 15:45, y el martes 19 de agosto a las 09:10.

Actúan Helena Bonham Carter, Eddie Marsan, Peter Serafinowicz, Stephen Greif, Stephen Rea, Alex Black y Gregg Sulkin.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 3 de agosto de 2008

Yo serví al rey de Inglaterra

El checo Jirí Menzel siempre será recordado en estos pagos como el director de Trenes Rigurosamente Vigilados, un film sobre un despertar sexual en medio de una guerra, una inolvidable fábula tierna y amarga (el oxímoron se lo ganó él, no es exageración mía).


Desde entonces procuró hacer un cine que fuera muy popular sin renegar de ambiciones artísticas, un propósito más que loable. El problema es que en su desesperación por gustar desarrolló un estilo proclive al humor muy grueso, un erotismo de revista femenina, y la trivialización de asuntos serios para lograr una tenue ironía; todo dentro de un pintoresquismo más de cine publicitario que sociológico o antropológico. Excesos que se evidencian en sus últimas películas vistas aquí: Los locos de la manivela, Mi dulce pueblito, Alondras en un hilo, Las Aventuras de Iván Chonkin, Aquellos buenos viejos tiempos. Y que vuelven a aparecer en Yo serví al rey de Inglaterra.

Hay aquí un entrecruzamiento entre la historia individual y la Historia general. Un ambicioso joven pasa de vendedor de salchichas en la estación de trenes a camarero de un bar exclusivo. Luego sirve mesas en un hotel que es también una especie de burdel de lujo, para recalar después en el mejor hotel de Praga. En este itinerario conocerá a hermosas mujeres, a las que después de hacerles el amor, cubrirá de flores (literalmente). Llegará la invasión nazi y se enamorará de una alemanita fanática del hitlerismo. Ella le cumplirá su sueño de convertirse en millonario y tener su propio hotel, gracias a unas valiosísimas estampillas de judíos deportados a campos de concentración. Vendrá la invasión rusa y terminará en la cárcel 15 años, uno por cada millón que amasó. Será liberado y repasará su vida. Terminará brindando. Según él, su vida no fue tan mala.

No revelo nada al referir el argumento, la poca o mucha gracia del film radica en cómo está contado y no en la historia en sí.

Todo es muy amable, encantador, blando. Es como un sabroso menú dietético, gusta mientras dura, pero no llena mucho.

Para los coleccionistas de datos inútiles (entre los que a veces suelo contarme), consigno que este film se basa en una novela del autor de Trenes rigurosamente vigilados, Bohumil Hrabal.

Ah, el título es por el maître del hotel de Praga. Un hombre que conoce todos los secretos de su oficio, porque alguna vez sirvió al rey de Inglaterra.

Un abrazo,

Gustavo Monteros