domingo, 12 de octubre de 2008

Entre la vida y la muerte

Pasé mi niñez en Catamarca. Entonces estaban de moda las películas de cowboys. Sólo que no las llamábamos así, correctamente. Les decíamos películas de “conbois” que era como creíamos que se pronunciaba.

Íbamos a la escuela normal Gobernador José Cubas, que era una escuela granja. A la mañana, hacíamos la primaria común en un edificio colonial muy bonito, de espaciosas galerías con grandes arcadas que daban a un patio central custodiado por macetones de barro. Almorzábamos en nuestras casas. Y a la tarde íbamos en bicicleta a la granja que quedaba pasando la ermita de la Virgen en San Isidro. En la granja, hacíamos almácigos de verduras y hortalizas, cuidábamos árboles frutales y aprendíamos sobre las abejas. Después nos llevaban a un quincho enorme con una larguísima mesa de roble en la que hacíamos los deberes. Nos daban mate cocido con leche y rodajas de pan cacho untadas con manteca y espolvoreadas con azúcar. Y quedábamos libres para jugar a los “conbois” hasta que oscureciera o el portero se cansara y nos echara. El pedregal, los cactus y las montañas agrestes se prestaban como el escenario ideal para que nos perdiéramos en nuestra fantasía. Nuestros juegos se desarrollaban en una jeringoza que remedaba el inglés. Lo único que pronunciábamos con fidelidad era “come on”. Pero a mí no me bastaba, por eso comencé a molestar con que me mandaran a inglés porque yo quería hablar como en las películas.

Con el tiempo dejaron de interesarme las películas de cowboys, a mí y a mucha gente más, por eso dejaron de hacerlas. De vez en cuando vuelven, como ahora.
Jeremy Irons y sus secuaces aterrorizan el pueblo de Appaloosa, cuyos representantes contratan a dos pistoleros (Ed Harris y Viggo Mortensen) para que impongan la ley y el orden. Jeremy es un villano con recursos y les complicará bastante la vida. Aparecerá en escena una viudita (Renée Zellweger) que deparará más de una sorpresa y conquistará el corazón de uno de los pistoleros.

Ed Harris en su segundo film como director (antes hizo Pollock, sobre la vida del gran pintor norteamericano Jackson Pollock) muestra destreza narrativa y un buen manejo de la puesta en escena. Su actuación es sólida como siempre. A Viggo Mortensen le sientan bien los héroes que hablan más con la mirada que con las palabras. Jeremy Irons en un personaje no muy definido por el guión, como no tiene mucho de donde agarrarse le aporta misterio a su villano. Renée Zellweger juega hábilmente a su viudita y expone lo difícil que les resultaba a las mujeres sin dinero, marido y familia sobrevivir en un mundo de hombres. Su sentido de la lealtad es volátil, pero ¿qué otro remedio le quedaba? Ariadna Gil como una prostituta aparece poco, pero ilumina la pantalla con su sensibilidad y belleza. La fotografía y en especial la música son de primer nivel.

El western más que ningún otro género fue cargándose de significación lo que quizá aceleró si no su deceso, al menos, su alejamiento de las pantallas. John Ford lo transformó en un espacio metafísico en el que el bien y el mal se sobredimensionaban. Clint Eastwood, Fred Zinnemann y John Huston trasladaron al oeste la tragedia griega con todas sus reglas y fundamentos. Sergio Leone llevó la ópera italiana al Far West y especuló con grandilocuencia sobre los caprichos del destino.

Los tres últimos intentos de revitalizar el género: éste, Pacto de justicia de Kevin Costner, y El tren de las 3:10 a Yuma de James Mangold son excelentes films, pero cargan sobre sus espaldas la impronta de imponer trascendencia y resignificación a lo que se cuenta, lo que les quita soltura y fluidez.

Los dos pistoleros de Entre la vida y la muerte (Appaloosa en el original) hablan poco, pero lo hacen con claridad y elocuencia. Pero el guión los carga con tantos psicologismos que este film bien podría llamarse Ingmar Bermang va al oeste.

En los viejos tiempos, los westerns tenían alegría, enjundia, desfachatez, espontaneidad y una profunda vitalidad. La trascendencia y significación surgía de lo que contaban, no se superponían a la historia para fuera sólo un reflejo de ideas rectoras importantes.

Las viejas películas de vaqueros fluían con la alegría del arroyito que salta entre las piedras.

Las nuevas películas del viejo oeste fluyen con la pesadez de un río helado.

Entre la vida y la muerte gusta, y mucho, pero no invita a jugar a los “conbois”.

Un abrazo

Gustavo Monteros

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