domingo, 27 de julio de 2008

Una mujer partida en dos

Según parece la alta burguesía francesa es engreída, soberbia, exclusivista, con aires de grandeza, de superioridad intelectual, de elevación moral. Lo que no presenta duda es que Chabrol la odia. La retrata despiadadamente, desnudando su mezquindad, su miseria, su hipocresía, su ruindad, su vulgaridad, su bajeza. Nos dice: podrán tener muchas de sus necesidades satisfechas, pero no la envidien, es una mierda.

Claude Chabrol es uno de los últimos grandes maestros en plena actividad. Con 77 años cumplidos, hace una película cada uno o dos años. Logra que sus películas se estrenen en los cines y evita que pasen directamente a DVD como les sucede a otros directores interesantes. Si consigue que esa casta tan despiadada, y tan temerosa también, que son los distribuidores cinematográficos siga confiando en él, es porque, sin traicionarse, ha podido actualizarse para continuar dialogando con su público de siempre, a la vez que despierta interés en generaciones más jóvenes. Mantiene un alto nivel de logros. Su producción última oscila entre la excelencia (La ceremonia, Gracias por el chocolate) y lo muy bueno (La flor del mal, La dama de honor, La comedia del poder).

Nos entrega ahora una obra interesante, creo que llamada a perdurar. Perdonen que no sea categórico, pero Chabrol trabaja nuestras emociones indirectamente, hace que sus historias pervivan en nuestra memoria y trabajen por decantación.

Recrea en la Francia (y el Portugal) de nuestros días un crimen ocurrido en New York en 1906.

La chica del título es una rubia (Ludivine Sagnier) ambiciosa, ingenua, pura, algo tarambana, con la curiosidad irreflexiva de algunos jóvenes. La tironean dos hombres. Uno es un novelista exitoso (François Berléand), maduro, egoísta, manipulador, bastante hijo de puta. El otro es un joven millonario (Benoît Magimel) apuesto, caprichoso, desequilibrado. Tantos tironeos llevarán al hecho de sangre.

Tres características sobresalen en este film. Primero, la narración parece asentarse en los esquemas tradicionales de los dramas de triángulo, pero de a poco se resignifican. Es como si Chabrol nos dijera: "Creen estar en terreno conocido, pero no, observen atentamente, nada es lo que parece, miren como recalibro los engranajes." Segundo, hay un notable contraste entre el ambiente y los personajes. El film está fotografiado con una luminosidad desconcertante. Cuanto más claros y nítidos son los ambientes, más oscuras y retorcidas son las motivaciones de los personajes. Tercero, el uso de la banda sonora es discrecional, como los grandes directores clásicos, confía mucho en el guión, los actores y el poder de su puesta en escena, sin subrayados estentóreos que en su afán de manipular reacciones idiotizan la propuesta.

Los actores son excelentes. Benoît Magimel (visto en dos Chabrol anteriores: La flor del mal y La dama de honor) recrea aquí el estilo actoral del primer Sean Penn, un gesto laudatorio. Ponerse en los zapatos de un actor mediocre es ser estúpido, pero citar u homenajear el trabajo de un gran actor es un acto de amor que merece la aprobación.

Llama la atención que Chabrol (como pasa también con Woody Allen) cuando era joven filmaba las escenas de sexo con pudor y discreción. Y ahora que ambos están mayores lo hacen más explícitamente. (La evolución de los tiempos quizá, o algo más personal.) Si bien hay aquí puntos suspensivos que horadan nuestro morbo, los preámbulos son muy gráficos.

De lo que no tengo duda, es que la escena final es absolutamente genial. Parece jugar con la obviedad, pero es de una sutileza y una sensibilidad magistrales. Ratifica lo que fuimos sabiendo, que Chabrol cual un equilibrista audaz, caminó otra vez sobre el alambre tenso entre el thriller y la comedia sarcástica sin perder jamás la pértiga ni caer en el abismo. Merci beaucoup, Monsieur Chabrol.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 20 de julio de 2008

Francesca

¡Qué placer volver a tener la posibilidad de ver a Sophia Loren en un cine! Sophia pertenece al sacrosanto territorio de mi infancia, cuando las estrellas de cine eran dioses perfectos que iluminaban la vida desde otra categoría del ser, no como ahora en que las estrellas son terrestres, pedestres, como nosotros, iguales en sus defectos, miserias, logros y virtudes. Sophia pertenece a la época dorada del ensueño. Son tantas las razones por las que la amo que sería imposible enumerarlas. Básteme decir que la amo cuando corre porque sus "dos flores redondas" (gracias Lorca) se balancean y se rozan con la belleza de lo irrepetible. Una amiga, especialista en arruinar feriados y fiestas de guardar, me dijo que esa gracia se debía a que tenía una pierna más corta que la otra, pero a mí los backstages no me importan, un milagro es un milagro, aunque se lo fabrique. La amo también porque cuando llora me dan ganas de abrazarla, beber sus lágrimas y hacerle el amor, incluso con torpeza, para que se olvide de la tristeza y el dolor. Nadie en el cine tuvo un erotismo y una sensualidad tan inmanentes.

Lina Wertmüller, la gran directora italiana, me da la nostalgia de los 70 y los 80, cuando los maestros eran innumerables, no como ahora que sobran los dedos de una mano para contarlos. Y el cine de autor era moneda corriente, no como ahora que todo es cine de productor, mezquino y preocupado por la conmoción epidérmica.

Giancarlo Giannini siempre estará en mi corazón porque con Lina hicieron Pasqualino 7 bellezas. Consejo de amigo, si no la vieron procuren verla, es prodigiosa, maravillosa. Es la historia de una supervivencia que celebra la vida, en lo que ésta tiene de humana, de egoísta, de divina. Porque hay que ser un poco perfecto para sobrevivir a tanto vejamen, humillación y desprecio. Y muy solidario también (aunque en principio no lo parezca) porque uno sobrevive por los otros, por los que vendrán, para que no les pase lo mismo.

¡Qué alegría, una nueva película de Lina Wertmüller con Sophia Loren y Giancarlo Giannini! Y allí estaba yo, sentadito en mi butaca, esperando que las luces se apagaran, listo para la fiesta, feliz con el reencuentro. A la media hora me sentía estafado, traicionado. Tengo una amiga que sigue la carrera de Woody Allen y cuando Woody no la pega o la embarra, lo quiere jubilar. Ahora a mí me pasaba lo mismo. Quería jubilar a Lina, Sohia y Giancarlo. Quería que se retiraran a sus doradas mansiones como Norma Desmond en Sunset Boulevard a evocar las viejas glorias, exhibiéndose sus obras maestras una y otra vez, y que no jodieran más.

Pero informarse bien evita las injusticias. Francesca e Nunziata (tal su título original) es un telefilm de 2001, una miniserie breve para ser emitida en dos partes, que carece de la textura, de la densidad de una película.

Un film está destinado a un lienzo enorme que está en un templo profano en el que hay unción y recogimiento. En un cine hay que mantener el interés e intensificarlo, no hay que ganarlo, está desde el vamos, sino no estaríamos allí, estaríamos en cualquier otro lugar. Un telefilm es para una pantalla pequeña (y no importa el tamaño del plasma, siempre será pequeña en comparación) que está en un living o en un dormitorio. Al verlo habrá interrupciones, desvíos de nuestra atención, iremos al baño, calentaremos la cena o el café, contestaremos el teléfono, recibiremos al chico del delivery, etc. Lo que nos muestre será más llano, casi sin contraste, más leve, superficial si se quiere, casi sin ambición de trascendencia. Nos contarán algo de la manera más simple y efectiva que se pueda, no se detendrán en planificaciones preciosistas ni nos agobiarán con sutilezas inaprensibles. Retomarán el hilo del argumento una y otra vez, subrayarán lo que quieran que notemos porque saben que nuestra atención se dispersa, que el interés se diluye, que con sólo apretar un botón estaremos en otro lado, en otra cosa.

Si la Wertmüller hubiera pensado esto para cine, habría evitado repeticiones, comprimido situaciones, potenciado más los conflictos, profundizado los personajes, contrastado las ironías, buceado con sus primeros planos famosos en el alma de sus criaturas. Cuando pensó para cine, nunca usó la banda de sonido como una musiquita dulzona que se empasta con la imagen, alternó siempre expresivamente primeros planos de sus personajes con planos generales de sus circunstancias, desnudándolas en toda su aridez o su apabullamiento.

La Gioconda será siempre un cuadrito, sería absurdo redimensionarlo en un mural, perdería su genialidad,su magia, su misterio. Un cuento no será nunca una novela por más que se lo publique con letra grande y mucho espacio para llenar un centenar de páginas. Sé que exagero, que se trata sólo de una estrategia comercial de estrenar en cine lo que fue hecho para la televisión italiana, pero estoy con bronca porque caí ingenuamente en la trampa.

Así que mi consejo es que no vayan al cine a ver Francesca, véanla cuando salga en DVD. Fue hecha para ser vista en las casas, con interrupciones, entre nuestros avatares cotidianos. La apreciarán mejor, la disfrutarán en su medio natural.

La historia es buena, un novelón finisecular apasionante. Los personajes desconciertan siempre con sus elecciones, los conflictos se resuelven con la lógica malsana de los mandatos sociales, los sueños se aplastan con la contundencia de las malditas buenas intenciones y la esclavizante gratitud que sólo es culpa.

La Loren cerca del final tiene un monologuito en el que deslumbra con la sabiduría de su arte. Giannini a lo largo de todo el telefilm expresa cabalmente el hastío y la estupidez de los que tienen una vida regalada. La parejita joven (Claudia Gerini y Raoul Bova) está muy bien, pero juegan en desventaja ante dos actores que no sólo son excelentes sino que corporizan medio siglo de historia del cine, cuando se creía que el cine también podía ser un arte y no un mero acompañamiento de pochoclos.



Un abrazo,
Gustavo Monteros

domingo, 13 de julio de 2008

Antes que el diablo sepa que estás muerto

Hay artistas que aman su arte por encima de toda consideración, que ven su talento como algo natural que no merece una celebración exagerada. Uno los cree víctimas de una humildad malsana. Se toman tan en serio su rol de laburantes del arte, que no especulan con la elección de proyectos que asegurarán su nombre o consolidarán su fama. Prefieren el trabajo continuo, la frecuentación constante de su arte. En la Argentina, el ejemplo que se me ocurre es el de Roberto Carnaghi, quien ha prestado su figura a proyectos excelsos y a aventuras que sólo se podrían disculpar por la atendible necesidad de parar la olla. Pero más que por eso, uno intuye que es porque no puede estar sin actuar, y donde sea que esté, siempre dignifica su arte entregando sus mejores recursos.

El cine yanqui tiene uno de esos héroes: el director Sydney Lumet.

Su capacidad creativa está a la altura de la de Kubrick, Scorsese, Coppola, Polanski o Spielberg. Pero por trabajar mucho, durante años se lo consideró un artesano eficiente y recién ahora se le está dando la categoría de maestro, que en realidad siempre tuvo. Cuando recibió el Oscar por la trayectoria, premio consuelo que les dan a los que soslayaron sistemáticamente por celos o marketing, no pasó factura ni se hizo autobombo, sino que aprovechó la ocasión para hablar de su arte y terminó dando una clase magistral, que pasó desapercibida entre el glamour y la estupidez habitual de esa fiestita anual.

A él le debemos: Doce hombres en pugna, Límite de seguridad (Fail Safe), El prestamista, Serpico, Tarde de perros (mi favorita entre las de él), Network, poder que mata, Príncipe de la Ciudad, Será justicia (The verdict), El precio del poder (Power), Daniel, entre otras.

Amante del teatro, llevó al cine respetuosas versiones de Panorama desde el puente (Arthur Miller), Largo viaje de un día hacia la noche (Eugene O'Neill), El hombre de la piel de víbora (The fugitive kind sobre Orpheus descending de Tennessee Williams), La Gaviota (de Anton Chejov, con las magníficas Simone Signoret y Vanessa Redgrave), Equus (Peter Shaffer) ,
La colina de la deshonra (The Hill de Ray Rigby), Trampa mortal (de Ira Levin), El sueño de Stella (Garbo talks de Larry Grusin).

Riguroso director de actores, bajo sus ordenes, muchos dieron su actuación más compleja: Al Pacino (Tarde de Perros), Treat Williams (Príncipe de la ciudad), Raf Vallone (Panorama desde el puente), Katherine Herpburn (Largo viaje de un día hacia la noche) Henry Fonda (Doce hombres en pugna). Y le sacó algo nuevo a algunos caballos veteranos que volvieron a correr como potrillos: Paul Newman (Será justicia), Gene Hackman y Julie Christie (El precio del poder), Ingrid Bergman (Crimen en el expreso de Oriente), Anne Bancroft (El sueño de Stella), Sean Connery (Negocios de Familia).

Llevar novelas al cine, tampoco le generó grandes inconvenientes: Llamada para un muerto (de John Le Carré), El grupo (de Mary Mc Carthy), Los tapes de Anderson (de Lawrence Sanders), Crimen en el expreso de Oriente (de Agatha Christie, Asuntos de familia (de Vincent Patrick).

Los fanáticos del musical le reclamamos la poca onda que le puso a El Mago (The Wiz), pero había tanto ego suelto y tanto productor desesperado porque la plata invertida se viera, que prácticamente sólo le dejaron poner la cámara.

Aún sus títulos no tan logrados son interesantes: Un extraño entre nosotros con Melanie Griffith, El lado oscuro de la justicia (Night falls on Manhattan) con Andy García, La mañana siguente (con Jane Fonda y Jeff Bridges), Tan culpable como el pecado (con Rebecca de Mornay y Don Johnson), Gloria (la remake del film de Cassavetes con Sharon Stone).

Y ahora, a los 84 años, con el brío que más de un director joven le envidiaría, se despacha con una obra maestra; una indagación, incisiva como pocas, de la decadencia de la sociedad yanqui: Antes que el diablo sepa que estás muerto, en la que un par de hermanos decide robar la joyería de sus padres. Una lección de cine por donde se la mire, desde el uso de la cámara, la banda de sonido, la dirección de arte, el manejo de los tempi del guión, hasta como dirigir a un actor. La actuación es sencillamente sobresaliente. Philip Saymour Hoffman, Ethan Hawke, Marisa Tomei, Albert Finney y Rosemary Harris resplandecen, sacan a la luz la tremenda humanidad de sus personajes.

El título sale de un brindis irlandés: "Que tengas comida y ropa, una almohada mullida para tu cabeza, que estés 40 años en el Cielo antes que el diablo sepa que estás muerto."

Yo por mi parte levanto la copa y brindo: ¡Larga vida a Sydney Lumet!

Hoy en día hay muchas maneras de ver cine: el DVD, legal o trucho, el video, el cable o las bajadas de Internet, pero esta maravilla merece la vieja ceremonia de ir al cine. Sé que no me condenarán por mi entusiasmo.


Un abrazo.


Gustavo Monteros

jueves, 10 de julio de 2008

La visita de la banda

Sin duda el capítulo más voluminoso de la Historia del Arte en el Siglo XX le corresponde al tema de la incomunicación. Todas las expresiones artísticas (de la literatura a la música, pasando por la plástica y el cine, etc.) se abocaron con fruición al tema. Hasta que la aceptamos como una verdad revelada, nos taladraron el cerebro con la noción de que a los pueblos de distintas culturas todo los separa, tanto la Historia con Mayúscula como la historia con minúscula. Establecieron asimismo que entre los miembros de una misma cultura, los condicionamientos familiares, sociales, psicológicos e incluso neurológicos levantan barreras infranqueables. La poca comunicación que tenemos, deficiente y precaria, le debe su existencia a la voluntad del amor y a la fuerza de las convenciones sociales.

Por mi parte, cuando tengo ataques de filosofía inútil (en especial cuando estoy en el baño o en la parada del colectivo) me pregunto: cómo serían nuestros tiempos si los que nos precedieron en vez de machacar tanto con la imposibilidad de la comunicación se hubieran dedicado a reforzar los enclenques puentes que nos unen.

Con una sencillez envidiable La visita de la banda, escrita y dirigida por Eran Kolirin, me acerca una respuesta.

Unos músicos egipcios, integrantes de una banda policial de Alejandría, llegan a Israel para la inauguración de un centro de cultura árabe. Como nadie viene a recogerlos al aeropuerto, tendrán que llegar al lugar de la actuación por su cuenta. Quedan varados en un pueblito donde ni siquiera hay un hotel. La dueña de un bar y sus dos trabajadores se repartirán los miembros de la banda para hospedarlos en sus casas esa noche. En esas pocas horas de convivencia forzada e inesperada aprenderán más de sí mismos y de los otros que en veinte años de terapia. La lengua franca será un inglés elemental, ya que los israelitas no entienden el árabe egipcio y los egipcios no entienden el hebreo; lo que le dará a cada grupo el alivio de recurrir a su lengua natal cuando quieran hablar de los otros en su presencia. Bastará con que hablen y escuchen con atención para que la iluminación que se da al ver la propia vida desde otra perspectiva se produzca. Como la verdad más que nunca está en los detalles, el tempo del film es lento y pausado, pero, ojo, nunca aburre o agobia, porque es imposible no entrar en empatía con conductas tan reconocibles y porque los personajes y los actores que los encarnan, de tan humanos, son entrañables como viejos amigos. Los visitantes seguirán su camino al día siguiente, pero ya nada será igual sino un poco mejor.

Si la utopía surge de lo que no es, de lo que no se tiene; si la esperanza nace de la necesidad de modificar algo, quizá el mejor camino hacia ambas sea no insistir tanto en lo que nos separa sino hacer más hincapié en lo que nos une. Y el arte es el mejor adoquín, macadán, alquitrán, etc. de cualquier camino.

Cuando vean la película, notarán que nombres tan dispares como los de George Gershwin, Chet Baker u Omar Sharif se resignifican y adquieren el portento de lo milagroso.

Un abrazo,

Gustavo Monteros

sábado, 5 de julio de 2008

El americano

¿Quién ama más? ¿El que ama o el que es amado? (Roland Barthes)

Algunos hombres hablan de fútbol, con un amigo hablamos de cine. Aquellos
hablan incansablemente de jugadas, goles, táctica, estrategia, árbitros, jugadores, formaciones, campañas, campeonatos, etc. Nosotros, poniendo a prueba la paciencia de quien nos escuche, hablamos de películas, directores, actores, guiones, bandas de sonido, directores de fotografía, etc.


En un viaje en micro a Buenos Aires, en medio de una de nuestras laberínticas conversaciones, mi amigo de repente me dijo: “¿Te diste cuenta de que no hay película en la que Michael Caine haya actuado mal?” Peleador como soy, repasé mentalmente todos los films de él que recordaba y no me quedó más remedio que asentir. Sembrada la inquietud, al día siguiente me remití a mis fuentes y revisé la filmografía completa de Michael Caine para ver si encontraba evidencia que refutara su aseveración. No encontré ninguna.


Prolífico como pocos, Caine ha actuado a las órdenes de grandes directores (Losey, Huston, Allen, Lumet, Preminger, De Palma, Nolan, etc.) y también urgido por deudas y pensiones alimenticias para sus ex esposas le ha puesto el cuerpo a bodrios históricos (Tiburón IV, Más allá del Poseidón, El enjambre, etc.)


Pero aun en estos proyectos impresentables se lo ve concentrado, comprometido, sobrellevando con nobleza escenas imposibles y líneas vergonzantes. Es como si dijera: “Si alguien ve esto porque estoy aquí, yo al menos le devolveré la plata de la entrada.”


Cada dos por tres, por suerte, se despacha con una actuación magistral inolvidable. Como en Hannah y sus hermanas y Las reglas de la vida, para mencionar sólo las últimas y no ponerme pesado con su Alfie, su primer Sleuth, el escritor de Trampa mortal, el espléndido galán bobo de La caja equivocada y un largo etcétera.


(Permítanme una digresión, en Las reglas de la vida, cuando se para ante el dormitorio de los chicos abandonados, unos pobres desgraciaditos muy librados a la buena de Dios, y les dice: “Buenas noches, príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”, lo hace con tanta comprensión, generosidad y humildad que me mata.)


Pero no nos alejemos de El americano. Está basada en El americano impasible de Graham Greene, novela que causó mucho revuelo en el momento de su lanzamiento (1955) porque denunciaba que los yanquis ya estaban haciendo sus trapisondas en Vietnam mucho tiempo antes de que los franceses se fueran. Hubo una versión cinematográfica anterior (1958) de la que hay que huir porque es malísima aunque la haya dirigido Joseph L. Mankiewicz. Lo sé por experiencia. La vi tres o cuatro veces cuando el British Council la programaba tupido en sus ciclos de cine. (En otro momento hablaré de mis tendencias suicidas que me llevan a revisitar bodrios certificados con la remota esperanza de que oculten valores que no haya discernido las veces anteriores que los vi.)


En 2002, como ya ninguna mugre de los yanquis podría sorprendernos, Phillip Noyce relegó la denuncia política a un segundo plano y se centró en la apasionante historia del triángulo amoroso (un cuadrado más bien, aunque el cuarto vértice sólo aparece en cartas.)


El americano es Brendan Fraser, un interesante actor joven, que sabe hacerse ver aun cuando está con los grandes. Le hizo frente a Ian McKellen en Dioses y monstruos, y aquí se muestra como un digno contendiente de Caine. Do Thi Hai Yen, como el oriental objeto de deseo, luce bellísima e hiper sensual. Pero todos los laureles se los lleva Caine.


Es aquí un periodista inglés que se disfraza de cinismo para no revelar su enorme sensibilidad y su honda culpabilidad. Su personaje no es la imagen del amor. Es el amor caminando. Sus emociones son tan intensas que son casi palpables. Da envidia. (Y al carajo se van Barthes y sus sesudas disquisiciones filosóficas.) Dan ganas de haber podido ser capaz alguna vez de amar así o al menos de haber sido amado así.

Un abrazo,
Gustavo Monteros

martes, 1 de julio de 2008

Los compañeros

Cuando tenía 9 u 11 años, vi Los Compañeros en un ciclo auspiciado por la embajada italiana en el Cine Teatro Catamarca… y fue una epifanía. La deslumbrante revelación de que el cine podía ser esencialmente bello y conmocionante. ¡Las pantallas podían albergar algo más que las aventuras de Tiburón, Delfín y Mojarrita!


En los últimos meses me di cuenta de que en distintas conversaciones y por diferentes motivos, se me aparecían Los Compañeros. Y una tarde, en la que por razones que no vienen a cuento, me arrastraba el ánimo, para contrarrestar tanta tristeza me fui al centro a ver si entre los kioscos de 7 encontraba el DVD de Los Compañeros que hace 3 ó 4 años sacó Página 12.


Lo encontré, pero en el camino de vuelta a casa, me asaltó la duda. ¿Y si había envejecido muy mal como tantas otras películas? ¡No! Sigue tan fresca, joven y vital como cuando la estrenaron.


Cuenta un modesto capítulo de las sangrientas luchas que llevaron a la aceptación y promulgación de los derechos del trabajador. Estamos en Turín a fines del siglo XIX. Hay una fábrica textil en la que se trabaja 14 horas diarias, con un breve recreo que no alcanza ni para merendar decentemente. Un operario, por cansancio o por la monotonía del trabajo mecánico, pierde un brazo en un descuido. Los demás comprenden que, de ahora en más, él y su familia dependerán de la esporádica caridad pública para escapar por un rato a la miseria más absoluta. Comenzarán primero una protesta y luego una huelga que tendrá imprevisibles consecuencias.


Es una obra maestra. No hay fotograma que no esté contando algo, no hay escena que no esté sumando para concebir un todo maravilloso. Es como si un talentoso pintor fuera pintando un fresco grandioso ante nuestros ojos, y cuando la película termina es como si nos alejáramos unos pasos y contempláramos esta creación de gran belleza que atestiguamos trazo a trazo y que ya nunca olvidaremos.


Es profundamente humana. Muestra más de una miseria, pero también noblezas y generosidades que podrían llegar a rescatarnos de la ira divina.


Todos los actores están impecables, pero anda por ahí el gran Marcello. Si el oficio de actuar es primordialmente iluminar o hacer asequible el comportamiento humano, muy pocos lo ejercieron con la genialidad y la humildad de Mastroiani. Actuaba como si jugara. Hacía todas esas cosas complicadísimas que le pedían los grandes directores como si no le costara nada. Actuaba sin alharacas ni narcisismos, como si lo único que lo diferenciara del carpintero, tiracables o chofer de la filmación fuera que él estaba delante de la cámara. Aquí interpreta a un intelectual hambreado y muy chicato. Hay una escena en que todos corren perseguidos por la policía. Es un plano general, él está perdido en la multitud, y corre (doy fe porque uso anteojos desde la cuna) con la torpeza del que no ve el suelo que pisa, con miedo de perder los anteojos que mucho no le sirven, pero sin los cuales estaría perdido. No hay para él un plano detalle, es uno más, sin embargo incluso en esa toma multitudinaria se toma la molestia de contarnos su personaje. Un grande. Un genio. Algo bueno debemos haber hecho para que Dios o el Big Bang nos regalara semejante artista.


Unos días más tarde veía Bajo el sol de Toscana, una comedia romántica tópica que había grabado de la TNT. Es sobre los que descubren su lugar en el mundo en forma fortuita e inesperada. La protagonista, Diane Lane, a lo largo de la película, ve desde su balcón a un viejito que le cambia las flores a una imagen que está en una pared al otro lado de su calle. Es un viejito mala onda, de mirada límpida y profunda, como la de alguien que no ha vivido al pedo. Ella lo saluda, pero él la ignora. Ella quiere ser saludada por él, siente que sería la ratificación definitiva de que es aceptada, de que al fin pertenece a ese lugar. La película está por terminar y ella vuelve a verlo. Como yo estaba viendo el video entre dos clases, decía para mis adentros: “que no la salude, que no la salude, que quede como cuenta pendiente,” porque no se trataba de que yo fuera a mi próxima clase conmovido hasta los tuétanos. (A mí, los súbitos gestos de solidaridad y generosidad me matan, porque siento que es ahí cuando amamos la humanidad, no ya en nosotros sino en cualquiera de los otros). Y ella lo mira y él no la saluda y se va. Pero de repente se da vuelta, la mira y se lleva la mano al sombrero. Y quedo ahí, conmovido, mirando los títulos, aunque llegue tarde a mi clase, para saber quién hace el papel de viejito. No es ni más ni menos que ¡Mario Monicelli, el director de Los Compañeros! Y memorizo el nombre de la directora de Bajo el sol de Toscana, Audrey Wells. Porque quien teniendo la oportunidad, valora, reconoce y convence a Monicelli (que no es actor) para que haga ese papelito, merece que se la recuerde.


Un amigo mío dice que el mejor cine del mundo lo hicieron los italianos. Es una generalización y una exageración. Pero cuando veo Los Compañeros, El Gatopardo, La Strada, Umberto D, Érase una vez en América, Un día muy particular o Pasqualino 7 bellezas, me dan ganas de darle toda la razón.

Un abrazo
Gustavo Monteros